Yarí en mandarín
Comenzando el otoño del año 2018 salió a la luz en China Mi alma se la dejo al diablo, el libro que narra la historia de un hombre abandonado en el corazón de la selva amazónica, que antes de morir escribió unas líneas rematadas con aquella frase.
Al final de la segunda década del año dos mil, El Karina, Perdido en el Amazonas y Mi alma se la dejo al diablo eran los libros colombianos de narrativa no-ficción con un mayor número de traducciones a otros idiomas.
Todos ellos habían sido publicados en Francia, Japón, Italia, Grecia, Hungría, España, Portugal, Brasil, Colombia y el resto de Hispanoamérica.
El lugar de la tragedia de Benjamín Cubillos —el protagonista— es una cabaña de madera levantada en plena manigua a orillas del río Yarí, aguas arriba de una cadena de cataratas. Luego el río desemboca en el caudaloso Caquetá.
El esqueleto de Cubillos fue hallado por el colono Óscar Rivera y siete indígenas que buscaban árboles de balata, una variedad de caucho utilizada en la fabricación de bolas para jugar golf.
Rivera y sus compañeros se habían extraviado y fueron a parar al Yarí —que identificaron por el sabor de sus aguas, como es usual en estas selvas—, pero una vez frente a los restos de Cubillos, huyeron sin tocar nada.
Río abajo vencieron la serie de cataratas aferrándose a las peñas. Luego, en las riberas de los primeros remansos hicieron un par de balsas y kilómetros adelante desembocaron en el río Caquetá, en lo que había sido el penal de Araracuara:
Cárcel en medio de la selva intocada cuyas rejas insalvables eran un desfiladero que formaba un cañón de roca portentoso y pendiente por el cual se emboquilla el río Caquetá, y en el contorno, la manigua exorbitante y con una vegetación compacta para unos seres que no tenían conocimientos de selva, ni una brújula, mucho menos un machete o un bocado para emprender la aventura de tratar de atravesarla.
A raíz del cierre del penal, viajé al lugar para realizar una serie de crónicas periodísticas sobre aquel mundo tan desconocido por el país y contraté como guía y lanchero a Óscar Rivera.
Un mes más tarde, la víspera de regresar, por la noche me reuní con algunos expresidiarios que habían preferido quedarse en aquellas selvas y ellos volvieron sobre muchos detalles nuevos de su vida en aquel lugar, como las muertes de decenas de seres en manos de unos guardianes corrompidos, donde acaso menos importante era la desaparición de una fortuna de millones y millones de pesos en manos de sus directivos a través de los años.
Pero luego de una pausa larga, Rivera abrió la boca:
—Aquí ese es el pan de cada día. Lo que casi nadie sabe es que yo encontré el esqueleto de un hombre, allí arriba, en una casita de tablas a orillas del Yarí—, dijo.
¿Un esqueleto? Y a su lado, ¿un cuaderno con algo escrito?
—¿Qué había escrito?
—No leí mucho —dijo Rivera—. Pero recuerdo que al final, el que escribió llamaba al diablo… O algo así.
Según su descripción, la pequeña cabaña se levantaba frente a una recta muy larga que formaba el río en una zona llana. Selva cerrada:
—Sí. Selva muy virgen—, agregó Rivera.
Al día siguiente llegaría un avión de El Tiempo que debía trasladarme de regreso.
Pero aquella historia, era… ¡Una historia!
Como solución, me llevé a Óscar Rivera para Bogotá: allí tendría mucho tiempo para escucharlo.
Florencia
El paso siguiente fue Florencia, el epicentro de aquellos territorios donde algunas personas conocían parte de la leyenda que desde luego debería haberse decantado en alguna institución del departamento, en cualquier dependencia de la municipalidad, y finalmente… Sí. El caso había llegado a un juzgado penal.
Los acusados de haber abandonado en la selva a aquel hombre eran un tal Martin Morningstar, un aventurero estadounidense con intereses en la zona, y un baquiano llamado Vicente Quintero, campesino sabio en su medio, que hacía las veces de paje del gringo.
Ambos fueron conducidos a un juzgado a raíz de la denuncia presentada por los familiares de Cubillos y un par de horas después, como es tradicional, y razonable, y además, lógico en Colombia, el juez penal ordenó que Morningstar recibiera como cárcel, una finca cerca de Florencia, su amplia casa en Cali y su avión particular.
Quintero fue enviado a sus dominios rurales, no lejos de allí.
Pero a todas estas, realmente no había caso, porque no había lo que llaman “cuerpo del delito” sencillamente porque no había cadáver. Ni tampoco “lugar de los hechos”. Y como no había cadáver ni escenario del delito, no se había realizado un levantamiento oficial.
Por tanto, el juez se declaró impedido para investigar a fondo porque la pequeña cabaña se hallaba en medio de la selva virgen a muchas leguas de su escritorio, frente a un río perdido en aquellas inmensidades y le parecía prácticamente imposible llegar hasta allí.
Quintero
Vicente Quintero aquel hombre sabio en su medio, es, además, un gran narrador: la cabaña era el epicentro de un coto de caza hasta el cual Martin Morningstar esperaba traer a un grupo de turistas estadounidenses. La levantaron frente a aquella recta inmensa que forma el río Yarí, pista ideal para el acuatizaje del avión anfibio de Morningstar.
Antes del arribo del grupo de visitantes fueron enviados al campamento una cocinera, un joven auxiliar, un viejito trotamundos gringo amante de la selva que apareció en Florencia buscando aventuras, y desde luego, Benjamín Cubillos, el protagonista.
Primeras de cambio
La historia nació con los relatos de Óscar Rivera y de Vicente Quintero. El siguiente paso tenían que ser la cabaña, la selva circundante, los restos de Cubillos y desde luego aquel cuadernillo con algo escrito que hacía alusión al diablo.
¿Pista de acuatizaje? Claro. En la base aérea de Tres Esquinas en pleno Caquetá tenía que haber hidroaviones.
Hablar con el comandante de la Fuerza Aérea:
Sí. Allí contaban con uno de dos motores. Conseguí que me llevaran hasta la recta del río: la cabaña, el esqueleto de Cubillos. Al lado de la pasera —cama hecha con estacas clavadas en el piso— el diario y sus últimas líneas escritas posiblemente con la desesperación que producen las fiebres y el hambre en aquella soledad:
“Mi alma se la dejo al diablo.”
Frente a la cabaña los esqueletos de cuatro perros muertos acaso por el hambre, y más allá de la pasera, una caja y sobre ella, una libreta calendario escrita en inglés: el diario de Ernest “Slim” Bawer, el viejito aventurero.
Allí solamente tomé los diarios, de regreso los fotocopié en Florencia y luego se los entregué al juez investigador que aún no veía el camino para realizar aquel acto que llaman levantamiento del cadáver.
La prensa
De regreso a Bogotá, nuevamente a revisar uno a uno los diarios correspondientes a la época en que ocurrió la historia. Y, oh, sorpresa: lo único publicado era una nota pequeña según la cual, un par de antropólogos austriacos que habían estado ocasionalmente en aquella cabaña, prevenían sobre el abandono en que habían quedado allí “un trabajador llamado Cubillos y un tal “Slim” Bawer”.
Austria
Urgente. La embajada. El directorio telefónico de la Universidad en Viena. En la escuela respectiva, una voz cortante:
—Los antropólogos Fritz Trupp y Wolfgang Ptak no están en Austria. Llame dentro de siete meses.
Siete meses después, nuevamente el directorio telefónico. El número de Friz Trupp. Se marca pero no hay comunicación. Regresar a la embajada:
—Dentro de seis días llegará a Bogotá un miembro de la compañía de teléfonos de Austria. Le consultaremos.
Transcurren siete días:
—Marque un 4 al comienzo del número que figura en la lista—, dijeron.
Le agregué el 4 y al otro lado de la línea…
—¿Truuup?
Diez días más tarde en Viena, un martes a las once de la mañana:
—También estuvimos atrapados en aquel campamento y por un milagro, Wolfgang y yo logramos escapar—, dice Fritz.
Él escribió un diario. El tercero que forma parte de esta historia.
Él y su compañero se salvaron porque tres de los turistas estadounidenses traídos por Morningstar se ahogaron en las cataratas y un familiar de alguno de aquellos vino luego a constatar la historia y en aquel avión anfibio de la base de Tres Esquinas que lo llevó, rescató a los antropólogos, a la cocinera y a su ayudante.
Entonces Cubillos y “Slim” habían partido río arriba pero regresaron a aquella trampa un par de días después, al parecer sin gasolina para el bote.