PODÍA sentir cómo se acercaba a su objetivo.
Una certeza palpitante de que al fin conseguiría su reportaje, la carrera profesional por la que había luchado durante los últimos diez años.
«¿Estarás finalmente orgulloso de mí, papá? ¿Te parecerá que soy tan buena periodista como mamá?».
Rachel Brant se detuvo en el cruce que Joe el panadero le había descrito y observó los tres caminos desiertos que se perdían en el ondulado paisaje nevado de Montana: delante de ella partía uno en dirección sur, a la izquierda salía otro hacia el este, y el de la derecha conducía al oeste.
El Flying Bar T estaba al oeste, en dirección a las Montañas Rocosas.
Con cuidado, tomó la fotografía amarillenta del asiento. Tom McKee, ataviado con su uniforme verde del Vietnam, postrado en una silla de ruedas desde 1970. Tom había perdido las piernas y el brazo izquierdo cuando intentaba salvar a los restos de su tropa en Hells Field. Una batalla que había estado oculta durante más de tres décadas. Una batalla que Rachel quería desenterrar del olvido para que su padre estuviese orgulloso de ella.
Pero según los habitantes de la región, Tom rara vez se acercaba al pueblo. Era su hijo el McKee que ellos conocían. Con treinta y pocos años y viudo, Ashford McKee se ocupaba del Flying Bar T y protegía la intimidad de su familia como un chacal a su presa. Ash. El hombre por el que debía pasar para llegar a Tom. Decían que se parecía a su padre. Alto como un abeto, silencioso como el bosque. Y guardián del rancho.
Rachel soltó la foto y respiró lentamente. Pisó el acelerador y se dirigió hacia los picos nevados que resplandecían a la luz del sol. Conseguiría su artículo, a pesar de Ash McKee.
Más allá de los cercados, los campos se extendían sobre las colinas y montículos.
—Espero que merezcas la pena, sargento Tom —murmuró—. Espero que valgas hasta el último segundo que Charlie y yo hemos tenido que soportar en este agujero.
Diez días llevaban ella y su hijo de siete años en Sweet Creek, Montana. Diez días en aquella tierra dejada de la mano de Dios. Y en aquella última semana de enero, con la primavera todavía lejana, el calor de su trabajo anterior en Arizona no era más que un recuerdo congelado.
Pero todo habría merecido la pena si conseguía su artículo. Tom sería el último de los siete veteranos de guerra a los que había entrevistado a lo largo de los años, y Sweet Creek sería el último de la larga lista de pueblos anodinos que ella y su hijo debían fingir que era su hogar.
¿Sería esperar demasiado que Tom McKee les alquilara su casa de invitados, como había sugerido el panadero? Rachel llevaba muchos años viviendo de ilusiones, por lo que una más no significaba nada.
Vio vacas agrupándose en torno a las balas de heno que se levantaban en la tierra helada de un pasto cercado, mientras caballos de larga crin mordisqueaban los cubos en sus refugios. Cubrió el último tramo del camino y vio una masa oscura que se agitaba a medio kilómetro de distancia. Pronto la masa se convirtió en un rebaño de Angus negras flanqueado por un par de caballos con jinetes: un hombre ataviado con un abrigo azul marino y un sombrero Stetson marrón, y una joven con una parka roja y gorro de lana. Dos perros pastores blanquinegros guiaban instintivamente a cualquier res que se saliera del rebaño.
Rachel se acercó a los jinetes y tocó la bocina, provocando que las vacas rezagadas aligeraran el trote.
El hombre miró el coche con el ceño fruncido. La mujer, apenas una adolescente, sonrió. Rachel reconoció a la chica de su encuentro el lunes pasado. Ansiosa porque el Rocky Times publicara una columna semanal del instituto, Daisy McKee había acudido al periódico durante el descanso del almuerzo. Unas pocas palabras y había vuelto a marcharse.
Era una buena chica, y era la hija de Ashford McKee.
Rachel miró al hombre montado en un enorme caballo de color gris. Ash McKee. Grande y autoritario como su entorno. Cuatro días después de su llegada, Rachel lo había visto cargando las semillas y el pienso en su camioneta. Darby lo había señalado desde la cafetería. Un golpe de suerte para Rachel, quien, como periodista, tenía que conocer su pueblo. Y Sweet Creek era su pueblo ahora. Pero lo que más necesitaba era recoger detalles sobre los McKee. Ellos eran la razón por la que había solicitado un empleo en el Rocky Times, un periódico semanal de veinte páginas distribuido por el condado de Park.
El rebaño avanzó lentamente hacia las puertas de hierro forjado del rancho, sin que McKee ni Daisy hicieran el menor esfuerzo por desviarlo. Rachel bajó la ventanilla del coche.
—Disculpe —llamó al hombre.
McKee silbó entre dientes para llamar a uno de los perros.
—Disculpe —volvió a llamarlo Rachel—. ¿Señor McKee? ¿Puedo pasar?
Unos ojos fríos y oscuros la miraron.
—¿Es que no puede esperar? Sólo hay cien metros hasta la puerta.
Sí, podría esperar… si se lo pidiera amablemente.
—Estoy buscando a Tom McKee —le dijo ella a la grupa del caballo—. ¿Sabe si está en casa?
El hombre tiró de las riendas y el animal se colocó junto al vehículo.
—¿Quién quiere saberlo? —espetó.
Era un vaquero de los pies a la cabeza. Rachel se estremeció. Una versión moderna del Clint Eastwood de El jinete pálido. Sólo le faltaba un revólver del calibre 38.
—Rachel Brant. Me gustaría hablar con él.
El caballo era un ejemplar magnífico. A salvo en el interior del coche, Rachel parecía insignificante junto a aquel físico tan imponente… Y no estaba pensando sólo en el caballo.
—¿Sobre qué?
—Perdone, pero eso es algo entre el señor McKee y yo —declaró ella en tono amable pero firme.
—No cuando hay periodistas por medio —replicó él.
Rachel se quedó perpleja.
—¿Cómo…? —empezó a preguntar. ¿La habría reconocido en Sweet Creek?
—Todo el pueblo lo sabe —concluyó él, percibiendo su desconcierto.
Naturalmente. Rachel había viajado demasiado para saber lo rápido que se propagaban los rumores en un pueblo de seiscientos noventa y dos habitantes. Desde su asiento podía observar claramente el rostro bajo el ala del sombrero. Una nariz larga y recta y unos ojos fijos en ella.
Tal vez si salía del coche… Miró al poderoso caballo y sus cascos letales.
«Vamos, Rachel. Has pasado por situaciones más difíciles en tu vida».
Abrió la puerta y salió del coche. El viento le agitó sus cortos cabellos sobre los ojos y le batió el abrigo alrededor de sus altas botas. El olor del caballo, de las vacas y del cuero le acarició la nariz.
McKee frunció aún más el ceño. Tenía un mentón recio y oscurecido por una barba incipiente.
—Vaya a buscar su artículo a otra parte, señorita Brant. No es bienvenida aquí.
El semental se removió, inquieto, y la silla crujió bajo el peso del jinete. Nubes de vapor emanaron de los orificios nasales enrojecidos, y unos dientes largos y blancos mordieron la brida.
Un escalofrío recorrió la piel de Rachel.
—Dejaré que sea Tom quien lo decida.
—Su decisión no será distinta de la mía —dijo él.
—Tal vez. Pero me gustaría comprobarlo por mí misma.
—A Tom no le gustan los periodistas.
«No, es a ti a quien no le gustan», pensó Rachel, aunque no podía culparlo después de lo que había oído en el pueblo. Sabía que Ash McKee había perdido a su mujer en un accidente de coche cinco años atrás. Un joven e imprudente periodista del Rocky Times que perseguía un artículo sobre las vacas locas había arrollado a la mujer de McKee, matándola al instante y dándose a la fuga.
La mirada de McKee era dura y distante. Rachel se abrazó para protegerse del frío y levantó la mirada hacia él, un hombre en posición dominante vestido de azul.
—Por favor, estoy buscando un lugar donde vivir temporalmente hasta que pueda encontrar algo en el pueblo. He oído que su rancho tiene una casa de huéspedes para alquilar. Estoy dispuesta a pagar el precio que se cobra en verano.
McKee se inclinó hacia delante, apoyando el brazo en la perilla de la silla, y Rachel sintió que se le encendía la piel bajo su severo escrutinio.
—La casa está cerrada —declaró él, enderezándose lentamente en la silla. El caballo se encabritó como un Lipizzan, agitando la crin mientras McKee controlaba las riendas con una mano enguantada.
Rachel tragó saliva, pero no se movió.
—Pagaré la tarifa más alta —insistió. No sólo tenía que pensar en su artículo, sino también en Charlie.
McKee observó el rebaño que trotaba delante de ellos. Algunas de las vacas se habían rezagado. El sombrero ensombrecía sus ojos, y aquel aspecto sombrío le provocó un escalofrío a Rachel.
—Vuelva al lugar del que ha salido, señorita Brant —murmuró con voz fría y despiadada. Espoleó a su montura y dejó a Rachel tras él, mirando cómo el ganado atravesaba las puertas del campo.
Una vaca se desvió y los perros se apresuraron a devolverla al rebaño. Daisy desmontó de su caballo color chocolate, mucho menor que el caballo gris de McKee, y cerró la puerta. Al ver a Rachel la saludó con dos dedos y volvió a montar para seguir a McKee a los graneros.
«Vuelva al lugar del que ha salido».
No se refería a Sweet Creek.
Ash llevó a Northwind, su semental español, al gran establo al fondo de las caballerizas.
Aquella mujer tenía coraje. La última vez que los periodistas se acercaron al rancho fue cinco años atrás, en busca de aquel maldito artículo sobre las vacas locas. Un puñado de tonterías que le costó la vida a Susie.
Pero aquella periodista no buscaba una historia, sino un techo bajo el que cobijar su bonita cabeza.
Bonita… ¿Cómo le podía parecer bonita una gacetillera sin escrúpulos?
Porque lo era. Era realmente preciosa, con aquella melena del color del aparador de cerezo de su madre y aquellos ojos azules de gata. Siempre enviaban a las más guapas a la caza de noticias.
«¿Es que no has oído lo que ha dicho? No quiere una exclusiva, sólo quiere una habitación».
Desensilló a Northwind con tanta brusquedad que el caballo se apartó con inquietud.
—Tranquilo, chico. No quería pagarlo contigo —lo tranquilizó. Llevó los arreos al almacén y apretó los dientes. Lo último que necesitaba era a una artista de las palabras viviendo en su rancho. Una hechicera cuyo poder de comunicación podía ser mil veces peor que los cotilleos y las burlas que había soportado en la escuela.
Aquel rancho era su vida, y aunque era su familia quien pagaba las facturas, la que hacía los pedidos y la que se ocupaba del correo, todo se hacía bajo la supervisión de Ash. Era él quien conocía la tierra y los animales. Pero su carencia de educación universitaria pesaba como una cota de malla sobre sus hombros.
Y aunque no podía culpar de ello a una mujer a la que sólo conocía de tres minutos, tampoco podía confiar en ella. Su familia había tenido bastante con el Rocky Times. Cuando Ash cumplió dieciséis años, Shaw Hanson había enviado a su equipo al Flying Bar T después de que Tom fuera acusado de no alimentar adecuadamente al ganado debido a su discapacidad.
Ash soltó un bufido. Los periodistas se habían lanzado como una jauría de lobos hambrientos en busca de la noticia, aunque la identidad de la persona que acusó a Tom seguía siendo un misterio.
Y luego estaba la muerte de Susie…
El recuerdo le hizo un nudo en la garganta. ¿Y ahora una periodista del Rocky Times quería alquilar la casita de campo que Susie había diseñado y que él había construido? Jamás.
—¿Papá?
Se volvió hacia su hija de quince años, que estaba de pie en la puerta. Era un duendecillo de grandes ojos verdes y largos rizos rojos como su madre, lo bastante fuerte para levantar la pesada silla de montar hasta los ganchos del techo.
—Hola, Daiz. ¿Necesitas paja limpia para Areo?
—Ya se la cambié esta mañana. ¿Qué quería la se… esa mujer?
—Nada importante.
—La ahuyentaste.
—Trabaja para el Times —respondió él mientras entraba en el establo de Northwind, como si aquello lo explicara todo—. Ya sabes lo que opino de esa gente.
—Sí, ya lo sé —repuso ella.
Él miró por encima del hombro, y al ver la expresión de Daisy sintió una punzada en el pecho. Su hija aún echaba de menos a su madre, sus charlas de mujer a mujer, la risa de Susie, sus abrazos… Y él también.
—No dejaré que te haga daño, cariño. Ni permitiré que se acerque al abuelo.
—Oh, papá —suspiró Daisy, y se volvió hacia el pasillo.
¿Qué demonios…?
—¿Daisy? —la llamó, dándose la vuelta al tiempo que ella desaparecía en el establo de Areo. Por un momento permaneció inmóvil, preguntándose si realmente había percibido la resignación en la voz de su hija. ¿La había decepcionado al echar a una periodista?
Sacudió la cabeza. No. Daisy sabía lo que su familia pensaba de los Hanson y de su tacto editorial. Tenía que ser algo más. Y seguro que acabaría diciéndoselo.
De vuelta en el establo de Northwind, cepilló al gran semental gris y le llenó los recipientes de agua y comida. Al acabar, vio que Daisy salía del establo de Areo.
—¿Has acabado, pequeña? —le preguntó, recorriendo el pasillo hacia ella. Los perros, Jink y Pedro, trotaban delante de él.
—Sí.
—Muy bien. Vamos a ver qué ha preparado el abuelo para comer.
Salieron de las cuadras al frío aire de la tarde. Las huellas de los cascos y las botas salpicaban la nieve caída durante la noche. Ash redujo sus zancadas al paso de su hija y los dos se encaminaron en silencio hacia la casa de dos plantas pintada de amarillo que el bisabuelo de Tom, un inmigrante irlandés, había construido en 1912.
—Es una suerte que no hayas tenido clase hoy —dijo Ash, poniéndole una mano en el hombro a Daisy—. No sé si hubiera podido ocuparme del rebaño yo solo.
—Oh, papá. Ethan y tú lo hacéis cuando estoy en la escuela.
Ethan Red Wolf, el capataz. Un buen hombre.
—Sabes que el miércoles es el día libre de Ethan. En cualquier caso, todo se hace diez veces más rápido cuando tú ayudas.
—¿Qué quería la periodista?
Otra vez con lo mismo. Su hija era incapaz de dejar un asunto sin resolver. Y aunque su tenacidad lo sacaba de quicio en muchas ocasiones, se sentía muy orgulloso cada vez que veía sus excelentes notas académicas.
—Quería hablar con el abuelo para que le alquilara la casa de invitados.
—¿Vas a permitírselo?
—No.
—¿Por qué no? Nos vendría muy bien el dinero.
—No necesitamos el dinero de una periodista, cariño —le aseguró—. ¿No tienes que hacer los deberes? —le preguntó para cambiar de tema. No quería pensar en Rachel Brant ni en sus atributos femeninos…
—Algunos ejercicios de inglés.
Ash se estremeció de horror al pensar en Shakespeare y ensayos de literatura.
—Será mejor que los acabes antes de comer.
—Necesito que el abuelo me ayude para un trabajo de ciencias sociales —dijo con un suspiro.
—¿Qué clase de trabajo? —preguntó Ash mientras subían por la rampa hasta la puerta de la cocina. Tom era muy bueno en literatura inglesa y también sabía escribir muy bien. Si su sangre hubiera corrido por las venas de Ash, tal vez…
—Se supone que tenemos que hacer de periodistas —respondió ella mientras se quitaba el abrigo—. Y… tenemos que entrevistar a un veterano de guerra, así que pensé en el abuelo.
Genial. Primero una periodista de verdad, y ahora su hija jugando a ser reportera.
—Sabes que tu abuelo nunca habla del tema, Daiz.
La chica se echó hacia atrás sus largos cabellos y se quitó las botas.
—Pues quizá tenga que hacerlo de una puñetera vez.
—Vigila tu lenguaje, jovencita —la reprendió Ash.
—Vamos, papá, han pasado treinta y seis años. ¿Por qué el abuelo no quiere hablar de su experiencia? No es como si hubiera sucedido ayer. ¡Incluso recibió el Corazón Púrpura! —frustrada, salió de la cocina.
Ash la vio marcharse. Habían sacado ese tema dos docenas de veces en los últimos tres años, en cuanto Daisy alcanzó la pubertad. Quería saberlo todo sobre su pasado, sobre su madre, sobre él, sobre Tom…
Ash no tenía intención de hablarle de Susie o de su muerte. Era un tema demasiado doloroso. ¿Y si soltaba accidentalmente la verdad, confesando que su mujer había tenido tanta culpa en el accidente como el periodista? Sacudió la cabeza. No, no podía arriesgarse. Sólo de pensar en ello le entraban escalofríos.
—Hola, papá —saludó a Tom al entrar en la cocina.
Su padrastro, confinado a una silla de ruedas desde hacía treinta y cinco años, rodeó la mesa con una hogaza de pan en el regazo.
—¿Daisy está enfadada? —preguntó el viejo.
—Está disgustada por un par de cosas, sí.
—¿Qué cosas?
—Quiere que le alquilemos la casa a una periodista.
Tom soltó un bufido.
—¿Me tomas el pelo?
—Es una periodista a la que ha contratado recientemente el Rocky Times. Se presentó esta mañana mientras conducíamos el ganado.
—Hum… —murmuró Tom, cortando y untando el pan con la mano derecha y la prótesis izquierda—. ¿Cómo se llama?
—Rachel Brant.
Silencio.
—Brant, ¿eh? Supongo que nos vendría bien un poco de dinero extra.
—¿Te has vuelto loco?
—¿Por qué no? La casa está vacía, y se podría acabar desmoronando si no le damos uso. Además, la temporada de pariciones está a punto de comenzar, por lo que Inez tendrá muchas más bocas que alimentar durante los dos próximos meses.
Inez, el ama de llaves y cuidadora de Tom, estaba en Sweet Creek, comprando provisiones para dos semanas.
—Lo superaremos —gruñó Ash—. Siempre lo hacemos.
No necesitaba tener a Rachel Brant allí, al alcance de su mirada. Era una periodista, ávida por hurgar en las vidas ajenas para luego escribir un montón de mentiras.
Seguramente la había enviado Shaw Hanson para provocar a los McKee. Después de todo, Ash se había presentado en las oficinas del periódico dos días después de la muerte de Susie y se había puesto a patear traseros. ¿Y qué había conseguido? Pasar tres días en chirona.
Tom untó de mantequilla seis rebanadas más y cortó otros dos tomates.
—Has dicho que Daisy estaba enfadada por dos cosas. ¿Cuál es la otra?
—Un trabajo para el instituto. Tiene que entrevistar a un veterano de guerra.
—¿No tienen libros de texto para eso?
—Los tienen, pero esta vez han de recabar la información directamente de los testigos.
—Pues este testigo no va a contar nada —masculló Tom—. Por la misma razón por la que tú no hablas de Susie.
¿La misma razón? Había cosas que Ash jamás compartiría con su familia. Como el día que enterró a Susie. Cómo había vuelto al atardecer y se había sentado sobre sus cenizas a llorar desconsoladamente, aporreando la tierra seca con los puños y maldiciendo a Susie por haber conducido bebida… algo que no había sabido hasta la autopsia.
Borracha a las tres de la tarde.
Con el cinturón de seguridad desabrochado… El parabrisas destrozado…
Que Dios lo ayudara, pero la imprudencia de Susie era su secreto. Su dolor. Como el de Tom con Vietnam.
Se apartó de la encimera y le dio una palmadita en el hombro al anciano.
—Le diré a Daisy que venga a lavar los platos.
Sentada frente al ordenador en la estrecha redacción del Rocky Times, Rachel hundió el rostro en las manos y respiró profundamente. El día anterior había sido un desastre, intentando superar a Ash McKee y su caballo de guerra.
Dios, cuando pensaba en el ranchero y su montura… Ambos irradiaban una peligrosa belleza y autoridad que la había mantenido en trance las últimas veinticuatro horas.
Se levantó y se acercó a la ventana para subir las persianas y recibir la luz del sol. Algunas camionetas circulaban por Cardinal Avenue, aplastando la nueve caída durante la noche en una pasta crujiente y marrón. Al otro lado de la calle, una camioneta verde aparcó frente a la tienda de suministros de Toole. Ash McKee se bajó del vehículo y cerró la puerta al tiempo que su mirada se encontraba con la de Rachel, quien ahogó un gemido y volvió a imaginárselo montado en su caballo. Incluso olió la piel del animal y el cuero de la silla mientras el ranchero se inclinaba hacia ella y…
Ash se dio la vuelta y entró en la tienda. Estaba en el pueblo… Lo que significaba que Tom estaba a solas en el rancho. Agarró rápidamente el teléfono. Ash McKee era un gran problema. La gente del pueblo aseguraba que no era un hombre para tomarse a la ligera.
«¿Y desde cuándo eso te ha detenido, Rachel? Te has enfrentado a hombres más difíciles… Como tu padre y Floyd Stephens».
Aquélla era su oportunidad. Llamar a Tom mientras su hijo estaba a treinta kilómetros de distancia, hablar sobre la casa de huéspedes, ganarse su confianza y sacar el tema del artículo.
«Conseguir la noticia a toda costa», como siempre decía su padre.
—¿Diga?
—¿Señor McKee?
—¿Sí?
—Mi nombre es Rachel Brant —se presentó, mirando hacia la ventana—. Ayer iba a verlo, pero… —no pudo impedir una risita nerviosa—. Su ganado se interpuso en mi camino, así que no pude…
—¿Es usted la periodista?
—Yo… eh… sí, lo soy. Trabajo en el Rocky Times.
Silencio.
—Me gustaría hablar con usted, señor, si tiene un momento.
—Quiere alquilar la casa de huéspedes.
De modo que Ash se lo había contado.
—Si es posible…
—No depende de mí, sino de Ash. Convénzalo y tendrá un techo bajo el que cobijarse.
—Creía que era usted el propietario del rancho.
—Lo soy. Pero la casa de campo es de Ash.
—En realidad, también me gustaría hablar con usted de algo más.
Otro silencio.
—¿Tiene algo que ver con algún artículo?
—En cierto modo sí. Es…
Tono de llamada. Había colgado. Maldición… ¿Y ahora qué? ¿Debía llamar de nuevo? ¿Ir a verlo mientras Ash estuviera en el pueblo? No, lo último que necesitaba era que la pillara en el rancho.
Se sentó y miró el escritorio. Dos semanas de preparativos habían acabado en la papelera. Dos semanas acercándose a la gente del pueblo, intentando conocerlos, fingiendo sonrisas falsas, metiendo a su hijo en otro colegio extraño y viviendo en un motel infestado de polillas. ¿Y todo para qué? ¿Para la gloria y la fama? ¿Para demostrarle a su padre, editor del Washington Post, que podía ser tan buena periodista como su madre y que podría llegar a ganar el premio Pulitzer? ¿Que era merecedora de su amor?
Sintió una punzada de dolor. Bill Brant sólo había amado a Grace, su difunta esposa. En momentos como ése, Rachel deseaba que su madre aún viviera. Pero había muerto de cáncer hacía veinticuatro años, en el octavo aniversario de Rachel. Un día grabado en su mente. No sólo había perdido a su madre para siempre, sino que su padre había pagado con ella la desgracia.
Tenía que intentarlo. Pero estaba tan cansada… Cansada de las mentiras, de las presiones y las zancadillas. De vivir en siete pueblos distintos de siete estados, solicitando empleo en los periodicuchos locales para conseguir llegar hasta los veteranos de guerra. ¿Qué tendría que hacer para conseguir que Bill Brant se alegrara por ella, aunque sólo fuera por una vez?
—No va a abandonar, ¿verdad?
Rachel se giró bruscamente. Ashford McKee estaba de pie a dos metros de ella. Tenía las manos en los bolsillos de una chaqueta de piel de oveja, el sombrero Stetson tan bajo como siempre y la miraba con ojos oscuros y hostiles. Sacó lentamente el móvil del bolsillo y arqueó una ceja.
—Los McKee siempre estamos en contacto.
Debería habérselo imaginado. Ni una mosca conseguiría burlar a aquel hombre.
Rachel se levantó. Con su metro cincuenta y cinco de estatura no era una enana, pero junto a él se sentía como un gnomo.
—Lo siento —dijo—, pero como ya le dije ayer, es un asunto que debo tratar con su padre… quien creo que es el dueño del Flying Bar T.
Un destello de furia ardió en los ojos oscuros de Ash, pero enseguida se desvaneció.
—El único asunto que veo aquí es que está acosando a mi familia.
La observó un momento con unos ojos que tal vez hubieran desprendido calor en otra situación. Pero no aquel día. Aquel día eran tan fríos como la tierra invernal.
—¿Qué quiere de él?
—Preguntarle por la casa de huéspedes.
—Y él le dijo que hablara conmigo. ¿Qué más?
Rachel respiró hondo.
—Estoy escribiendo un reportaje sobre Hells Field —admitió—. Llevo varios años trabajando en la historia. Su padre es el último de los siete veteranos supervivientes. Me gustaría… —tragó saliva ante la mirada entornada de McKee—. Me gustaría tener la oportunidad de hablar con él. Por favor.
—¿Por qué? Tiene tres décadas y dos guerras sobre las que escribir.
—Porque en una guerra tan controvertida como la de Vietnam, Hells Field fue una batalla de la que apenas se sabe nada.
Los ojos de Ash volvieron a brillar. Lo entendía. Una batalla librada, la verdad olvidada…
—Déjelo en paz, señorita Brant.
—No puedo. Al menos no hasta que él me lo diga.
McKee avanzó hacia ella. Rachel pudo oler su piel, impregnada con la fragancia del jabón y del heno.
—No necesitamos que se reabran las heridas de guerra. Vuelva a sus gacetas semanales.
—Puede leer lo que he escrito sobre los otros veteranos —dijo ella a la desesperada—. Soy una buena periodista.
—Ni Tom ni yo la queremos cerca del rancho.
Su expresión era dura, pero el brillo fugaz que se encendió en sus ojos cuando éstos se posaron en la boca de Rachel insinuaba lo contrario.
—Lo entiendo —dijo ella—. No le gustan los periodistas.
Se giró hacia el escritorio, acabando con la conversación. ¿Por qué sentía la imperiosa necesidad de complacer a los hombres? Hombres como Floyd Stephens, el padre de Charlie y corresponsal en el extranjero, quien había antepuesto su carrera profesional a su propio hijo y había intentando que Rachel hiciera lo mismo.
Eran todos iguales, pensó mientras revolvía unas notas.
—Si tuviera algún lugar adonde ir, me marcharía —murmuró.
Era una paradoja. Si no hubiera tenido la necesidad de hacer que su padre se sintiera orgulloso, de demostrarles a él y a todos los hombres, incluso a sí misma, que era una mujer resuelta e independiente no se vería en aquel apuro. Pero no le suplicaría a Ash McKee que lo comprendiera.
Un ruido a sus espaldas la hizo girarse de nuevo. McKee seguía de pie en el mismo sitio.
—Creía que se había marchado —dijo, desconcertada.
—¿Dónde se aloja?
Una pequeña llama de esperanza prendió en el interior de Rachel.
—En el Dream On Motel —respondió, pensando en Charlie en aquella lúgubre habitación que apestaba a tabaco y con una cama llena de bultos. El bienestar de su hijo era mil veces más importante que cualquier reportaje. Debería marcharse de aquel pueblo y volver a Arizona—. Tengo un hijo, señor McKee. Un niño. Por eso necesito un alojamiento decente. Un lugar limpio y acogedor. Sé que mi presencia no sería bienvenida en el Flying Bar T, pero usted ni siquiera sabría que estoy allí. Ni siquiera me acercaría a su casa sin permiso. Y si su padre no quiere concederme la entrevista, no hay ningún problema.
Odiaba suplicarle a aquel hombre que protegía a los suyos con un muro invisible.
—¿Cuántos años tiene?
—¿Mi hijo? Siete años.
Una sombra volvió a oscurecer la expresión de McKee.
—Hablaré con Tom.
Rachel perdió ligeramente el equilibrio.
—Gracias… Muchas gracias. No lo lamentará.
Él no respondió. Se limitó a mirarla fijamente, atravesándola con la mirada. Y entonces se dio la vuelta y salió de la habitación.