Tina entró en la tahona por la puerta trasera, contrayendo el rostro al oír el tintineo de la campanilla sobre su cabeza. En el día a día, no le prestaba ninguna atención, pero en ese momento, considerando que llegaba tarde, el ruido hizo que diera un respingo y rogara porque sus padres no la hubieran oído.
Una vez, cuando tenía dieciséis años, Sophia había quedado con un novio en el jardín de atrás, pero su padre los había descubierto. El novio fue echado de allí con cajas destempladas, Sophia castigada, y, copiando el sistema de la entrada de la tienda, su padre había colocado esa campanilla en la puerta de atrás, para que sus hijas no pudieran burlarlos. Así, mientras su madre se encargaba de la puerta delantera, su padre podía, desde la cocina, estar al tanto de si alguien entraba o salía por detrás.
Cerró la puerta tras de sí lo más silenciosamente que pudo, contrayendo de nuevo el rostro al oír otra vez el tintineo de la campana, y miró su reloj de pulsera. Rachel debía estar ya en el despacho repasando los libros de cuentas y actualizando los archivos de los suministros. Quería hablar con ella antes de hablar con sus padres, como le había dicho a Reid, pero no se atrevió a entrar a verla en ese momento, y pasó de largo por delante de la puerta cerrada.
Cuando llegó a la puerta de vaivén que daba a la zona de detrás del mostrador, la abrió una rendija para asomar un poco la cabeza. Había una larga cola de clientes. Su madre estaba atendiendo a una mujer en el extremo del mostrador, mientras que su tía, que debía haberse tomado el día libre para echarles una mano, estaba preparando un pedido. Billy, el nuevo dependiente que habían contratado, estaba sirviendo un par de cafés a unos señores sentados en las mesitas junto a los ventanales.
Se preguntó dónde estaría Jason, y recordó lo que le había dicho Rachel de que su grupo y él iban a ir a Los Ángeles a grabar una prueba de un posible disco. Probablemente habría llamado para decir que no podía ir a trabajar y estaría haciendo las maletas para su viaje.
Estupendo. Su madre estaría de un humor de perros: había un montón de trabajo por hacer, Jason no estaba, y ella llegaba tarde. Al menos la tía Yana, que era una santa, había ido a echar una mano, pensó. Aprovechando un momento en que su madre estaba mirando para otro lado, abrió la puerta y salió, apresurándose a ponerse el delantal.
–Katina –la llamó su madre con voz áspera al verla–. ¿Dónde te habías metido?
–Lo siento, yo… –balbució Tina.
–No importa –la cortó su madre con un vaivén de la mano–. Ya hablaré yo luego contigo. Ve atendiendo a la señora Green mientras yo acabo de envolver los buñuelos de este caballero.
En ese momento se oyó un estruendo en la cocina, seguido de varios improperios, y Mariska sacudió la cabeza.
–Hoy este hombre no se aguanta ni él –farfulló.
–Iré a hablar con él –dijo Yana, guiñándole un ojo a Tina al pasar junto a ella.
Tina tragó saliva. No parecía el mejor día para tener una charla padre hija, pero se lo había prometido a Reid y lo haría.
Pasaron al menos veinte minutos antes de que empezara a vaciarse un poco la tahona. Cuando sólo quedaron dos clientes, ambos sentados y atendidos, y su madre y su tía estaban en la cocina con su padre, Tina supo que tenía que aprovechar el momento para ir a hablar con Rachel.
–Billy, ocúpate del mostrador –le dijo al nuevo dependiente–. Ahora vuelvo.
Iba a darse la vuelta para dirigirse a la trastienda, cuando oyó la campanilla de la puerta de entrada, y vio aparecer a Reid. «¡No!», quiso gritarle, «¡no tenías que venir todavía!». Se debatió entre lanzarse a sus brazos o echarlo de allí, y cuando avanzó hacia ella y rodeó el mostrador, el corazón le dio un vuelco. Por un momento creyó que iba a besarla, pero no lo hizo, sólo la miró y sonrió, y Tina se derritió.
Miró en derredor para asegurarse de que nadie estaba mirándolos, y cuando hubo comprobado que así era, lo agarró de la manga y lo arrastró con ella al pasillo de la trastienda.
–Reid, ¿qué…?
Antes de que pudiera acabar la pregunta los labios de él se posaron sobre los suyos, y durante un instante se olvidó de dónde estaban y le respondió con fervor.
–No deberías estar aquí –le dijo sin aliento cuando logró recobrar la razón y se separó de él.
–Lo sé –respondió él suspirando y metiéndose las manos en los bolsillos–, pero no he podido evitarlo, quería verte.
A pesar de su nerviosismo, Tina no pudo evitar reprimir la sonrisa que pugnaba por aflorar a sus labios.
–Pues has escogido un mal momento –le susurró–. No sé exactamente qué pasa, pero mi padre está de un humor de mil demonios esta mañana.
–¿Por qué no vamos a hablar con él? Tú y yo, los dos juntos.
–Reid, ¿no has oído lo que acabo de decirte? No tienes idea de cómo se pone mi padre cuando…
–Katina.
La áspera voz de su padre detrás de ellos hizo que el corazón de Tina se parara. Despacio, muy despacio, se volvió hacia él, y la expresión de ira en su rostro hizo que se le helara la sangre en las venas.
Iván lanzó una mirada a Reid.
–¡Usted!, ¡aquí! –exclamó, como indignado.
–Sí, señor –dijo Reid, rodeando a Tina y dirigiéndose hacia él–. Disculpe que me presente de…
Pero Tina lo detuvo, agarrándolo por la manga de la chaqueta.
–Reid, no tienes que…
–Está bien, tranquila –le dijo él asintiendo con la cabeza–. Teníamos que haber hecho esto mucho antes. Por favor, señor Alexander, vayamos a un sitio donde podamos hablar.
Su padre le lanzó una mirada de puro odio, pero le dijo que lo siguiera. Con el corazón desbocado, Tina lo siguió con Reid hasta la cocina, donde estaban su madre y Yana, que obviamente habían dejado lo que estuvieran haciendo, porque ambas estaban secándose las manos en sendos trapos, y los miraron expectantes cuando entraron.
–Papá… –comenzó Tina.
–Cállate, Katina –la interrumpió su padre, señalándola con un dedo–, esto no es asunto tuyo.
¿Que no era asunto suyo? Demasiado sorprendida como para responder, Tina se quedó mirándolo patidifusa.
–¿Estuvo usted con mi hija anoche? –exigió saber su padre, mirando a Reid.
–Sí, señor.
–Iván, por Dios, contén tu temperamento –le rogó su esposa–, deberíamos discutir esto calmadamente.
–«¿Calmadamente?» –repitió Iván despectivo–. ¿Cómo quieres que me calme cuando nuestra hija ha pasado la noche con este hombre?
–Con todos los respetos, señor –dijo Reid sin levantar la voz–, querría decirle que…
–Por favor, Reid, no –intervino Tina mirándolo–, déjame explicarlo a mí.
–¿Cómo pretendes dar explicaciones por tu hermana? –le espetó su padre irritado–. Cuando aparezca ya me encargaré yo de que me las dé.
¿Cuando aparezca? A Tina le llevó un instante comprender qué estaba pasando allí. Estaban hablando de Rachel, no de ella. Pero, ¿qué quería decir con eso de «cuando aparezca»?
–¿Rachel no ha llegado? –inquirió.
Reid la miró contrariado, y a Mariska le temblaba el labio inferior cuando contestó.
–No volvió a casa anoche, y esta mañana no ha venido a trabajar. Ni siquiera ha llamado.
Tina miró a su padre, que tenía los brazos cruzados sobre el pecho, a su madre, al borde de las lágrimas, y luego a su tía, que tenía cara de circunstancias.
–Esto es increíble –murmuró poniendo los ojos en blanco y suspirando–. Mamá, papá, Rachel está bien, pero no ha pasado la noche con Reid.
–Él mismo acaba de admitirlo –gritó su padre, señalando a Reid con un dedo acusador–. Exijo saber dónde está mi hija –le dijo mirándolo furioso.
–Está aquí, conmigo.
Todos se volvieron al oír la voz de Jason. Estaba de pie frente a la puerta de la cocina, con el brazo alrededor de la cintura de Rachel.
–Ha pasado la noche conmigo, no con él –aclaró, mirando a Iván a los ojos.
Oh-oh… Tina escuchó a su madre emitir un gemido ahogado, llevándose la mano a la boca, mientras el rostro de su padre se ponía rojo de ira y los ojos parecían salírsele de las órbitas. De un momento a otro iba a explotar.
–Nos hemos casado –les anunció Rachel, radiante de felicidad, levantando la mano izquierda para mostrarles un anillo de oro en su dedo anular–. Ahora soy la señora de Jason Burns.
Las palabras de Rachel parecieron aspirar todo el aire de la habitación. Nadie dijo nada, nadie se movió.
–Amo a su hija –le dijo Jason al señor y la señora Alexander, para mirar después a Rachel y sonreír–, y ella me ama. Quiero pasar el resto de mi vida junto a ella.
–Por favor, alegraos por nosotros –les pidió Rachel con ojos llorosos–. Por favor, quiero tantísimo a Jason…
Con el aliento contenido, Tina esperó a que sus padres dijeran algo, cualquier cosa, pero todavía no se les había pasado el shock. Seguían allí plantados, inmóviles, con los ojos abiertos como platos.
Su tía Yana fue la primera en reaccionar, acercándose a Rachel y a Jason para abrazarlos.
–Que seáis muy felices, y tengáis salud y muchos hijos –les deseó con una sonrisa.
–Ah, ésa es otra noticia que tenemos que daros –dijo Rachel, mirando a sus padres tímidamente–: Vamos a tener un bebé.
Su madre volvió a proferir un gemido ahogado, llevándose esa vez la mano al pecho, mientras que su padre estaba ya casi violeta.
Tina, por su parte, estaba atónita. ¿Un bebé? ¿Rachel iba a tener un bebé? Olvidando a sus padres por un momento, se acercó a su hermana y su cuñado y los abrazó emocionada.
–Pero, ¿cuándo…?
–No estuve segura hasta ayer –contestó Rachel secándose las lágrimas–. Por eso no te había dicho nada, y anoche, cuando te dejé con Reid y yo me fui con Jason…
–¡Un momento! –bramó su padre–. ¡Todo el mundo quieto y callado ahora mismo!
Todos se quedaron inmóviles y en silencio.
Con los puños en las caderas, Iván atravesó la cocina a grandes zancadas y se detuvo frente a Rachel, mirándola con los ojos entornados.
–Tú te has casado con Jason y vais a tener un bebé.
Rachel asintió vacilante, y su padre se volvió hacia Tina.
–Y tú has pasado la noche con este hombre… –dijo señalando a Reid y mirándolo furioso.
Tina tragó saliva y asintió con la cabeza. Un músculo de la mandíbula de Iván se contrajo. Se volvió lentamente hacia su esposa y le preguntó:
–¿Cómo ha podido pasar esto?
–¿Qué es lo que ha pasado?
Sophia, que acababa de entrar por la puerta trasera de la cocina, era quien había hablado. Paseó la vista por las caras de todos, se fijó en que Rachel y Jason estaban abrazados el uno al otro, enarcó una ceja, y dijo:
–Oh, eso ha pasado.
Y entonces, calmadamente, tan calmadamente que asustó a todo el mundo, Iván se quitó el delantal y salió de la cocina.
Durante al menos diez segundos nadie habló ni dijo nada, hasta que finalmente la tía Yana dejó escapar un suspiro y dijo:
–Bueno, yo diría que se lo ha tomado bastante bien, considerando las circunstancias.
–¡Mi pequeña…! –exclamó Mariska, los ojos llenos de lágrimas, corriendo con los brazos abiertos hacia Rachel–. Mi Rachel va a hacerme abuela…
Y de pronto estaba abrazando a todo el mundo. Cuando llegó frente a Reid iba a hacer otro tanto, pero al agarrarlo por los brazos se quedó mirándolo con los labios fruncidos, antes de suspirar, encogerse de hombros, y abrazarlo también.
–Reid –le dijo Tina tocándole el brazo cuando su madre lo hubo soltado–. Voy a hablar con mi padre.
–Voy contigo.
–No, por favor. Creo que será mejor que lo haga sola –respondió ella moviendo la cabeza–. Por favor.
Reid suspiró, pero asintió.
–De acuerdo. Estaré aquí al lado, en nuestro «cuartel general». Tengo que hacer unas llamadas y enviar unos faxes.
Tina encontró a su padre en el jardín, de pie junto al estanque, observando el agua. El aire de la mañana estaba empezando a calentarse ahora que el sol estaba más alto en el cielo, y oculto entre las ramas del magnolio que había junto al estanque cantaba algún pájaro.
Su padre no se volvió cuando se acercó, y Tina no estaba segura de si no la había oído, o estaba evitándola. Se quedó allí de pie, en silencio, a unos metros de él, observándolo y pensando de pronto cuánto hacía que no miraba de verdad a su padre. Siempre había sido un hombre grande y fuerte, de anchas espaldas, que de niña le había parecido que pudieran soportar el peso del mundo.
Mirándolo en ese momento, sin embargo, se dio cuenta de que su espalda se había encorvado ligeramente, y que su cabello empezaba a teñirse de gris, y su corazón se hinchó de amor. No podría soportarlo si no volviera a hablarles a Rachel o a ella.
Acercándose a él, estaba a punto de hablar cuando su padre murmuró:
–¿Te acuerdas de cuando construimos este estanque, Katina?
Su pregunta la hizo detenerse.
–Sí lo recuerdo. Yo tenía diez años –dijo al cabo de un rato.
–Yo mezclé el cemento, y tus hermanas y tú colocasteis cada piedra exactamente donde están ahora.
Tina fue junto a él.
–Y luego nos llevaste a las casetas de la feria que ponen junto al río en primavera, y ganaste una carpa para cada una en un juego de tiro.
–Tú le pusiste a la tuya Gilbert –le dijo su padre girándose hacia ella con una sonrisa triste–, aunque la llamabas Gil.
Tina se quedó mirándolo asombrada.
–¿Cómo te acuerdas de eso? Ya hace catorce años.
–Eras mi niña –respondió su padre–. Sois mis niñas, Sophia, Rachel, y tú. ¿Cómo podría haberlo olvidado?
Los ojos de Tina se llenaron de lágrimas mientras lo miraba, y cuando su padre le tendió los brazos abiertos, se lanzó a ellos sin dudarlo. No recordaba cuándo había sido la última vez que se habían abrazado así, la última vez que había querido que la abrazara.
–¿Cómo podéis hacerme esto? –le preguntó angustiado–. ¿Cómo podéis hacernos esto a vuestra madre y a mí?
Tina sintió una punzada en el corazón. Ansiaba tanto que su padre pudiera comprenderlas, y aceptar que ya no eran unas niñas… Levantó la cabeza y lo miró, tratando de hallar las palabras.
–¿Por qué habéis tenido que crecer? –murmuró su padre en un tono quedo, acariciándole la mejilla y sacudiendo la cabeza–. No es justo.
Una lágrima rodó por la mejilla de Tina.
–Aunque hayamos crecido, no hemos dejado de quererte, papá. Yo te quiero y te querré siempre. Te quiero muchísimo.
–¿Y a él? ¿Lo amas a él? –inquirió su padre.
Tina vaciló, y después asintió lentamente con la cabeza. Su padre suspiró.
–¿Te ama él a ti?
–Sé que siente algo por mí –respondió ella–, pero su familia, nuestras vidas… son tan distintas. No sé si algún día podrá haber un sitio para mí en su mundo, a su lado.
–Ah, ya veo. Eso puede ser un problema –murmuró su padre. Tardó un buen rato en volver a hablar, como si estuviera sopesando cuidadosamente lo que Tina le había dicho–. Cuando tu madre se casó conmigo, tu abuelo nunca volvió a dirigirle la palabra.
Confusa, Tina miró a su padre.
–Pero, yo creía que había muerto cuando mamá no era más que una adolescente.
–Tu madre tenía dieciocho años, y yo diecinueve cuando le pedí su mano a su padre –Iván apretó los labios en una fina línea–. Un plebeyo pretendiendo casarse con su hija, que era nieta de una condesa. Me consideró un arrogante por atreverme a pedir su mano.
Tina no había oído nunca que hubiera una condesa entre sus antepasados, pero, aunque le picaba la curiosidad, sabía que aquél no era momento para preguntar a su padre acerca de eso.
–Bueno, la verdad es que sí eres arrogante –murmuró con una sonrisa maliciosa.
–Y tú una jovencita deslenguada –contestó su padre enarcando una ceja y frunciendo los labios. La miró a los ojos y exhaló un suspiro–. Ven, Katina, sentémonos. Ha llegado la hora de que te cuente toda la verdad.
Reid llevaba varios minutos caminando arriba y abajo por su despacho del centro de operaciones de la campaña, preguntándose por qué Tina estaría tardando tanto. No se había oído ninguna explosión en el bloque de al lado, y el padre de Tina tampoco había salido por la puerta de la tahona escupiendo fuego por la boca, así que eso tenía que ser una buena señal.
Además, tampoco había pasado tanto tiempo; a lo sumo veinte minutos. Debería darle treinta, o treinta y cinco antes de ir a averiguar qué estaba pasando. Y, por otra parte, tampoco era como si no tuviese nada que hacer. Tenía cinco mensajes en el contestador del móvil, uno de Ian diciéndole que aquella Jasmine Carmody había estado haciendo preguntas en una de las cafeterías de su cadena D&D. El resto eran de su secretaria, relativas a un contenedor que la empresa papelera Maximilian los acusaba de haber perdido.
Tenía que arreglar ese problema antes de ir a la tahona, así que marcó el número de su oficina, pero comunicaba. Esperó y volvió a marcar, pero seguía comunicando, y aún lo intentó otra vez sin éxito. Marie, su secretaria, debía estar otra vez parloteando con alguna de sus amigas. Maldijo entre dientes y colgó.
En ese momento oyó que llamaban a la puerta, y creyendo que sería alguno de los voluntarios para molestarlo con alguna tontería, abrió con muy mal genio.
–¿Qué diablos…?
Pero no era ningún voluntario, sino Tina, que dio un respingo al ser recibida con semejante rugido.
–Lo… lo siento. Puedo volver más tarde.
Reid la detuvo, agarrándola por el brazo, hizo que entrara en el despacho, y cerró la puerta, atrayéndola hacia sí y besándola como si no fuera a haber un mañana. Al principio Tina se puso tensa porque no lo había esperado, pero enseguida se relajó, echándole los brazos al cuello y devolviéndole el beso. Reid no habría querido soltarla, pero finalmente, no teniendo más remedio que despegar sus labios de los de ella porque se estaba quedando sin aire, levantó la cabeza y la miró a los ojos.
–Perdona, no sabes cuánto necesitaba hacer eso.
Los labios de Tina estaban aún sonrosados y húmedos por el beso, tan tentadores… Inclinó la cabeza, pero Tina lo detuvo, poniéndole las manos en los hombros.
–Reid, no… –murmuró temblorosa.
–¿Estás bien?
–No… no lo sé.
Su voz sonaba tan distante, tan extraña… Reid la miró preocupado. Interpretando que sus padres le habían prohibido que volviera a verlo cuando ella se apartó de él y le dio la espalda, apretó la mandíbula, y le dijo:
–Escucha, Tina, sé que para tus padres esto debe ser duro, sobre todo en un solo día, pero, por amor de Dios, ya no sois niñas. Sólo porque no quieran que nos veamos…
–No –respondió ella girándose–, no tiene nada que ver con eso.
El corazón le dio un vuelco a Reid al ver la mirada vacía y desolada en sus ojos.
–Entonces, ¿con qué?
Tina exhaló un pesado suspiro, y se cruzó de brazos.
–Cuando mi padre era un adolescente, trabajaba de aprendiz en un restaurante de Hungría, a las órdenes de un hombre llamado Wilheim, que era el pastelero jefe.
–Tina, ¿qué tiene que ver…?
–Por favor –le pidió ella levantando una mano para interrumpirlo–, déjame acabar.
Aunque Reid estaba a punto de explotar, cerró la boca.
–Según mi padre, Wilheim lo odiaba –continuó Tina–, y aprovechaba cualquier ocasión para humillarlo, ya fuera en privado o en público. Cuando cumplió los diecinueve años, mi padre decidió que ya había tenido bastante, y se marchó. Wilheim fue a la policía, acusando a mi padre de haber robado sus recetas secretas, recetas que decía habían pasado de generación en generación dentro de su familia. Puso una denuncia contra mi padre, y él, que temía acabar en la cárcel por las influencias de Wilheim, huyó del país, y al no presentarse en el juicio se dictó una orden de arresto contra él.
Reid sabía que en el mundo de la alta hostelería las recetas eran secretos celosamente guardados, incluso en cajas fuertes con sofisticados sistemas de alarma. Y aunque se trataba de un delito de guante blanco, no dejaba de considerarse un delito. Así se lo dijo, pero añadió:
–Aunque me parece un poco extremo que dictasen una orden de arresto contra él, ¿no?
–Ya te he dicho que Wilheim odiaba a mi padre. En realidad sí se había llevado unas recetas, aunque eran suyas, no de Wilheim. Pero Wilheim había estado llevándose todo ese tiempo el mérito ante el dueño del restaurante, haciéndole creer que eran de su invención, y temía que se descubriera.
–Pero seguramente tu padre podría haber demostrado su inocencia.
–Tal vez, o tal vez no –suspiró Tina–. Como te he dicho, parece que Wilheim tenía muchos contactos importantes. Mi padre era muy joven, y temía acabar pudriéndose en la cárcel. Así que mi madre y él abandonaron el país en un barco mercante. Y, cuando llegaron aquí, cambiaron su apellido por el de Alexander.
Tina parecía pálida, pensó Reid, y sus ojos apagados.
–Tina, siéntate –le dijo, llevándola hasta una silla y arrodillándose frente a ella–. Eso pasó hace treinta años. Ese Wilheim probablemente ya esté muerto.
Ella movió la cabeza.
–No, no lo está.
–Bueno, ¿y qué si aún vive? –inquirió Reid–. Dudo que siga acordándose de aquello.
–El problema es que sí sigue acordándose –respondió Tina quedamente–. Cuando mi padre salió de Hungría, lo hizo llevándose algo suyo.
–¿El qué?
–A su hija… mi madre. Wilheim era mi abuelo.
Reid dejó escapar un silbido, y se sentó en la silla al lado de la de ella, frente a su escritorio.
–Oh –fue todo lo que acertó a decir.
–Exacto: oh –murmuró Tina.
Se quedaron los dos callados un buen rato, hasta que Tina dijo:
–Mi madre telefoneó varias veces a mi abuelo a lo largo de todos estos años, intentando reparar la brecha que se había abierto entre ellos, pero él se negaba. Cada vez le insistía en que, si daba con su paradero, haría que arrestasen a mi padre.
–Pero, es absurdo… después de tanto tiempo… –farfulló Reid–. Además, seguro que un buen abogado podría hacer que tu padre ganara el litigio.
–Puede, pero a mi padre le preocupa que la acusación en sí pueda saltar a los medios, porque eso arruinaría su reputación como profesional, y además cree que si empezasen a acusarlo de ser un ladrón, el honor de la familia se vería manchado, y eso siempre ha sido muy importante para él.
–Pero… tu madre parecía muy feliz cuando creía que yo estaba interesado en Rachel –apuntó Reid contrariado.
–Porque estaba tan entusiasmada ante la idea de que una de sus hijas se fuese a casar con un Danforth, que ni siquiera pensó en las repercusiones que podría tener –replicó ella–. Mi padre es inocente, pero todos los días la prensa y las injusticias arruinan la vida de personas inocentes, Reid.
Lo que estaba diciendo era verdad, y él lo sabía. Aunque una persona fuera inocente, podía acabar arrastrando falsas acusaciones toda su vida, igual que el olor del tabaco se pega a la ropa.
–Escucha, Tina, sé que ahora mismo te parece difícil que podamos encontrar una solución, pero…
–No es difícil, Reid, ¡es imposible! Y si te he contado todo esto es porque querría que lo comprendieras –le dijo poniéndose en pie y mirándolo–. No puedo poner en peligro a mi familia, ni pondré en peligro a la tuya. Si seguimos viéndonos la prensa podría empezar a rebuscar en el pasado de mi familia, y podrían acabar haciéndonos daño a todos.
–Maldita sea, Tina, no hables así –dijo Reid, poniéndose de pie y agarrándola por los hombros–. Encontraremos la manera de…
–No puede ser, Reid –lo cortó ella, apartándose–. Es imposible, lo nuestro es imposible.
Reid quería sacudirla, discutir, gritar, incluso romper algo, pero la mirada en sus ojos le dijo que nada le permitiría llegar hasta ella.
De modo que no dijo nada. Simplemente se quedó allí, viendo cómo le daba la espalda y salía del despacho, sintiendo que un puño helado atenazaba su corazón.