Capítulo 1

 

 

 

 

 

NO debería haber contestado el teléfono», pensó Emmy Larkin.

Si no hubiera contestado, en aquellos instantes estaría disfrutando de un maravilloso paseo al sol invernal, pero ahora sabía con certeza que los rumores eran ciertos.

—Lo acabo de ver, Emmy. Estaba delante de la tienda ayudando a Mary Moorehouse a cargar la compra en el coche cuando ha aparecido un coche negro con matrícula de Nueva York. Ahora vive en Nueva York, ya sabes —le había dicho Agnes Waters—. Mi primo, el que trabaja en el registro de St. Johnsbury, lo vio cuando registró la escritura de venta del terreno. Bueno, en cualquier caso —continuó la propietaria de la tienda de ultramarinos de Maple Mountain—, ya sabes que por aquí no suele venir mucha gente en esta época del año, así que me he fijado en el coche y no tengo ninguna duda de que era él. Por supuesto, enseguida le he dicho a Mary que tenía que contarte, pobrecita mía, que Jack Travers andaba por aquí.

Pobrecita mía.

Emmy hizo una mueca de disgusto.

—Muchas gracias por acordarte de mí, Agnes —le dijo sinceramente.

—¿Cómo no me iba a acordar de ti después de lo que su padre le hizo al tuyo? Me parece insultante que ese jovenzuelo se atreva a aparecer por aquí. Después de todas las peleas en las que se metió antes de irse, no sé cómo tiene la caradura de volver por aquí. En cuanto a que haya comprado ese terreno —continuó cada vez más indignada—, estoy segura de que ningún miembro de esta comunidad va a dejar que construya apartamentos modernos de ésos ni nada por el estilo en esos diez acres. Mary dice que, a lo mejor, se construye una casa de vacaciones bien grande, pero yo no creo que sea así porque él y toda su familia deben de tener muy claro que no son bienvenidos por aquí.

Emmy llevaba dos semanas oyendo cosas sobre Jack Travers. Cada vez que bajaba al pueblo, la gente estaba hablando del terreno que Jack Travers había comprado y de que era increíble lo que el padre de él le había hecho al de ella. En cuanto la veían, se callaban y la miraban con compasión.

Emmy tenía veintisiete años, pero, a pesar de su edad, nadie quería hablar delante de ella de cómo Ed Travers había dejado a su padre sin medio de subsistencia ni de la posibilidad de que el accidente de coche que le había costado la vida unos años después no hubiera sido un accidente ni de que su madre se había dejado morir tras perder a su marido dejando a su hija sola.

El terreno que Jack Travers acababa de comprar había pertenecido a su padre muchos años atrás. Aquella tierra cubierta de arces formaba parte de la plantación de la que su padre sacaba la savia y era la parcela que puso como aval del préstamo que el padre de Jack le hizo para comprar máquinas nuevas.

Lo que había sucedido había sido que su padre no había cumplido el plazo de devolución y, a pesar de que eran amigos desde hacía mucho tiempo, Ed Travers no le había querido conceder más tiempo del estipulado, así que se había quedado con la tierra y poco tiempo después se la había vendido a un desconocido por mucho menos de lo que valía en realidad.

El padre de Jack recuperó su dinero, pero el padre de Emmy y su negocio quedaron destrozados. Sin aquellos árboles, los ingresos procedentes del jarabe de arce se habían visto reducidos en un tercio.

Emmy sabía que Agnes la apreciaba de verdad y que, al igual que todos los habitantes de aquella población perdida entre las montañas, se veía en la obligación y en el deber moral de alertarla de que el hijo de Ed Travers andaba por allí.

—Supongo que tendremos que esperar a ver qué hace —contestó Emmy tan pragmática como de costumbre—. Lo cierto es que yo tampoco entiendo muy bien cómo se le ocurre volver.

Emmy no entendía por qué Jack Travers había comprado el terreno adyacente al suyo, un terreno que había pasado de un desconocido a otro durante quince años. Solía tratarse de gente de la ciudad que lo compraba con la idea de construir, pero que, al ver que el terreno estaba en pendiente, lo volvía a vender.

Sin embargo, Jack Travers sabía perfectamente cómo era el terreno porque había ayudado a su padre a trabajarlo cuando era adolescente, así que sabía perfectamente lo que había comprado.

Aquella conversación la estaba llenando de angustia, así que Emmy se puso la cazadora y el sombrero para salir de paseo. Al instante, Rudy, su perro mezcla de Golden retriever y chucho, saltó del sofá y la esperó junto a la puerta con ojos brillantes.

—Lo siento, Agnes, pero te tengo que dejar porque me has pillado justamente saliendo a comprar algo para cenar mientras hierve al jarabe de arce—. Muchas gracias por haberme llamado. Te lo agradezco de veras. Cuídate —se despidió.

Emmy no quería mostrarse desagradable, pero era cierto que tenía poco tiempo. Hervir el jarabe de arce para convertirlo en sirope parecía muy sencillo, pero ella sabía por experiencia que no era así y que lo más probable era que estuviera trabajando hasta medianoche.

Agnes no se sintió en absoluto molesta porque, al igual que todos los que vivían por allí, sabía que cuando empezaba la sesión del jarabe de arce todos los que tenían plantaciones vivían por y para el sirope.

Emmy se recogió su melena cobriza en una coleta de caballo y sonrió a su perro, que daba vueltas sin parar porque sabía que iba a salir de paseo, le abrió la puerta y salió.

El aire era frío, pero Rudy pegó el hocico al suelo cubierto de nieve dispuesto a localizar a cualquier criatura que hubiera osado invadir su terreno desde la última vez que lo había patrullado aquella mañana.

Emmy lo siguió lentamente, tomando el camino que había entre los árboles y que llevaba a su jardín. Dependiendo de lo que nevara al día siguiente, en unas cuantas semanas más tal vez ya no habría nieve. Eso significaba barro y lluvia, pero también flores de azafrán, narcisos y el comienzo de la primavera.

Emmy estaba intentando pensar en cosas sencillas y cotidianas, aquellas cosas que adoraba y que todos los años la sorprendían y la deleitaban, pero no le estaba saliendo bien.

Estaba angustiada y no podía olvidarse de ello.

No entendía por qué Jack Travers había vuelto. No podía entender por qué cualquier miembro de la familia Travers podría querer algo en un lugar donde la mera mención de su apellido, desataba todo tipo de habladurías de deslealtad, avaricia y, por supuesto, la mención del pobre Stan Larkin, la pobre Emmy y su pobre madre.

Emmy sintió un escalofrío por la espalda. Aquello de que siempre hablaran de ellos anteponiendo el adjetivo «pobre» a sus nombres la llenaba de incomodidad. También le molestaban las miradas de conmiseración y de piedad de sus vecinos y los comentarios de lo bien que se estaba tomando lo que estaba sucediendo.

En realidad, no era así.

A Emmy le había costado mucho superar el sentimiento de que, de un momento a otro, el mundo se iba a abrir a sus pies. Le había sucedido tantas veces, tantas veces su mundo se había ido abajo, que había llegado a vivir aguantando la respiración esperando que volviera a suceder de momento a otro.

En aquellos momentos, se sentía de nuevo así.

Emmy había hecho grandes esfuerzos para conseguir ignorar los sentimientos de vulnerabilidad y de inseguridad que surgían en ella cada vez que la gente hablaba de lo que había sucedido entre su padre y el de Jack Travers, pero, ahora que Jack Travers había vuelto, aquellos sentimientos habían vuelto también y amenazaban con resucitar los recuerdos que tanto empeño había puesto ella en olvidar.

A Emmy le había costado algo de trabajo ponerse al tanto de cómo se llevaba la fábrica de su padre, pero, al final, lo había conseguido y estaba trabajando en ello, lo que la llenaba de orgullo y de satisfacción.

En aquel momento, oyó los neumáticos de un coche sobre la nieve y, al volverse, vio que se trataba de un BMW con matrícula de Nueva York que se acercaba a su casa. Cuando el vehículo paró bajo las ramas del sicómoro que había junto al garaje, Rudy aulló y Emmy le tocó la cabeza para tranquilizarlo.

—No pasa nada, chico. Vamos a ver qué quiere —le dijo Emmy, viendo bajarse del coche a un hombre alto y de pelo oscuro.

La última vez que había visto a Jack Travers, ella tenía doce años. Los quince años que habían pasado desde entonces habían hecho que los rasgos de su rostro se borraran levemente de su memoria, pero Emmy recordaba perfectamente lo que había sentido por él en aquel entonces.

Para ella, había sido como un hermano mayor o lo que imaginaba que era un hermano mayor, porque era hija única. Su relación había sido fraternal hasta que Jack se había convertido en un hombre como su padre y había comenzado a preferir la compañía de sus amigos.

Le habían contado muchas veces que se había convertido en un jovencito de mucho genio, pero ella nunca lo había visto perder la compostura. Desde luego, jamás había perdido los nervios con ella y, sin embargo, había sido la persona que le había enseñado que uno no podía contar más que con la familia.

Dado que Emmy ya no tenía familia, en aquellos momentos no contaba más que consigo misma.

Jack Travers se había metido las manos en los bolsillos de los vaqueros y estaba mirando la estela de humo que salía del cobertizo del sirope, que estaba situado a cierta distancia de la casa principal.

Fue entonces cuando reparó en Emmy.

Emmy sintió que el corazón le daba un vuelco cuando Jack comenzó a avanzar hacia ella. Recordaba que era alto, pero ahora le parecía más alto y fuerte que nunca.

Emmy no sabía a qué se dedicaba profesionalmente, cómo se ganaba la vida, pero aquel hombre tenía un aura de éxito y de intensidad indiscutible.

Emmy estaba acostumbrada a aquella gente porque, después de la muerte de su padre, su madre y ella habían convertido su casa en una casa rural y por allí habían pasado muchos jovencitos y jovencitas de enorme éxito profesional.

Emmy se dio cuenta de que Jack entornaba los ojos mientras se acercaba a ella y, haciendo un gran esfuerzo para controlar su nerviosismo, lo estudió abiertamente también.

Rápidamente pensó en su madre, Ruth Travers, la que fuera años atrás la mejor amiga de la suya. Aquel hombre había heredado su pelo oscuro y sus larguísimas pestañas, pero los ojos azules eran de su padre.

Emmy no lo recordaba tan increíblemente guapo. Claro que la última vez que lo había visto ella tenía doce años y, en aquel entonces, para ella el único guapo que había por allí era su caballo.

—Hola, Emmy —la saludó Jack, sonriendo levemente—. Soy Jack, Jack Travers —añadió por si no lo había reconocido.

—Sé perfectamente quién eres.

—Sí, supongo que lo sabes —asintió Jack, volviendo a mirar hacia el cobertizo—. ¿Está tu padre por aquí?

—¿Mi padre? —se sorprendió Emmy—. Mi padre murió hace mucho tiempo.

—¿Tu padre ha muerto? —insistió Jack con incredulidad—. Lo siento —se disculpó, visiblemente consternado—. No tenía ni idea. ¿Cuándo?

—Hace doce años.

Jack no se lo podía creer.

—¿Y tu madre? ¿Podría hablar con ella?

Emmy dio un paso atrás. Por lo visto, Jack Travers no tenía ni idea de lo que les había sucedido a sus progenitores y a ella en aquellos años. Aquel hombre no era consciente de lo que su familia les había hecho, de cómo había destrozado a sus padres, de cómo le habían robado su juventud a ella y la habían dejado sin seguridad.

—Mi madre también ha muerto.

Jack sintió un increíble dolor en el pecho, pues sabía que Emmy Larkin tenía una intensa relación con su madre y que adoraba a su padre.

—Emmy —le dijo, mirando los delicados rasgos de su rostro—. Siento mucho lo de tus padres. Te lo digo de verdad. No sabía que hubieran muerto los dos. Mi madre tampoco lo sabe. Cuando se lo diga, se va a entristecer mucho.

Emmy dio otro paso atrás.

—Gracias —murmuró, incómoda.

Jack se había olvidado de lo sucintos que podían resultar los habitantes de aquellas tierras, pero tenía la sensación de que Emmy no estaba siendo simplemente concisa. Su brevedad y su forma de comportarse con él dejaban muy claro que su presencia no era bienvenida en aquella casa.

A Jack no lo sorprendía que no confiara en el, pero no estaba preparado para que su vulnerabilidad lo emocionara tanto.

Recordaba a Emmy como a una chiquillada menuda y serena, muy delgada y de pelo largo y pelirrojo, una chiquilla que lo seguía como un perrillo faldero, haciendo preguntas todo el rato, riéndose cuando él la tomaba el pelo.

Entonces, la había tratado como a una hermana pequeña, protegiéndola exactamente igual que hacía con Liz, su verdadera hermana.

Aquella relación había durado hasta el día en el que él la había abandonado.

Jack no había olvidado la última vez que la había visto ni la mirada de pena de sus luminosos ojos grises. Aquel día, había ido a su casa a devolverle a su padre el juego de llaves de la furgoneta que solía utilizar para ir a buscar leña.

Aquel día Emmy estaba agarrada a la mano de su padre, que estaba destrozado. Jack le entregó las llaves a Stan Larkin y, al mirar a Emmy, vio sus enormes ojos rogándole en silencio que hiciera algo para cambiar lo que había sucedido.

Jack no recordaba si Stan y él se habían dicho algo, pero lo que jamás había olvidado habían sido las lágrimas de incomprensión que cubrían las mejillas de Emmy en aquellos momentos.

Jack no había podido olvidar aquella mirada de tristeza.

—Entonces, supongo que tú eres la persona con la que debo hablar —le dijo, dándose cuenta de que Emmy seguía teniendo aquella mirada.

Emmy seguía siendo muy tranquila, pero ahora parecía más reservada y, desde luego, ya no era una niña.

Llevaba el rostro sin rastro de maquillaje, pero tenía una boca voluminosa que parecía un melocotón y una piel tan cremosa y blanca que daban ganas de tocarla. Siempre había sido una chiquilla delgada y, aunque ahora llevaba una amplia parca, Jack supuso que seguiría siéndolo.

Parecía un ángel de Botticelli, tan frágil como el cristal.

—¿Te importaría que entráramos en casa? Sólo serán unos minutos —le preguntó, intentando concentrarse en lo que había ido a decirle.

—Lo siento, pero no tengo tiempo de visitas —contestó Emmy, girándose para irse.

Jack la agarró del brazo y se colocó delante de ella para que no pudiera huir. Tenía que decirle muchas cosas y no podía permitir que se fuera sin oírlas. Sin embargo, cuando la tuvo ante sí y se miró en sus ojos, Jack olvidó qué era lo que tenía que decirle.

La tenía tan cerca que veía las rayitas plateadas de sus ojos y las grietas de su labio inferior, que pedía a gritos que lo besaran.

En aquel momento, Jack se percató de que el perro de Emmy le estaba ladrando y enseñando los dientes y de que su dueña no parecía tan poco excesivamente contenta, así que la soltó.

—No he venido de visita, Emmy. Necesito hacer una cosa, pero me tienes que escuchar primero. Si no, no puedo hacerla —le dijo, dando un paso atrás.

—Si has venido a decirme que has comprado el terreno de al lado, ya lo sé. Todo el mundo lo sabe.

—Ya veo que aquí las noticias siguen volando.

—Así es.

—Bueno, para que lo sepas, en este caso no tienes toda la información. Nadie sabe lo que quiero hacer con ese terreno.

—Lo que hagas con él es asunto tuyo y del ayuntamiento, que, para que lo sepas, va a intentar bloquear cualquier proyecto que presentes —contestó Emmy, esquivándolo con intención de seguir caminando.

—El ayuntamiento no tiene nada que decir porque lo he comprado para devolvérselo a tus padres —le explicó Jack, siguiéndola—. Mi padre murió el año pasado y mi madre nunca estuvo de acuerdo con lo que sucedió entre nuestras familias. Yo, tampoco. Quiero devolver el terreno y pedir disculpas —añadió antes de que a Emmy le diera tiempo de protestar—. No sabíamos que tus padres hubieran muerto, así que la escritura de cesión que he traído está a su nombre, pero me voy a poner inmediatamente en contacto con mi abogado para que la redacte de nuevo a tu nombre. No creo que tarde mucho. Lo único que necesito es que me des tu nombre completo porque yo siempre te he llamado Emmy —concluyó, mirándole la mano izquierda—. ¿Sigues apellidándote Larkin o estás casada?

Emmy se había quedado mirándolo fijamente, estupefacta. ¡Jack Travers quería devolverle el terreno! De todas las posibilidades que se le habían ocurrido, aquélla jamás se le había pasado por la cabeza.

—Mi nombre da igual porque no quiero ese terreno.

Jack la miró, estupefacto.

«Ahora estamos en paz», pensó Emmy.

Aquel hombre la estaba poniendo muy nerviosa. Cada vez que se miraba en sus ojos, sentía un pinchazo de deseo entre las piernas, así que decidió no volver a mirarlo.

Su padre había destrozado a su familia y Jack tampoco tenía buena fama. Por ejemplo, todos sabían que era responsable de la cicatriz que Joe Sheldon lucía junto a la boca.

Aun así, Emmy se dijo que debía ser justa. Había ido hasta allí a pedir perdón en su nombre y en nombre de su madre.

Aunque Emmy no quería remover el pasado, debía darle la oportunidad de quedar en paz.

—Acepto tu disculpa —contestó—, pero no necesito nada más de vosotros. Ahora, si me disculpas, tengo cosas que hacer —se despidió, dirigiéndose a casa con la esperanza de que Jack se fuera—. Estoy preparando sirope, así que te tengo que dejar.

Emmy estaba desesperada por evitar los sentimientos y los recuerdos que la presencia de Jack Travers creaban en ella, así que se dirigió a toda velocidad al cobertizo seguida muy de cerca por Rudy.

Por una parte, no se podía creer lo maleducada que estaba siendo. No era propio de ella comportarse así, pero, aunque se sentía culpable por dejar a Jack allí plantado, su instinto de supervivencia la llevaba a alejarse de él en tiempo récord.

Jack se quedó observándola mientras Emmy se perdía entre los árboles en dirección al cobertizo del sirope.

No era normal que una situación se le fuera de las manos. Estaba acostumbrado a alcanzar su objetivo y siempre tenía preparado un plan b por si acaso. Enterarse de que Stan y Cara Larkin habían muerto y el hecho de que su hija no quisiera que le devolviera el terreno, lo había dejado con la boca abierta.

Jack se sentía como si se hubiera topado con un muro, pero se dijo que tenía que haber alguna manera de evitarlo. Decidiendo que no era el momento de insistir, volvió a su coche.

Desde el mismo instante en el que su madre y él habían encontrado una copia del aval del crédito que su padre le había hecho a Stan, Jack había tomado la decisión de adquirir aquellos terrenos y devolverlos a la familia Larkin.

Al día siguiente de la muerte de su padre, su madre y él habían revisado su mesa en busca de los documentos de su seguro de vida y por primera vez en muchos años habían hablado de lo que había sucedido en Maple Mountain.

Desde el momento en el que su padre había decidido que se iban a vivir a Maine para escapar al ostracismo que sufría su familia, aquel tema había quedado prohibido en su casa. Aquello había significado que nadie podía hablar de cómo los vecinos habían condenado a su padre por haberse quedado con el terreno de Stan o de cómo las amigas de su madre habían dejado de ir a verla por estar casada con él.

Aquel día, su madre le contó que no había podido decirle a ninguna de sus amigas que no estaba de acuerdo con la actuación de su marido porque no le había parecido apropiado hablar mal de él en público.

Jack entendía perfectamente el dilema al que había tenido que hacer frente su madre porque él había rezado muchas veces para estar equivocado y para no haber comprendido realmente lo que había sucedido. Cuántas veces había pedido que su padre tuviera una justificación apropiada para haber traicionado a su amigo.

En aquel entonces, Jack se había enfrentado a todos los que antes eran sus amigos y que ahora insultaban a su padre llamándolo ladrón. Por supuesto, se había sentido obligado a defender su apellido, pero ahora comprendía que el dolor que había sentido era porque también se había sentido traicionado por su propio padre.

Con diecisiete años, se habían encontrado dividido entre la lealtad a un padre al que admiraba y el sentimiento de que su padre no había actuado bien, pero el día en el que su madre y él encontraron los documentos, su madre le confirmó que lo había entendido todo muy bien.

Stan Larkin le había pedido a su padre que le prestara cinco mil dólares y había puesto como aval un terreno que valía tres veces más. Era cierto que Stan no había pagado el crédito a tiempo, pero su padre no había querido darle margen y había vendido el terreno por mucho menos de lo que valía porque su única preocupación era recuperar el dinero cuanto antes.

Por lo que le había contado su madre, Jack podía entender la lógica de su padre. Su padre había trabajado mucho para tener dinero y tenía que mantener a su familia, pero Jack no podía entender por qué no había preferido vender la propiedad por lo que realmente valía, haberse quedado él con lo que su amigo le debía y haberle dado a Stan la diferencia.

Su padre sólo había pensado en recuperar el dinero y lo había conseguido, pero a qué precio para él y para su familia.

Jack avanzó por el camino cubierto de nieve hasta el pueblo, decidido a aclarar las cosas con Emmy. Aunque tenía previsto estar en casa aquella noche, podía quedarse a dormir allí siempre y cuando estuviera en Manhattan a las cinco de la tarde del día siguiente porque tenía que terminar de embalar antes de que llegaran los empleados de la empresa de mudanzas el lunes por la mañana. En cuanto se fueran, se iría a Boston para incorporarse a su nuevo puesto de trabajo.

Desde el día en el que nueve años atrás había empezado a trabajar para Atlantic Commercial Development Corporation, había tenido muy claro que quería llegar a los puestos directivos de la empresa.

Durante los últimos dos años, había estado trabajando veinticuatro horas al día siete días a la semana para obtener el último ascenso, el de vicepresidente regional. Las comisiones que cobraba ahora triplicaban su salario original, pero, aun así, todavía quería seguir subiendo, así que no quería que nada interfiriera en la reunión de las siete de la mañana que tenía el martes con su equipo.

Mientras tanto, tenía que averiguar cuál era el nombre legal de Emmy, encontrar a un notario para que diera fe de su firma y a una fotocopiadora para hacer una copia nueva del documento.

Jack sabía que no tardaría mucho en tenerlo todo listo y, en cuanto lo tuviera, volvería a casa de Emmy a ver si en aquella ocasión estaba más receptiva y aceptaba el terreno porque él no lo quería absolutamente para nada.