Capítulo 12

 

 

 

 

 

TOM sabía que el día había llegado. Rachel había esperado pacientemente mientras él realizaba el viaje hasta ese punto. Ya no quedaban excusas. La pregunta era inevitable.

Estaban sentados en el estudio, como siempre, donde Tom había hibernado durante treinta y seis años. Y Ash durante cinco. Hasta que Rachel había entrado en sus vidas.

—¿Qué sucedió aquel día, Tom? —le había preguntado ella un rato antes—. ¿Qué ocurrió para que el ejército lo enterrara bajo el olvido?

Tom miró a Daisy. Su nieta contenía la respiración con los ojos fijos en él. «No me odies, pequeña», suplicó en silencio, y entonces rememoró aquel día, aquel amanecer en que se encontraron con cinco soldados arrodillados frente a las tumbas que ellos mismos habían cavado, con los M16 del Vietcong apuntando a sus cabezas.

—No tuve más remedio que ordenar un ataque —empezó—. Cualquier otra cosa habría supuesto la muerte de aquellos muchachos.

Contó cómo su patrulla se lanzó a la carga, gritando, ciegos de ira y de odio. Las armas abrieron fuego. Tres guerrilleros del Vietcong fueron abatidos… Y entonces sucedió. Hombres cayendo en el túnel excavado bajo el sendero, donde se ocultaba el enemigo armado. Una misión de reconocimiento fallida.

Salvaron a seis soldados del comando y a uno de los prisioneros antes de que las armas callaran. Tom yacía sangrando en el suelo de la jungla, llamando por la radio atada a la espalda de un marine muerto, esperando el whop-whop de los helicópteros salvadores.

Tom miró al suelo. En su cabeza, los helicópteros descendían, agitando las copas de los árboles con sus hélices. Y él sangraba y sangraba…

Un ruido a su derecha lo devolvió a su hogar. Levantó los ojos y vio a Rachel.

—¿Quieres saber quién era el prisionero que salvamos? Bobby Brant. Tu padre.

—¿Mi padre? —repitió Rachel, dando un respingo—. No lo entiendo.

«Nuestros caminos se cruzaron una vez», le había dicho Bill por teléfono.

—Bobby dirigía una misión para arrasar una aldea donde supuestamente se ocultaba el Vietcong. Mataron a la mitad de sus habitantes antes de que llegáramos nosotros para detener la masacre. Al final resultó ser la aldea equivocada.

—Oh, Dios mío.

—Bobby alegó que fue un problema de desinformación. No lo sé… En cualquier caso, después de eso nos separamos. Mis hombres y yo teníamos que explorar otro arrozal. Dos días más tarde los comunistas apresaron a Bobby y a sus hombres a veinte kilómetros al sur de la aldea. Nos llamó por radio antes de que los mataran a casi todos.

—Y tú fuiste en misión de rescate…

—Yo la comandaba.

—Mi padre es Bill Brant —insistió ella, sobrecogida por el relato—. No Bobby Brant.

—Robert William Brant —corrigió Tom—. Tienes su pelo y su boca. Y Charlie es igual que él con siete años. Hasta las pecas son iguales.

—Tom… —no podía creerlo. Su padre, tan eficiente y metódico, no podía haber cometido la crueldad de la que hablaba Tom—. Tiene que haber algún error.

—No hay ningún error. Crecí con él. En este rancho.

—¿Qué?

—Él era el hijo del capataz, Rachel. Y mi mejor amigo. Nos conocíamos desde niños. Fuimos juntos al colegio, jugábamos juntos al fútbol y nos llamaron a filas al mismo tiempo. Al saber que estaríamos juntos nos sentíamos capaces de comernos el mundo. En el infierno de Vietnam, era de vital importancia tener un compañero de fatigas con quien encarar al enemigo.

Rachel estaba rígida como una piedra. No podía ser. ¿Por qué su padre no le había hablado de Tom cuando la envió a hacer el reportaje?

—Bobby y yo teníamos una amiga en común. Tina Grace Vail.

—El apellido de soltera de mi madre era Vail —dijo ella, y de repente se dio cuenta.

—Era la chica a la que abandoné cuando me fui a la guerra.

Rachel se levantó de un salto.

—Mi madre nunca vivió en Montana.

—Sí, Rachel —repuso Tom—. Vivió aquí, y yo iba a casarme con ella al regresar —soltó una amarga carcajada—. Por desgracia, no le gustó mucho mi aspecto al volver a verme y se fugó de casa —se encogió de hombros—. Con Bobby.

Rachel miró fijamente a Tom. Un hombre tranquilo, sarcástico, sabio. Como Ash.

—Llama a tu padre —la animó él con voz amable.

 

 

En la casa de huéspedes, Rachel agarró el teléfono y llamó a su padre.

—Conoces a Tom McKee —lo acusó en cuanto su padre respondió a la llamada.

—Así que por fin te lo ha dicho.

—¿Y? ¿Qué tenía que decirme que no tuvieras que haberme contado tú hace años?

—Nada. Estuvimos juntos en Vietnam. Él perdió algunos miembros y nos licenciaron.

—Algunos miembros… Le robaste a su novia.

—¿Tina? —preguntó él, riendo—. Ya lo has visto. ¿Te habrías quedado con un hombre así?

«Sí, sí, por supuesto que sí. Es un hombre de honor». Respiró profundamente.

—¿Sabías que tiene una familia?

—¿Tiene hijos?

—Hijastros —«cuyo padre murió en una guerra que tú profanaste»—. De madre soltera.

—Tuvo que ser muy duro.

¿Siempre había sido tan insensible? Rachel se secó las lágrimas con la mano.

—¿Quién es mi padre, Bill? ¿Tú o Tom?

Bill soltó un bufido.

—Yo. Haz el cálculo. Naciste tres años después de que Grace y yo dejáramos Montana.

Rachel contempló el sol de la tarde entre los pinos. «Debería haber sido Tom».

—Para que lo sepas —siguió Bill—, a tu madre le rompió el corazón ver así a Tom.

—Entonces ¿por qué lo abandonó?

—Porque yo le pedí que viniera conmigo. McKee se quedaba con el rancho. Yo quería quedarme con la chica.

—No lo entiendo. ¿Qué quieres decir con que se quedaba con el rancho?

—Quiero decir que mi padre, tu abuelo, era el capataz del Flying Bar T y que no recibió nada. ¡Nada! Ni un maldito acre.

—Pero él sólo era el capataz, no…

—Era el hijo ilegítimo de Theodore McKee, el abuelo de Tom. Mi abuelo.

Un escalofrío recorrió las venas de Rachel, y Bill se rió de su silencio.

—Eres una McKee, Rachel. Y Tom lo sabe. Pero no eres suya. ¡Eres mía y de Tina!

Rachel no podía articular palabra. Miró el auricular y colgó silenciosamente.

¿Estaba emparentada con Tom? Imposible. Su padre tenía que estar equivocado.

Pero en lo más profundo de su ser, sabía que le había dicho la verdad. Y había dos hechos innegables: Bill no sentía nada por ella, sólo amaba a su madre. Y a ojos de su padre, ella era una McKee. Despreciada como él.

Su padre era un hombre enfermo.

Sin más lágrimas que derramar, se dirigió hacia las caballerizas.

 

 

—¿Es ésa mamá la que está montando a Areo? —preguntó Charlie.

Ash levantó la vista del becerro que estaba medicando. Efectivamente, Areo se alejaba por el camino con Rachel rebotando como un balón de baloncesto en la silla.

—¿Tu madre ha montado mucho a caballo? —preguntó con una sonrisa.

Charlie se encogió de hombros.

—¿Adónde va, Ash?

—No lo sé, pero vamos a averiguarlo.

Salieron de los establos y se encontraron con Tom en el porche.

—Se ha enterado de algunas cosas —dijo el viejo.

—¿Qué cosas? —preguntó Ash.

—Le conté la verdad sobre sus padres. Bill Brant.

—¿Qué está pasando, papá?

—Tienes que hablar con ella y traerla a casa —dijo Tom con una expresión de tristeza.

—¿Mi madre está bien? —preguntó Charlie con inquietud.

—Ve con el abuelo Tom —dijo Ash, intercambiando una mirada con su padre.

 

 

Rachel espoleó a Areo mientras el viento de las Rocosas le azotaba el rostro.

Había vivido una mentira. Igual que su madre. La mujer cuyas fotos, artículos y poemas atesoraba Rachel en un álbum era mentira. La mujer sobre la que había escrito cientos de páginas en su diario, páginas que había compartido con Daisy, era una mentira.

Grace Brant no era el corazón dulce y compasivo que siempre había creído.

Bill Brant había criticado las técnicas periodísticas de Rachel, y luego la había enviado en busca de una noticia para que descubriera la verdad perseguida desde niña. ¿Cuáles eran los nombres de sus abuelos? ¿Por qué no tenía más parientes? ¿Cómo se ganaban la vida sus abuelos?

Al principio, Bill había evitado darle respuestas, diciendo que el pasado no importaba. Pero un día le gritó que sus familias los habían rechazado a Grace y a él por fugarse juntos. Y Rachel no volvió a preguntar.

Ahora sabía que Bill se había comportado como un cobarde en la jungla de Vietnam. Un cobarde frente a su mejor amigo. Y un cobarde frente a su hija.

Al acercarse a una hilera de árboles, se dio cuenta de que Areo había tomado la ruta del arroyo en el que había quedado atrapado Ash.

Ash… Al pensar en él quiso echarse a llorar, tirarse de los pelos, y subir a las montañas en busca del espíritu de su familia perdida.

Ash, Ash… Su nombre la doblaba sobre la silla. ¿Qué pensaría ahora de ella? ¿Cómo se sentiría? Ash aspiraba a convertirse en socio del Flying Bar T, como le había revelado dos noches antes en el establo, después de hacerle el amor tras haberle confesado su dislexia. ¿Habría querido lo mismo su abuelo?

Cegada por las lágrimas, llevó a Areo al lugar donde había tenido la cabeza de Ash en su regazo. Su valiente vaquero. Lector de la vida.

Él le había dado una oportunidad y se había arriesgado con ella.

¿Cómo era posible que el amor doliera tanto? Ella y Charlie se marcharían al cabo de una semana. El reportaje estaba terminado. La historia de Tom permanecería en secreto, y el American Pie tendría que conformarse con seis testimonios. O no. Ya no le importaba. No quería ser periodista ni escritora. No quería emular a Bill Brant.

De repente, Areo giró la cabeza y relinchó. Northwind y Ash bajaban por la loma.

—¿Estás bien? —le preguntó él, deteniendo el semental junto al castrado.

Rachel bajó la vista al arroyo que daba nombre al pueblo de Ash. Sweet Creek.

—Podrías… podrías haber muerto aquí.

—Rachel, mírame —le ordenó él—. Gracias a ti aún sigo vivo.

Ella se pasó una mano por la nariz y presionó los labios.

—Cualquiera habría hecho lo mismo.

—Pero yo no quería estar con cualquiera aquel día. Ni ningún otro día, ahora o siempre.

Sus palabras le tocaron el corazón. Quería que se quedara. Oh, Dios…

Ash desmontó, ató a Northwind a un árbol y se acercó a ella. Le tendió los brazos y Rachel se deslizó automáticamente de la silla.

—Abandono, Ash. Mañana presentaré mi dimisión en el periódico.

—¿Es eso lo que quieres?

Ella frotó la frente contra su clavícula.

—No lo sé. Pero tampoco sé por qué me hice periodista. ¿Para competir con mi madre?

—La perdiste de niña, cariño. Querías aferrarte a algo que fuera suyo y de nadie más.

—¿Como Daisy con Susie?

—Sí. Como Daisy con Susie. Me has enseñado muy bien, Rach.

Ella lo miró a los ojos y le habló de Tom y de su padre, de lo que Bill Brant había hecho antes y durante la guerra, de las tretas que había empleado para que ella desenterrara a sus antepasados mediante el reportaje de Hells Field.

Ash quedó un largo rato en silencio.

—Escúchame, cariño —dijo finalmente—. El pasado no tiene tanta importancia. Sí, puede doler… si se lo permitimos. Incluso nos puede cazar. Pero también podemos detener el sufrimiento. Aquí y ahora. Juntos.

—¿Pero es que no lo ves? —gritó ella con voz ahogada—. Toda mi vida ha sido un engaño. La imagen que tenía de mi madre, mi carrera, mis relaciones… Lo único verdadero es Charlie —susurró, apartándose las lágrimas—. Él es mi verdad.

En algún lugar del bosque se oyó a una ardilla. Northwind sacudió la cabeza, haciendo resonar los arreos metálicos. Ash le hizo levantar el rostro a Rachel.

—Y tú eres mi verdad, Rachel. No es ningún engaño. Eres una madre, una escritora y una mujer muy hermosa y con mucho talento. El reportaje de Tom y el artículo sobre el rancho lo demuestran. Charlie lo demuestra. Y por todo eso, te amo —declaró, grabándole la verdad en el alma—. Soy un cabezota, pero sé que mi corazón está perdido sin ti. Así que… —le acarició las mejillas—, si estás dispuesta a seguir escribiendo como la mujer de un ranchero… Rach, siempre estaré orgulloso de ti y de tus palabras. Pero sobre todo, estaré orgulloso si compartimos el apellido McKee. Tú, yo, Daisy y Charlie. ¿Qué dices?

—Sí —susurró ella—. Digo que sí, sí, sí y sí.

La sonrisa de Ash iluminó el corazón de Rachel. Y entonces la besó.

 

Diecisiete meses después

 

—Aún no puedo creerlo —dijo Rachel, sosteniendo el libro contra el sol de agosto.

Estaban tendidos sobre una manta en su lugar favorito, la orilla donde ella y Ash se habían salvado el uno al otro.

—¿El qué? —preguntó él—. ¿Que hayas reunido los testimonios en un libro?

—Sí.

—Sabía que lo acabarías haciendo cuando Daiz me leyó las páginas.

—Me alegra haber dejado el periódico —dijo ella, viendo a una ardilla trepar por un tronco. Un pequeño detalle de la vasta naturaleza de Montana.

—Estoy deseando que publiquen tu libro sobre las esposas rancheras de Sweet Creek.

—Mujeres fuertes y valientes.

—Como tú.

Ella giró la cabeza hacia él. Dios, cuánto amaba sus rasgos. Sus pestañas, su pelo…

—Tengo un par de ideas para otros libros —dijo, acariciándole la mandíbula—. Me gustaría escribir sobre los pequeños pueblos de Estados Unidos. Y también sobre los caballos salvajes de Montana.

—Vaya… Creo que conozco a un tipo que te podría ayudar con la investigación.

Rachel se sintió henchida de amor.

—A veces tengo que pellizcarme para asegurarme de que todo esto es real.

Se habían casado un año antes, y aún no podían saciarse el uno del otro. Rachel estaba segura de que incluso con noventa años seguirían amándose con la misma pasión.

Pero aquel día, en aquel momento, sus respectivos genes se estaban mezclando. Tenía un retraso de tres semanas, y el médico se lo había confirmado una hora antes.

Aquella noche, cuando la luna se asomara sobre las Rocosas, se lo diría a Ash.

—Léela otra vez, Rach —le pidió él—. Lee otra vez la dedicatoria.

Rachel les había dado a los veteranos la oportunidad de incluir un párrafo introductorio al principio de cada testimonio.

Tom había escrito una única frase, y Rachel la leyó con lentitud y suavidad, viendo cómo Ash elevaba la vista hacia el cielo azul.

 

Esta historia se la dedico a mi hijo, Ashford McKee, propietario del Flying Bar T.