La invasión

Octubre 12, 1492 - “Parecían tres árboles que se movieran sobre el agua, acercándose, hasta que finalmente se detuvieron. Desde la playa escucharon que de ellos salían voces, gritos, palabras extrañas. Luego partieron de allá unas embarcaciones pequeñas y similares a sus canoas y se vinieron lentamente. Ya en la playa pudieron ver bien a sus ocupantes: parecían seres humanos pero estaban forrados en algo que brillaba. Sus caras y sus manos eran cenicientas, sucias, en el fondo tal vez blancas; cubiertos por pelos largos: pelos negros, amarillos, bermejos como miel de los panales. Tenían los pies forrados y llevaban en las manos unas varas que brillaban. Y olían fétido. Hedían de una manera tan horrible que desde cuando llegaron les asignaron nativos que llevaban quemadores de plantas con aromas para acompañarlos y así tratar de soportarlos.

“Aquellos gritaban, hablaban y gesticulaban al tiempo, como bárbaros, como gente loca.

“Al que venía adelante unos le dijeron Almirante y otros Colón. El que venía adelante se arrodilló, miró arriba y dijo algo en su lenguaje bárbaro, y los demás empezaron a responderle. El que venía adelante levantó los brazos y los demás los levantaron. El que venía adelante se acercó y se quedó mirando el pecho de un hombre viejo, estiró la mano y le arrancó un trozo de oro que colgaba de su cuello. Sonrió. Luego todos sonrieron y se vinieron a mirar en sus cuellos, en sus orejas. Les arrancaban los adornos de oro. Les arrebataban los adornos sin pedirlos. Les rasgaban las orejas. No pedían. Olían a excrementos y hablaban raro. Hablaban a un tiempo, en voz alta.

“Un joven se adelantó para palpar la vara brillante que le mostraba el que venía adelante. El joven la tomó con las dos manos, la estrechó y cuando la tenía bien agarrada, el sujeto haló con fuerza y él sintió que se rasgaba la piel de sus manos. Que le cortaba los tendones. Que le desgarraba la carne. Primero fue algo como un quemón, luego un ardor y finalmente un dolor intenso. Estaba manando sangre y los extraños se reían a carcajadas. Señalaban su cara de sufrimiento y se burlaban.

“El que venía adelante siguió gritando y señalando su boca, su garganta, hacía señales, decía que tenían sed. Todos hicieron lo mismo. Aquellos volvieron hasta la fuente, trajeron vasijas llenas de agua fresca y se las dieron. Los invasores bebían como las personas locas, dejaban verter parte del agua, hacían ruidos con la garganta y pedían más. Les traían más. Sorbían y eructaban. Luego señalaban su boca y su vientre. Querían comer. Les trajeron frutas, les trajeron carne. Comían como los monos, chasqueaban sin cerrar la boca, soltaban vientos de su estómago, tragaban y luego escupían. Volvían a eructar y buscaban a los niños y a los hombres. Los miraban con ojos de salvajes. Agarraban a las mujeres…”.

Salvador de Madariaga

Cristóbal Colón a los Reyes de Castilla:

“Estoy aquí en las Indias, cercado por un hatajo de salvajes llenos de crueldad y enemigos nuestros”.

Otras hazañas:

Existe un pequeño puerto, un paraíso llamado Acandí, sobre el golfo de Urabá, océano Atlántico. Al occidente de allí, montañas: la serranía del Darién en inmediaciones de Colombia y Panamá.

Ana Judith, una habitante del lugar, recuerda a su maestro en la escuela:

“Al llegar a este punto, Vasco Núñez de Balboa, un ban-dido que andaba huyendo… No se crean aquello del héroe…

“Les decía que cuando ellos llegaron a lo alto de la serranía, Balboa hizo arrodillar a los indígenas que conocían, y habían navegado, y surcado aquel mar por siglos y siglos y que lo habían guiado hasta allí. Los hizo arrodillar porque él tenía que ser el primero en divisar el océano Pacífico:

“—¡Arrodillaos hijos de puta. Yo miraré primero. Yo seré el descubridor de este mar!—, les gritó”.

Vasco Núñez de Balboa, había llegado a tierra firme en compañía de alguien de su misma condición llamado Rodrigo de Bastidas.

Venían de Quisqueya (hoy República Dominicana), donde Balboa criaba cerdos, pero por aquello de su condición tuvo que huir de allí escondido dentro de una pipa de harina vacía en el buque de Martín Fernández de Enciso, a quien más tarde traicionó después de que este le hubiera perdonado la vida.

“Una vez en tierra firme, Balboa asaltó las tierras ocupadas por indios caníbales en los dominios del cacique Cémaco, donde encabezó matanzas y saqueó el oro y cuantos bienes encontró en la región”.

En América no hubo antropofagia.

Pasado un tiempo, la corona española nombró como gobernador de aquellas tierras a un tal Pedro Arias de Ávila, conocido como Pedrarias, que continuó con el saqueo y la matanza de indígenas.

Más tarde, Pedrarias ordenó decapitar a Núñez de Balboa.

Pero, ante todo, ¿cómo eran los seres que encontraron los españoles en este continente?

Cristóbal Colón:

“Ellos no traen armas ni las conocen, porque les mostré espadas y las tomaban por el filo y se cortaban con ignorancia. No tienen hierro alguno: sus flechas son unas varas sin hierro y algunas de ellas tienen en la punta el diente de un pez. Ellos deben ser buenos servidores...”

Visión de los vencidos:

Miguel León-Portilla

“Aquellos venían de un mundo de guerra donde la gente se mataba o donde las personas se morían de hambre y de pestes. Todos tenían hambre, asaltaban en los caminos y por las noches en los poblados. Y en las guerras unos les quitaban a los otros, saqueaban ciudades, desmantelaban estancias y palacios, despojaban a los débiles, destruían campos, violaban sin distingo, niños, hombres, mujeres y niñas. Aquí no sucedía eso.

“En aquel mundo vivían un rey y una reina jóvenes y además pobres, por condición y por familia. El padre del rey había tenido que empeñar su gabán de armiño para tratar de vivir como le correspondía a un señor. Así que cuando el que marchaba adelante resolvió embarcarse en busca de tierras sin hambre, la reina procuró que alguien lo financiara porque, desde luego, la Corona estaba en bancarrota.

“Los que llegaron aquí diciendo que se tomaban la tierra en su nombre real y omnipotente eran noventa hombres la mayoría delincuentes sacados de los presidios, apretujados en tres buques malolientes, pequeños y frágiles, con velas pequeñas y mástiles también pequeños”.

Dos días después del desembarco, Colón confiesa que se dedicó a caminar por una playa, y agrega: “Vi dos o tres poblaciones y la gente venía hacia nosotros, llamándonos. Unos traían agua fresca, otros cosas de comer. Vinieron muchos hombres y mujeres, cada uno trayendo de lo que tenían...”.

Cristóbal Colón a los Reyes:

“Estas tierras no pueden ser más hermosas... ni su gente más cobarde”.

Aquella mañana el Almirante secuestró a los primeros siete indígenas:

“Hice prender a siete para llevarlos y que aprendan nuestra habla y volverlos, salvo que Vuestras Altezas, cuando ordenen, pueden llevar a todos estos a Castilla o tenerlos en la misma isla cautivos, porque con cincuenta hombres los podemos tener a todos dominados y se les obligará a hacer todo lo que uno quiera”.

Salvador de Madariaga:

“Dos días después de que la cruz abriese sobre el continente virgen sus brazos de amor universal, Colón, el mensajero, el Elegido del Señor, da comienzo a la esclavitud que los españoles introdujeron en América”.

Y al registrar el segundo rapto violento cometido por el Almirante y con el cual se instauró definitivamente la barbarie en estas tierras, el mismo autor señala:

“El hombre que el 6 de noviembre escribe a los Reyes Católicos para instarles ‘a acrecentar la santa religión cristiana’, haciendo todo lo necesario para ‘con mucha diligencia tornar a la iglesia tan grandes pueblos’, luego anota en su diario estas palabras:

“Ayer vinieron a bordo seis mancebos y cinco entraron en la nao; los mandé prender y los llevo. Y después envié a una casa y trajeron siete cabezas de mujeres entre chicas y grandes y tres niños. Hice esto para que los hombres se comporten mejor en España teniendo mujeres de su tierra que sin ellas’.

“Al secuestrar a los indígenas, Colón continuó rompiendo la justicia entre dos razas”.

El Almirante se dedicó a recorrer islas e islas, a buscar y a tomar oro a como diese lugar y a mandar a las bodegas de sus barcos pestilentes a cuantos indígenas cupieran, con el fin de venderlos más tarde en España.

Sin embargo, una vez allí y a pesar de que el Almirante presentó como un botín de guerra al grupo de indígenas que había secuestrado en América y vendido en el puerto, los reyes dieron orden de liberarlos y devolverlos a su tierra. Pero los encargados dijeron que solo veintiuno habían sobrevivido a las penalidades del viaje.

¿Los devolvieron?

Más tarde, el rey le escribió a Diego Colón, gobernador de La Española —hoy Haití y República Dominicana—, diciéndole que los indígenas no podían ser esclavizados, sino que los tomaran… “solamente como vasallos”.

Como respuesta, don Diego Colón y el mismo Almirante continuaron vendiendo seres humanos en España.

Antonello Gerbi, naturalista italiano, transcribe del diario escrito durante los primeros días por Cristóbal Colón en América:

“Los indios son tan sencillos en los trueques y tan pacíficos frente a la guerra que con las astucias de un comercio honesto, o con la violencia de las armas será fácil obtener de ellos cuanto se quiera”.

Pero, realmente, ¿quiénes fueron aquellos “conquistadores”?

Como la segunda expedición había sido un fracaso total, Cristóbal Colón temía que los Reyes se cansaran de tantos gastos, “pero una noche el ángel de su guarda le salió al paso y con la misma voz celestial de siempre le dijo que buscara una fórmula que le permitiera llevar gente sin sueldo, que a la vez se sintiera a gusto con la partida y que no tuviera nada que perder y mucho que agradecer.

“—¿Pero, cuál podrá ser esa gente? Cuál, ¿Dios mío?

“—Pues mirad a las mazmorras y allí hallaréis la respuesta—, contestó el ángel, esta vez con una voz varonil.

“Y tal como lo había hecho antes de la primera expedición y también antes de la segunda, Colón le pidió a Sus Altezas que nuevamente tuvieran por bien perdonarles los delitos a criminales que se hallaban en las prisiones, a cambio de que fueran a servir y a obedecerle algunos años en las Indias, luego de lo cual quedarían libres de toda culpa y castigo.

“Según el Almirante, ganarían el perdón a cambio del viaje ‘todas las personas, hombres y mujeres, delincuentes que hubiesen cometido crimen de muerte o heridas y otros cualesquiera delitos de cualquiera natura o calidad que fuesen, salvo de herejía, o traición aleve o muerte hecha con fuego o con saeta, o de falsa moneda o de sodomía’.

“Los condenados a muerte deberían permanecer dos años en América, y los de largas condenas, un año.

“Sin embargo, como era lógico, desde luego vinieron herejes y condenados por traición aleve, y vinieron asesinos que utilizaron fuego y flechas para cometer sus crímenes, y vinieron estafadores con falsas monedas y, claro, cuantos sodomitas se acercaban a la gente de Colón”.

En segundo lugar, el Almirante les pidió a los reyes mandar a las Indias, para su dominación, “todos los delincuentes que por sus delitos mereciesen ser desterrados a alguna isla o a cavar metales y lo mismo los que no mereciesen pena de muerte pero que merecieran ser desterrados, los desterraran por el tiempo que les pareciese. Igual, prostitutas que invadían calles y plazas, y desde luego brujas y hechiceras”.

La Corona negoció con criminales y bandidos y le ordenó a Colón que, una vez en las Indias, “les repartiese tierras y montes y aguas, para hacer casas, heredades, huertas, viñas, algodonales, olivares, cañaverales para obtener azúcar…”.

A partir de allí se realizó lo que algunos historiadores llamaron “intercambio cultural” que llenó de regocijo a los españoles, pues mientras el reino continuaba quitándose de encima la lacra más apestosa, de aquí, los cristianos enviaban indígenas, seres libres y sin mancha, que eran vendidos como esclavos y cuyo mercado les permitía henchir sus arcas arruinadas.

Posteriormente “el intercambio cultural” se amplió a todos los desheredados que abandonaban no solo los rincones de España, sino de Europa entera, huyendo de la vejación, la miseria y la violencia en que vivía ese continente. América les daba generosamente la libertad. Ellos respondían con esclavitud y crimen sobre la vida de los indígenas americanos.

Historia vieja: luego del primer desembarco de Colón estaba prohibido que vinieran gitanos a América, pero entonces, también llegaban gitanos, muchos de ellos delincuentes. Y llegaban prostitutas recogidas principalmente en Castilla. La Corona dijo que no estaba permitida la venida de judíos, herejes o moros, pero llegaban judíos, herejes y moros.

Según Cronistas de Indias que vinieron con el invasor, “las autoridades reales dictaron severos reglamentos y rígidos estatutos” limitando la emigración de hijos y nietos de seres que hubieran sido quemados por ser brujos. Pero, desde luego llegaban hijos y nietos de brujos achicharrados en las hogueras de la Santa Inquisición.

A eso le llaman hoy “el encuentro de dos mundos”.

Fray Bartolomé de Las Casas reseña cómo Cristóbal Colón dio orden de que sus hombres anduvieran por la tierra avasallando a los habitantes de La Española (Haití y República Dominicana):

“Como esta se hallaba muy habitada de gentes, pueblos y grandes señores, y la tierra era muy feliz y la gente sin armas, pacífica y sencilla por naturaleza, los cristianos se dieron a la vida del ocio, de sensuales deleites, no teniendo freno de razón o de ley viva. Los indígenas cultivaban sólo lo necesario y un español comía en un día lo que toda la casa de un indio en un mes. ¿Qué no harían cuatrocientos?

“Entonces, aunque los indígenas les daban lo que les pedían, sobraban amenazas y no faltaban bofetadas, palos y puñaladas, no sólo a la gente común sino también a los notables. Entonces les parecía a los indígenas que aquella gente no había nacido sino para comer y matar, que en su tierra no debían tener con qué mantenerse y que por salvar las vidas se habían venido a socorrerse en estas tierras.

“Lo segundo con que le mostraron los cristianos a los indígenas quiénes eran ellos, fue empezar a quitarles las niñas y las mujeres por la fuerza, sin tener respeto ni consideración a persona, ni a dignidad, ni a estado, ni a vínculo de matrimonio. Las miraban con ojos de salvajes. Tomábanles también a los hijos y a los maridos para violarlos y luego como sirvientes, y a todas las personas que querían, las tenían siempre consigo.

“Al poco tiempo la tierra estaba alborotada, espantada y puesta en horror y odio por las violencias y vejaciones que habían recibido de los cristianos, hasta que una tarde vino un mensajero de la fortaleza de Santo Tomás diciendo que los indios de la tierra huían y abandonaban sus pueblos y que un señor que se llamaba Caonabo se alistaba para venir sobre la fortaleza y atacar a los cristianos.

“Entonces el Almirante mandó gente al mando de un criminal llamado Alonso de Ojeda para que anduviera por la tierra y allanara con su banda, mostrando las fuerzas y poder de los cristianos, para que los indígenas temieran y comenzaran a aprender a obedecer.

“Ojeda salió con los cuatrocientos hombres sanos que quedaban y cerca al río de Oro prendió al cacique y señor del pueblo y a un hermano y a un sobrino suyo, y presos y encadenados se los envió al Almirante a La Isabela. Pero además, a un indígena, vasallo del dicho cacique y señor, luego de violarlo, como a todos, le mandó cortar las orejas en presencia de su gente.

“Había otro pueblo del lado opuesto del río y el cacique y señor de aquel vio que llevaban presos a aquel señor, a su vecino, y a su hermano y a su sobrino, se quiso ir con ellos a rogarle al Almirante que no les hiciera mal, confiando en que atendería sus ruegos, pues cuando el Almirante pasó por aquí, el cacique le había dado de comer, de beber. Y además, hizo buenas obras con él.

“Pero llegados los presos a La Isabela y él con ellos, el Almirante ordenó que los llevaran a la plaza y les cortaran las cabezas. Pero el vecino con muchas lágrimas rogaba al Almirante que no los decapitara, prometiendo por señas que nunca más lo harían.

“Después, el Almirante decidió hacerle la guerra al cacique Guatiguaná porque decía que aquel había mandado matar a diez cristianos. Los cristianos hicieron una matanza cruel en su tribu y él huyó. Pero tomaron mucha gente viva, de la cual el Almirante envió a vender a Castilla más de quinientos seres.

Para la guerra a Guatiguaná, Colón escogió a doscientos expresidiarios del reino, la mayoría de a pie y veinte de a caballo, armados con ballestas, espingardas, lanzas, espadas, “y otra más terrible y espantable arma para con los indios después de los caballos: veinte perros o mastines de presa que soltándolos y diciéndoles ‘tómalo’, cada uno hacía pedazos a cien indígenas en una hora.

“Teniendo pues a la gente lista y todo lo necesario para el asalto, el Almirante llevó consigo a su hermano el Adelantado, don Bartolomé Colón, y salieron de La Isabela y a dos jornadas pequeñas, que son diez leguas, entró a la Vega donde se había juntado mucha gente. Calcularon que habría más de cien mil seres.

“Al llegar dieron en ellos por dos partes y soltando las ballestas y escopetas y los perros bravísimos y el impetuoso poder de los caballos, ellos con sus lanzas y los peones con sus arcos, los asesinaron como si fueran una bandada de aves. Hicieron tanto estrago en ellos como el que podían hacer en un hato de ovejas acorraladas en su aprisco.

“Fue grande la multitud de gentes que los de a caballo alancearon, y los que hicieron pedazos los de los perros y las espadas. Y a todos los que se les antojó cazar vivos, que fue gran multitud, los condenaron como esclavos”.

Confiesa Hernando Colón, hijo de Cristóbal, que los cristianos asaltaban y saqueaban los poblados y tomaban a los niños y a las mujeres y cometían mil atropellos y excesos con los indígenas, “que no veían juez que remediara aquello, ni ley natural, ni derecho de las gentes, sino la defensa que hicieran a sí mismos (cuanto más que esta era defensa natural que aún se concede a las bestias y a las piedras insensibles).

“¿Cómo pudo el Almirante hacer este castigo en ellos?”

“Luego mandó al expresidiario Alonso de Ojeda a capturar al cacique Caonabo:

“El Almirante lo hizo apresar en su propia casa, con hierros y cadenas, cuidándose de que quedara a la entrada donde todos lo vieran, y allí estuvo todo un año, hasta que el Almirante tomó la decisión de llevarlo a Castilla y con él a cuantos esclavos cupieran en los navíos”.

Para eso mandó a ochenta cristianos al Cibao (República Dominicana), y a otras provincias, “a que agarraran por la fuerza a cuantos pudieran. Aquéllos trajeron seiscientos indígenas con mujeres e hijas e hijos pequeños luego de violarlos.

“La noche que llegaron a La Isabela aquellos mártires, estando ya embarcado y encadenado el rey Caonabo en un navío de los que iban a zarpar, para mostrar la injusticia de su prisión y la de todos aquellos inocentes, Dios desencadenó una gran tempestad, que los indígenas llaman en su lengua, hurakán.

“Así, todos los navíos que estaban allí con la gente que había en ellos y el rey Caonabo cargado de hierros, se ahogaron y hubieron de perecer; no supe si habían embarcado aquella noche a los seiscientos indios esclavos con sus pequeñas hijas, hijos y mujeres”.

Continúa fray Bartolomé contando cómo anduvo el Almirante por gran parte de la isla, “haciendo guerra cruel a todos los reyes y pueblos —que él pensaba no le iban a obedecer—, durante nueve o diez meses, como él mismo dice en cartas diversas que escribió a los Reyes Católicos y a otras personas.

“En esos días o meses, se hicieron grandísimos estragos y matanzas de gentes y despoblación de pueblos, en especial en el reino de Caonabo, por ser sus hermanos tan valientes y porque los indígenas probaron todas sus fuerzas para ver si podían echar de sus tierras a gente tan nociva y cruel y que sin causa ni razón alguna y sin haberles ofendido, los despojaban de sus reinos y tierras y libertad de sus mujeres e hijos y de sus vidas y de su ser natural.

“Pero como cada día se veían morir tan cruel e inhumanamente, alcanzados por los caballos y alanceados tantos en un momento, hechos pedazos con las espadas, cortados por la mitad, comidos y desgarrados por los perros, quemados vivos muchos de ellos, y veían padecer todas las formas de exquisita inmisericordia e impiedad, acordaron muchas provincias, mayormente las que estaban en la Vega Real donde reinaba Guarionex y la llamada Maguana donde reinaba Caonabo, digo, acordaron sufrir su infeliz suerte, poniéndose en manos de sus enemigos para que hicieran ellos lo que quisieran, con tal de que no los extirparan del todo.

“Así quedaron muchas gentes refugiadas en los montes y lugares adonde los cristianos no habían tenido tiempo de llegar a doblegarlas. De esta manera, como el descubridor mismo escribió a los reyes, ‘allanada con fuerza y con maña la gente de esta isla, que es mucha, logré la obediencia de todos los pueblos en nombre de Sus Altezas’”.

Como virrey y triunfador de esta “guerra”, el Almirante dispuso entonces que los indios pagaran tributos. Deberían pagarlos los reyes y caciques con lo que había en la tierra que cada uno poseía.

Así, Hernando Colón se atreve a revelar que “en el espacio de un año que el Almirante recorrió la isla sin tener que desenvainar la espada, la puso en tal obediencia y quietud que todos prometieron tributo a los Reyes Católicos cada tres meses, a saber:

“De los que habitan en Cibao donde estaban las minas de oro, pagaría toda persona mayor de catorce años un cascabel grande lleno de oro en polvo. Todos los demás veinticinco libras de algodón cada uno.

“Y para saber quién debía pagar ese tributo se mandó hacer una placa de latón o de cobre que se daba a cada uno en el momento de la paga para que la llevara al cuello y a quien fuera encontrado sin ella se le castigaba”.

Fray Bartolomé de Las Casas explica que “los indígenas no tenían experiencia ni artificio alguno para tomar el oro en los ríos y tierras donde lo había, porque no cogían ni tenían en su poder más de lo que encontraban en las riberas de los arroyos, mezclando agua con las manos juntas. Y esto era muy poco: como unas hojitas o granitos menudos, y granos más grandes que topaban una vez que otra.

“Viendo los indios crecer cada día su tragedia y que los cristianos hacían fortalezas o casas de tapias y otras edificaciones, y que los navíos ya estaban carcomidos y perdidos —lo que indicaba que iban a quedarse—, cayeron en una tristeza profunda y lo único que preguntaban era si pensaban volverse para su tierra algún día. En ese momento, ellos consideraban que no tenían ninguna esperanza de libertad, ni solución a su calvario.

“Y como ya habían experimentado que los cristianos eran tan grandes comedores, y violadores de niños, hombres, niñas... y mujeres, que sólo habían venido de sus tierras a hacer el mal, y que ninguno de ellos quería cavar o trabajar con sus manos en la tierra y que muchos estaban enfermos y que les faltaban los bastimentos de Castilla, varios pueblos acordaron hacer un ardid para que murieran o se fueran.

“El ardid era no sembrar ni hacer labranzas para que no se cogiese fruto alguno de la tierra, mientras ellos huían a los montes donde además había frutos y también animales silvestres de buenas carnes.

“Pero el ardid no dio resultado porque, aunque los cristianos padecieron grandes hambres, ni se fueron ni se murieron todos.

“Es cierto que algunos morían por hambre y enfermedades, pero toda la miseria y calamidad cayó sobre los mismos indígenas, porque como andaban tan corridos y perseguidos con sus mujeres e hijos a cuestas, cansados, molidos, hambrientos, no dándoles tiempo para cazar o pescar o buscar su pobre comida, y por las humedades de los montes y de los ríos donde siempre andaban huidos y se escondían, vino sobre ellos tanta enfermedad traída por los cristianos y tal miseria, que murieron infinita cantidad de padres, madres e hijos.

“Así, por las matanzas y por las hambres y enfermedades y de las fatigas y opresiones y sobre todo mucho dolor intrínseco, angustia y tristeza, en sólo dos años no quedaron de las multitudes que había en esta isla sino la tercera parte de todas ellas”.

La barbarie del invasor no tenía límites. Un delincuente conocido como Álvar Núñez Cabeza de Vaca, hizo fabricar hierros para marcar a centenares de indígenas que había condenado a la esclavitud.

Así, un perfil de la hazaña española parece haber sido resumido por un tal Montalvo en 1576 cuando escribió: “La mayor parte de quienes han irrumpido en el Nuevo Continente son la escoria de España”.

A partir de la llegada de Colón vino a América una legión de Cronistas de Indias.

La mayoría comienza por describir las condiciones en que se navegaba de Europa a América y viceversa:

En lo que llamaron “la carrera de Indias” —dicen— “la vida a bordo de los buques era una agonía lenta. Parte de la comida comenzaba a podrirse pocas semanas después de zarpar. Luego le ocurría lo mismo al agua. Más tarde se avinagraba el vino, y como las carnes iban bien saladas, producían una sed abrasadora, pero había que tasar el agua, ‘un líquido negro y espeso que, para poderlo beber, era necesario taparse primero las narices’”.

Según sus relatos, los buques eran malolientes como aquellos españoles, que aun mucho tiempo después de haber llegado eran reacios a asear sus propios cuerpos en arroyos y lagos de aguas tibias y cristalinas que se encontraban a cada paso.

Eran barcos pegajosos de la cubierta hacia arriba y hacia abajo. Y resbalosos por la suciedad, pues desde el momento de zarpar comenzaba el balanceo y por tanto el mareo: vómitos, mal de estómago, agonía general de una gente hacinada en la cubierta y en parte de las bodegas, pues como se trataba de naves de carga, no poseían camarotes, ni sanitarios, ni lavabos para las simples manos, ni sombra diferente de la que proyectaban aquellas velas amarillentas y sucias de salitre.

Para defecar había dos caminos: ir a la letrina de proa, una tabla agujereada sin nada que la aislara, y agacharse a la vista de todos, o colgarse de la jarcia, aflojarse los calzones y empezar a hacerle reverencias al cielo.

El viaje duraba de dos a tres meses.

De acuerdo con los relatos de la época e investigaciones realizadas por historiadores como José Luis Martínez o el profesor José María Martínez Hidalgo, “el olor de los corrales del ganado, la estrechez del barco, las emanaciones fétidas de la sentina (una especie de cañería en el fondo del casco, hasta la cual van las aguas negras o las que penetran de la mar), de por sí malolientes, y del hedor de los pasajeros, hacían que los buques fueran focos de infección y de enfermedades para las cuales no había curación oportuna”.

Aquellos barcos tenían corrales donde llevaban reses, cerdos y corderos para sacrificar y disponer de alguna carne fresca, y caballos y perros de presa para descuartizar indígenas, además de buena cantidad de gallinas que aleteaban en cuanto rincón las colocaban sus dueños, pues eran parte del fiambre personal.

Por la estrechez de las naves, el pasajero estorbaba en cualquier parte y no contaba siquiera con un tablón propio para su descanso. Los únicos que merecían alguna consideración eran aquellos que les daban grandes propinas a los marineros.

En la cubierta de cada buque, atestada de personas mareadas, molidas, las gentes muchas veces no se atrevían a defecar en las letrinas porque sabían que si desamparaban su equipaje, se lo robaban.

La sed y el hambre eran grandes compañeras, “al lado de los infinitos piojos que comen a los hombres vivos, ratas, chinches, pulgas y cucarachas que, un mes después de zarpar, no escapaban a las ollas.

“Los oficiales fomentaban la ceba de ratas con la harina del consumo, pues resultaban un plato mejor y más alimenticio. En esos casos, el capitán cobraba por permitirles a unos pocos la cacería y venta de ratas y ratones de buen tamaño, que asados a la brasa o en sopas y mazamorras, les parecían una maravilla. Estupendo negocio a bordo.

“Desde luego, la plaga se mascaba, se comía, se atarugaba todo cuanto dejaran las gentes al descuido y, además, las atacaban durante el sueño, y por supuesto, eran frecuentes las orejas, dedos y pies roídos durante el viaje”.

Una historia impar es el descubrimiento de mineral de plata en el cerro rico de Potosí en Bolivia. En 1545 ese fue el primer hallazgo en el Nuevo Mundo, trece años antes que el de Zacatecas en México, ocurrido en 1558.

Pero allí, lo cierto es que a medida que progresaba la explotación de los yacimientos fueron ahondándose las galerías y se hizo necesaria una mayor cantidad de indígenas para realizar la extracción.

A la vez, el trabajo se hacía más penoso. Las violentas diferencias de temperatura, extrañas al físico de los indígenas, las filtraciones de agua, el enrarecimiento del aire por la ausencia de ventilación agravado por el polvo que se levantaba al romper las entrañas del cerro, la fatiga de subir por precarias escaleras cincuenta libras de mineral colgadas al cuello dentro de bolsas y la cada vez más distante superficie, fueron las principales causas de la extinción de la raza.

En la Memoria de Juan González de Acevedo se dice que en los distritos del Perú donde se obligaba a los indígenas a trabajar en las minas, su número se había reducido a la mitad y otras veces a la tercera parte de los que vivían en 1581.

El antropólogo austriaco Fritz Trupp señala en su libro Los últimos indígenas de América del Sur, cómo los nativos estaban en más de un sentido en desventaja frente a los europeos: en términos generales, se trataba de poblaciones pacíficas. No tenían sed de oro ni de riquezas. No tenían pólvora, caballos ni artillería:

“Se ha calculado que la población autóctona de Sudamérica ascendía a unos cincuenta millones de habitantes antes de la llegada del hombre blanco. Sin embargo, en el curso de cien años su número descendió en cerca de un noventa por ciento debido a la violencia, a las enfermedades traídas por los extranjeros, a la esclavitud y a los trabajos forzados en las minas y en las plantaciones de caña de azúcar”.

Esto significa, según Trupp, un exterminio de cuarenta y cinco millones de seres.

Otros autores que se refieren a la población de lo que dieron en llamar la América española en general, afirman: “Se calcula que el noventa y cinco por ciento de los pobladores indígenas de América perecieron en los primeros cien años después de la llegada de Cristóbal Colón, reduciéndose de unos cien millones a solo tres”.

Esa extinción de la raza indígena explica en parte una bula de Su Santidad Inocencio VII que reservaba el África para Portugal y le permitía a los lusitanos afirmar su preeminencia en la trata de esclavos.

Esta fue una parte de las reparticiones del mundo amparadas por la Iglesia.

Las primeras versiones del tráfico de esclavos africanos datan de 1510. Muerta la reina Isabel, el rey Fernando insistió en el intento de aclimatar al negro a las tierras americanas y ordenar a la Casa de Contratación de Sevilla el envió de una partida de cincuenta esclavos, adquiridos en la “Casa Dos Escravos de Lisboa que explotaba el monopolio real en las minas de oro de Haití”.

De acuerdo con diferentes historiadores de la época, “la adquisición de esclavos traídos del África obedeció a la necesidad de adquirir mano de obra, ante la extinción de la raza indígena, por causa de la matanza y el exterminio impuestos por el invasor venido de Europa”.

El resultado debió ser alentador sobre todo tratándose de oro a los ojos de un rey codicioso, pues al año siguiente teniendo en cuenta que “cada uno de ellos trabaja más que los indios” se reiteró la orden de traficar con seres humanos, pero ahora por una cantidad mucho mayor y se exigió que en un principio fueran naturales de Guinea.

En esa época la economía de España se robusteció por los contratos acordados con flamencos para la venta de cuatro mil negros en América y los tenedores los vendieron a genoveses.

Los sitios de carga de los esclavos en África eran Cabo Verde, Guinea y Angola. Venían para Cartagena, Veracruz y Portobelo.

En una segunda etapa, el tráfico de negros fue para España “un monopolio real” cuya actividad se delegaba a traficantes que pagaban a la Corona como regalías un tanto por cada “pieza” introducida.

Desde luego, la Corona no entregaba materialmente esclavos propios ni obtenidos en el mercado africano sino “simples permisos de importación”.

Algo más de veinte millones de esclavos tuvieron entrada a este continente, y de estos, tres millones y medio a lo que llamaron América Española.

Cuatro meses después de haber ascendido al trono, Su Majestad Felipe V también firmaba la constitución de una sociedad para explotar el tráfico de seres humanos de raza negra.

Los presagios

Años antes del primer desembarco los indígenas sabían que algo iba a suceder, pero nunca llegaron a calcular la dimensión de lo que realmente ocurriría.

América lo presintió. Sintió miedo y se quedó esperando con terror, con impotencia.

López de Gómara dice que en Haití el cacique Guarionex le contó a Colón cómo muchos años antes de que él desembarcara, su padre le consultó al dios de estas tierras, qué sucedería después de sus días, y él respondió:

“Vendrán a la isla unos hombres de barbas largas y vestidos todo el cuerpo, con un olor fétido, y harán correr como ríos la sangre de sus hijos, o los llevarán cautivos. En recuerdo de tan espantosa respuesta, los indios compusieron un cantar que llamaban Areito y lo cantaban en las fiestas tristes y llorosas”.

Diez años antes del amanecer de aquel día de octubre de 1492, los indígenas de México empezaron a ver cosas, a escuchar voces y llantos que llamaron “presagios funestos”. Algo iba a ocurrir en el imperio de Moctezuma, pero no pudieron establecer a ciencia cierta qué era.

Entonces comenzaron a registrar cada presagio, y más tarde su visión de la tragedia mediante dibujos y documentos esculpidos en las rocas que con posterioridad revelaron principalmente a fray Bernardino de Sahagún. Él realizó un primer registro de la existencia de códigos y testimonios genuinos en tal sentido.

Finalmente, todo fue recopilado por el maestro Miguel León-Portilla y publicado en el libro Visión de los vencidos:

“Primer presagio funesto. Diez años antes de la invasión, primero se mostró un funesto presagio en el cielo. Una como espiga de fuego, una como llama de fuego, una como aurora se mostraba como si estuviera goteando, como si estuviera punzando el cielo...

“Sexto presagio funesto. Muchas veces se escuchaba: una mujer lloraba, iba gritando por la noche. Andaba dando grandes gritos:

“—Hijitos míos, ¡debemos irnos lejos!

Otras veces decía:

“—Hijitos, ¿adónde os llevaré?”

Como está citado, además de las matanzas de seres realizadas por jaurías de mastines salvajes y de todos los tipos de atrocidades que llegaron a partir del primer desembarco de Colón, y de las enfermedades que venían a bordo de los buques españoles y portugueses, fueron diezmadas poblaciones enteras de seres americanos.

Fray Toribio de Benavente enumera diez plagas a las cuales atribuye el exterminio de indígenas, comenzando por la viruela llegada del África en las naves de los traficantes portugueses, que en su primera ola terminó con la mitad de los naturales de lo que llamaron el virreinato de la Nueva España que abarcaba gran parte de la América del Norte.

El inquisidor Tomás de Torquemada, confesor de Isabel la Católica, en el primer tomo de la Monarquía Indiana igualmente se refiere a las epidemias como causa de la despoblación del Perú.

La influenza, una enfermedad respiratoria contagiosa, documentada desde el año 412 antes de Cristo por Hipócrates, padre de la medicina, irrumpió en América con los primeros desembarcos de delincuentes. Más tarde fue conocida como Gripe española.

Darcy Ribeiro en su libro Las Américas y la civilización, registra cómo en el Brasil los indígenas paulistas fueron reducidos a la mitad por aquella gripe epidémica que contagió las aldeas en los años siguientes al contacto con los invasores, y cita a Luis Bueno Horta Barbosa según el cual “solo la influenza o gripe que ellos no conocían antes, mató a más de la mitad de los niños, mujeres y hombres de extensas poblaciones. Algunos grupos fueron aniquilados en pocos días”.

Pero además, el sarampión llegado con aquellos fue la dolencia responsable del mayor número de muertes en nuestro continente.

La viruela y la varicela exterminaron a tribus enteras.

Con ellas, al parecer surgieron casos de blenorragia cuyas proporciones, desde luego no registraron los invasores a través de sus crónicas y relatos, pero se ha establecido que en Europa, su aparición ya había sido identificada en 1216 y confirmada por una ley francesa dictada por Luis IX que buscaba “disimularla o contenerla”.

A esta herencia, según investigadores como Frederick Morgan, es necesario agregar la llegada de la sífilis, descubierta en Europa tres años después de Colón.

Sumada al señalamiento de “salvajes”, “antropófagos”, y “caníbales” como calificaban algunos Cronistas de Indias a nuestros indígenas —acaso para tratar de ocultar la ola de sangre y dolor en que fue sumida América durante más de dos siglos—, ellos sostuvieron inicialmente que la sífilis procedía de las tierras ocupadas.

Para completar el drama, sobre 1530, Su Majestad ordenó que las prostitutas fueran prendidas a lo largo y ancho de su reino y enviadas a América.

Luego se habló de lo mismo pero en el tono menor de “la esclavitud de la mujer blanca”.

El esclavo blanco varón, que los había en España sujetos a las leyes de “las partidas”, no fue enviado a América porque aquí sobraban los indígenas. En cambio la mujer blanca, según algunos cronistas, “fue necesaria en el Nuevo Continente para conservar el nivel de las costumbres, satisfacer sin abajamientos los deseos de procreación tradicionales y cubrir las tierras ocupadas con la raza española”.

Otra manera de vender la idea de la expatriación de rameras a América surgió luego en la Historia de la esclavitud de José Antonio Saco, según la cual, “el rey Fernando el Católico ordenó a los oficiales de la Casa de Contratación que enviasen a América ‘esclavas blancas cristianas’ que servirán mejor que las indias con quienes se podrán aparear los españoles”.

El abuso y el atropello de las mujeres americanas fue un capítulo especial en la invasión.

Entre 1555 y 1559 un expresidiario conocido como Nufrio de Chávez hizo una expedición con resultado nulo y ante su amargura, para resarcirse, terminó por asaltar varios poblados indígenas y secuestrar a trescientas mujeres.

El fraile Alonso Angulo escribía en 1545:

“Entre nosotros hay algunos que tienen a veinte, y a treinta, y a cuarenta y hasta sesenta indias y así las usan como si fueran mujeres propias”.

Por su parte Francisco González Paniagua le escribe al Rey: “El cristiano que está contento con cuatro indias es porque no puede haber ocho. Y el que con ocho, porque no puede encerrar a dieciséis, y así hacia arriba. Y que de dos y de tres, si no es alguien muy pobre, no hay quien baje de cinco y de seis. La mayor parte de ellas, de quince y de veinte años… O de treinta o de cuarenta.”

“A la vista de tantas posibilidades de fornicación no es de extrañar que muy pronto, no obstante el aborto y la subida de la tasa de mortalidad infantil, en las comunidades primitivas proliferen los mestizos”.

Está llegando a su fin la incursión de Colón. Él y doscientos veinte españoles harapientos y flacos, muy poco oro, nada de plata, nada de perlas, tal cual pluma, habían raptado a treinta indígenas para venderlos luego en Castilla y poderse echar algún dinero a la bolsa.

La despedida de América fue entonces una misa solemne en la cual se encomendaron a Nuestro Amo, y luego se acomodaron en sus embarcaciones y dieron velas al viento.

“Pero, ¡ah olvido! Faltaba pan a bordo y tenía que surgir en la isla de Guadalupe. Allí desembarcó un grupo armado con espingardas para hacerse respetar a balazos de los indígenas, mientras el Almirante ordenaba disparar las lombardas de sus naves como apoyo a los valientes.

“El parte de batalla fue sin novedad por el lado de las filas españolas que entraron destruyendo y asolando cuanto hallaban. Vieron guacamayas coloradas, aves gigantescas, y se comieron cuantas lograron cazar, y una vez apaciguada la isla en nombre de Nuestro Señor Sacramentado, el Almirante puso a los indígenas a hacer pan de cazabe.

“Él y su gente permanecieron allí nueve días meditando, comiendo y durmiendo y al final aquel mandó cuarenta hombres a cazar más esclavos para mejorar sus ingresos, pero sólo le trajeron diez mujeres y tres mancebos.

“De todas ellas, sus hombres se ensañaron en una que corrió como un gamo y estuvo a punto de aplastarle la nuca al que logró prenderla, si los demás no hubieran acudido en su ayuda. Era una mujer joven y hermosa.

“Aquella noche retornaron a la cabeza de Colón los sueños turbios y cargados de pecado, el ángel y las guerreras de Matininó, una fiebre que lo abrasaba, una humedad que lo atormentaba. Estaba inquieto, nervioso. Entonces abandonó su camarote antes del sol salido y ordenó liberarlas a todas menos a la señora principal, la de la paliza, y a su hija, a quienes luego de violar se llevó para Castilla siguiendo un designio celestial. Ahora escuchaba a un ángel. Pero esta vez no era el del metal, sino el de la lujuria”.

Con aquel tono, el Almirante nuevamente puso rumbo a sus naves.

Diario de a bordo: “Ahora navegamos guiados por Vega, la más rutilante de la constelación Lira, y por Antares, la que más brilla. Esa es el Alfa de Escorpión”.

Pero no solo los invasores conocían el firmamento.

Martín von Hildebrand encontró que los indios tanimukas de la Amazonia colombiana conocieron a Escorpión miles de años antes de la invasión y lo llamaron Añafakiaka, una boa (serpiente mansa y gigantesca), dueña de la comida cultivada y madre de Enáwari, el padre de Venus.

Gari Urton estableció que en Cuzco los indios del Pacariqtambo, también desde el comienzo de los siglos aprendieron a guardar las cosechas con dos cruces. Una de ellas, la Gran Cruz que está formada por las cinco estrellas de la cabeza de Escorpión, y la pequeña, que luego los invasores llamaron Cruz del Sur.

De acuerdo con Álvaro Baquero, Vega es a su vez una estrella milenaria conocida de los indios sikuani del alto Vichada, en Colombia.

Para ellos, Vega es la hermana menor de Tsamani, una mujer que lanzó una flecha al cielo y logró clavarla allí. Después envió otra que se incrustó sobre la primera y otra más y otra más, hasta formar un camino que luego recorrieron ella y varias jóvenes transformadas en comejenes (pequeños gusanos que se crían en el tronco de los árboles, y una vez reunidas en el firmamento, formaron Lira, esa constelación del hemisferio boreal que representa aquel instrumento que —según los latinos—fue inventado por Hermes y ofrecido a su hermano Apolo, quien a su vez lo entregó a su hijo Orfeo, músico de los argonautas.

Vega es una de las estrellas más luminosas del cielo y cuando aparecía al amanecer les señalaba el comienzo del otoño a los romanos. En la Amazonia se hace visible durante junio y julio y anuncia la iniciación de las mayores lluvias.

(Américo: este mundo no es “Nuevo”, como tampoco lo fueron estos cielos).

Diario de a bordo en el buque Gloria de la Armada de Colombia: Falta poco para amanecer. Más allá de la jarcia y de las velas aferradas y húmedas por los vapores de la noche en el mar, arriba emerge un firmamento tenue que empieza a fugarse a través del techo de nubes.

Allí también flota una cosmología indígena, en la cual —según Elisabeth Reichel—“se trata de comprender la relación entre la vida y la muerte, lo masculino y lo femenino, la materia, la energía y el espíritu, y entre lo posible y lo imposible.

“En la cosmología de nuestros indígenas hay un constante discurso sobre la naturaleza, la cultura, la muerte y la reencarnación, mediante el reciclaje de la biomasa y las sucesiones espirituales y energéticas...”

Para la etnóloga, asomarse a estos temas es encontrar sistemas del saber muy sofisticados y elaborados que resultan ser lo menos “primitivos” o “mágicos”, como despectivamente se califica la ciencia del hombre americano.

Haití, tres años después del primer desembarco:

“Avanzaba la tarde cuando los españoles empezaron a salir a la playa por parejas, cada uno con cuatro y hasta seis indios asidos y atraillados con unos ramales de cuero retorcido que les anudaron en los cuellos y en la garganta de los tobillos para asegurarlos mejor, porque si no era así, al menor descuido partían corriendo como gamos y se llevaban las sogas y los rejos y no había poder humano que los atajara en su carrera.

“En el camino encontraron una maraña de plantas espinosas que llaman arañagatos, con las cuales estaba rodeada la aldea y era utilizada por los indígenas a propósito como baluarte o murallón contra el tigre y los animales de aquellos parajes, y gastaron no menos de medio día para poderla atravesar.

“Cuando llegaron los cristianos, los indígenas se encerraron en sus ranchos y, creyéndose muy seguros, colocaban en las entradas un par de cañas delgadas en forma de equis, lo cual significaba que no se debía pasar de allí. Una costumbre que ellos respetaban por la honradez de su condición y sana manera de ser.

“Sancho del Hoyo y un fulano de tal Riza, homicidas sacados de un presidio y cabecillas de aquella banda, contaron que una vez en el centro de la aldea se alistaron para la cacería de indígenas, haciendo hatajos de a cuatro guerreros con sus perros, y que uno a uno fueron prendiéndolos por los cabellos y arrastrándolos hasta hacer una pira en pleno bosque.

“Esa misma tarde los atraillaron y ataron a los árboles y a la mañana siguiente, antes del sol salido, remataron a los heridos allí mismo y deshicieron su camino por otras sendas que les señalaron los mismos indígenas.

“Al llegar al puerto nuevamente, metieron a los raptados en el navío, y una vez allí, seguros, volvieron algunos de los captores a tierra y guiando la barca por un estero que había cerca, se les acrecentó su buena suerte porque allí mismo vieron una muchedumbre de mujeres y de niños que venían detrás de los indígenas secuestrados, y a todos los lograron capturar.

“Ya cerca de la prima noche, empezaron los cristianos a celebrar la buena suerte, y el mismo Sancho y otros dos expresidiarios, Nuflo de Barros y un Cristóbal Drago dijeron que acomodaran en el navío las “piezas” que cupieran y que al resto, con algunos heridos que habían sobrado, se los echaran a los perros.

“Encendieron teas y un Manuel de Oyón, vecino de Triana, y un Domingo de Vera y un Francisco Bión, vecino de Sevilla, además de los ya nombrados y de otros cuantos, acordaron jugarse allí mismo el oro que habían logrado raparle a los indios hasta ese día.

“La suerte consistía en hacer corro y a medida que soltaban una india o un indio, grande o pequeño, iban soltando los perros y lebreles, sin orden ni concierto, y el que más indios despedazara, era el ganador. Esa noche descuartizaron a los que no habían cabido en el navío, salvo a algunas zagalas y zagaletas, y a uno que otro mancebo que lograron escapar, los violaron y después les dieron muerte a cuchilladas.

“Los cristianos debían ser veinte y los indígenas un par de centenares”.

Visión de los vencidos:

“Sus perros van por delante, los van precediendo; llevan sus narices en alto, llevan tendidas sus narices; van de carrera: les va cayendo la saliva... Aquellos traían animales fieros, de traílla, atados con cordeles de hierro, eran jaurías muy bravas que se comían a las gentes: les decían, perros lebreles y alanos...

“Sus perros son enormes, de orejas ondulantes y aplastadas, de grandes lenguas colgantes; tienen ojos que derraman fuego, están echando chispas: sus ojos son amarillos. De color intensamente amarillo.

“Sus panzas ahuecadas, alargadas y acanaladas.

“Son muy fuertes y robustos, no están quietos, andan jadeando, andan con la lengua colgando. Tienen manchas de color como los tigres”.

Antonello Gerbi:

“El primer ejemplo de uso bélico de perros, lo cual implica que los indígenas eran para ellos animales a quienes cazaban, se remonta a Colón y sus compañeros en el segundo viaje. Y grabada con fuego permanece la espantosa y alucinada imagen de los lebreles de otro delincuente, Hernán Cortés, tal como los vieron los indios de México”.

Por su parte, Gonzalo Fernández de Oviedo da detalles sobre “el sádico refinamiento con que Pedrarias Dávila mandó ‘aperrear’ a algunos indios que resolvió catalogar como delincuentes:

“Los desollaban y destripaban y comían de ellos lo que querían”.

También habla “de aquel diabólico lebrel, vengador y defensor de la fe católica y de la moral sexual, que había descuartizado a más de doscientos indios, ‘por idólatras’”.

Fray Bartolomé de Las Casas:

“Bastaban y sobraban unos cuantos españoles y muchos menos que éstos, para esclavizar y matar a centenares de indígenas, como al cabo los mataron, porque veinte o treinta caballos bastaban para hacerlos a todos pedazos, y más habiendo amaestrado a sus perros, porque con un perro que un español llevase consigo, iba tan seguro como si fueran con él cincuenta y cien cristianos.

“Aquí había que ver a la gente vil y a los azotados y desorejados en las prisiones de Castilla y desterrados para acá por homicidas, y que estaban para ser ajusticiados por sus delitos. Había que verlos cómo tenían a la gente de estas tierras, por vasallos y viles criados.

“En ese momento, los cristianos ya no querían andar a pie por camino alguno, y como no tenían mulas ni caballos, lo hacían a cuestas de los hombros de los desventurados, como en literas, metidos en hamacas. Quienes los llevaban iban reemplazándose. Con todo y eso, debían ir rápido.

“Junto a ellos andaban indígenas que les llevaban unas hojas grandes de árboles para hacerles sombra, y otros, alas de ánsar para hacerles aire. Y atrás la recua de indígenas cargados con cargas como para asnos. Yo vi a muchos con los hombros y las espaldas matadas como si fueran bestias.

“Luego llegaban allá los cristianos —en una cacería que llamaban montear—organizados en cuadrillas, y hallando a los indígenas pacíficos con sus mujeres e hijos, hacían crueles matanzas en hombres, mujeres, niños y viejos, sin piedad alguna, como si estuvieran desbarrigando corderos.

“Terminada la ‘contienda’, en una ocasión juntaron presos a unos seiscientos o setecientos hombres y los metieron en una casa y allí los atacaron a cuchillo; y mandó el capitán general, un facineroso conocido como Juan de Esquivel, que sacaran a todos aquellos muertos y los pusieran alrededor de la plaza del pueblo y que contaran cuántos eran: hallaron setecientos. De esta manera dejaron desierta aquella isla”.

Visión de los vencidos:

Por su parte, los indígenas estaban armados con arcos y flechas de caña con un colmillo en la punta y un haz de plumas para equilibrarlas... Y los pies: frente a los perros de presa y a los caballos con patas reforzadas de hierro por debajo, que echaban chispas al chocar contra las piedras y hacían harina los huesos cuando uno se dejaba alcanzar, contra eso sólo quedaban los pies. Por eso, para los españoles, los indios eran “un hato de cobardes que corren como liebres y huyen como las mujeres, dando la espalda y volteando cuando están frente al jinete”.

Según Monseñor de las Casas, no todos los indios eran unos cobardes tal como los describían los invasores cuando regresaban a su país:

Él escribió:

“Una mañana, dos de a caballo, personas con un pasado criminal sacados de un presidio de Sevilla, llamados Valdenebro y Pontevedra, vieron a un indio y le dijo el uno al otro: “Déjame ir a matarlo”.

“El español arremete con su caballo y lo empareja. El indio, tan pronto ve que lo alcanza, se vuelve hacia él (no sé si le tiró un flechazo).

“El Valdenebro lo asegura con la lanza y lo pasa de lado a lado. El indígena toma con las manos la lanza y aquel se la hunde más. El indígena se va agarrando y se va por ella hasta tomar las riendas en la mano. El del caballo saca la espada y se la mete por el cuerpo. El indígena le quita la espada de las manos, teniéndola sepultada en su cuerpo. El español saca el puñal y se lo mete en el cuerpo. El indígena se lo quita de las manos.

“Ya quedó el del caballo desarmado. Ve eso el otro desde donde estaba; bate las piernas al caballo, encuentra al indígena y lo clava con la lanza y hace luego lo mismo con la espada y con el puñal y el indígena hace lo mismo que la primera vez. Helos aquí a ambos desarmados y el indígena con seis armas dentro del cuerpo. Hasta que se apeó el uno y le sacó el puñal, dándole una coz y luego el indígena cayó muerto en el suelo”.

Cristóbal Colón a los Reyes Católicos:

“Son un pueblo de cobardes que huyen cuando ven a nuestros guerreros…”.

En la primera fase de este que llamaron en España “el encuentro de dos mundos”, acaso lo más destacado y admirable fue la devoción y religiosidad de los españoles. Por ejemplo, ellos acostumbraban a hacer una horca baja, de manera que las puntas de los pies del indígena llegaran al suelo para que no muriera, y una vez logrado aquello, cuenta fray Bartolomé que “colgaban allí a trece seres juntos en honor y reverencia de Cristo Nuestro Redentor y de sus doce apóstoles.

“Y así, colgados del cuello y vivos, los abrían por los pechos y les sacaban las entrañas. Después de desgarrarlos aún vivos, liaban al mártir con paja seca y le ponían fuego”.

Hubo españoles tan devotos como uno que el día de los Santos Inocentes “a dos criaturas, que serían hasta de dos años, les metió por la hoya de la garganta una daga y así degolladas las arrojó a las peñas”.

El día de la Candelaria, fiesta de gran pompa cristiana, no faltaban almas pías como la de un caballero a quien llama-ban Don Juan de Esquivel, cuya devoción por Nuestra Señora lo llevó a hacerle ofrendas como la que también relata el fray Bartolomé de Las Casas:

“Prendieron a tres caciques y Esquivel los mandó a quemar vivos. Para quemarlos hicieron ciertos lechos sobre cuatro horquetas y les pusieron unas varas a manera de parrilla y sobre ellas los caciques muy bien atados. Debajo hicieron fuego y comenzándose a quemar, daban gritos profundos, que de oírlos las bestias no lo hubieran tolerado. Esquivel estaba en un aposento apartado desde donde escuchaba sus dolorosos gemidos y gritos lamentables y como dijo que no lo dejaban reposar, ordenó que los ahogaran. Pero el verdugo de aquel acto les hizo meter palos en las bocas para que no gritaran y Esquivel no escuchara sus gemidos. Todo esto yo lo vi con mis ojos”.

En aquel “encuentro de dos mundos”, los indígenas perdieron su dignidad, vieron desaparecer de la noche a la mañana el respeto que se practicaba por el ser humano en estas tierras y la solidaridad que se tenía como prioridad frente al semejante.

Es que eso era algo que caracterizaba a la gran mayoría de los pobladores de América y el invasor fue el primero en comprobarlo desde el momento del desembarco de Colón, cuando esa gente desnuda les abrió las puertas de su mundo, llegó hasta la borda de sus buques pestilentes con ofrendas de comida y agua fresca, porque advirtió que venían devorados por la sed y el hambre, y lloró y compartió con ellos la tragedia cuando los veían enfermar de fiebres tropicales.

Frente a ellos, el ser que pisaba por primera vez estas playas:

“En la Europa de aquellos tiempos —dice Irving A. Leonard—, crueldad, intolerancia e inmisericordia eran características de la vida social, religiosa y económica de todo el continente. Para un invasor, obrar compasivamente con respecto al vencido equivalía a un signo de debilidad”.

Pero lo cierto es que aquí, ni la tierra, ni el agua, ni los bosques, ni las minas pertenecían a un solo dueño y todos tenían derecho a todo. Eran seres libres. Infinitamente libres.

Américo Vespucio:

“No tienen entre ellos bienes propios porque todo es común; no tienen límite de reinos ni de provincias; no tienen rey ni obedecen a nadie: cada uno es señor de sí mismo y viven en entera libertad. No administran la justicia, la que no les es necesaria, porque no reinan en ellos la codicia ni la maldad”.

Para los indígenas el oro no poseía ningún valor, pues, sin la presencia del problema económico, como se dice hoy, medían la vida por cosas del seso y del espíritu.

No obstante, según quienes invadieron sus tierras, aquellos eran simplemente “pecadores y salvajes que viven desnudos, sin demostrar vergüenza por sus cuerpos”.

De todas maneras, en el “encuentro” los indígenas americanos se ganaron la clasificación que les dio el español:

Para fray Pedro Simón, se trata de “Asnos... perezosos. De ordinario están echados y se levantarían menos de lo que se levantan, si la necesidad de la comida o fuerza de los cristianos, a quienes sirven, no los apurara a forzarse y a levantarse. Porque como la tierra es tan fértil y abundante que con poco trabajo les da lo que necesitan para sus pobres comidillas, como los burros, gastan casi todo el tiempo en estar echados con ociosidad, y así son muy perezosos. Propiedad que también tiene el asno, de manera que es necesario, cuando los ponen al trabajo, darles tareas o traerlos siempre a la vista, porque de otra suerte nunca hacen nada de provecho”.

Las palabras de este monje catalogado como santo por sus camaradas, dan la medida del pensamiento de los cristianos que ocuparon estas tierras.

Según él, “como en los principios no había caballos, mulas ni otros jumentos con qué trajinar las mercancías, frutos de la tierra y otras cosas de una parte a otra, los indios servían de bestias, cargando todo lo que era menester sobre sus hombros. Y fue hecho esto con tanto exceso en toda la tierra que se iba conquistando, que enviaban los conquistadores recuas de cien y doscientos indios, más de setenta y ochenta leguas, para que subieran en sus hombros todo lo que se traía de Castilla, como eran botijas de vino, que cada uno cargaba la suya que pesa más de dos arrobas, hierro, fardos y otras cargas. Que no fue pequeña su destrucción por las muertes que se siguieron de muchos, por los intolerables trabajos de las cargas, en asperísimos, pantanosos y malsanos caminos.

“Pero el indio debía estar concebido desde antes para poner su hombro en el trabajo, porque tarde o temprano iban a venir cristianos a sus tierras, que conociendo la grandeza y riqueza de ellas, les tenían que hacer la guerra, sujetarlos y cargarlos. Y por eso ya tenían listos sus hombros al peso de la carga. Al fin, que su naturaleza era de asnos, y como tales, les esperaba la carga.

“El burro es animal olvidadizo y en eso también se le parecen los indios, pues son tan olvidadizos en cosas de virtud y doctrina cristiana que apenas han salido de la mano del sacerdote que los adoctrina, cuando dejan olvidar todo cuanto con mil trabajos les había procurado enseñar...

“En el tiempo que había fundición, les daban licencia para que se fueran a sus pueblos, los que los tenían a dos y a tres y a cuatro jornadas. Se puede juzgar cuáles llegarían tan lejos y qué descanso podían hallar en sus casas, habiendo estado ocho meses fuera de ellas, dejando a sus mujeres e hijos desamparados, si era que no se las habían llevado también a los trabajos.

“En esos casos, tornaban juntos, marido y mujer, a llorar su vida desventurada. ¿Qué refrigerio hallarían al encontrar sus haciendas abandonadas y llenas de hierba? Los que habían venido de cuarenta y cincuenta y ochenta leguas, de cien sólo diez tornaban a sus casas y el resto permanecía en las minas y en otros trabajos hasta que morían.

“Personas había en la isla de Cuba que por avaricia no daban de comer a los indios que les hacían las labranzas y los enviaban dos o tres días a pacer al campo y a los montes, frutas de los árboles y con lo que traían en los vientres, los hacían trabajar otros dos o tres días sin comer otro bocado.

“Así, les quitaron totalmente su libertad, pues los pusieron en la más áspera y fiera y horrible servidumbre y cautiverio que ninguno podría entender si no la viera por sus ojos, no siendo, en adelante, libres para nada en la vida.

“Cuando algunas veces los dejaban ir a sus tierras a descansar, no hallaban vivas a sus mujeres, ni hijos, ni hacienda alguna para comer, porque no se las dejaban labrar. Y así no tenían otro remedio sino buscar raíces o hierbas del monte y del campo y luego morir allí.

“Si enfermaban, que era frecuentísimo en ellos, por los muchos y graves y no acostumbrados trabajos y sin alguna misericordia los llamaban perros y que estaban haciendo de haraganes para no trabajar; y con estos ultrajes no faltaban coces y palos.

“Y los españoles, tan pronto veían crecer el mal o enfermedad y que no se podían ya aprovechar de ellos, les daban licencia para que se fueran a sus tierras, veinte y treinta y cincuenta y ochenta leguas distantes, y les daban para el camino algunas raíces de ají y algún cazabe.

“Los tristes se iban y en el primer arroyo caían y allí morían. Otros llegaban más adelante y, finalmente muy pocos de muchos, llegaban a sus tierras.

“Yo encontré algunos muertos por los caminos, y otros debajo de los árboles boqueando, y otros dando gemidos con el dolor de la muerte, y como podían, diciendo, ‘hambre, hambre, hambre’.

“De aquí pasó este castigo a la isla de San Juan y a la de Jamaica y después a la de Cuba y después a la tierra firme y esto cundió y contagió y asoló todo este orbe”.

Como la venta de seres humanos era un estupendo negocio para los católicos pero había prohibiciones impuestas por el rey de España, estos resolvieron argumentar —basándose en costumbres establecidas en su tierra hasta el momento— que en las guerras contra infieles, justamente los homosexuales o quienes comían carne humana podían ser legalmente reducidos a la esclavitud en nombre de la fe.

Basándose en las ideas de Su Majestad, el monje dominico fray Tomás Ortiz se dedicó a divulgar el pensamiento de sus amigos misioneros:

“Los indios comen carne humana más que generación alguna. Andan desnudos, no tienen amor ni vergüenza”.

Desde luego él sabía que fray Pedro Simón, aquel monje pederasta, dijo que había descubierto cerca de Cartagena de Indias a una tribu de gigantes “que a lo mejor son homosexuales”.

Según él, “allí se encontraron huesos de gente que tenía el tamaño de tres cuerpos de los de hombres ordinarios y alguien me dijo que sus costumbres eran ruines porque cometían el ‘pecado nefando’, al cual se entregaban con tanta bestialidad unos con otros, que aborrecían de muerte a las mujeres, con las cuales se juntaban para traer hijos al mundo y que cuando nacían hembras las ahogaban en las manos de la comadrona. Por eso un buen día Dios los castigó arrojándoles una tempestad de rayos tal, que murió carbonizado hasta el último de ellos”.

Pero fray Tomás Ortiz quien también vino a América a divulgar el amor de Cristo, repetía con los antiguos habitantes de los presidios, que “los indígenas son como asnos, abobados, alocados e insensatos; no piensan nunca matarse o matar; no dicen la verdad sino es en su provecho; son inconstantes; no saben qué cosa sea consejo; son ingratos y amigos de novedades; se precian de borrachos y tienen vino de diversas frutas, raíces y granos.

“También se emborrachan con humo y con ciertas hierbas que los sacan de su juicio; son bestiales en los vicios; ninguna obediencia y cortesía tienen mozos a viejos, ni hijos a padres; son traidores, crueles y vengativos, pecadores enemigos de la religión, haraganes, ladrones, mentirosos y de juicios bajos y apocados. No guardan fe ni orden, ni lealtad maridos a mujeres, ni mujeres a maridos. Son hechiceros, agoreros y brujos; son cobardes como liebres, sucios como perros; comen piojos, arañas y gusanos crudos donde los hallan. No tienen arte ni maña de hombres y cuando se olvidan de las cosas de la fe, dicen que eso es para Castilla y no para ellos y que no tienen ganas de mudar de costumbres ni de dioses; son sin barbas y si a algunos les nacen, se las arrancan. Cuando más crecen se hacen peores. Júzguese para qué pueden ser capaces gentes de tan malas mañas”.

Pero, vista nuevamente la invasión española desde el exterminio físico, sus dimensiones fueron tales que llegó un momento en que se acabaron los naturales de Dominicana y Haití “donde dejaron de volar los buitres porque ya no había cadáveres sobre la tierra”.

Entonces aquellos decidieron marcharse a esclavizar a los de las islas Lucayas, que hoy llamamos Bahamas, donde habitaba un pueblo aún sin contaminar, y pronto cayeron allí con el pretexto de evangelizarlos, según monseñor De las Casas:

“Se reunían en grupos de a diez o doce malhechores y juntaban hasta diez o doce mil pesos de oro, con los cuales compraban dos o tres navíos y cogían a sueldo cincuenta o sesenta hombres entre marineros y demás, para ir a asaltar a los indios que vivían en aquellas islas, en paz y quietud y seguridad de su patria.

“Estas gentes eran por sobre todo las de las Indias y creo que sobre todas las del mundo, las de mayor mansedumbre, simplicidad, sencillez, paz y quietud, y tan ricas en otras virtudes naturales, que no parecía que Adán hubiera pecado en ellas.

“No he hallado en todas las naciones del mundo, de las cuales en historias antiguas se haya hecho mención, gentes que fueran tan mansas entre sí, y quietísimas, que es linaje lleno de justicia. No sabían matar, ni había entre ellos alguna mala mujer, ni ningún adulterio, ni ladrones, ni homicidas. A estas naciones fueron nuestros españoles e hicieron obras como las siguientes:

“Llegados allí dos navíos, como los indígenas pensaron que eran venidos del cielo, los cristianos les dijeron que sí pero que también venían de La Española donde las ánimas de sus padres y parientes estaban gozando y que si querían ir a verlos, que fueran y que luego en los mismos navíos los traerían. En estas naciones americanas creían que las ánimas eran inmortales y que después de muertos los cuerpos, se iban las almas a ciertos lugares amenos y deleitables, donde ninguna cosa de placer y consuelo les faltaba; y en algunas partes creían que sí, pero primero padecían algunas penas por los pecados que habían cometido en esta vida.

“Así que con estas persuasiones, los españoles engañaron a aquellas inocentísimas gentes que se dejaron meter en los navíos, hombres y mujeres. Y una vez traídos a esta isla, no vieron a sus padres, ni madres, ni a los que amaban, sino las herramientas de azadas y azadones y barras y barretas de hierro y otros instrumentos tales, y las minas donde muy en breve acababan sus vidas.

“Ellos, desesperados, viéndose burlados, consumiendo solamente zumo de la yuca brava se morían de hambre y de trabajos, pues eran personas muy delicadas que nunca imaginaron encontrar tales castigos.

“Pasado el tiempo, los cristianos tuvieron otras formas de fuerza y asaltos para traerlos y ninguno se les escapaba. Traídos a esta isla y desembarcados hombres y mujeres, niños y viejos, hacían tantos montones o manadas con los que habían cubierto los gastos del viaje, y ponían viejo con mozo, enfermo con sano (porque por la mar enfermaban y morían muchos con la angustia, viniendo apretados debajo de cubierta y como es región caliente, que de sed se ahogaban y también de hambre), y en aquellos montones no se miraba o tenía en cuenta que quedaran la mujer con el marido, ni el hijo con el padre, porque luego de violarlos como era tradición en los presidios de los cuales los habían sacado, contaban a sus víctimas como si fueran viles animales.

“Una vez quedaban los inocentes repartidos en manadas, los delincuentes echaban suertes sobre ellos y cuando rifaban y caía en suerte algún viejo o algún enfermo, decía el que se lo ganaba:

“—Este viejo dadlo al diablo. ¿Para qué lo tengo que llevar? ¿Para darle de comer y después sepultarlo?

“—Y este enfermo, ¿para qué me lo dais? ¿Para curarlo?”

“Y estando los delincuentes en estas repartijas, los indígenas caían muertos de hambre y de la flaqueza y enfermedad que traían, y del dolor, viendo los padres apartar de sí a sus hijos y los maridos ver que se llevaban a las mujeres.

“Para atraparlos, más adelante resolvieron escudriñar en muchas de las islas, cuál era la que estaba más fuerte o cercada de peñas y entonces cazaban a toda la gente de las otras y la traían a aquella, y les quebraban las canoas para que no huyeran, mientras los navíos volvían a esta isla, dejando allí las cantidades de gente que traían.

“Para agarrarlos los asaltaban de noche. Otras veces entraban durante el día, matándolos a cuchilladas cuando algunos de ellos trataban de defenderse con sus flechas y arcos, que usaban no para hacer guerra sino para pescar. Así, en cuatro o cinco años, trajeron a La Española unas cuarenta mil almas entre hombres, mujeres, chicos y grandes, hasta que no dejaron ninguno, y las islas vecinas quedaron tan vacías que ya no iban navíos a ellas porque las tenían por despobladas”.

“Don Bartolomé Colón, su hermano, —que se había quedado aquí— determinó despachar tres navíos para Castilla, henchidos de indígenas hechos esclavos. Eran trescientos inocentes, porque él le había dicho a los reyes que algunos caciques de La Española le dieron muerte a varios cristianos. Pero lo que no dijo fue a cuántos indios habían hecho pedazos él y sus cómplices.

“Los Reyes respondieron que a todos los que hallara culpables, los extraditara a Castilla, no considerando los Reyes ni su Consejo, con qué justicia Cristóbal Colón había hecho las guerras y males contra estas gentes pacíficas que vivían en sus tierras sin ofender a nadie y de quienes el mismo Colón había predicado a Sus Altezas —después del primer viaje—tantas calidades de bondad, paz, simplicidad y mansedumbre.

“Y como no hubo quién hablara por los indios, ni quién propusiera defenderlos y alegara sus derechos y justicia, quedaron juzgados como delincuentes desde el principio de su destrucción hasta que todos se acabaron, sin que nadie sintiera su muerte ni la tomara como agravio.

“Mientras tanto, aquí se hizo ley el mal ejemplo del Almirante, que acostumbraba a imponer a reyes y señores indígenas hacer las labranzas de los pueblos de cristianos y que además les sirviesen con toda su gente, y así fue naciendo y tuvo origen la pestilencia del repartimiento de indígenas, que llamaron encomiendas, que ha devastado y consumido todas estas Indias.

“Pero una vez se fue Colón, los indios no trabajaron más con sus gentes, porque no querían sufrir, porque se veían privados de su libertad y puestos en dura servidumbre, además de otras mil vejaciones y tratamientos crueles y bestiales que padecían de los cristianos.

“Entonces aquellos dijeron que los indios eran rebeldes y que se estaban alzando, y por consiguiente siguieron con la matanza. Y muertos los que caían con increíble inhumanidad, tomaban vivos a todos los que podían para hacerlos sus esclavos. Ése era el principal negocio del Almirante y siguió siendo el de los demás.

“Con la venta de esclavos, Colón esperaba suplir los gastos que hacían los Reyes sosteniendo a la gente española aquí y, además, se los ofrecía como pago y renta a los mercaderes para que se aficionaran a venir, trayendo mercaderías que les pagarían con seres humanos.

“De su misma mano, Colón le escribió una carta a los Reyes Católicos, diciéndoles que ‘De acá se pueden, con la ayuda de la Santísima Trinidad, enviar todos los esclavos que sea posible vender, porque en Castilla y Portugal e Italia y Sicilia y las islas de Portugal y las Canarias gastan muchos esclavos y creo que de Guinea ya no vengan tantos. Y aunque viniesen, uno de éstos vale por tres, según se ve. Y yo estos días fui a las islas del Cabo Verde y vi que por el más ruin cobraban ocho mil maravedís. Así que aquí hay estos esclavos, que parecen cosa viva, y aún oro. Acá sólo falta para hacer la ganancia que arriba dije, que vengan muchos navíos para llevarlos y yo creo que pronto estará la gente de mar cebada en ello.

“Ahora voy a despachar cinco navíos y en ellos los maestres y marineros van todos ricos y con intención de volver y llevar los esclavos a mil quinientos maravedís la pieza, y que la comida que les den sea pagada con ellos mismos, o sea de los primeros dineros que salgan de su venta.

“Y si ahora mueren, no será siempre así. Así les pasaba a los negros y a los canarios al principio. Pero los indios aventajan en esto a los negros y el que logre escapar a la muerte, no lo venderá su dueño por más dinero que le den”.

“Cristóbal Colón iba a despachar para Castilla aquellos cinco navíos, pero ya tenían un mes de demora para zarpar porque él esperaba enviar algunas buenas nuevas a los Reyes.

“El Almirante había cargado las carabelas con esclavos, de los cuales se morían muchos y los echaban a la mar por un río abajo. Morían, lo uno por la gran tristeza y angustia de verse sacar de sus tierras y dejar a sus padres y mujeres e hijos, por perder su libertad y por caer como sirvientes, puestos en manos de gente inhumana y cruel y que los llevaba a tierras de donde nunca jamás habrían de volver.

“Lo otro, por falta de comida y bebida, que no les daban sino un poco de cazabe seco, que seco, sin otra cosa, es intolerable, y agua no les daban cuanta necesitaban para remojarlo, para que no les fuera a faltar después a los malhechores en viaje tan largo.

“Como metían mucha gente debajo de cubierta, cerradas las escotillas, que es como si en una mazmorra cerrasen todos los agujeros y ventanas, y por la tierra caliente debajo de cubierta ardían los navíos como vivas llamas, del ardor y fuego que dentro tenían, sin poder resollar, de angustia y apretamiento de los pechos, los indígenas se ahogaban. De esta manera ha sido infinito el número de las gentes de estas Indias que han muerto”.

“Por fin se hicieron a la vela los cinco navíos y pasaron en la navegación grandes trabajos y peligros; los indígenas raptados serían por todos seiscientos y para pagar los fletes les dieron a los marineros doscientos esclavos.

“Pero mientras el Almirante se hallaba en España preparando un nuevo desembarco en nuestras costas, los personajes que dejó en La Española se dedicaron a traicionarse y crecieron envidias, odios, levantamientos, asesinatos y rencillas entre ellos y así se formaron dos pandillas, una encabezada por Bartolomé Colón, y la otra por un caballero sacado de un presidio en Andalucía, llamado Francisco Roldán.

“En fin, los unos y los otros, sin temor de Dios ni piedad por estos seres inocentes, los mataban y destruían con monstruosas nuevas maneras de crueldad. Así, cada día por pasatiempo los españoles alanceaban al indio para probar si los demás también eran capaces de atravesarlo con sus ballestas.

“Y hacían pasar a un indígena para cortarlo por la mitad con su espada. Cruzaba el mártir y le daban un revés, y como no lo cortaban de un golpe, volvían a hacer que pasaran otro y otros, y así, riendo, despedazaban a cuantos se les antojaba.

“Si se cansaban con las cargas de dos y tres arrobas que llevaban, les mutilaban los pies y les echaban los bultos como sobrecarga a otros. Y también a las mujeres: cuando no podían llevar la carga, les daban de estocadas y le echaban el peso que llevaban a otras que caían y luego también las mataban, además de violarlas entre varios y hacerles otras execrables crueldades que nunca fueron imaginadas por la humanidad”.

¿Antropófagos?

Hoy, el historiador Juan Carlos Vedoya anota en su libro La expoliación de América, cómo el 20 de enero de 1494 Cristóbal Colón dirigió una carta a los Reyes Católicos en la cual les proponía abiertamente “la trata con indios caribes, los más recalcitrantes idólatras, y además, caníbales.

“Y sin esperar respuesta dio por descontada la aprobación y ordenó cargar las bodegas de los doce barcos que el 2 de febrero de 1500 zarpaban hacia España, con indígenas caribes de lo que llamó las islas menores.

“Al año siguiente repitió la operación”.

Vedoya continúa así:

Fray Bernáldez cura de Los Palacios cuenta que en un “com-bate” en Vega Real (República Dominicana), se tomaron más de quinientos prisioneros que se salvaron de la furia de los mastines “en la lucha de la civilización contra la idolatría.

“Estos desgraciados sobrevivientes a quienes ahora no podía culparse de la antropofagia, fueron, como los anteriores, remitidos para su venta en España”.

La armada de cuatro barcos en la que viajaba Diego Colón, zarpó el 24 de febrero de 1495 atestados de indígenas inocentes —hombres, mujeres y niños— y arribó a Cádiz el 12 de abril.

La Corona ordenó al obispo de Badajoz a quien venía consignada “la mercadería” que la venta se hiciera en Andalucía “por ser más lucrativa que en cualquier otra parte, según la experiencia que se tuvo con el éxito de la venta anterior”.

Cinco años después, el cambio de las estaciones y la imposibilidad de soportar las fatigas del trabajo produjeron la muerte de todos ellos.

Luego, en 1496, la cuadrilla de Pero Niño, otro criminal liberado de una prisión castellana, vendió libremente trescientos indígenas más. Esta venta se legitimó el 30 de octubre de 1503 cuando por Real Provisión se permitió definitivamente “hacer esclavos a los indios caníbales”. Esta autorización se amplió el 4 de febrero siguiente con otra que incluía a todos los indígenas como “prisioneros de guerra”.

Pero ahora los Reyes Católicos, cómplices de la trata de seres humanos, reclamaron su parte y posteriormente en cuanto continuó el tráfico, ingresó en sus arcas el “quinto” de las ventas generales.

Posteriormente, “ya fuera por agotamiento de la población caníbal o por la pacificación” se agotaron las fuentes esclavistas y para sustituirlas, el 15 de junio de 1510 se autorizó llevar al reino, indios raptados en las islas Bahamas”.

Pero además, el 25 de julio de 1511 se permitió marcarlos con yerros candentes en la pierna para distinguir a estos infelices de aquellos que estaban atados a la servidumbre.

Hay que aclarar que estos españoles no fueron mejores ni peores que otros que estuvieron a tono con una época en la que en la Madre Patria los presos políticos eran descuartizados, se les daba tormento ante escribanos y se quemaban mujeres acusadas de brujería.

Ese fue el régimen superpuesto por la fuerza sobre una comunidad aborigen para explotarla en todos sus aspectos.

Vedoya agrega que hasta el año 1499 los indígenas fueron repartidos con la tierra. El invasor utilizó sus servicios personales en cultivos y trabajos extractivos y a su tiempo percibió los tributos en que estaban tasados.

Pero ese año Colón repartió la tierra como valor independiente a los primeros trescientos indígenas asignados con carácter de “encomienda de servidumbre”.

A su vez, Nicolás de Obando, uno de los homicidas procedentes de un presidio en Castilla, escribió a los reyes para presentarles el argumento del indio holgazán y la necesidad de obligarlo a trabajar si se querían cobrar los tributos e impedir la extinción de los pobladores.

La respuesta llegó más rápida que en el caso de los esclavos provenientes del Caribe y el 20 de diciembre de 1503 los Reyes Católicos lo autorizaron a implantar sobre la población aborigen “el trabajo obligatorio forzoso, en forma rotativa y en beneficio de los colonos cristianos”.

En las leyes de Indias esta institución se llamó “la mita”.

Simultáneamente se legitimó a Obando “la cacería de indios esclavos” en las islas Lucayas.

Según Vedoya, en las minas el trabajo obligatorio de los indígenas con carácter servil o esclavista no tuvo distinción de edades ni sexos y la fiebre de enriquecerse rápidamente introdujo condiciones inhumanas de explotación que fueron extinguiendo la raza, no solo por extenuación física sino por la disolución de la comunidad familiar y la caída violenta de la natalidad.

El 14 de agosto de 1509 se dispusieron tres normas fundamentales:

Primero, que los indios “no se encomendaran” de por vida al invasor sino temporalmente.

Segundo, que su distribución no se excediera en cantidades establecidas como básicas: 100 cabezas para Oficiales Reales y Alcaldes, 80 para los caballeros, 60 para los escuderos y 30 para los labradores.

Por último, que cada “encomendero” debería pagar a la Corona cierta cantidad de oro por cada indio esclavizado.

Una Real Cédula de 1509 estableció en derecho real a disponer la duración de los repartimientos al limitar su duración a dos generaciones de indígenas, y en otras a tres y a cuatro.

Con esta Real Cédula, Su Majestad el rey Fernando el Católico, se apropió directamente de los indios del Nuevo Mundo y les impuso su vasallaje y fueran libres o no, el poder real era el único que podía disponer de ellos a voluntad. Con ese apoderamiento, Su Majestad determinó que el trabajo del indio sometido a Su Señoría se tradujese en pagos en especies metálicas o en servicios personales para cubrir los salarios de sus funcionarios en las Indias, para resarcir a los invasores en sus gastos de hombres de armas, para asegurar el sostenimiento y manutención de las nuevas poblaciones, para mantener en ellas malhechores obligados a defender los ataques internos o externos y para proveer la mano de obra necesaria en las mejoras de yacimientos y minas.

A los indios se les impuso un tributo como penalidad a pueblo vencido, y se acordó al encomendero el derecho de resarcirse del tesoro que pagaba a la Corona explotando el trabajo de los indígenas que había recibido en reparto.

En cualquier caso, el trabajo continuó para el indígena siendo de carácter obligatorio y sin más limitación que la voluntad de quien lo poseía como encomienda.

Comparando con 1508, se estableció en 1511 que los naturales habían disminuido de 80 mil solamente a 14 mil y quitaron los repartimientos a unos para volvérselos a dar a otros. Incluso llegaron a poner a muchos americanos en subasta pública en beneficio de los invasores, como lo hacían con los animales.

El rápido enriquecimiento de los españoles que pasaban al Nuevo Mundo produjo una tendencia general para aprovechar al máximo el tiempo presente en que se disfrutaba de “la merced” de los Reyes Católicos y, como consecuencia, una mayor y más deshumanizada expoliación de los indígenas.

El rey Fernando recordaba que era “el señor de las Indias Occidentales por donación de la Santa Sede Apostólica” efectuada por su santidad el papa Alejandro VI o sea Rodrigo Borgia, padre del cardenal César Borgia —su tercer hijo natural— y de Lucrecia Borgia.

Según la leyenda, ella era a la vez hija y amante del pontífice. Pero también fue concubina de su hermano el cardenal, con quien tuvo un hijo cuya paternidad también se atribuía Su Santidad.

El Vaticano de los Borgia le recordó a los Reyes Católicos su deber de “cristianizar a los salvajes” para cumplir con una Bula Apostólica.

Por tanto, el rey Fernando expidió una Real Cédula en la que declaraba a la luz de aquella Bula que la esclavitud de los indígenas “recalcitrantes a la religión católica estaba autorizada por las leyes divinas y humanas”.

Para no dejar duda de que las mercedes dependían de su mano, el Rey autorizó entre sus favoritos numerosos repartimientos que favorecieron, por ejemplo, con ochocientos indios al obispo de Valencia, con mil cien al comendador Lope de Conchillos y a otros muchos cortesanos, todos los cuales despacharon mayordomos a las islas para cobrarle a los invasores el arriendo de aquellos naturales.

La asunción de Carlos I al trono de España marcó, poco más o menos, el comienzo de la expansión española sobre el continente y se volcaron allí bandas compuestas por personas a las que no les habían dado cabida en las prebendas o las habían derrochado y sin mayores escrúpulos solo buscaban una fortuna más rápida.

Fueron oleadas sucesivas que se desbordaron hacia las zonas marginales y comenzaron por entrar en Panamá, siguieron por México y Centroamérica, luego avanzar hacia Sudamérica y cubrir Colombia, Venezuela, Ecuador y Perú.

En adelante, representantes de la Corona firmaban un contrato para asegurar a los cabecillas de las bandas derechos sobre un territorio determinado cuya expoliación y saqueo se suponía habían de resarcir los dineros invertidos, y con el reparto del botín enriquecer a los enrolados en el atraco, y para que el propio rey participara en un quinto de los tesoros que habrían de acumularse en el despojo de los vencidos.

El sistema tuvo como instrumento las famosas “capitulaciones” concertadas entre la Corona y los invasores. Gracias a ellas, los capitanes o adelantados podían repartir tierras e indios, fundar poblaciones, nombrar el regimiento de los cabildos, armar bandas, administrar justicia, recaudar rentas y tributos de los sometidos, tomar presas y tesoros, declarar esclavos a los indígenas prisioneros y venderlos, secuestrar bienes y aplicar la pena de muerte, todo con su sola voluntad y sin más obligación por su parte que retener y entregar parte de “los quintos” reales.

Nunca en la Península hubo gente a quien se le otorgara más poder, como única garantía de su presumida fidelidad y sumisión al monarca.

En cada “pacificación” —según la recopilación hecha en el libro La expoliación de América— era necesario disimular la palabra conquista y buscaron con idéntica fiebre a la padecida por los colonos de La Española, las minas de oro y plata que habían sido fuente de la riqueza que lució la sociedad indígena, y una vez ubicadas se enterró a los esclavos de la población sometida en su explotación sin misericordia.

De acuerdo con todo lo anterior —dice el historiador—, “No hay que llamarse a engaño: América fue pacificada y colonizada por el desecho del pueblo español”.

Y como complemento, “A esta etapa de la libre explotación que seguía a la del saqueo sin cortapisas reales ni de conciencia, la historia ha recogido el nombre de frailes realmente más brutos y depravados que los conquistadores”.

Legado

De acuerdo con el historiador y siquiatra venezolano Francisco Herrera Luque, España en el año de la invasión de América había decantado una cultura de generaciones y generaciones sumergidas en una ola de sangre por varios siglos.

Dos de enero de 1492:

Aquel día terminó una guerra de setecientos ochenta años contra los moros, y Castilla se quedó con las armas y con su violencia.

Tres meses después, en Andalucía —teatro del final de la guerra— no se podía salir por los caminos o abandonar las ciudades de noche porque imperaban el asalto y la muerte.

Sin embargo, antes de que terminara el año apareció América como redención: ahora había sitio para la crueldad.

Después de los armisticios —dice él— suele asistirse a un malestar social y a un aumento de la criminalidad y la delincuencia. Es que la guerra regresa al hombre a niveles primitivos —superados a duras penas— que en el fondo siguen actuando en la conducta del ser civilizado. La guerra equivale a un reencuentro con alguien a quien no se ha dejado de amar.

La civilización ha privado al hombre de placeres atávicos como el crimen, el incendio, el pillaje y la destrucción. La guerra le devuelve ese placer y entonces el peor daño que causan las guerras es revelarle al hombre su naturaleza reprimida. Así, muchos combatientes no aceptan cabalmente el armisticio. ¿Sabe por qué? Sencillamente porque la paz significa para ellos volver a meterse dentro del orden social.

Hablemos del final de cerca de ocho siglos de guerra con los moros:

España tuvo siempre a mano la posibilidad de proyectar sus vidas atormentadas en el acto heroico. En pocas palabras, allí, destruir, guerrear, más que una cosa fortuita, se convirtió en una profesión honorable, donde siempre fue mayor la demanda que la oferta. Quien no quería estudiar siempre pudo irse para la guerra. A quien no le gustaba el trabajo en el campo o la emoción del mercader, se podía ir para la guerra. El que no amaba el trabajo y la vida ordenada, rutinaria, pacífica, se fue a hacer en la guerra lo que en la paz se llamaba ocio, vicio y maldad.

Es que la violencia invirtió los valores de la nación española y llamó hidalgos a sus antisociales, y villanos a los hombres simples que amaban la paz. Por casi ocho siglos, allí el odio, el crimen, el desprecio por la vida, la confianza en el destino, fueron virtudes nacionales.

Y yo le agrego esto: España tembló cuando se consolidó la paz definitiva con los moros. Esa capitulación tuvo toda la fuerza de un desempleo permanente. Granada dejó de pronto al guerrero español, no solo sin sentido, sino que lo dejó sin oficio, desempleado, ¡varado! Y algo peor: lo dejó sin privilegios y comenzó de pronto a llamarlo vago, criminal e inepto, y comenzó una nueva vida para España, donde sobraban los héroes.

Sin embargo, el problema que tenía España el año en que invadieron a América fue mucho más grave: esos guerreros no eran hombres sacados de sus ocupaciones habituales, sino gentes que iban a la guerra, buscaban la guerra por gusto, voluntariamente. Eso supone una vocación o una selección natural muy sospechosa.

Ahora: la guerra en esos momentos no era una guerra de Estados, sino una actividad de reyes que se querían quedar con lo de los demás. Que le querían quitar a los otros las regiones y las ciudades. Ahí no importaban la historia, ni la raza, ni el origen. Y se fue creando algo bien especial: todos exaltaban el sentido heroico de la acción armada. Eso explica sencillamente por qué la juventud se iba a la guerra: querían ser héroes.

Otra cosa: esas guerras fueron posibles por la presencia de voluntarios y mercenarios, que al fin y al cabo son lo mismo. Hombres que amaban la contienda y, por favor, cuando se ama la guerra en la forma entrañable como la ama el guerrero, algo pasa en su existencia. Cuando no se teme a la muerte hasta el punto de llegar a vivir en ella, es que hay algo que no deja sentir la vida. En otras palabras: leyendo a los Cronistas de Indias, se ve claramente cómo el carácter aventurero y desalmado era el rasgo más constante del soldado con éxito en aquellos tiempos. Y esos fueron quienes invadieron a América.

Entonces, no me parece que se necesite reflexionar mucho para afirmar que el número de psicópatas que había en los ejércitos de aquellos tiempos tenía que ser sensiblemente más elevado que el de la población corriente.

Vale la pena mirar qué otras cosas ocurrían en España ese año 1492:

En primer lugar, lo más clásico resultaban ser el hambre y la miseria. Castilla estaba inundada de criminales sin oficio que solo sabían hacer la guerra y no encontraban quién los mantuviera, ni eran capaces de acomodarse a la vida pobre, pero honrada. ¿Qué hicieron? Volcarse a robar, a propinar cuchilladas, a degollar. Aquel año del desembarco en América, los bandidos asolaban villas y caminos y los señores feudales se quitaban sus bienes haciéndose la guerra. Sobre esa España pesaban muchos años de guerra. Ahora España estaba enferma de armisticio.

Dos años después de la llegada al Nuevo Continente, Jerónimo de Munzer, un viajero, escribió que en España “era tanto el número de malhechores, que las gentes no se atrevían a andar de noche por las calles, y nadie podía estar seguro dentro de la ciudad, pero tampoco fuera de sus muros”.

Rodríguez Marín dice que, como al principio allí no hubo el suficiente rigor para extirpar a aquella gente que vivía fuera de la ley, “la mala semilla de los valientes de oficio echó raíces y se extendió como la grama haciéndose poco menos que dueña de las ciudades populosas”.

Todo esto tiene una conclusión en América y es que la característica patológica más sobresaliente de “la Conquista” fue la criminalidad de sus autores. No hay expedición, ni descubrimiento que no tenga en sus anales el asesinato y la violencia como el signo más constante. El empalamiento, la ceba del perro, la cadena, el garrote lento, la hoguera, el hierro al rojo vivo, las heridas con sal, son procedimientos que utilizaron desde asesinos públicos como Carvajal y Aguirre, hasta personajes como el virrey De Mendoza en México.

López de Gómara, por ejemplo, calificó a las tropas de Cortés como hordas bárbaras. A Balboa lo llama rufián y esgrimidor. A Enciso, bandolero y revoltoso. Sobre Pedro de Heredia, que huyó de España por violento, y fundó a Cartagena de Indias luego de varias matanzas de indígenas, anota:

“Asesinó indios, tuvo maldades y pecados por lo que vinieron a España presos él y su hermano”.

Al abandonar estas tierras todos dejaban tras de sí aquella estela de olor a podredumbre que se apoderó de América desde el primer desembarco en las costas del Caribe, en las cuales después de tres meses de hacinamiento en unos buques pestilentes, se negaron a asear sus cuerpos en las aguas de ríos y lagos.

El rechazo a la limpieza era parte de sus rasgos culturales, pero a la vez un castigo para el hombre americano acostumbrado desde siglos y siglos a asearse el cuerpo todos los días, en aguas y espumas de plantas con aromas tan diversas como la riqueza de nuestros bosques y selvas.

Miles de años antes de la invasión, el ser americano había seguido el ejemplo de sus cazadores que se bañan cuatro y cinco veces cada día para ocultar su propio olor y confundir el olfato de sus presas.

El Bo y el Fuogue son solo dos de aquellas plantas aromáticas ricas en una sabia similar al jabón, que hoy utilizan nuestros indígenas en los bosques tropicales.

Fernández de Oviedo afirma que en el régimen de un homicida llamado Pedro Arias Dávila, Pedrarias, fueron exterminados a espada en Nicaragua dos millones de indios.

El propio Nicolás de Federmán, lugarteniente de un tal Ambrosio Alfínger, dice que en Santo Domingo, de medio millón de indios quedaron veinte mil en cuarenta años. En Perú, Pizarro, Almagro y sus bandas, según Las Casas, mataron a cuatro millones de indígenas, y como ruta de escape, allí como en Santo Domingo, los aborígenes se suicidaban en masa.

Colofón: durante la invasión no quedó un solo lugar de esta tierra donde no se hubieran hartado de sangre. Y todo ese exterminio fue realizado por menos de veinticinco mil españoles.

El asunto fundamental es que ellos fueron los que escribieron las primeras páginas de nuestra historia... Y los que las siguen escribiendo.