Temo, Tanaco, paso del diablo

Guanía. Selva y olvido.

Finalmente vinimos a parar aquí, camino de la Piedra del Cocuy, el punto más distante del centro de Colombia hacia el oriente. Si la cabeza del país fuese La Guajira, la nariz sería aquella formación donde termina el departamento del Guainía. Exactamente en la punta de la nariz está esa mole de roca que señala una triple frontera: Colombia, Venezuela y Brasil.

Soledades determinadas por una cruz que forman un par de coordenadas a novecientos kilómetros al oriente de Bogotá en línea recta.

Colombia es un país desarticulado en el cual, por ejemplo, para comunicarse por el oriente, hay que cruzar a través de los vecinos: de Cúcuta a Arauca la vía óptima es una carretera venezolana.

De Mitú a Yavaraté, por el río Vaupés hay que salvar veintitantas cachiveras o raudales, arrastrando el bote por la selva para evitarlas, pero al llegar a Yavaraté —diez casas, unos policías muertos de soledad y una bandera de Colombia— usted tiene que pedirle a la Policía colona del Brasil que le venda un grano de arroz.

Y por el oriente, trasladarse de La Pedrera —al norte, donde comienza la recta oriental del trapecio amazónico—, y bajar al sur hasta Leticia, implica transitar algunos trechos por el Brasil.

Ese depender de los países vecinos fue lo que llevó a Julián Gil (Perdido en el Amazonas), a trazar una senda por territorio colombiano. La dignidad marcó su desaparición.

Para ir hasta la Piedra del Cocuy —un colosal domo de roca— barajamos diferentes caminos, todos a partir de San Fernando de Atabapo en Venezuela. Sobre el papel habíamos descartado varias rutas. La primera de Puerto Inírida a San Fernando por río. De allí a San Carlos, Venezuela, en una avioneta, cuando hay cupo, porque generalmente es necesario reservarlo ocho días antes.

De San Carlos a San Felipe, Colombia, el medio es un bote, y de San Felipe hasta La Guadalupe, un caserío en la banda colombiana del río Negro, a dos kilómetros de selva de la Piedra, en otro. La peripecia puede tomar semanas.

“Plan B”, dicen por ahí: de San Fernando de Atabapo hasta Pimichín, cien kilómetros, tres horas en lancha rápida por el Atabapo. A partir de allí, treinta kilómetros en un tractor —si ese día cruza por allí—, hasta la ribera del río Guanía. De aquel punto hasta el río Negro y por este a San Carlos, y de San Carlos a la Piedra, nuevamente en bote. Viaje que puede tomar apenas una semana, si por suerte se encuentran lanchas dispuestas en cada punto, y si alguien vende combustible para continuar.

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El tercer camino era ideal: un avión monomotor volando desde Villavicencio hasta La Guadalupe, cinco horas de travesía por llano y selva. Y desde allí, un par de kilómetros de selva a pie hasta los contrafuertes de la Piedra.

Primer día.

Luego de seis horas en Villavicencio, dicen que la pista en La Guadalupe está restringida. Esa semana la guerrilla había dinamitado otra en San Felipe.

Segundo día.

Volamos a Puerto Inírida, muy distante de la Piedra, al norte del Guanía.

Una lancha nos llevaría hasta San Fernando de Atabapo: cuarenta minutos a través de la estrella fluvial donde convergen el Inírida, el Guaviare, el Atabapo y el Orinoco.

Las aguas del Inírida son oscuras y transparentes como las del Atabapo. Las del Guaviare, un río colosal de dos kilómetros de ancho en aquel lugar, café con leche: más sedimentación y, por lo tanto, más fauna y mejor pesca.

La dependencia de la compañía aérea es una casa en clima cálido —puertas y ventanas de par en par, aspa de un ventilador en el techo—y en la sala fotografías mareadas por la humedad y el tiempo; un refrigerador, piso de cemento brillante.

Una mujer dice que no será fácil contratar vuelo. De las tres avionetas de la empresa, una tuvo una emergencia hace dos meses y aún está en plena selva. Otra se estrelló hace cuatro días contra una roca en Manapiare, región donde los cerros son contados: perecieron cuatro personas.

Nos comunicamos con alguien en Puerto Ayacucho. Harán el vuelo la mañana siguiente si pagamos dos millones y medio de pesos —diecisiete mil dólares del momento— que, desde luego, cambian por bolívares con gran desventaja.

San Fernando de Atabapo, en Venezuela es una villa convulsionada por camperos y motos. Música a gran volumen en las calles, comercios en cada puerta, mucha gente circulando a pie.

En Puerto Inírida, silencio. Calles hirvientes casi vacías, tres o cuatro comercios, gente amable. En el parque una panadería y una tienda. El único ruido viene del coliseo cubierto lleno de jóvenes haciendo deporte. No hay dónde tomarse un café. La quietud agobia.

Un pequeño hotel limpio.

—“Mera checo” —que quiere decir, “mira, chico”—, Colombia vive de nosotros: gasolina, cemento, alimentos, cerveza, van de Venezuela a cada localidad colombiana. De allá recibimos guerrilla. Las Farc pasan a este lado de la frontera, nos tienen como zona de repliegue y descanso. Si no fuera por Venezuela, esta parte de Colombia hubiera muerto. Caracas está muy cerca de nosotros por carretera y por río, y nos abastece de maravilla. Bogotá muy lejos. Bogotá no existe para estos colombianos”, dice León, el dueño.

De la serranía de Naquén, en Colombia, cada día extraen menos oro. Colombianos y brasileños han invadido entonces el parque natural de Yapacana, en Venezuela, a sesenta kilómetros de San Fernando de Atabapo a través de la selva:

—“Inírida vive del oro colombiano.”

Atardece más temprano. Cenamos en una casa y a las nueve —ocho de Colombia—, a la cama.

Noche interminable.

Tercer día.

Desayuno… ¿Dónde?

Un refresco y dos panes en la panadería. El vuelo ha sido programado para las nueve, calculando que la niebla que se posa por las tardes sobre la selva comience a levantarse.

Camino a la pista buscamos la única estación de combustible. Gran fila de colombianos con bidones: pimpineros que previo arreglo con la guardia vienen por gasolina para revender. Es diez veces más barata que en Colombia.

Cielo gris. A la hora acordada se posa sobre la pista el pequeño monomotor YV-413 que viene de Puerto Ayacucho. El piloto trae combustible consigo, se trepa sobre el ala del avión y rellena los tanques: gasolina verde, 100-130 octanos.

Luego, mientras rueda hasta la cabecera de la pista se comunica con la torre de Puerto Ayacucho:

—Yanqui-Víctor-Cuatro-Trece, pide permiso para despegar, rumbo sur-sureste hasta la Piedra del Cocuy con tres almas a bordo. (Él, el fotógrafo Camilo Rozo y yo).

—El peligro de esta pista son las vacas que se atraviesan — explica—. Antes de aterrizar es necesario hacer un sobrepaso para espantarlas... Pero algunas veces no falta la vaca que no escucha, y entonces uno siempre dice mentalmente, “ojo a la vaca sorda”.

Imaginando que el avión es el tablero de un reloj, las doce es el motor, las tres, la punta del plano derecho, las seis, la cola, y las nueve la punta del plano izquierdo. A las doce está nuestro destino.

Arriba, bruma y estratos de nubes bajas. A las tres el río Atabapo. Quince minutos después comienza a desaparecer la selva en grandes trechos: suelos arenosos, ácidos e inundables. Abajo una planicie pobre: cinco centímetros o menos de capa vegetal. En las partes altas, selva de arrabal, también pobre, menos densa. Menos fauna.

Volamos a 2.500 pies, unos ochocientos metros sobre el dosel de la selva.

Treinta y seis minutos después, a unos setenta y tantos kilómetros, han desaparecido los estratos de nubes, la visión es ilimitada a pesar de la bruma tenue, y a la una, o sea, por la amura de estribor, se divisa una pequeña cruz blanca posada sobre la zona de catinga (sabana): vegas y vegones del río Temi.

—Aquí fue la emergencia de un avión hace una semana. Todos vivos. Los rescataron por río luego de una gran travesía a pie: catorce días para regresar—, dice el piloto.

A las tres se divisa en un claro un monomotor despanzurrado y hablamos de la suerte de sus ocupantes. No lejos se extiende una pequeña mancha de selva.

Pasada una hora de navegación comienza a desaparecer la catinga y abajo se asoma otra fisonomía. Volamos sobre esa descomunal lámina de brócoli a la cual se parece la selva desde el aire. Copas comprimidas de millares de variedades de árboles diferentes, que a primera vista parecerían iguales.

Hay dos clases de selva: la más rica en las vegas de los ríos. Otra en las partes altas. Se distinguen por la clase de flora. Aquí se ven comunidades de palmas de canangucho en los bajos, y aunque no se aprecian desde el aire porque la floresta es hermética, por el suelo tienen que correr arroyos con aguas limpias del color del té, nacidos en los cananguchales: sus raíces les dan aquella coloración.

A las tres se divisan varios poblados colombianos en la banda derecha del río Negro, aguas abajo: Bocas del Casiquiare, Temo, Tanaco, Paso del Diablo, Cucurital... Soledades olvidadas, de diez, de quince casitas y frente a cada una de ellas una localidad venezolana, “muy cercana” a Caracas. La nariz de Colombia es territorio de gentes en el abandono y una inmensa capacidad de sufrimiento. Y tierra de narcotraficantes y de guerrilleros.

Un poco más tarde cruzamos por San Carlos. Al frente, sobre la banda colombiana del río Negro, está San Felipe con su pista dinamitada. Un pueblo fantasma con una planta de energía fuera de servicio, que en algún momento puede desaparecer. También hay una escuela básica de secundaria deteriorada y un puesto de salud sin siquiera una píldora para aliviar el dolor de cabeza.

El caserío ha crecido un tanto desde aquella tarde de 1998 cuando se acercó la guerrilla a la costa de la selva. Entonces allí había once policías. Pero la mañana siguiente los policías se fueron y se formó el clima malevo de guerrilleros y narcos, y luego empezaron a llegar gentes de Miraflores tras una toma del Ejército.

Ahora vienen desde Barrancomina en el medio Guaviare, fortín de Fernandiño y centro de cultivo de coca y mercadeo de cocaína, donde circula el dólar. Aquí tuvo lugar una operación militar mediante la cual buscaban diez mil fusiles soviéticos que le lanzó desde un avión un clan de mafiosos estadounidenses a las Farc. Cerca se levantan las pocas cabañas de Arrecifal, otra aldea olvidada.

En todos aquellos sitios hay algunas escuelas, pero cerradas desde hace cinco o seis meses por falta de comida. La de San Felipe funciona porque el rector les pide fiados algunos víveres a los comerciantes.

En el Guaviare, en el alto Inírida, el Isana y en el Curiarí las pocas que funcionan son aquellas administradas por la Iglesia católica. En estas inmensidades dicen que los empleados oficiales son los únicos fieles.

Una hora y veinticinco minutos después del despegue, a las doce, divisamos la silueta de la Piedra del Cocuy, aquella mole en la triple frontera, anclada en la selva, en el punto más distante al suroriente del país. Se trata de la afloración de roca más visible del escudo Guyanés, que se desliza subyacente y emerge en estas lejanías.

El peñasco estaba arropado por la bruma, pero a medida que el avión fue acortando la distancia, aquella visión azulada fue haciéndose más nítida, y antes de tenerla a las nueve, el piloto abrió su ventanilla y sin el cristal como filtro, él fotógrafo comenzó a hacer lo suyo.

Yo estaba emocionado. Luego de aquel “dos más tres no son cinco” de la selva y el llano que parecían impedir nuestro viaje, habíamos logrado llegar más allá de la nada.

Terminado el giro en torno a aquella mole y ya iniciado el regreso, a las nueve, río Negro de por medio, se divisa La Guadalupe que son solo tres construcciones: un hotel abandonado en el que vive un hombre solitario, una escuela que se cae a pedazos y allí se aloja un corregidor, otra casucha de madera, y perpendicular a ellas la pista controlada por guerrilleros y narcos.

A unos doscientos kilómetros aterrizamos en Maroa o El Amparo, que debería llamarse El Desamparo como símbolo de la orfandad en la que el Estado ha condenado a estas inmensidades: pista de arena blanca, una brisa suave, un grupo de indígenas y colonos que han llegado a observar el aterrizaje. Se trataba de tomar combustible nuevamente.

—Allá, al frente, está Puerto Colombia, una guarida de las Farc en la región—, explica el piloto.

Cuarto día.

Esperamos cinco horas por una lancha que nos llevara de regreso a Puerto Inírida.

Y una vez allí,

—¿Ustedes quiénes son?

—¿Qué hacen aquí?

—¿Qué buscan?

Nuevamente requisa y revisión de documentos de identidad. En la casa flotante de la Infantería de Marina, un letrero:

“Zona de seguridad. Prohibido tomar fotos”.

En el viaje de ida habían inspeccionado el visor de la cámara para buscar las imágenes que había captado Camilo y ahora repetían la operación. O intentaban repetirla porque el soldado que trató de hacerlo tomó la cámara al revés.

Mundo de zozobra. De tensión. Semanas atrás la guerrilla había hecho flotar hasta allí un bongo-bomba que despedazó al motorista engañado por ellos, mató a un infante y causó destrozos en aquella casa donde se asan los infantes, y ahora permanecen fondeadas lanchas piraña y algunas embarcaciones más grandes, todas blindadas y armadas con ametralladoras.

Nueve de la noche.

Camilo, el fotógrafo, se ha instalado frente a una de las tres computadoras a la entrada del pequeño hotel. Unos minutos después se le acerca una chica con labios de mestiza, sensuales como los de la Yolie, senos desafiando la grave-dad, cadera de hoyito, piernas largas...

—Se llama Yadira. Tiene diecinueve años y un hijo. Quiere que le ayude a buscar en Internet la manera de ser modelo en Bogotá:

—El cuerpo es su expectativa de vida—, me explica aquel.

Para mi hija, la expectativa a esta misma hora es terminar su curso de especialización e iniciar una pasantía de prácticas en la agencia de Jean Nouvel, el gran arquitecto francés, y siento que me taladra la imagen real y concreta de la injusticia, en un país que habla de derechos, pero le niega a los seres los más elementales.

Esta aspirante a modelo, el soldado y la guerrillera en cuyas vidas me embarqué hace algunas semanas, para mí son los mismos seres humanos llenos de imaginación y talento. Mestizos como yo. Capaces e inteligentes. Aquel tomó el camino del Ejército porque no tenía con qué comer. La guerrillera se encaramó un fusil por lo mismo. Y Yadira…

Sí. Colombia amarga.