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Todo el mundo sabe que Adolfito (Hitler) y Nietzsche eran de la otra acera: soterrados u ocultos en una homosexualidad diáfana, profunda, cenagosa; antes que en cualquier tipo de heterosexualidad insolente, superficial o atrevida. A los dos les gustaban mucho Wagner y es Proust, sí, quien convierte la relación entre ellos tres en un adjetivo, cuando en su saga eterna quiere dar cuenta de que una mujer es un tanto masculina o posiblemente lésbica: la mujer wagneriana era un poco wagneriana, etcétera. ¿Y Umbral? ¿Qué pasa con Umbral? No solamente llena sus novelas de lugares homosexuales, bares homosexuales, caso de El Giocondo, sino que muchas veces, sin que nadie se lo pida, hace la novela estrictamente homosexual: Un carnívoro cuchillo. La novela/urinario que es Un carnívoro cuchillo, donde un personaje pasea por los urinarios de Madrid (¿en busca de qué?), mientras parece querer dejar sentado lo que es o simula ser la crónica diaria de un chapero, buscavidas de provincias en la gran ciudad, homosexualidad canalla y siempre por abajo. Si en El Giocondo establece el autor la homosexualidad por arriba —cul tura literaria, locales gays a los que van académicos, mucho famoseo en una fosforescente noche madrileña en sus lugares de moda— hace justo lo contrario en su novela/urinario —Un carnívoro cuchillo— siempre tan relacionada con otras obras suyas sobre la degradación —Madrid 650— y, al mismo tiempo, tan sincera en su fondo, ampliamente testimonial.

Ya el comienzo de Un carnívoro cuchillo es puro fuego de artificio, más de lo que vendría después, una inmersión en los perfumes hediondos que no se aplaca cuando el discurso parece muchas veces fluir en solitario, sin la presencia o asistencia de su autor. Un comienzo que es pura artillería o labor de traca sin retroceso: “Los urinarios de caballeros están junto al mercado y a ellos baja de vez en cuando algún carnicero, algún verdulero, o un chico que trabaja en una frutería y no viene a orinar, sino a masturbarse. Los urinarios son profundos, geométricos, grises, como hechos de un feldespato indefinible, pero sin duda falso, industrial, y huelen a mar muerto y hombre sucio, a sal y a piedra húmeda, a cañería. La señora de los urinarios es una mujer grande, blanda y con gafas intelectuales para el estrabismo. Atiende al personal casi con amabilidad, pero se conoce bien a la clientela, sabe que los hombres son muy guarros (parece viuda de muchos años), vigila siempre y solo concede papel higiénico, que es casi siempre papel de estraza, mediante propina”. Este es el arranque de Un carnívoro cuchillo, donde Umbral se oculta en la misma medida en que parece exhibirse y donde Umbral juega con una serie de personajes débiles, apenas esbozados, cuando todos los personajes son él mismo, como han señalado muchos, y esta novela no es sino lo que quiere ser: un juego abierto, su mayor confesión. Cuesta creer que todos estos ambientes — los de El Giocondo, donde se reseña hasta el tapizado de ciertos bares; o los de Un carnívoro cuchillo, exhaustivos en sus miserias— no hayan sido vividos por su autor en primera persona, concebidos ahora, en estos libros, como estricta cró nica sentimental.Y si así fuera: ¿qué hace un estricto y convencido heterosexual en el lado contrario, alternando en semejantes alcantarillas, buscando esa polarización que nadie le pide?.

En muchos otros libros suyos —Tratado de perversiones, por ejemplo— el autor nos da unas afirmaciones que lo tienen todo de ladrillazos contra uno mismo; intentos probablemente de explicación de uno mismo bajo la fórmula o mascarada de otros, siempre genios o glorias literarias. Tomemos una de estas perlas varias: “La homosexualidad y toda clase de sexualidad heterodoxa, por decirlo de alguna forma, es un proceso metaforizante en delirio, y por eso nunca da amores vulgares, rutinarios, mediocres: porque está obligada a trabajar a mayor presión fabuladora. Por eso ha dado tanta literatura escrita por sus protagonistas. Es literaria en sí misma”.Todo un libro este —Tratado de perversionescentrado en Proust, sobre todo en Proust, y a ratos en Flaubert, Virginia Woolf, Henry Miller o el sexo. A ese respecto, en otro párrafo, es significativo cómo quiere vendernos a Flaubert: “El arte es ambigüedad, y cuando Flaubert transforma su alma masculina, provinciana y hastiada en el alma de una joven casada adúltera, trasladándole todas sus lacras, taras y melancolías (a más de su poder creador), no solo se ha confesado —lo cual sería poco—, sino que se ha metaforizado a sí mismo: ha hecho una obra de arte”. Una obra de arte, sí, que Umbral parece querer hacer o repetir en los garitos sofisticados de El Giocondo y los urinarios paupérrimos de Un carnívoro cuchillo, para algunos críticos y especuladores, no siempre situados en Madrid sino también en provincias, fruto de una vida anterior de su autor en la gran urbe.

Desayuno junto a la que es mi familia sin dejar de pensar, obsesivamente, si un escritor debe o no debe tener familia: Benito Lacunza, Aquiles, Berta Miravalles y una patrona con forma de joroba y llave antigua, que sale y entra de la cocina sin decir ni mú, ni acaso mirarnos a todos nosotros con mínima simpatía. Hoy parece no haber muerto nadie, a pesar de los mensajes reiterativos del cuartito de baño, por lo que hay que celebrarlo. La primera parte del desayuno me ha llevado a este ensimismamiento en la homosexualidad umbraliana, no del todo comprendido, y ahora procuro desconectar, sociabilizar, no entrar en una serie de círculos, norias o fatigas que puedan convertirme en otro, polarizarme, hacer de mí quien no quiere ser en estos fallidos momentos. Comienzo a pensar en un tipo de escritor con familia (Thomas Mann) y otro sin ella; siempre aislado (Pessoa o Kafka). Comienzo a pensar en un tipo de escritor que no se sabe si escribió con familia o solo con su madre (Borges). Medito sobre un tipo de escritor bohemio, rodeado de una nube interminable de hijos, al que parece no haber afectado la condición burguesa, acomodaticia o deformarte de la familia (Valle-Inclán). Observo a mis comensales de mesa y, detenidamente, escucho cómo se dirige a mí Lacunza:

—Lo dice el Che Guevara muy clarito: una estrella mirada a través de una lágrima es una cruz.

Identifico cruz con homosexualidad, todavía con Umbral en mi cabeza a punto de estallar, la historia de sus primeros libros y su vida nueva en la capital del reino.

—Si eres pobre, eres un loco -continúa Lacunza— pero si eres rico eres un excéntrico. Pasa lo mismo con los maricones. Si no tienes tarjeta de crédito, ni ropa de moda, ni tal o cual peinado, ni casas ni coches asequibles, no eres gay. ¡Qué cojones va a ser gay! Lo que eres es un maricón de mierda, como tantos y tantos. Ja, ja. Se lo escuché decir a un tipo muy gracioso. Alguien, muy amigo mío, que está muy metido en ese rollo y sabe bien de qué van todos ellos. Lo sabe porque lo ve y porque es una persona muy reflexiva.

—Pues si lo ve, a mí no me interesa —interviene Berta—. Los enamorados que se ven y se hablan tienen la misma felicidad del amor; los que viven separados tienen dos felicidades: la del amor y la de su esperanza.

—Eso sí que es una mariconada —responde Lacunza—. Solo lo podía haber dicho un pobre. O dos. Dos pobres en igual sintonía de miseria. Ja, ja.

—A mí me interesan los enamorados que no se ven o los que tratan de olvidarse —sigue Berta—.Tratar de olvidar a alguien es querer recordarlo para siempre. La muerte es siempre una promesa que nos hacen nada más nacer y un día se cumple. No lo olvides, chalado. Y deja ya de reírte como un asno.

—¿Te has fumado un porro o qué te ocurre, chiquilla? —pregunta Lacunza, en tono airado, ajeno al arte de hacer frasecitas buenas.

Aquiles y yo vemos las frases correr como en un partido de tenis o ping-pong. Ello conduce a que nuestras miradas, esporádicamente, se crucen en un vacío pentagramático en el que coincidimos pero no acertamos a explicarnos.Tiene unos ojos preciosos, aún más musculados que sus bíceps, ajenos a todo cuanto ocurre y con todo el peso impreso de una niñez-adolescencia mal solucionada en su centro oscuro; ese iris parpadeante, volcánico, con burbuja de droga cuan do mira a los lados. Tiene unos ojos que me dicen lo que Francisco Umbral dejó escrito alguna vez: “Literatura es escribir las cosas como no las escribe nadie; no digo mejor ni peor, sino distinto”. Sus ojos distintos son droga húmeda para mí. Sus ojos, ahora mirando al extremo opuesto, me dicen que hay adolescencias que jamás se terminan de resolver. Igual que algunas curdas o determinadas noches de sexo, aquellas horas en las que huimos de nosotros mismos, y queremos ser otros para eso, para acabar de destruirnos o contradecirnos como merecemos. Siento deseos de soplar su mirada, justo cuando vuelve a enfrentarse con la mía, pero lo evito a toda costa.

El desayuno culmina en escueta certidumbre: iré a visitar a Lapoint esta mañana. La seguridad de que su estado se rá menos sobrio cuanto más avanzado esté el día me im pulsa a hacerlo. Nadie me garantiza que no esté borracha, pero la seguridad de que por la tarde o noche lo estará más, mucho más, me impulsa a no perder un instante en mis pla nes.

Seis euros más tarde —tal y como se mide el tiempo en la vida del poeta— me encuentro pulsando tres veces seguidas el timbre de Lapoint. El hecho de haber salido de la pensión a gran velocidad, evitando que nadie me preguntase adónde me dirigía, y haber cogido el taxi así, a lazo, ha dotado de cinematografía y riesgo mis pasos en esta ciudad donde, sospecho, nadie puede seguirme. Soy tan insignificante que ninguna película sobre mi vida sería interesante.

Lapoint bebe café compulsivamente delante de mí, acomodada en el sillón principal de su destartalado salón. El pulso no se le está quieto, tiene los nervios destrozados y no quita el norme tazón donde se trasluce casi medio litro de café negro de los labios. Al mismo tiempo fuma, o fuma y se olvida de que lo hace, todo en un gesto obsceno, enfermo, ajena a sí misma en un punto en el que no debería estarlo. No sé cómo introducir la conversación, me pesan esta sala y su silencio, por lo que aludo a lo primero que se me viene a la mente:

—Oye, Maruja, ¿qué opinas de las referencias homosexuales de Umbral en Tratado de perversiones o El Giocondo?

Ella ríe. Mueve las manos de un modo raro, siniestro, cada una ocupada con la taza y el cigarrillo, al mismo tiempo que ríe como nunca:

—De ese libro que has citado, Tratado de perversiones, me interesa mucho lo que expone de la teoría de la muñeca de no sé qué película de Berlanga y lo que dice de Henry Miller. En esta teoría rara de la muñeca estriba lo que opina él de la mujer, y cómo trató a un sinfín de ellas, siempre sin importancia alguna. Como me trató y me trata a mí, sin ir más lejos. En lo de Miller es más complejo. Le gusta la sordidez de Miller, tan de urinario y esas cosas, pero admira más su técnica, la sintaxis como “facultad del alma”, sus libros desordenados al escribir, ese género que vende Miller que, por otra parte, no es novela ni diario, sino todo junto, amalgamado. Ese olor a orín, sudor y salsa de tomate que son todos sus libros.

Me sorprendo de haber escuchado a Maruja decir la palabra urinario, pero no le doy más vueltas, desconozco si tendrá algo que ver o no con los urinarios de Un carnívoro cuchillo. Le planteo una segunda cuestión, siempre buscando sus manos con mis ojos antes que su mirada, esas cosas que hace con las manos ocupadas todo el rato.

—Mira, Maruja, te voy a citar un pasaje que conozco bien de Tratado de perversiones sobre Miller. Dice Umbral: “Los luminosos sueños eróticos de Miller se resuelven de una manera mediocre, y por eso su sexualidad nos aboca a lo negativo, y todo el poder que él traía de las alturas se le empoza en la negación, la destrucción y el horror”.

—Si no hubiese destrucción u horror, no le interesaría. En ese libro estudia a Woolf, siempre desde su vertiente lésbica, atormentada. Estudia a Proust, por su martirologio, homosexualidad, la memoria involuntaria y todo eso. Estudia a Miller, analiza un tipo de escritor siempre en drama o conflicto.Y más adentro, siempre en esa clase de escritor, a alguien no saludable. Un genio, sí, pero cuya vida estaba dotada de muy poca salud. Enfermos de varias condiciones y patologías.Te voy a citar yo otro párrafo que recuerdo bien: “Miller pone al lector en comunicación con el mundo muy eficazmente, pero en comunicación con un mundo de letrinas, tapias ruinosas, traseras, mujeres demasiado exudantes y latas vacías en el vacío del inmenso Brooklyn”. Y otro párrafo más —añade, deshaciéndose del tazón—: “El Miller protagonista de los libros escritos por Miller se pasa la vida en hogares oscuros, entre amigos mediocres, vive aventuras pequeñas que solo su verbo magnifica, trabaja en oficinas postales americanas y hace la bohemia tópica de París”.

Me hace seña de que no quiere seguir hablando de Umbral.Vuelve a proveerse del tazón. Da muestras de asco, reitera que no le interesa nada Umbral y basta. Puntualiza que Tratado de perversiones es una mierda.Vuelve a dejar el tazón sobre un pequeño soporte que tiene al lado. Enciende un cigarro, comienza a hablar, sin entender yo a qué viene lo que me cuenta:

—Dice Freud en El malestar de la cultura: “Las satisfacciones sustitutivas como las que nos ofrece el arte son, frente a la realidad, ilusiones, pero no por ello menos eficaces psíquicamente, gracias al papel que la imaginación tiene en la vida anímica”. Cultura es todo aquello que no es represión, en este sentido, y al mismo tiempo, la represión misma. Un buen ejemplo, sin duda, para tu Miller o Proust, mucho mejores que Umbral. La moralidad, en mitad del campo cultural, jamás existe o no al menos como piensas —coge de nuevo el tazón—. Lo dice Nietzsche: “No hay fenómenos morales en sí mismos, sino una interpretación moral de los fenómenos”. Hay siempre un principio de placer que se opone a la realidad, una pulsión que se opone a la legalidad pública y un ELLO que entra en conflicto con un SUPERYÓ. Dice Freud en el librito que te he citado: “El hombre no es una criatura tierna y necesitada de amor, que solo osaría defenderse si se le atacara, sino, por el contrario, un ser entre cuyas disposiciones instintivas también debe incluirse una buena porción de agresividad. Por consiguiente, el prójimo no le representa únicamente un posible colaborador y objeto sexual, sino también un motivo de tentación para satisfacer en él su agresividad, para explotar su capacidad de trabajo sin retribuirla, para aprovecharlo sexualmente sin su consentimiento, para apoderarse de sus bienes, para humillarlo, para ocasionarle sufrimientos, martirizarlo y matarlo”.

—¿A qué viene todo esto? —pregunto, cansado, sin saber orquestar cuanto acabo de escuchar en torno al cometido que me ha traído aquí.

—Esto viene a que el instinto será siempre el ELLO y el sistema de legalidades que pretende controlarlo el SUPERYÓ. Y esto viene a que —se pone en pie—: o sales de mi casa aho ra mismo o te asesino.Te mato para calmar mi sed de sexo y alcohol —repite, avanzando hacia mí—.Te mato como si fueras Umbral —retuerce los puños como si ahogase a alguien— y luego te escruto el ano, para escupir dentro, si puede ser empujando uno de tus ojos arrancados con mi dedo meñique.

Me levanto casi sin darle tiempo a continuar la frase. Comprendo que esta señora es intratable. Ha sido un error venir aquí. Intento calmarla de la mejor forma que me es posible:

—Tranquila, Maruja, me marcho ya. No la molestaré más.

Ella se vuelve, violentamente, en forma de remolino, buscando el tazón con ansia y arrojándose sobre el sillón con cansancio de siglos en vela. Apenas susurra:

—No hay mayor contradicción o lucha que la que Freud sistematizó. Eros frente a Thánatos. La sexualidad en su aspecto más mórbido y el deseo de matar. Desaparece de aquí y no vuelvas nunca más. Porque seré yo quien ponga fin a todas tus dudas por medio de ese descanso eterno que es la muerte.

—Me voy, tranquila —contesto, con las manos en alto.

—¿Sabes qué repetía mucho Umbral en el Gijón hace tiempo? Después de El último tango en París todas las tías querían que les dieses por el culo.También aseguraba que la penetración boca abajo es un disparate. Que la penetración solo es buena como en los animales, por detrás, o poniéndose el hombre siempre debajo...

No doy tiempo a que siga con la cháchara. El portazo de salida ha debido alertarle de que ya no me encontraba por allí. Siempre que en toda carrera artística se busca eternidad —me digo a la salida a la calle— se recoge soledad y locura, normalmente en un mismo grado. Maruja Lapoint habla de las cosas como si fueran suyas, y quizás por eso es el personaje más loco, más solitario y más artístico que jamás podré conocer. No obstante, no usamos el mismo código y la comunicación es imposible. El libro que Tarazona me propone es una quimera —pienso, de camino a una boca de metro o a ninguna parte, resuelto a no volver a gastarme seis euros así como así.

Tras direcciones válidas y otras que se contradecían, me cuesta una media hora llegar a lo que identifico como una boca de metro. Justo en la bajada de las escaleras que la perfilan me encuentro con dos vagabundos. Uno va con abrigo hasta los tobillos y sombrero roto, inclinado a un lado. El otro va sin afeitar, sucio, con una camisa de cuadros, estilo leñador, y un jersey larguísimo y exagerado, casi hasta las rodillas, posiblemente de mujer.

—Cuando no nos conocíamos —dice el del sombrero— bebíamos; ahora que nos conocemos bebemos, pues bebamos hasta que nos conozcamos. Ja, ja.

—El que bebe se emborracha —contesta su amigo—, y el que se emborracha duerme, pero el que duerme no peca, y el que no peca va al cielo, puesto que al cielo vamos, bebamos. Jo, jo.

Bajo las escaleras muy despacio, ausente a todo salvo a la conversación entre esos dos irracionales, dos seres vestidos de sospecha o la máxima de las intelectualidades.

—Respecto al canon por el que me preguntabas, yo diría que siempre hay que escribir contra algo. Buscarse enemigos ficticios que te sirvan de motor y yo, al igual que mi amigo Vila-Matas, elegí el realismo español. Pero en realidad es un enemigo que es un santo y un bendito, que conste.

—El modelo para la novela del siglo XXI —dice, cayéndose, su interlocutor— está en Julien Gracq. Ja, ja. Está todo en Julien Gracq. Je, je.

No acierto a comprender por qué se ríe, pero simulo detenerme a atarme los zapatos, quiero escuchar lo que siguen diciéndose estos dos murciélagos con síntomas evidentes de ebriedad.

—A mí me gusta mucho Gracq, como a mi amigo Vila-Matas, lo sabes de más.Y cada vez me jode más Baudelaire. Me jode el artista drogadicto o politoxicómano que justifica su adicción aludiendo a un mundo horrible. A este tío le diría yo: si hubieras nacido en Biafra ¿cuál hubiera sido tu escape, gilipollas? Y si te hubieras apellidado Sonneshein y tu destino hubiera culminado en Auschwitz, ¿qué hubieses hecho, pedazo de mierda?

—Te entiendo a la perfección —contesta el que ya se ha caído y no hace el menor esfuerzo por levantarse—. La gente imita por ahí el alcoholismo de Carver, pero se olvidan de que con veinte años ya tenía dos hijos, y tuvo que trabajar de limpiador muchos años para permitirse unos estudios superiores.

—Tú y yo, como somos abstemios, no tenemos ese problemón. Ja, ja. Ni el cabrón de Vila-Matas, tampoco.

—Ya te digo. Jo, jo.

No puedo disimular más tiempo y desaparezco de camino al precipicio invertido del subterráneo. Me gustan los escritores que saben que escribir es hacerse pasar por otros (lo dice también Vila-Matas). Adoro al poeta que se dice a sí mismo que no bebe para hacerlo o seguir haciéndolo de cualquier otro modo (con más violencia, más suicida). Echo ya de menos a los seres como Maruja Lapoint, a quien probablemente no volveré a ver, que aseguran que van a matarte y lloran, o eso imagino, ante lo que comporta tu falta física en su perorata de los próximos segundos, de la media hora siguiente o el resto del día encerrados en una cosa tan profunda como su memoria.

—Voy en metro como un personaje de Dickens —me susurro a mí mismo, ante la incongruencia mineral de la frase y la grave ausencia de metro en tiempos dickensianos.

Quizá Maruja Lapoint tenía más razón de lo que pensaba —pienso, haciendo lo que veo hacer, con tal de conseguir un billete corriente—. Las pulsiones hacia la realidad son del todo irreprimibles. Las pulsiones hacia la realidad son las causantes de enamoramientos y asesinatos.