ASH llevó a Charlie a la casa. El niño se había quedado dormido a mitad de camino, apoyando la cabeza en el hombro de Daisy.
—Eh, campeón —lo llamó, dejándolo suavemente en el felpudo—. Hemos llegado.
El chico abrió un ojo.
—Estoy cansado —murmuró.
A Ash se le encogió el corazón. Cuando Daisy tenía su edad, la había apretado entre sus brazos, le había besado la mejilla y la había llevado a la cama. Su instinto paternal le pedía hacer lo mismo con Charlie.
—Deberías comer algo antes de acostarte —dijo Rachel.
—Mantequilla de cacahuete y mermelada —pidió Charlie.
—Yo me encargo —dijo Daisy, y se llevó a Charlie a la cocina junto a la bolsa de comestibles que había llevado Rachel.
Una vez que se quedaron a solas en el vestíbulo, a Ash le pareció que estaba agotada.
—Vamos —le dijo—. Te enseñaré vuestras habitaciones.
Pasaron por el estudio, donde Rachel había indagado en los recuerdos de guerra de Tom, y por delante del dormitorio del viejo, cuya puerta permanecía cerrada. En la segunda planta, la puerta abierta de Daisy mostraba el caos reinante en su habitación, adornada con pósters de Leonardo DiCaprio y Orlando Bloom.
—He pensado que ésta podría ser la habitación de Charlie.
Observó con orgullo cómo Rachel contemplaba la cama gemela con su edredón azul y blanco y los estampados de caballos en las paredes.
—Es perfecta, Ash —dijo Rachel—. Gracias.
Ash se mantuvo tras ella en el umbral. La fragancia de sus cabellos, semejante al jazmín que Inez cultivaba en el alféizar de la cocina, le tentaba la nariz.
Tanteó el pomo de la puerta con la palma y retrocedió antes de cometer una estupidez… como girarla en sus brazos y besarla.
—Tu habitación es… —se movió por el pasillo par abrir la puerta contigua al cuarto de baño— ésta.
—Es preciosa —dijo ella. El cansancio se desvaneció al instante de su rostro.
Examinó lentamente los muebles de pino, el cabecero a juego de la cama, el edredón amarillo y las cortinas cremosas. La habitación era una réplica de la foto que Susie había recortado de una revista. A Ash siempre le había parecido una decoración muy remilgada para un rancho. Hasta ese momento.
Con Rachel en la habitación se respiraba un aire de tranquila elegancia. Su alta y esbelta figura, con su pelo corto y brazos de bailarina, llenaba de vida, calor y paz la fría estancia.
Rachel se volvió y lo sorprendió mirándola.
—Ash…
Él no le dio tiempo a acabar. Dio un paso adelante y le tomó el rostro en las manos para levantar su boca hacia la suya.
Un débil gemido se escapó de los labios de Rachel, y al momento siguiente los dos estaban inmersos en un baile de lenguas y pasiones enfrentadas.
Era todo lo que había imaginado y mucho más. Había besado a otras mujeres antes que a Susie, y a Susie la había besado miles de veces. Pero aquello… aquello era diferente. Tal vez porque llevaba mucho tiempo sin hacerlo, o porque veía a Rachel como un peligro. O tal vez porque estaba cansado del dolor y la soledad que invadían su corazón.
Sus dedos encontraron la espesa mata de sedosos cabellos con olor a jazmín. Sólo ella…
Alguien gimió. ¿Habría sido él? ¿Ella? Quería apretarla contra su cuerpo, sumergirla en sus venas…
Estaban en un dormitorio. Dos pasos y podría tenerla debajo de él. Rachel. Sus manos bajaron por la columna, hasta los glúteos, dispuesto a levantarla y…
—¿Mamá? ¿Dónde estás?
La voz de Charlie arrojó a Ash hacia atrás. Durante unos segundos se miraron el uno al otro, respirando agitadamente como si hubieran estado corriendo campo a través. Ella tenía los labios humedecidos por sus besos, y el pelo alborotado por sus dedos.
Rápidamente, le pasó el pulgar por la boca para borrar cualquier signo revelador y se sentó en la cama con los codos en las rodillas para ocultar su propio signo.
—Estoy aquí, Charlie —dijo ella, con unos ojos tan oscuros como un cielo tormentoso mientras se arreglaba el pelo.
Unos pasos se acercaron corriendo por el pasillo y Charlie apareció en la puerta, seguido de Daisy.
—Hola, cariño —dijo Rachel—. ¿Listo para irte a la cama?
—Sí, pero no tengo cepillo de dientes.
—Tenemos cepillos nuevos bajo el lavabo —dijo Daisy—. Vamos, Charlie—le frunció el ceño a Ash y se llevó al niño al cuarto de baño.
Ash se levantó de la cama.
—Intenta descansar un poco —dijo, sabiendo que a él le resultaría imposible.
—Tendrías que haberme dejado en el motel.
De todo lo que podría haber dicho… «lo siento», «esto no debería haber pasado», o «no me gustan los vaqueros», aquello era lo peor. ¿Rachel se pensaba que él la había llevado a su casa para deslizarse en su habitación en mitad de la noche?
—No volveré a tocarte, Rachel —le aseguró, y salió de la habitación.
Algunos días más tarde, Tom salió al porche delantero después del almuerzo para tomar el sol. Ash estaba en los corrales domando a Ticket, el potro de Daisy.
Su hijo estaba inquieto y nervioso. Tenía demasiadas cosas en la cabeza.
Tom sabía que algunas de sus preocupaciones tenían que ver con el rancho y con el hecho de que él no lo hubiera nombrado socio del Flying Bar T. Era algo que Tom debía solucionar pronto, antes de que fuera demasiado tarde. Los ataques al corazón rara vez daban una segunda oportunidad.
Ash chasqueó con la lengua para llamar al joven castrado y el caballo levantó la cabeza. Era un buen ejemplar. Fuerte, seguro y digno de confianza, como Ash.
Pero, últimamente, un poco receloso. Tom lo percibía en las cuidadosas palabras que empleaba junto a Rachel y en cómo la miraba.
Tom también estaba nervioso. No sabía si le gustaba la presencia constante de Rachel. Ya no podía evitarla como antes, pues ahora se la encontraba a diario y siempre con la misma pregunta en sus ojos: «¿Es éste un buen momento?».
Rachel quería acabar su reportaje. Y Tom también quería acabarlo.
Estaba maravillado con Daisy. Su nieta trabajaba incansablemente con Rachel y le había leído largos párrafos de lo que habían reunido. Algunas partes estaban muy bien, pero otras no eran del agrado de Tom.
Pero aun así estaba preocupado. Tal vez fuera viejo, pero no era estúpido, y le preocupaba que Ash no pudiera ver lo que él ya sabía: que Rachel era una buena mujer. Tenía sus defectos y no era ninguna santa. Pero Ash no quería una santa. Quería una mujer. La quería a ella.
Rachel era todo lo opuesto a Susie. Mientras que Susie había sido como un pájaro moscón, revoloteando de un sitio para otro, Rachel era como un petirrojo; solitario, observador y sistemático. Lo que más atraía a Ash.
Una vez, cuando era joven, la espontaneidad de Susie lo había ayudado. Pero ahora era un hombre adulto y necesitaba un regazo suave donde dejarse caer.
Como lo había sido Laura para Tom después de la guerra.
Como Inez cuando amasaba el pan con sus expertas manos, al igual que sus hombros magullados y glúteos.
Sus dos mujeres. Le habían dado más de lo que Tom merecía en toda una vida. Además de su amor, le habían ofrecido unas manos balsámicas y un corazón de oro.
Al principio, Laura lo había ayudado con las ridículas preguntas de la gente del pueblo, como cuántas aldeas había arrasado o a cuántos niños había matado.
E Inez… Bendita mujer. La quería tanto como había querido a Laura.
Y luego estaba Tina. Al pensar en ella soltó un resoplido. El torbellino Tina. Se había presentado en su casa después de que Tom saliera del hospital de veteranos de Boston. Llevaba dos días en casa cuando ella apareció en el descapotable de su padre, con su pelo rubio ondeando al viento.
Su madre había abierto la puerta y había llamado a Tom. Mientras él estaba en rehabilitación, un carpintero había cambiado los escalones delanteros por una rampa para la silla de ruedas.
—¿Qué le habéis hecho a los escalones? —oyó que Tina preguntaba.
Y entonces salió a su encuentro. Un lisiado en una silla.
No le había hablado a Tina de sus piernas y brazo. Ahora podía ver que ocultarle esa clase de detalles a su novia no había sido una idea muy acertada. Pero por aquel entonces nada le parecía acertado.
Tina se había quedado boquiabierta al verlo.
—No me habías dicho que estabas mutilado —dijo, y rompió a llorar.
Tom había intentado consolarla y justificarse. Hablarle de sus amputaciones hacía que su deformidad fuera real, y él no estaba preparado para que lo fuera.
¿Acaso alguien podía estar preparado?
Ni él ni su compañía habían estado preparados para el Vietcong.
Al día siguiente Tina lo había llamado para decirle que debían «tomarse un respiro».
Una semana más tarde se había marchado del pueblo. Con el mejor amigo de Tom.
La vida era un asco y a veces era preferible morir.
Por desgracia, para algunos la muerte se alargaba durante treinta y seis años.
Las temperaturas subieron durante la noche, y durante los dos días siguientes una corriente de aire cálido del Pacífico pasó sobre las Rocosas y se extendió por las colinas, derritiendo la nieve y el hielo de los arroyos. La tierra empezó a verdear y, según Ash, los becerros no paraban de nacer.
Sorprendentemente, Hanson le había dado a Rachel tres días libres… después de que ella le dijera que los daños en la casa del rancho ascendían a ocho mil dólares.
«Gracias a Dios que Ash renovó el seguro», pensó mientras entraba con una caja de ropa con olor a humo por la puerta trasera. Aquella mañana el jefe de bomberos le había permitido trasladar algunas de sus pertenencias.
La casa estaba tranquila y en silencio. Ash estaba en los establos con Ethan, y Tom había ido a Sweet Creek a visitar a su hermana. En su dormitorio, Rachel se sentó frente al portátil y empezó a trabajar en la historia de Tom, manejando palabras e ideas para encontrar el ritmo que había conseguido con los testimonios anteriores.
La contribución de Daisy la había ayudado enormemente. La chica tenía talento, y Rachel deseaba que Ash reconsiderara su postura sobre los escritores y periodistas.
Era un enigma. Se había equivocado con él al verlo, y ahora sabía que esos labios severos eran increíblemente cálidos y suaves. Era un hombre lleno de pasión y deseo. Un hombre de múltiples caras, y haría falta toda una vida para desvelarlas.
Oyó unas pisadas en las escaleras y contuvo la respiración.
—¿Rachel? —la llamó él al otro lado de la puerta cerrada.
—Pasa —respondió ella, levantándose.
Ash abrió la puerta, llenando el umbral con su enorme figura. Parka azul, sombrero Stetson, zahones de piel y botas con espuelas.
No sólo era un hombre. Era un vaquero en cuerpo y alma.
—Hola —la saludó él—. Pensé que a lo mejor te apetecía montar esta mañana.
—Me encantaría… Deja que me ponga el abrigo —consiguió decir ella.
La mirada de Ash se posó en la mesa y el ordenador.
—Si estás ocupada, podemos dejarlo para otro momento.
—No, quiero ir. Es sólo que tú… —«me afectas demasiado».
—¿Es sólo que yo qué? —preguntó él con un brillo de regocijo en los ojos.
—Nada. Vamos —murmuró ella. Intentó pasar a su lado, pero él la agarró de la cintura.
—Si es algo que haya hecho, dímelo —le pidió, embriagándola con el olor a sol y tierra.
No era ningún estúpido, pensó ella mientras retrocedía un paso.
—De acuerdo. Estoy confusa. Primero me besas, luego me evitas como a la gripe aviar durante tres días, y ahora me pides que vaya a montar —lo miró fijamente a sus ojos oscuros—. No quiero ser una especie de diversión cuando a ti te convenga, Ash.
—¿He dicho yo que lo seas? —suspiró Ash—. Mira. Lo de la otra noche fue un error. Mi error, no el tuyo.
—Gracias por aclarármelo —dijo ella. Quería que se fuera. Que se marchara de aquella habitación en la que dominaba su espacio, sus sentidos y su corazón.
—Rachel… No he venido a discutir. He venido porque pensé que te interesaría saber cómo funciona un rancho.
Naturalmente. El otro reportaje. Aquél en el que había estado pensando desde que Ash le habló de los grandes conglomerados y los pequeños ranchos independientes.
«Olvídate de lo que te provoca. Lo único que importa es lo que escribas».
—Por supuesto. Muéstramelo —dijo con toda la dignidad que pudo reunir, y salió de la habitación por delante de él.
Mientras bajaban los escalones, el tintineo de sus espuelas se grababa en su alma.
Ash ensilló a Areo con la silla de McCall para Rachel. Quería que estuviera lo más cómoda posible cuando salieran a los pastos.
El mes próximo devolvería el ganado a la pradera. Debido al deshielo, algunas vacas se habían acercado ya a los bordes de la finca, y era muy probable que algunas hubieran tenido a sus becerros entre los árboles o junto a los arroyos.
Sacó a Areo al corral y observó la vieja chaqueta del ejército que había encontrado bajo un montón de ropa en la antecocina. El tejido se ceñía al trasero de Rachel.
—¿Necesitas ayuda? —le preguntó él, asintiendo hacia la silla.
—No. Puedo hacerlo sola.
«Muy bien», pensó él, y esperó mientras ella agarraba las riendas, introducía el pie en el estribo y se impulsaba hacia arriba. Una vez sentada, le apartó la pantorrilla para agarrar la correa del estribo.
—¿Qué haces?
—Ajustar la longitud para tus piernas. Son más largas que las de Daisy.
—Oh.
Sus palmas rozaron la tela vaquera y sintieron la tensión que bullía por debajo. Se imaginó la piel de Rachel, pálida y suave, moldeando sus músculos femeninos.
Levantó la mirada y la sorprendió mirándolo. Su pelo rojizo se asomaba bajo el gorro de lana, y su pañuelo caía sobre los pechos.
«Maldita sea, Ash. Contrólate».
—Ponte de pie sobre los estribos —le ordenó, dándole un último tirón al cuero.
Ella obedeció, y Ash midió el espacio entre la silla y su esbelto trasero. Un puño.
—Bien. Espera un momento aquí.
Duro como una piedra, giró sobre sus talones y se dirigió al establo. No debería haber buscado su compañía aquella mañana. Ni ninguna otra. Ahora Rachel lo bombardearía con preguntas sobre su vida y Dios sabía qué más.
Las mejillas le ardieron de culpa. Ella sólo le había preguntado una vez, en la cafetería, y había sido culpa suya por haberse preocupado por su trabajo con Hanson.
Ensilló a Northwind y sacó al semental del establo. No podía hacer siempre las cosas a su manera, se recriminó a sí mismo. O la aceptaba como era o la ignoraba.
E ignorarla era lo que había hecho durante tres días.
«Estoy confusa», había confesado ella.
¿Qué diría si él confesara lo mismo?
Los dedos de Ash se le habían grabado en la pierna como una marca de hierro candente, y sus ojos lo buscaban constantemente. Montaba alto y erguido, en completa armonía con el trote del purasangre. Un guerrero cheyenne cabalgando sobre la llanura.
—¿Incómoda? —le preguntó él con una media sonrisa.
—En absoluto —respondió ella. Llevaban media hora en las monturas, y Areo obedecía dócilmente los movimientos de su mano—. Areo es muy cómodo. Es como mecerse en una butaca de espuma.
Ash se echó a reír.
—No opinarás lo mismo al final del día.
—¿Tanto tiempo vamos a estar fuera? —preguntó ella, preocupada por Charlie.
—Daisy cuidará de Charlie.
A otras mujeres les hubiera parecido muy enervante el modo en que podía leer sus emociones y pensamientos, pero a Rachel le resultaba intrigante. Ningún hombre la había comprendido antes, y aquella sensación de empatía era muy novedosa.
De repente, Ash tiró de las riendas de Northwind y examinó el terreno.
—Sigamos por aquí —dijo, señalando hacia el pie de las Crazy Mountains, al norte—. Quiero ver dónde está la vaca.
—¿Qué vaca?
—La que estamos siguiendo —respondió, apuntando al suelo—. Por las huellas.
Las huellas de unas pezuñas se perdían en dirección noroeste. Rachel contempló las colinas, más oscuras ahora que los vientos cálidos derretían la nieve.
—¿Por qué tendría que alejarse del rebaño ella sola?
—Para parir.
—¿Crees que se perdió hoy?
—Probablemente fue ayer, a juzgar por las huellas. No son recientes.
—Deberíamos haber traído a los perros —comentó ella.
—Son perros pastores, no rastreadores.
Siguieron cabalgando en silencio. Al alcanzar el bosque que se extendía por la falda de la montaña, Ash desmontó para estudiar el terreno y se quedó un momento inmóvil.
—¿Qué ocurre? —preguntó Rachel. ¿Había perdido el rastro?
—Se avecina una tormenta —dijo, levantando un pulgar hacia el sudeste, donde el sol aparecía rodeado de luces de colores en el cielo gris—. Parhelio.
—¿Qué es eso? —preguntó ella, intrigada. Ash parecía complementarse con la tierra igual que una letra se combinaba con una melodía.
—Es un fenómeno provocado por los cristales de hielo en la atmósfera. Significa que va a hacer mal tiempo —agarró las riendas de Northwind y volvió a montar—. Escucha.
Rachel inclinó la cabeza y oyó un lejano mugido.
—Vamos —apremió Ash, y dirigió a Northwind hacia los pinos y álamos.
Rachel obligó a Areo a seguirlo. El terreno era abrupto y pedregoso, cubierto de maleza y nieve incrustada. Ash avanzó en zigzag por la colina, apartando las ramas bajas de los árboles y avisando a Rachel cuando las soltaba.
Por delante de ellos se oyó el gorgoteo del agua entre el hielo y el barro, y el aire se mezcló con el olor de la tierra y la nieve derretida.
El mugido se hizo más audible.
—Allí —dijo Ash, pero sus hombros ocultaban la vista a Rachel—. En el arroyo.
Llevó a Northwind al último tramo de la loma y desmontó de un salto. En la orilla enfangada, una vaca estaba semihundida en el barro, sin poder mover las patas delanteras. Al ver a los jinetes, bajó la cabeza hasta su becerro, tembloroso y jorobado.
Rachel desmontó y ató las riendas de Areo al tronco de un álamo.
—¿Cuánto tiempo crees que llevan ahí?
—Un par de días —dijo Ash, desatando la cuerda de la silla—. El barro se ha secado en los surcos que ha hecho, lo que significa que lleva tiempo sin intentar moverse. Debe de estar exhausta —le dio la vuelta a Northwind y lo hizo retroceder hasta un metro de la Angus—. Necesito que sujetes firmemente a Northwind —le tendió las riendas a Rachel y se quitó rápidamente la chaqueta y los zahones, arrojando estos últimos al barro. Con un extremo de la cuerda en la mano, se arrastró y rodeó con un lazo las caderas del animal—. Cuando te dé la orden, haz avanzar a Northwind. Un paso cada vez.
—¿Qué vas a hacer tú?
—Sacarla del barro.
El fango negro rodeaba a la bestia. Un hilillo de agua fluía bajo la capa de hielo fracturada, a cinco metros de distancia. ¿Había sido la sed lo que la había empujado al lodazal? ¿Y qué pasaría si Ash…?
—¿Podrás hacerlo? —le preguntó él, mirándola con ojos entornados.
No, no podía. Estaba muerta de miedo. Por el caballo, por la vaca, por el becerro… Y por Ash.
—Deberíamos pedir ayuda.
—Si nos llamáramos por cada rasguño, los ranchos no saldrían adelante.
«Nos». Rancheros como él. Vaqueros, capataces y sus mujeres. Mujeres como Susie.
Rachel no encajaba en aquel mundo. El mundo de Ash.
Ash retiró el barro de los cuartos traseros del animal. A los pocos segundos se quitó los guantes y siguió trabajando con las manos desnudas. La vaca se retorció y atizó con el rabo la cabeza y los hombros de Ash.
—Tensa la cuerda —ordenó él.
Rachel hizo avanzar a Northwind y la cuerda se tensó contra los cuartos traseros.
«Vamos, Bessy. Sal de ahí».
Northwind dio otro paso, y luego otro.
La vaca luchaba por levantarse, y Ash se esforzaba por nivelar la cuerda. De repente, en un denodado esfuerzo, el animal soltó un fuerte berrido y la cuerda se rompió contra su piel. La inmensa mole osciló torpemente hacia la izquierda y se desplomó en el barro… sobre Ash.
A Rachel le dio un vuelco el estómago.
—¡Ash!
La vaca le había atrapado la pierna derecha.
—Sigue tirando de Northwind, Rach —la acució él, mientras la vaca se revolvía frenéticamente, despidiendo terrones de barro por el aire—. No dejes que… se pare.
Con el corazón desbocado, Rachel obligó a Northwind a subir por la ribera. «Por favor…».
La vaca se lanzó hacia delante una vez más y Ash consiguió arrastrarse lo suficiente.
«Gracias». Rachel corrió hacia la orilla, donde Ash yacía junto a la vaca con el rostro cetrino. ¿Estaba inconsciente? ¿Muerto?
—Ash —lo llamó con voz ahogada, Sin poder respirar.
Él abrió los ojos y ella agachó la cabeza con alivio.
—Estás vivo —murmuró, derramando las lágrimas sobre el rostro de Ash.
—Eeeh, no llores —dijo él con una sonrisa—. Sólo estaba descansando un poco.
Rachel escondió el rostro en su cuello embarrado. No podía contener las lágrimas.
—Me has dado un susto de muerte —dijo, levantando la cabeza. Ash había perdido el sombrero y el barro le manchaba el pelo, las mejillas y una oreja.
Era un hombre de pocas palabras. Un hombre que se guiaba por el honor, la decencia y la bondad. Trabajaba en los establos y al aire libre, y casi siempre olía a heno y animales. Pero en aquel momento, Rachel supo sin ninguna duda que lo amaba.
Amaba a Ashford McKee como nunca había amado a ningún hombre.
El corazón se le hinchó con la certeza. Sin importarle el barro y la mugre, se inclinó hacia delante y lo besó en la boca.
—No olvides esto —le susurró él cuando ella se retiró.
Oh, claro que no lo olvidaría. Era un sentimiento para siempre.
—¿Cómo tienes la pierna? —le preguntó cuando él intentó levantarse.
—Creo que se me ha roto —respondió con la voz quebrada por el dolor—. Tendría que haberte hecho caso. El móvil está en mi chaqueta. Llama a Eth.
Rachel miró a la vaca. Si el animal volvía a rodar de costado, aplastaría a Ash.
—Antes tengo que sacarte de aquí. Espera.
—¿Acaso puedo moverme? —se burlo él.
Ella le echó una mirada severa y empezó a tirar de él. El barro le cubría la chaqueta, los vaqueros, las botas y los dedos, pero lo único que importaba era Ash. Varios minutos más tarde, había conseguido arrastrarlo hasta la nieve, fuera de peligro.
—Estás a salvo —le dijo, tocándole la mejilla con un dedo manchado.
—Estoy a salvo —repitió él con una mueca de dolor.
Rachel agarró la chaqueta de Ash y sacó el móvil. Siguiendo las instrucciones de Ash, llamó a Ethan y le explicó lo ocurrido. A continuación, retiró las sillas de los caballos y las dispuso alrededor de Ash, colocándose la cabeza en su regazo.
—Rachel —susurró él con voz ronca. Los dientes le tiritaban—. Si… si hubiera sabido que iba a estar así, me… me habría roto la pierna hace mucho.
—Hablas demasiado, vaquero —lo reprendió ella.
Pasaron varios minutos. El becerro rozó el hocico contra el de su madre y soltó un berrido hambriento. La vaca volvió a intentar liberarse del barro, sin éxito.
—Pobres criaturas —dijo Rachel.
—Me sorprendes, Rach.
—¿En serio?
—Eres más valiente de lo que imaginaba.
Ella se encogió de hombros.
—Los periodistas somos gente muy dura. Tenemos que soportar guerras, epidemias, desastres naturales, vacas atrapadas en el barro…
—No me refiero a los periodistas —dijo él.
—¿No? —preguntó ella, sintiendo cómo se le aceleraba el pulso.
—No.
Un chickadee cantaba en un árbol. Cerca, los caballos mordisqueaban la hierba helada.
—Estoy hablando del corazón —dijo él, mirándola fijamente—. Me has demostrado que tienes un buen corazón.
Las lágrimas afluyeron a sus ojos por segunda vez.
—No siempre ha sido así —murmuró, apartando la mirada.
—Entonces es que las buenas personas pueden cambiar.
—¿No cambiamos todos en algún momento? —preguntó ella, acariciándole el pelo.
—No —respondió él con un suspiro—. No siempre.
El bosque los envolvió con su silencio, hasta que Ethan y tres rancheros más llegaron con la camioneta y provistos de cuerdas.