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Emerjo a la calle, el bullicio, la vida, el surrealismo, mi soledad, la literatura y mil y una metáforas callejeras en Gran Vía. Me viene a la mente una frase de Umbral en Memoria de un niño de derechas: “La velocidad es el confort de la libertad”. Creo que era algo así. A mucha más velocidad —en mi metro inédito— y completamente libre —en gesto perpetuo de estudiante— he regresado a las mansiones que me son más próximas a mi nicho de escritor y pobre de solemnidad. Memoria de un niño de derechas es un libro bonito, con sus arroyo de Albroñigal, los barrios bajos, ese heroísmo que Umbral tanto cultivó, unido a la ambigüedad que no acabo de comprender en él. Repaso tal ambigüedad en dicho título casi de memoria: “Hay mujeres que aman como hombres” (página 32); “Se movían los homosexuales, peinados y repeinados, en el espejo con humo, como medusas entre dos aguas. Nos presentaron en un bar de homosexuales. La americana pobre se llama Irene y era judía. Mien tras tomábamos café negro con coñac, yo advertía que la americana pobre me miraba con sus ojos tristes, dulces, borrosos, entelarañados. Era una mujer de piel blanca, de formas fáciles, propicias al derramamiento” (página 62); “Los viejos maricas son untuosos y dóciles.Tienen el hablar melifluo y entrecortado.Todos están enamorados de algún muchacho a quien admiran a distancia. Quizá, el tipo alto y encorvado, el de los gruesos lentes y las manos muertas y deslizantes, me ha elegido a mí” (página 159). “Los viejos maricas se reúnen en la cafetería al atardecer y se sientan en fila, muy pegados unos a otros, sin mirarse, pero sintiendo el pobre calor de sus cuerpos, dándose una tibieza que ya les va faltando. En Madrid se puede vivir de engatusar a uno de estos viejos, como se puede vivir de las turistas, aunque, naturalmente, son mucho más convenientes las de los automóviles que las de los autocares” (página 201); “Los maricas se reúnen al anochecer en las terrazas de los cafés de Recoletos, en grupos amplios, y de vez en cuando reciben la visita de un homosexual alto, con rostro de mujer, que llega de una manera espectacular” (página 222); etcétera.

Pese a las quince o veinte mujeres repartidas en este libro y de toda condición, americanas o turistas, retrasadas mentales o putas, nos llaman la atención esta ambigüedad, tan próxima al uranismo, que no entendemos del todo en Umbral, y el recorrido geográfico que hace por todo un Madrid que conoce al dedillo. Sórdidas calles de la Luna y de la Madera (restaurantes que se disparan de acera a acera el estallido de su fritanga y el olor de la rueda mártir de los pollos que se asan en fila, girando lentamente sobre la llama), Plaza del Dos de Mayo (abrumada de calor, rezumante, botijos colgados de los balcones, botijo que recoge su agua y se muere de sed), poblados marginales de La Celsa y La China (donde a los billetes verdes les llaman lagartos. Los limpiabotas de Chamberí les dicen lechugas. Los viejos maricas han llegado a pagar una lechuga o lagarto o verderón a un actorcito barbilampiño, que ni era actorcito ni era nada, porque se fuese con uno de ellos al cine), Atocha (la fuente de la glorieta de Atocha se ilumina al anochecer y es toda ella como una hoguera de agua, como una fiesta aldeana y excesiva que se celebra en el corazón mismo de la gran ciudad), Plaza de Neptuno (hay en esta vida más épocas en las que uno se sienta en el bordillo de la acera, en la plaza de Neptuno, a mirar a Neptuno y mirar a las palomas), arroyo de Albroñigal (donde los gitanos encienden hogueras y los cubanos de Batista toman ron de Floridita), calle Ballesta (donde las putas fuman tabaco rubio americano de verdad, americano fetén, chica, no de eso que hacen en Barcelona), Callao (donde las francesas de la OAS compran y venden aparatos de radio y televisores portátiles, donde los negros coinciden al anochecer en los clubes de jazz y los norteamericanos toman whisky subiéndose la bragueta), barrios del Viso y la Corredera Baja (perfume de jardín cerrado, luz desfalleciente de escaparates de ultramarinos, que de algún modo nos llegaban sobre kilómetros y kilómetros de tejados), Madrid Sur y Pozo del Tío Raimundo (niños en cuclillas viendo pasar trenes y madres que dan el pecho a sus hijos. Grandes descampados, hierba quemada, cielo dramático que no parece el de Madrid), Príncipe Pío (obreros con una maleta vieja y otra nueva, la maleta de la ida y la de la vuelta, que se van de nuevo a Alemania), Plaza de Santa Ana (cafetines que no cierran y se llenan de insomnio cuando la antigüedad desciende a sus espejos), etcétera.

Este es el libro que Umbral encabeza con cita de Kierkegaard (“La angustia es el vértigo de la libertad”) y donde, al parecer, se dedica a espiar viejos homosexuales, a recorrer la ciudad de cabo a rabo, a ligar con toda clase de extrañas y a vivir su soledad de la peor forma posible (“Duermo en una cama de alquiler y como donde se tercie”). Con una temática muy similar a esta, hace también otros muchos libros, pero es especialmente reseñable un librito/puente que a muchos ha pasado desapercibido, un libro que en absoluto es menor dentro de su producción, y que titula Los males sagrados. En este libro tenemos varias claves: 1) Es el único libro que dedica a su hijo. 2) Lo encabeza con cierta cita de Heidegger que daría posteriormente lugar a su mejor libro, según el propio autor, después de Mortal y rosa: “El hombre es un ser de lejanías”. 3) Tenemos ya en este libro el germen de lo que sería El hijo de Greta Garbo, en lo que supone la despedida de la madre enferma, tratada por vez primera como Greta Garbo y 4) Umbral, por primera vez en su historia, se justifica. Hace un prólogo de seis folios en el que se justifica.Teme estar haciendo siempre lo mismo, el mismo libro, y se justifica por ello. Sabe que ya no puede apurar más el ciclo de la infancia, teme haberse repetido hasta la saciedad, y tiene que justificarse.Tomando cierta terminología de un ensayo de Marthe Robert (Novela de los orígenes y orígenes de la novela) alude al escritor/ hijo pródigo, que haría la novela intimista, lírica, vuelta hacia la infancia, fabulatoria de su infancia y padres (Proust); frente al escritor/bastardo que hace todo lo contrario: el texto agresivo, vuelto hacia el mundo, poco autobiográfico (Balzac). Explica su riada de libros en torno al mismo tema con esta explicación somera y un texto que nos despierta risa:

“Si Balada de gamberros era el tratamiento realista del tema, Memorias de un niño de derechas es el tratamiento críticoelegíaco, Los males sagrados el tratamiento lírico y Las ninfas el tratamiento reflexivo, narrativo y analítico al mismo tiempo. En tres de esos cuatro libros hay una historia. En Memorias de un niño de derechas hay una época. En Balada de gamberros y Las ninfas hay realismo narrativo. En Los males sagrados y Memorias de un niño de derechas hay fantasía y elegía, respectivamente”.

Camino arriba y abajo de Gran Vía diciéndome una frase que podría haber dicho Umbral sobre esta calle: “El Broadway neoyorkino. La calle que jamás duerme”. No hay viejos maricas en Los males sagrados —a pesar de que alguno reseña— por la sencilla razón de que está tratando la vida en provincias, la despedida de su madre, la inmersión en una academia de arte y el descubrimiento, paulatino y desolador, de la cultura. Funciona por acumulación, por enumeración, en la mayoría de los pasajes, como es su estilo habitual, con la traca final de una gran metáfora o una imagen, en todo caso, que también puede ser un pensamiento, grabado en la memoria del lector por su sorpresa en el texto y gran originalidad. Tomemos dos ejemplos de todo lo anterior y lo que queremos plantear. Todo lo recuerdo bien: “La a, la b, la fascinación de las letras, el abecedario en góticas muy negras, su curvatura, su gracia, aquellos seres que no eran animales ni piedras, grajos ni montes, la familia misteriosa y prometedora de las letras, la eme como un paquidermo bueno, la ge como un gato sentado, el círculo pequeño sobre el círculo gordo, y un rabito por arriba, como una única oreja levantada, la be como un canguro presto a saltar, la efe como una nota musical” (página 30). “Ser enfermo es ser consciente de cada uno de los cabellos que crecen en la cabeza, del crecimiento de las uñas de los pies, del trabajo submarino de los pulmones, la rueda de ácidos que gira en el hígado, la pesantez de los riñones y el desperezamiento lentísimo del intestino. El propio cuerpo solo se descubre en el amor o en la enfermedad” (página 131).

Leve enfermedad de sí mismo —ya al final del libro— y grave enfermedad de su madre —a la que después dedica El hijo de Greta Garbo—. Hay episodios desoladores a este respecto: “Mamá tuvo una hemoptisis. Había tenido otras, pero aquella tarde, cuando estaba haciendo sonar el piano, probándose viejos vestidos de noche, yendo y viniendo por la casa, cantando en voz alta, recitando versos, se quedó de pronto encogida en una butaca, con el pañuelo entre las manos y la mancha roja en lo blanco, sofocada y silenciosa, de modo que la llevé a la cama y allí respiraba lentamente, me miraba sin verme, con ojos muy brillantes, más transfigurada por el miedo que por la enfermedad” (página 139). El Umbral que se despide de su madre, y ya está haciéndose mayor (“Vestía mi primer traje de hombre”, “Me llevaron a los viejos cafés de la ciudad”, “El sentimiento desalentado y ahogante de mi propio crecimiento y mi propia soledad”, etcétera), y le dedica el libro a un hijo que ya existe y dejará de existir dentro de un tiempo (germen del futuro Mortal y rosa), y quizás descubre a Heidegger (a juzgar por la cita) justo cuando se despide para siempre de la provincia. Un libro en clave, Los males sagrados, jamás menor, porque tal y como escuché en cierta ocasión a Juan José Millás en la radio:

—Llegados a cierta perspectiva, no hay obra menor. Los libros que creíamos menores han sido los que han propiciado nuestras mayores obras, las obras cumbre propiciadas por esas llaves que son los libros menores.

Paseo por mi Broadway madrileño, mi Gran Vía que me digo que es solo mía, convertido en ser de lejanías y voyeur sin el mínimo pudor. Intento, de paso, mi párrafo umbraliano por acumulación y metáforas a todo gas, a partir de cuanto se brinda a mis ojos caídos: “La niña títere y rumana, tan pequeña como un llavero, que me vende un periódico manoseado que lleva vendiendo en vano toda la mañana. El taxista de manos cansadas y volante todavía en el entrecejo, con olor a pan, porque sabe que es la hora del almuerzo y la mañana solo ha generado treinta euros. Los reporteros en perpetuo reporterismo en una calle siempre en vela, haciendo de la noche el peor día y viceversa. Los viajantes de seguros o cosas, con sus zapatos enormes y el nudo flojo de la corbata, ahorcados sin tregua, esclavos de unos papeles que no consiguen colocar en ninguna parte y no hacen más que adelgazarlos. El viejo ocioso, con la pava del cigarro pegada a los labios, y las manos manchadas de rotulador, todo por culpa del Bingo, y una ilusión o vana esperanza que se le ha quedado impresa en la mirada a título de vieja calcomanía”, Podría pasarme toda la mañana de umbralismo, de umbralita, de umbralitis y umbralitosis. Pero el caso es que lo dejo ya, esta calle me da miedo, me desvío a Hortaleza, este anonimato de la gran avenida me da pánico. ¿Tendría razón Lapoint?, me pregunto. ¿Hay siempre una pulsión y una realidad que la niega?, vuelvo a hacerlo. Imagino, en la esquina Gran Vía con Hortaleza, próximo a la librería Galdós, que la realidad no produce nada, de acuerdo, pero ahí está siempre el germen de la novela que nos proponemos —el texto que el escritor tenga ese momento entre manos— y toda la neurosis —patologías, crisis, lepras— que, paralelos al texto, el escritor sufre.

Imagino, de camino a mi pensión, que hay relaciones en la realidad que no he acertado a interpretar. Quizás Lacunza está liado con Berta Miravalles, y quizás Aquiles está liado con la dueña de la pensión, o le hace favores sexuales a cambio de “lagartos” o “lechugas” (umbralitis). O quizás, también, puede que la que haga estas cositas sea Berta, Berta Miravalles, en busca de sus trapitos carísimos y todas esas cosas que sabe de moda y que yo desconozco. Es imposible que hable con tanto conocimiento de ese mundo —marcas, prendas— y que no pretenda o aspire —por toda clase de medios— a esos mismos tesoros que codicia. No resulta creí ble. Haría cualquier cosa por ellos, estoy seguro, y vender su cuerpo sería la más barata. Si supiese interpretar la realidad de la forma adecuada, sí, sabría ya quién escribe todas esas cosas en el espejo del cuarto de baño. Lo habría descubierto, de un modo u otro, porque la realidad emite siempre señales que hay que saber descifrar. No puedo contentarme —me digo, inmóvil, la vista clavada en la puntera de mis zapatos, a un paso de mi portal— con llegar al fondo de la vida u obra de Francisco Umbral y no hacerlo con la mía propia, la resolución de la compleja ecuación de mi felicidad, aquí en Madrid.

—¿Por qué lo llaman felicidad cuando solo quieren decir capacidad de adaptación? —me pregunto, confundido, sin saber si subir o no a mi pensión, o irme de bares, eso tan masculino y extraño para un gay que es ir a un bar a estar con los amigotes, la cervezota, el partido, las gambas por el suelo, las servilletas usadas, y muchas bromas sobre mujeres, sexo y dinero. La incultura patria, también heterosexual, con mil y una denominaciones de orígenes, a cual más disparatada.

—¿Qué pensaría Baudealaire de Internet, él que andaba solo por los bulevares parisinos, enfundado en su soledad como en su carrera artística, vestido con la armadura de su obra literaria antes que en cualquier compañía de esas, tipo gambas por el suelo, y un mostacho que parpadea cuando se le habla de Vermeer, además de pensar que tenemos tos?

No sé qué hacer, ni subo ni me muevo, la gente pasa a mi lado, algunos se me quedan mirando fijamente. No hay ninguna diferencia entre la neurosis de Cheever y la paranoia de Philip K. Dick: siempre escritores de la extrañeza, del autoexilio, de la incomodidad. Dos tumores que escriben sobre aliens o extraterrestres. Un camino que a Umbral, a lo mejor, no lo sé, supo llevarle al arroyo de Albroñigal o los bares de viejas maricas, como él dice, pero que supo retomar a tiempo, rentabilizarlo, ganar mucho dinero y ser toda una gloria. Sigo con mis pensamientos extraviados, ausente a mi entorno, enfundado en una novela que es mi propio yo, el tumor que suspira y no encuentra una salida al laberinto:

Me gustan los libros llenos de ruidos y yo no sé llenar de ruidos el mío. Manhattan transfer es un libro lleno de ruidos extraliterarios. Kerouac escribe sobre jazz y bebop. Los personajes de Murakami comen en McDonalds o escuchan a Dylan. No puedo ser un escritor envasado al vacío.

No sé si soy un mero escritor que lee o un simple lector que escribe. Ejemplo del primero sería Thomas Mann. El segundo vendría dado por Borges.

La librería Galdós tenía en su escaparate un libro de Pere Gimferrer (Interludio azul, Seix Barral) y otro libro de Leopoldo María Panero (Poesías Completas, Visor). La primera portada es blanca y la segunda negra, ahora me vienen ambas a la cabeza como disparos, pájaros que estaban ahí esperando mi llegada. Tanto Gimferrer como Panero, que tanto juego han hecho con la vida y la literatura, no sé qué tipo de especies son: si escritores que leen o lectores que escriben. Panero ha corregido las Poesías Completas, muchísimos poemas de sus versiones primeras, en un rito que puede implicar borrar el pasado. Gimferrer ha quitado citas de Ferrer Lerín de uno de sus primeros libros (Mensaje del tetrarca), quizás porque ya no es amigo de Ferrer Lerín. Este último dijo hace unos meses en un medio escrito de comunicación que de su etapa con Panero en Barcelona recuerda que estaba muy obsesionado con los chaperos, por lo que hacía una especie de razzias por las noches, se alimentaba exclusivamente de alcohol y ambos iban por las casas jugando al póquer con quien se prestase, por lo que califica, ya al final de la entrevista, su relación como “una amistad exclusiva de portales”. Yo no sé lo que es una amistad de portales y por eso, entre otras cosas, me meto en el mío a ver si la descubro.Yo no sé si hay alguna relación o simbología entre los chaperos y los portales.Tal vez sí.

Dentro de mi portal, igual de inmóvil que en la calle, me viene a la cabeza la portada del libro de Gimferrer: Interludio azul. Lo que aparece en su portada es un gran salón, de un palacio lujoso o similar, posiblemente deshabitado, solo destinado al esporádico voyeur o espectador. Este libro lo he leído y en él me llaman la atención dos cosas: 1) Cuando el autor se ve a sí mismo con su primera mujer haciendo el amor como dos mujeres. 2) Cuando el autor se ve en una escena sexual con la destinataria del libro, su segunda mujer, consolado por ella, desnudos, mientras le dice que es una mierda. Que está hecho una mierda, o es una puta mierda, o algo así, ambos desnudos y muy decrépitos. O tal solo decrépito él, no se aclara.

Yo también quiero eso, sí. Ser una mujer haciendo el amor con otra mujer y una gran mierda. Lo segundo creo que ya lo soy. Para lo primero, probablemente, haga falta ser un genio.