Tenerife, la del color amaranto

Moisés Perea, Moi, es un narrador único. Jamás había encontrado a un ser, no solamente con una imaginación tan desbordante y un envidiable manejo del idioma, sino con aquella facilidad para narrar lo que va creando en su mente, secuencia tras secuencia.

Él narra durante la parranda vallenata, pero una vez termina, parece olvidar lo que acaba de crear, porque entonces comienzan a emerger nuevas alegorías, caricaturas de personajes reales, episodios que se renuevan según él va improvisando cada tarde, cada noche, en cada ocasión.

A Moisés Perea lo escuché por primera vez en Valledupar, patio de Carlitos Quintero:

Como es su costumbre, él esperó a que los músicos hicieran una pausa, se puso de pies y la gente, que lo conoce muy bien, calló. Pero calló totalmente…

Una mañana —comenzó diciendo—… Una mañana le dijeron a Bolívar que en Tenerife, puerto sobre el río Magdalena, aguas abajo de Real del Obispo y al norte de Plato, mismo departamento del Magdalena, los españoles estaban poniendo a filo de espada, o sea, desgañitando patriotas a diestra y siniestra.

Entonces, mandó una comisión de rastreo profundo, pero la comisión demoraba en ese entonces, seis, siete meses en regresar con la respuesta. Causa: que la guerra y la mortandad aumentaban.

Sin embargo, un día temprano la comisión se apareció por aquí en Valledupar diciendo que el Libertador le pedía urgentemente a sus amigos, el Marqués de Ustaris, José Manuel Maestre, Manuel Fernández de Castro, Manuel de Quiroz y otros manes, que todo cuanto tuvieran a mano lo expusieran para buscar la libertad del territorio y en especial para detener la carnicería de Tenerife.

María de la Concepción Loperena Fernández de Castro, dama vallenata de muy buena gracia que para entonces aún cargaba con su virginidad a cuestas, deseosa de figurar en los ámbitos políticos y colarse en los niveles sociales de los cuales ella no era partícipe de pleno, llegó hasta el Comisionado Mayor y le ofreció como regalo trescientos caballos con destino a la causa americana, y concretamente para que se tratara de detener la rebanada de cabezas patriotas en Tenerife.

El Comisionado le llevó su recado al Libertador y el Libertador alistó un contingente compuesto por trescientos soldados entre los cuales había un pelotón de espingarderos, armados con sus espingardas o carabinas de fabricación casera, con cañón de trompeta y martillo de punta de clavo para pegar el chispazo… Veintiocho fogoneros de refuerzo, dos leñeros, macheteros y recoge-enjarma que llamaban en ese entonces. En total, trescientos treinta y dos soldados.

Hablando de los oficios de la guerra, pues sucede que cuando mataban al soldado y el caballo se abría a correr con todo y trebejos, entonces el recoge-enjarma lo atajaba, le quitaba el apero o lo que llevara encima y luego lo soltaba, pero al menos salvaba la enjalma.

Los fogoneros eran los que hacían la comida. Esos venían atrás, en la retaguardia. A veces los mandaban alante, a que hicieran la comida, cosa de llegar oportunamente, comer y fogoniarse en plena batalla, ya hartos, porque había unos que preferían morir con barriga llena antes que dejarse destripar con hambre.

Los fogoneros se iban, avanzaban alante siempre y se les pagaba en especie, o sea en prendas que lograran capturarle al enemigo, porque no había circulante. O también cobraban en mujeres jóvenes o viejas, tiernas o jechas, en alboroto, en corcoveo... Les bastaba con que los dejaran participar de alguna manera en los altos respingos que les ofrecían a los soldados cuando conquistaban algún territorio.

En esas ocasiones hacían una fiesta que se llamaba una cucamba mona de alto corcoveo, sacudida y fiesteo en general. Así quedaban contentos.

Entonces Bolívar mandó esos trescientos y más soldados para la batalla. En su viaje pasaron trabajos en caminos venezolanos, atravesaron Falcón, cayeron a Sinamaica, Paraguaipoa, Paraguachón, salieron reventando bruscos o sea espinos y montes y cardones inhóspitos, sin veredas y sin nada, y llegaron a Tocapalma, Lagunitas, Badillo... Y atravesando andurriales sin senda, cayeron aquí a Valledupar el día menos esperado. Un día “D”.

En ese momento, Manuel de Quiroz que venía del río (acostumbrado a darse un baño con una totuma, un baño totumiao), pegó un grito y salió corriendo a avisarle a sus compañeros y al Marqués de Ustaris que de Venezuela venía un gran contingente entrando a Valledupar por el camino viejo.

La gente, como no estaba informada del compromiso que había hecho María de la Concepción, ignoraba que ella era la causante de ese barullo que venía carrera a carrera, fatigando monte, reventando bleo y destronchando cuanto bijao, arañagatos y pringamoza se topaban en el camino antes de rendir viaje, como ya está dicho, en el Valle del Cacique Upar.

El contingente entró a la plaza Alfonso López, los hombres se situaron frente a la casa de María de la Concepción Loperena Fernández de Castro, y llegó el comandante José del Castillo, y le dijo:

—Mera, checa, oj no traigo para usted un mensaje escrito porque El Libertador con tantoj problemaj que tiene, no pudo ocupar la mano, no joda, pero noj manda personalmente para el chisme de loj jamelgoj que le ofrecisteij.

Le dijo ella:

—Decidme por favor, valiente y apuesto caballero, ¿quién es vuestro comandante?

—Cónchale, qué preguntaj, coño. Puej mi comandante José Calixto Fuenmayor, un hombre muy valiente, como todoj nosotroj.

Y se presentó Fuenmayor y le dijo:

—A la olden mi más cara amiga. Os pongo a la olden mi comandancia, vale. He venido en aras de la patria que nos une como países hermanos, fratelnos a lado y lado del ancho, pero en tratándose de amistad, angosto Orinoco. Si tú le brindasteis a mi libertadol una posada y una ayuda, chica, estás lista: aquí llegaron los que esperábades. Y, mera, checa: hallámosnos listos para entrarle al merequetengue con fuerza, polque no tenemos distingos de causas ni de fronteras. Más plata y más armas y todo el petróleo del mundo, sí, pero de todas maneras, venimos por un chijme que tí le ofrecisteij a mi general Bolívar, ¿vale?

—¿Un... chis....? ¿Dice usted, chisme?

—Sí. Un chijme de trecientoj caballoj, checa. Mochoj, jamelgoj. ¿O, es que en esta tierra no se conoce de eso? Allá en Venezuela tenemoj loj mejorej corcelej...

—Ah. Sí. Sí. —respondió ella— Es cierto. Habléle al valiente general y noble soldado caraqueño de trescientas monturas. Mon-tu-ras. (En ese momento, ella no reconoció que había ofrecido caballos).

Salió Fuenmayor, reposó con sus hombres y un poco más tarde ella les brindó de bienvenida una gran aguepanela con panela atanquera y limón, y así se fue la tarde.

Y antes de que terminara el día, pasaron con buena paz a manteles, pues se les había aderezado una comida rústica a base de cerdo guisao con una yuca muy buena que había en ese entonces, yuca sabanera, y esos hombres, desjarretaos y muertos como venían, se embaularon no sé cuantas arrobas de tasajos de carne y varios quintales de yuca, desocuparon unas cincuenta redomas de chicha y durmieron hasta el día siguiente cuando se organizaba el programa para entregarles los animales.

Pero mientras tanto, ella fue a consultar con el Marqués de Ustaris, elemento distinguidísimo dentro de la sociedad vallenata que, entre otras cosas, no simpatizaba con ella y había llegado a decirle a alguien que le parecía una mujer menguada de ceso.

El marqués vivía en la casa que ocupa hoy el Maestro Castellano (al lado de Telecom) y cuando María de la Concepción lo llamó, él salió al balcón y le contestó de mala gana.

El Marqués era el papa de la alta flema plumuda de Valledupar. Hombre de color bermejo, cuerpo belloso y vista amenazadora. Elegante eso sí, pero temperamental y de mala ley, delgado, carichupao, el típico lord inglés con cojera por causa de la gota y bastón muy fino de punta de marfil y empuñadura de plata. Pero no gobernaba bien sus pasiones... Ni sus frustraciones mucho menos, y por eso le gritó desde arriba:

—¿Qué quieres, necia? ¿O, ignoras que no me simpatizas y que no me gusta que cruces por la puerta de mi estancia?

—No, Marqués —respondió ella medio sollozcando— se trata del contingente del Libertador...

—Yo ya lo sé —dijo el Marqués— y sé también que buscas aparecer como si fueras tú quien mandó a llamar a esta gente con el embeleco de un ofrecimiento difícil de cumplir. Voy a mandar algunas provisiones para que alimenten a esa soldadesca, pero no quiero que te aparezcas nuevamente por aquí. Recuerda que en todo esto, yo estoy desnudo de cualquier obligación.

Esa mañana los soldados ya andaban esparcidos por los rincones de la ciudad, dormidos o bañándose, pero ninguno era capaz de imaginarse el problema de Valledupar.

El problema de Valledupar era una tremenda plaga de burros, burros y más burros. Miles y miles de burros corretiando por las callecitas y en la sabana, y todo se lo comían y no había rosa, ni sembradío, ni huerta que no sucumbiera bajo sus muelas y dientes, y no había palo capaz de atajarlos. Y todo se lo mascaban y después se lo atragantaban o se lo atarugaban como podían.

Uno se acostaba y los oía corriendo para arriba y para abajo. Eran burros relinchadores de la noche que no se escuchaban de día sino después de la puesta del sol, corriendo y relinchando enamorados, jadeando y pateándose la jeta y los ijares. Y a la prima noche por estas calles y por estos rincones empezaban a dar un espectáculo no recomendable para tantas damas y niñas que gustaban de sentarse en sus taburetes, colocados frente a las puertas de las casas.

Y por las mañanas la gente se iba a bañar (los baños eran atrás del patio, entre cuatro latas altas o paredes) y las mujeres ponían la toalla y el pollerín y el calzón y unas cositas de vestir encima y cuando iban a voltear a secarse, ya los burros se lo habían llevao todo. Se lo habían comío. Y eso era una plaga de burros muy bárbara la que había aquí.

En los campos que rodeaban la ciudad no había cercas o lienzos para proteger los sembrados y entonces las gentes tumbaban los árboles y los dejaban allí tendidos, con su ramaje, formando una especie de barrera. Pero sucede que buena parte de esos lienzos eran de Varoblanco, (un palo muy utilizado para hacer cabos de hacha), que le gusta mucho a los burros y entonces, pues se lo mascaban y se lo tragaban, y por consiguiente abrían portillos y por allí mismo se colaban.

María de la Concepción Loperena Fernández de Castro tenía un cultivo grande de maíz en la región de Los Mayales y necesitaba salir de una cantidad de burros, principalmente de esa región, cosa de conservar un maicito de primavera y asegurar una cosecha de segunda.

Entonces, para el mes de febrero le cayó muy al pelo la visita del contingente del Libertador, porque iba a salir de trescientos burros, pero trescientos burros cerreros y resabiaos, sin amansar, indómitos, que ni se dejaban herrar ni poner silla, y los de cargar se echaban con la carga, porque era imposible que ella ni nadie consiguiera en esta región trescientos caballos mansos para los que se requerían, mínimo, ciento cincuenta amansadores, trescientas sillas, trescientas arretrancas, trescientas gualdrapas o calandrajos, trescientas guruperas, trescientas cinchas, tarabitas y sobrecinchas, seiscientos estribos, codillos, machones o estriberones, trescientos cabezales, almártagas, jáquimas o frontaleras, trescientos frenos, bocados, bridones o engalladores, seiscientas espuelas, terronas, acicates, espolines o roncaderas y trescientas pecheras, petos o chorreras, necesarias para resistir el embate de la carrera y el envión encorajinado de los soldados en plena batalla.

Y ella no tenía de dónde sacar tanto aparejo y por eso estaba pensando en trescientos burros cerreros que no admitían ni albarda ni herradura, y que no le costaban nada:

Burros en pelo, o sea sin enalbardar, sin sobrecinchas ni jáquimas, ni almártagas, ni ningún tipo de aperos sino que los soldados tenían que agarrarse de la crin y del pescuezo porque eran animales con unas cerdas largas, por viejos y por ser silvestres, cimarrones y montaraces. Eran unos burros mordedores, con un colmillo parao, que al que se lo arrimaran le arrancaban el bocao:

Burro bravo.

Ella ordenó amarrar ese atajo de trescientos arremuescos en seis filas, cogidos por el cogote con un solo cordel horizontal que los atraillaba en cochadas de a cincuenta, como acabo de referir.

Se leyó el acta libertadora de entrega de las trescientas cabalgaduras y después de un desayuno a base de arepa limpia con asiento de chicharrón, chocolate de bolitas de cacao y aguacate veranero, ella les entregó la provisión p’al camino.

Cada soldado en combate debía llevar en el cinto una bolsita con un huevo crudo, una chizlapita de sal, un frasco pequeño lleno de manteca o aceite de consumo, una panela atanquera y su calabazo de cintura, con agua, amarrado en la parte de atrás del cinturón.

Dentro de la disciplina militar había que conservar, para la supervivencia, un elemento indispensable: el agua. Sucede que en campaña ningún soldado podía tomar tierra y desamparar la cabalgadura para recoger agua, ni podía tener dos calabazos, ni distraerse buscando de beber porque lo mataban.

Entonces, debía llevar en la espalda un calabazo de cintura prendido del cinturón: el calabazo de cintura es parecido al cristal de un reloj de arena y sale de un bejuco, como la patilla o como el melón. Es un calabazo que viene con cintura.

La producción de ese calabazo de guerra, porque se llamó así, era muy lenta. Él daba en primavera y había que esperar a que se madurara y luego debían secarlo y curarlo y ponerlo en condiciones de ser utilizable.

Producirlos era demorado y por tanto se convirtieron en piezas escasas y que no se podían reemplazar fácilmente.

Justamente, los patriotas perdieron las primeras batallas en estas tierras tan ardientes y tan atendidas por la mano del sol —si era que no les tocaba escaramuzar en los desiertos ásperos de La Guajira—, porque la tropa se quedaba sin agua por descuidada.

Es que cuando a los soldados se les acababa el puñao de munición, tenían que apelar a la espada y aparejarse a la pelea, y estaba establecido que era preferible que el tipo que se dejara puyar el calabazo del agua, se desertara de por vida o se matara él mismo, porque sin agua no podía echar p’alante ni tampoco podía regresar a su guarnición.

Entonces, los guerreros de esa época que no tenían ánimo de matar a sus contrincantes, cogían y se enfrentaban a espada: clin, clan, clin, clan, clin, clan... Tan, tun... ¡Pun!... Cla-cla-cla-cla... ¡Chas!

Y al que le puyaran el calabazo era soldado fuera de com-bate. No había guerra sucia en ese tiempo. Se respetaba la vaina: calabazo puyao era soldado muerto. Sin tanta sangre.

Bueno. Además de eso, el soldado iba equipado con un fusil 30 Grass MM, compuesto por su baqueta, diez postas doblecero y un calabacito de pólvora Barragán, de la mejor.

Llevaban también un casco de protección, de fabricación holandesa, que era un casco de guerra tipo colepato, incómodo y ancho que para hacerle el ajuste a las cabezas venezolanas y colombianas hubo que agarrar y reventarlos a cincel en unas herrerías y cogerles unos puntos. Al final quedaban arrugaos y los llamaban Cuti-Pen. Cascos Cuti-Pen.

Esa mañana, cuando ellos salieron con todas esas cosas, con su Cuti-Pen y su calabazo, se les hizo una ceremonia bellísima y se les encargó de parte de la libertad, que la misión para salvar la causa libertadora en Tenerife fuera un éxito y que nadie, por maltrecho que andara, podía caer en cobardía.

Fuenmayor fue uno de los grandes de ese día. Dentro de eso hago un especial realce de las intervenciones de José Valerio de Catsigas, Antonio Fernández de Castro, Ignacio de Quintero y Rafael de Armas, como oradores.

De Armas le encomendó a Fuenmayor y a sus hombres que dejaran las tiras de sus vidas, de sus almas y de su carne, repartidas en la punta de las espadas y las lanzas si era posible, pero que salvaran a Tenerife sin concebir temor en sus corazones.

Fuenmayor, menos locuaz, dijo:

“Entraré de lleno, arrollaré con mis soldados al coño’emadre que se me atraviese y no habrá quien aguante el filo de mi espada, del hambre y la sed porque, chico, no tendremos descanso desde cuando salgamos de aquí, hasta vencer el cuelpo infecto de la malignidad, de la sanguinidad y de la crueldad que nos está aplastando, mi caro amigo. Pido un viva a la libertad. Pido un viva a la vida. Pido un viva a todos ustedes.

¡Coño!».

Y alguien dio el primer machetazo y cortaron la primera manila y arrancó la cochada de los primeros cincuenta burros con cincuenta soldados abrazados del pescuezo porque no había cabestro ni nada, corcoviando, brincando, pegando unos respingos, unos volantines y triscazos históricos y eso se formó una polvareda de tal magnitud que no se había visto nunca por aquí.

En esa época, Valledupar tenía una sola salida y esos pollinos se devolvieron corcoviando y se iban los soldados arriba y se venían abajo como montados en potros ásperos y escabrosos.

Y así salió la primera cochada. Y después se iban despachando poco a poco, a medida que iban desfilando. Y se filaron y despacharon las seis cochadas de a cincuenta cada una, y cuando la polvareda, y el tropel y los gritos, y las blasfemias y vituperios de los soldados, y las coces y puñadas de los burros se alejaron, hubo descanso aquí en el Valle.

Los soldados salieron metidos a altas velocidades y unos, aprovechando ese zurriburri, tomaron al oriente y fueron a parar a Cúcuta. Otros cogieron p’al sur y varios días después aparecieron en Pasto. Otros fueron a dar a Boyacá corcoviando con los burros, pero en la flor de la carrera metíos, metíos, sin poder hablar unos con otros, sin poder desayunar y la única provisión que llevaban era un huevo crudo con aceitico y la chizlapita de sal y dos fósforos...

¿Quien se podía bajar a juntar candela y a fritar un huevo y a comérselo? ¿De adonde con esas velocidades de esos pollinos? Y para completar, en el primer arrancón los burros reventaron los calabazos de agua y no podían ni bajarse a beber porque se quedaban tirados por las montañas y las lomas y tenían que sostenerse a todo el correr de sus asnos.

Andando el tiempo, por ahí a los siete días llegaron a trecho y pudieron divisar a Tenerife cercado por el dolor a la orilla del río Magdalena. Allá, los españoles desgañitaban hombres y mujeres sobre el tronco de un árbol desmochao. Degollaban patriotas con un hacha por la mañana y también por la tarde y algunas veces por la noche. Y el río estaba completamente rojo. Teñido de rojo y boyando de cabezas que parecían pasas en una ponchera de festejo.

Ya no había suerte ni esperanza en los patriotas que esperaban turno para que les rebanaran la cabeza, cuando, un vigía, porque Tenerife no tiene acceso por vía terrestre sino por el río, un vigía parado en medio de una loma llena de cardonales, unos espinos bravos donde no entra ni el tigre, se apercibió de algo muy raro y le avisó a un comandante español que se llamaba Pepe Azuero Bustamante de la Cruz Pacheco:

—¡Comandante Pepe Azero Bustamante de la Cruz Pacheco!

—¿De qué se ofrece?

—A la distancia, a la distancia, señor...

—¿Qué decís?

—Que viene una nueva arma patriota que no se sabe.

—¿De qué me habláis?

—Venid. Mirad. Venid.

Y el comandante Pepe Azuero Bustamante de la Cruz Pacheco se trepó a la loma y sacó el catalejo, y alcanzó a ver una bola de polvo que venía a paso tirao, con ochenta patas de burro asomando por debajo y veinte colas meneándose que parecían hélices de avión, y no pudo descifrar qué clase de arma era esa.

Entonces, Pepe Azuero Busatamente de la Cruz Pacheco, tembloroso y mudao de color, exclamó a todo pulmón:

—¡Pardiez! ¡Me cachis en la má! Esa es un arma patriótica. ¡No tenemos salvación!

Y con el mismo ritmo se bajó y le gritó al resto,

—¡Sálvese quien puea! ¡Al agua!

Y antes de que los pusieran a muerte, se tiraron al río uno por uno, despavoríos, asustaos, con las armas oscurecidas y sin saber qué era lo que se acercaba.

Y los burros era tanto el impulso que llevaban desde aquí, de Valledupar —sin parar en siete días ni a beber agua ni a mear— que siguieron en tropel y los hombres prendidos de los pescuezos, sin fusil, sin espingarda, sin calabazo, sin panela, sin pólvora Barragán, sin el huevo, sin camisa, sin el Cuti-Pen, sino desmigajaos, reventaos de arañagatos y de cuanto brusco crió Dios y que habían encontrao por esas sendas, llegaron y se jondiaron encima y atravesaron la población, y ni siquiera se aguantaron en el jarillón que hay en la orilla del río, sino que siguieron p’alante y cayeron al agua, en bepe, con todo y jinetes.

Y cuando los españoles vieron ese remolino y ese meneo y semejante atropellamiento, dijeron:

—“¡Jesús María y José! Esa es el arma más mortífera que nos han podido enviar los indios en estos momentos”.

Y así, despavoríos y azaraos como estaban, se fueron a nado y abandonaron la ciudad de Tenerife. La noble villa de Tenerife la Roja. La del color amaranto.