Maruja Lapoint abre la puerta de su domicilio como se carga o se descarga un arma. Abre la puerta maciza de su casa, un tanto destartalada, como uno se despide de alguien que nos ha hecho mucho daño; mitad humano y mitad fauno maligno, asiduo a las arrabales de nuestro dolor convertido en licorería sabrosamente destilada, droga que circula y no se está quieta entre lengua y paladar. Sus labios aparecen maquillados en tinieblas, poco antes de descubrir yo, unos pasos más adentro de su morada, que en realidad se trata de restos de chocolate. Sus manos tiemblan y su cabello, electrificado o mortecino, tiene la lucidez de los falsamente albinos. De los espectros, rabiosamente vivos, que lo que quieren en realidad es matarse; morirse contigo a cuestas, suicidarse muy cerca de tu costado y siempre que tú, por medio de tacto, voz o modales precisos, lo alientes sin fatuos titubeos. Lo alientes como se alienta una confesión, un crimen o la novela de un espíritu sonámbulo.
—Puedes pasar, querido —me dice, riendo, caminando delante de mí sin hacerme caso, indiferente y sublime—. Esto es una cochambre, pero yo no podría vivir en un nido que no fuera sádico.
Estoy en lo que parece ser el salón. Hay libros por todas partes, torres de libros sobre sillones, cojines, adosados a paredes que hace lustros han perdido su color. Torres de libros encendidos de ceniza y restos de alcohol. Botellas vacías en los sitios más inhóspitos; coronando estas torres de libros que sirven de homenaje a un vivo, a alguien que se está matando, a esta mujer que camina como si estuviera bebida y habla sola, porque estoy seguro de que nada cambiaría en la escena si yo no estuviese aquí en este preciso momento.
—Mira, tío —me dice, sentada, sonriendo—. El sadismo aparece en un momento muy concreto de la historia. Lo explica Foucault. Eros es muy antiguo, pero el sadismo aparece a finales del siglo XVIII, solo para revolucionar el imaginario cultural de occidente. Demonio, locura, monstruo insano, y, a título de disciplina intelectual, exclusivamente intelectual, como explica Foucault, es un tónico. La libertad absoluta que vieron en él los surrealistas.
Acaba de hablar, echa un trago de un vaso que acaba de sacar de los bajos del sillón; algo fuerte, seguramente, tan fuerte como ella.
—He venido porque me gustaría hacer un libro sobre usted —acierto a decir, evitando que mi voz tiemble o no me responda—. Me interesan mucho su bohemia y su vida —miento.
—¿Qué bohemia y qué cojones! —exclama, aturdida—. Yo soy sádica, nada más.Y soy sádica porque no he parido, no soy madre, aunque si lo fuese, sería todavía peor. Porque sería feliz y por ello podría ser todavía más sádica. ¿Tú conoces la tipología de madres que hace Thomas de Quincey?
—No, mire. No sé nada de eso.
—Quincey, en su librito Suspiria de profundis, en aquel texto que lleva por título “Levana and our Ladies of Sorrow”, habla de tres Madres, Señoras de la Pena y hermanas entre sí. Mater Suspiriorum, Mater Tenebrarum y Mater Lachrimarum. Esta última es la mayor, Nuestra Señora de las Lágrimas o Madonna, la que yo hubiera podido ser si hubiese parido. Delira y se queja noche y día. Llama a toda clase de rostros desvanecidos.
—¿Llora usted mucho?
—La Mater Suspirorum es la Madre de los Suspiros, como habrás podido imaginar; la que se ocupa de pobres, cautivos y desahuciados, aunque algunos poderosos llevan su estigma en la frente. Y la Tenebrarum, la Mater Tenebrarum es la más joven, de cabeza torreada como Cibeles, desafiadora de Dios, madre de las locuras e insinuadora de todos los suicidios.
—¿Quiere matarse?
—Yo soy la que no ha parido —vuelve a beber—.Y por ello, que no te quepa duda, puedo combinar las chaquetas de los mercadillos con los trajes de época.Y por ello puedo ser la Olalla de Stevenson y la madre zombie de Ambrose Bierce. Bierce retrata al personaje en The Death of Halpin Frayser. De los cuatro capítulos del libro, sí, solo primero y tercero están protagonizados por Frayser. La vida de Fryser y sus incestuosas relaciones con su madre, de donde salen Psicosis y la película de Hitchcock. Frayser se duerme, en una espantosa noche de verano, en cierto bosque y sueña con los horrores que lo habitan: los espíritus de los muertos y varios espectros. Misteriosos mensajeros de Dios que emiten susurros devoradores y alusivos a una misteriosa conspiración contra su cuerpo y alma.
—Me gustaría que hablásemos de Umbral. Si es posible.
—Hay un detective en el relato, y un ataque criminal, y ese pasaje divino donde se dice —levanta la copa, se pone en pie—: “Se encontró mirando el rostro afilado y los ojos vacuos y muertos de su propia madre, erguida, blanca y silenciosa, con los atavíos del sepulcro”.
—Muy bonito. Espeluznante.
—Pero este relato de Bierce no tiene nada que hacer con la Olalla de Stevenson; esa novelita corta de la que saben muy pocos, poquísimos, oscurecida por El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde. La madre noble y degenerada, el hijo guapísimo pero retrasado mental, y el personaje principal, Olalla, que debe luchar contra toda la maldad de los suyos, siempre en sus venas. Porque el mal siempre está en la familia. El deseo es lo que nos lleva hacia delante y la nostalgia la que nos lleva a la familia o el mal. Que es lo mismo.
—¿Hace cuánto que conoció a Umbral?
—La madre de Olalla es un puto bicho. Adoro esa parte del texto en la que se cuenta que su único cometido era, vestida con suntuosas telas y brillantes, cepillarse una y otra vez el cabello al sol. Una especie de bicho, sí, que necesita hacer la fotosíntesis. Como los yonquis hoy en día, siempre con su chándal y siempre al sol. El bicho que peina y peina sus largos cabellos al sol, repleto de enfermedades, repleto de trucos y planes. Como estoy yo ahora mismo, tomando este vodka —me señala la copa—.Y cuando aquel personaje le pide ayuda en el texto, porque se ha cortado, imaginar, oh, cómo el bicho se levanta y acude a morderle, excitada por la sangre. Un bicho al que tiene que reducir entonces el hijo bellísimo y subnormal. Qué maravilla. Un bicho cuyo único cometido pensamos que es ese, cepillarse y cepillarse la melena, pero cuyo rostro es un rostro del espíritu y una excusa. Lo que decía Sheridan Le Fanu: “El rostro, ese poderoso órgano del espíritu”. ¿Has leído a Sheridan Le Fanu?
—No, no lo he leído. ¿Es bueno? —pregunto, mientras cruzo las piernas, harto de un discurso en el yo no cuento.
—Prodigiosa la Carmilla de Joseph Sheridan Le Fanu; de donde salen, por ejemplo, buena parte de las películas de Dreyer. Aquí también está la madre siniestra y la madre castradora. La Madre Ódica. ¿Sabes que significa ódico? Pues te lo digo: “Relativo al magnetismo y a la electricidad natural que se desprende de determinados seres vivos o animales”. La madre esbelta y pálida, vestida siempre de terciopelo negro, aquella que era yo cuando conocí a Umbral. Un puto personaje de Le Fanu. También de Hoffmann; porque Hoffmann le plagia casi todo a Le Fanu. Por ejemplo, su Aurelia...
—Podría explicarme cuándo conoce a Umbral y cómo.
—La Aurelia de Hoffmann es casi un plagio de la Carmilla de Le Fanu —me señala con el vaso, ya vacío—. La bacante siempre es la contrafigura del viejo asceta, quien se alimentaba, según las escrituras, a base de saltamontes y miel salvaje. En la Aurelia se dice: “Viejas mujeres semidesnudas, con el cabello desmelenado, hallábanse arrodilladas en el suelo, y se inclinaban sobre el cadáver de un hombre, que devoraban con voracidad de lobo”. ¿Es la misma dieta que la de los ascetas? Ja, ja. ¿No comprendes?
Su risa es más tétrica que la habitación donde nos encontramos, que sus labios con restos de chocolate o mirada hundida por el dolor.
—¡Vete de mi casa, vamos! —me dice, a pasos cortos, pero convulsos hacia donde me encuentro.
—¿Qué es lo que dices?
—¡Fuera, te digo! Ven mañana sobre esta hora si quieres seguir hablando. Ahora estoy muy cansada.
—¿Pero hablaremos de Umbral?
—Sí. Oye, necesito beber algo y acostarme. Es lo que necesito.Tengo que acostarme. Creo que tengo una botellita pequeña de ginebra en la nevera. Beber algo y acostarme.
Me veo solo en la calle. No tardo en volver a verme solo en la calle, tras sus tesis sobre madres tenebrosas o cuanto me ha contado. Me la imagino bebiendo a gollete por una botella rancia de ginebra de su marchita nevera. No sé qué hacer, el caso es que no sé qué voy a hacer. Me suena el teléfono móvil cuando estoy a punto de levantar la mano para detener un taxi:
—Herodías incita a Salomé a pedir la cabeza del Bautista...
Es ella, su voz aguardentosa. Lapoint en estado puro. Vuelve a repetir la salmodia:
—Herodías incita a Salomé a pedir la cabeza del Bautista, y aquí comienza el principio de castración.Y yo soy la Empusa, la contrafigura de la Vampira, con origen griego y no transilvano. Los griegos las llamaron Empusas, Lamias o Éstriges. La Empusa, como Sirena y Esfinge, siempre relacionada con el mundo de los muertos. Sale en Aristófanes y en Filóstrato. La Empusa de Filóstrato quiso arruinar la vida del joven filósofo Menipo. Si sometes su cuerpo, hecho de niebla y perfumes, al Sol, puedes acabar con la Empusa. Su antecedente es la Clarimonda de Gautier.
Cuelga el teléfono con precipitación: clic. Me veo estúpido, Clarimondo, en mitad de la calle. “Soy Clarimondo y me gusta meter la polla hasta lo hondo” —me río, en estricta soledad, a punto de la completa enajenación.
Subo a un taxi y hago el viaje de vuelta. Del Infierno al Cielo. Esta vez, en una secuencia de minutos similar a un tiempo atrás, son seis euros. He cometido el pecado de decirle al taxista algo que no debía: “Soy Clarimondo y busco un lugar de alterne, donde hay putas muy viejas y muy desnudas, que se llama Empusa”. “Pues no lo conozco, disculpe usted” me dice un hombre canoso, amargado, con su palillo brillante en la parte izquierda de la boca. “A mí Gautier es a lo que me suena. A mujeres viejas y muy desnudas”. Esta vez me encuentro con un muro de silencio o hielo insuperables. El hombre no me contesta. Mueve su palillo de lado y ni siquiera da muestras de haber comprendido mi mensaje. Comienzo a pensar, amargamente, que la indiferencia es una enfermedad que puede llegar a transmitirse por la piel o la cutícula de las uñas. “Pero yo a este tío no le he tocado —pienso, deseando un palillo como el suyo. Pero yo a este tío solo le he dicho que me lleve a casa. A mi casa de la calle Hortaleza, aquí, en el centro de Madrid, donde creo poder ser feliz y tengo que intentarlo. Donde me paso la vida entera en intentar llegar a ser alguien”.
Al bajar del vehículo me encuentro con Tarazona, allí, esperando al otro lado de una acera que parece el Universo. Me suena a película americana, malísima, donde se alerta por teléfono de que el intruso acaba de salir de tal sitio y, cuando quiere llegar a otro, ya hay alguien allí esperándole. Tarazona ríe y levanta las dos manos al mismo tiempo. Es cuando percibo que hay algo en toda esta historia que no me ha sido desvelado.
—¿Qué tal ha ido todo, machote? —me pregunta, mien tras me abraza, dándome golpecitos en la espalda.
—De puta madre.Todo cojonudo.Antes de lo que pensamos tendremos el libro.
—¿Te apetece tomar una copa?
—¡Que va! ¡Imposible! Tengo que transcribir textos, es el momento, se me pueden olvidar muchas cosas importantes. Otro día.
—¿Te apetece que vayamos a ver a Umbral o algo así?
—No, en otro momento. Ahora lo primero es lo primero. Lo primero es nuestro libro, y me va la vida en ello,Tarazona —miento, con una réplica de sonrisa casi tan falsa como la suya—. Cuando tengamos el material ya hablaremos de ocio.
—¡Ese es mi muchacho! ¡Mi gran escritor de éxito!
A la entrada en el portal ni me fijo si este estúpido editor, vestido de amarillo porque tiene mucho que ocultar, sigue ahí o se ha marchado. No me importa demasiado, no me importa nada, solo quiero mi cama y un momento de silencio. Me asusta acabar mis días como Lapoint; me asusta acabar mis días en el ridículo amarillo de Tarazona. Me asusta que de esta pensión horrible no pueda salir nada: ni un libro, ni un futuro, ni otro escenario que la calle Hortaleza del centro de Madrid.
Me encierro en mi cuarto. No he encontrado a nadie. Acudo al baño y el espejo me recibe con su peor mirada:
—VA A SER HOY.VA A SER HOY.
Es lo que pone. Regreso a mi cama, a mi cuarto, a mi imitación frugal y fugaz de Onetti, de cara a la pared y con el vientre saturado de gases por culpa de la ginebra o el coñac. Onetti es enfermedad al final de su vida —esquizofrenia, dictan algunos— pero dudo que una persona enferma, cualquier persona enferma pueda beber lo que él bebía —o dicen que bebía—. De cara a la pared me pongo a pensar lo que pasaría en esta pensión si muriese alguien. El lío en el que podría meterme si me descubren en una pensión donde ha aparecido un cadáver. Hay muertes que pueden ser otra vida —la de Lapoint, la de Onetti— y hay vidas que no pueden superar su reto de ser auténticas muertes —la mía—. La tentación de llegar a acabar con todo es peor que en otro momento cualquiera. Me aterroriza llegar a un discurso intelectual —el de Lapoint— sin norte, sin dirección, sin nadie que me escuche. No hay ninguna diferencia entre un intelectual marginado y un borracho hablando solo por los bares. Esa parece ser la única explicación que interpreta mi realidad más feroz y cercana. No hay ninguna diferencia entre decirlo todo en una serie de libros magníficos —los de Onetti— y no decir nada en un libro verbal que jamás se escribe —el de Lapoint—. En mitad de todo, sí, como burla o mueca del destino, los cientos de libros de Francisco Umbral, quién sabe como ejemplo o contraejemplo de qué. Quizás, no lo sé, la muerte comience por estarse quieto.Tal vez sea ese el mensaje de sus mil libros y decenas de premios.
—Soy Clarimondo —me digo, contra la pared, arqueando las nalgas a ver si me sale un pedo como los de Onetti— pero no me estaré quieto. Lucharé por salir de esta cama y de la madrileña calle Hortaleza. Solo beberé alcohol cuando sea alguien, al revés que Tarazona y Lapoint, justo como hace Umbral desde que llega a esta ciudad.
El pedo no me sale como yo quiero, pero sonrío, y creo que eso es al fin lo más importante. Lograr la armonía de la risa en mitad del fracaso. Reír como desdichado, pensando que el éxito puede ser mejor. Olvidar al fantasma de Lapoint entre mis fauces, con su mierda de casa y mierda de libros y mierda de ojos absorbidos por los fantasmas peores y mierda de discurso.
El discurso que solo puede llevar a decirles gilipolleces a los taxistas más horteras de Madrid. Los del palillo allí donde Hitler o Nietzsche gastaban simpático bigote. El bigote gordal de Nietszche y aquel de mariquita, tan de Chueca o de provincias, de la locaza de Adolfito con botazas negras hasta la rodilla. Porque todo el mundo sabe que a Adolfito le gustaba Wagner y solo le faltaba lucir tacones.