15

-El médico diagnosticó cirrosis; o sea, que había muerto de amor.

La hora vieja, mortecina y afarolada de las cinco de la madrugada me trae esta conversación de adolescentes a la orilla de mi portalón veneciano. Este es un recurso muy de Umbral, tríada de adjetivos consecutivos como meada (vieja, mortecina y afarolada) que él toma de Valle Inclán y Cela. Yo también juego a lo mismo. Son dos borrachos jóvenes, amigos, que se dicen cosas interesantes, porque, seguramente, han ido en busca de otras que no dieron su fruto. El lenguaje es esto, una miseria, un saldo, lo que queda de la nada después de que hubiera algo. Le dice el amigo:

—El mendigo pelea con su sombra y por eso es un gran boxeador. El alcohólico acaba declarándose amorosamente a sí mismo y por eso es siempre un cobarde.

Evito formar parte de la familia adolescente. Me introduzco en mi portal, mi garganta profunda y mi soledad de escritor desprotegido (otra tríada). No tengo amigos aquí, es cierto, pero tampoco sé si los quiero, si me sobran, si me he hecho de algún modo escritor para aislarme y ya soy otro, y encontrarme con algún conocido equivaldría a no reconocerme, al mutismo y la sonrisa boba, ladeada, los ojos saltones del otro al identificarme inmediatamente como enfermo. El credo adolescente reside siempre en una frase: “No sé lo que quiero, pero lo quiero ya”. Admiro dicha violencia, la de quererlo todo ya, no saber lo que se quiere, una gran incongruencia, quizás idéntica a la de la creación artística por la que tal vez, no lo sé, merezca la pena naufragar.

Los pasos hacia mi cuarto son indecisos, fantasmales, muy turbios (tercera tríada). Estoy ligeramente confuso, mareado. Unos ruidos extraños, lo que parece ser un diálogo, me lleva al final del pasillo. Abro la puerta del baño sin saber que esta podría convertirse en arma o peligro. El encuentro siempre es un peligro.Todo mi pasado ajeno a la escritura podría quedar encuadrado en torno a dos puntos: 1) Mi preocupación por el sexo de los objetos. Si el microondas era macho o hembra. Si la mesa de la cocina era varón o hembra. Si el paraguas podría ser hermafrodita. Si mi flexo nocturno era marica.Y 2) La pasión por la brevedad en los amores, las amistades y los libros (cuarta tríada, no habrá más). Por aquel tiempo no hacía más que preguntarme: Si el arte es algo íntimo, ¿qué sentido tienen los grandes soportes, las novelas de ochocientas páginas o los cuadros de siete metros por catorce? Quizás, no lo sé, la segunda duda iba en relación con la primera, aunque no puedo saber en qué aspecto o relación. Respecto al sexo de los objetos, mucho más tarde, descubriría lo que decía Freud, lo que explicaba Lacan. Un objeto no es algo simple. Un objeto es algo que sin duda se conquista, a veces sin haber sido extraviado con anterioridad. Un objeto es siempre una reconquista. Solo si se alcanza ese lugar inhóspito, habitado primero por el objeto, el hombre llega a su totalidad.

La puerta abierta del baño permite descubrir a Aquiles, a cuatro patas, como se dice vulgarmente, completamente desnudo, practicándole una felación oral a Lacunza, trompetista ahora más que nunca, sentado plácidamente sobre el retrete. Los coloretes de este último dan cuenta de una ebriedad mal llevada, muchísimo mayor que la mía. Aquiles se gira y habla en exclamaciones, que es una suerte de defensa personal que solo practican los débiles:

—¡Puedes cerrar la puerta! Este tío me paga una pasta.

Me fijo en que Lacunza, con los ojos entornados, riéndose al verme, también escribe en el espejo por medio de una barra de labios o lo que parece un rotulador de pequeño tamaño, en absoluto parecido al mío. En el espejo puede leerse, a base de caligrafía desigual y deforme, letra de monstruo o meretriz sin haber concluido el parvulario:

—Haceos adicto al vértigo si queréis librar la muerte en esta pensión.

Cierro la puerta, desolado, mientras camino a la carrera hacia mi cuarto oscuro. Jamás pude imaginar algo similar. Puestos a venderse, siempre creí que Berta Miravalles, tan preocupada por los trapitos, cedería mucho antes. La explicación de Aquiles retumba en mis oídos y me sienta como una gran bofetada (“Este tío me paga una pasta”). Qué infantil. Qué absurdo. Qué anodino. No tiene ningún sentido. Un tío tan curtido por la vida, tan curtido por los músculos, pluriempleado, cediendo al trueque fácil y llevando este a término por explicaciones de niño, de muy adolescente, de alguien a quien solo las golosinas parecen satisfacerle. El dulce de una mamada rapidita a un borracho por no sé cuánto.

Pienso en el vértigo. En la palabra vértigo. Lo escribo sobre el espejo. Si mi pasado ha quedado resuelto en los dos puntos anteriores, también, me digo, tengo otro par de puntos para mi presente más estricto. 1) Literariamente solo me interesa el simultaneísmo. Ese tipo de novela —La colmena, El Jarama— donde se fragua una anulación forzosa de la linealidad del lenguaje mediante la presentación de escenas que, aunque expuestas sucesivamente, permanecen al mismo tiempo y son simultáneas. Lo que yo siempre quise hacer.Y 2) Una vida, fuera de la literatura, repleta de vértigo. El vértigo del artista solo ocupado por la literatura. Los ojos acobardados, cuando otros se dirigen a su puesto de trabajo y el artista lo ve por la ventana de su casa, y no sabe si salir de casa o no, si vestirse o no, si pasar a ducharse o no. El vértigo repleto de sutileza y moscas y cristales empañados por el miedo. Siempre moscas, sí, en la vida del artista o el cadáver. Lo que dice Umbral del cadáver periodístico: “El periodista se forja en la hora del Martini con cadáver”. Lo que dice Gómez de la Serna de las moscas y los cristales: “Los animales pequeños, como las moscas, no comprenden el cristal”. Y luego, en el momento que menos se piensa, completamente desaforado, escapar de casa en pijama para detener a alguien por la calle, porque necesitamos algún tipo de diálogo o contacto ajeno, para cogerle por las solapas, cómicamente, ejerciendo o vendiendo una violencia que no tenemos, para preguntarle contra una pared que haya por allí cerca nuestra mayor locura:

—Dime, tipejo. ¿Miente un hombre que dice que mien te?

Solo existe un tipo válido de agresión: recibimos unos flujos de información importantes en unos tiempos muy cortos que, sin embargo, pueden modificar cualquiera de nuestras experiencias personales. No soy capaz de comprender una mamada a un ser decrépito, sus muchos pelos sucios en el pecho, el hombre agachado y apetecible, el olor que debe despedir ese falo que se estimula y no se asea en mucho tiempo, la corrupción de un dinero más sucio que cualquier asesinato, porque hay homicidios o asesinatos limpísimos, de mucho lustre, una cosa digna de médicos o quirófano. Hay imágenes que son como disparos. Barthes y Lacan lo explican muy bien con relación a la fotografía. La fotografía implica siempre un encuentro. Ahí, justamente, está lo traumático: lo real está en eso que sucede siempre tras el encuentro. Lo real está invadido por la angustia de una repetición que intente compensar el hecho de que no uno siempre llega demasiado pronto o tarde para encontrarla.Yo soy el sujeto-monstruo de Barthes y alguna vez, siempre con las solapas del contrario entre mis manos, nuestros alientos muy cerca el uno del otro, se lo he dicho a miles de desconocidos:

—¡El sujeto monstruo se da cuenta bruscamente de que constriñe al objeto-amado en una red de tiranías!

Qué viva ahora esta frase de Barthes y su libro Fragmentos de un discurso amoroso. Qué viva ahora esta frase entre los dos puntos de mi pasado y los cuatro puntos de mi presente estricto, y la ausencia de puntos, o el reguero de puntos suspensivos, sí, de lo que puede o no puede suceder a partir de ahora. “¿Estás intrigada?”, le pregunto a la lámpara. “No tienes por qué estarlo”, respondo, con igual o mayor grado de contundencia.

Comienzo a pensar en el olor del semen, el sabor del semen en el sexo y algo que yo escuché en una taberna hace muchos años:

—Yo no sé si España es el olor del vino tinto y el sabor del cocido madrileño. O el olor del cocido madrileño y el sabor del vino tinto. Ojito, parece lo mismo pero no lo es.

Quizás el pensamiento, el ensayismo, es la última parte del arte, cuando ya la ficción no cuenta, desprovistos de historias precisas, y la vida tampoco, anulada por las innumerables ilusiones fallidas.Tal vez el ensayismo sea otra vida, la de los conceptos artísticos o sus finalidades, siempre y en todo lugar, sí, mucho más rentable que la otra, paralela o paradójica, que aquella más física que implica comer y cagar, ser más o menos feliz y demostrarlo, que la de soñar y ver buena parte de nuestros sueños cumplidos. Quiero refugiarme en el ensayismo de Umbral, entre estas sábanas con forma de patas de araña, en esta vida mía absurda, aquí, en una ciudad de la que solo conozco una calle y una calle donde no soy feliz, o no sé si lo soy, o lo que tal vez quisiera es salir a la calle en este momento para coger a alguien de la solapa y volver a asaltarlo con una duda paranoica, enajenada, psicótica. Una duda con la que acabamos en comisaría, justo “cuando el cuerpo nos pide comisaría”, que es una querencia muy umbraliana, y un tipo con bigote gordal le pregunta a otro tipo de gafas azules:

—Pero este señor ¿qué le ha hecho?

—Me ha dicho, empujándome contra la pared, que no ame a nadie solo porque parezca diferente. Y es que no le conozco de nada.Yo creo que está como la mona Chita.

Quiero cultivar la frialdad y no quiero volver a enamorarme. Me siento devenir en monstruo —expresión de Barthes— y solo quisiera ser un alquimista de lo mío, lo literario. Alguien que maneje frascos y argumentos, tramas y envases, pero jamás emociones. Muy frío, matemático, casi como Henry James o Spinoza. La inteligencia engaña, la belleza seduce, la felicidad anula. Me veo capaz de actuar por medio de automatismos psíquicos —Tomeo— con la sola intención de acortar un vasto territorio frugal —el ensayo—. Quizás esta fórmula —la del automatismo psíquico— sea lo único que pueda borrar o eliminar de la mente la imagen del ser amado en brazos de otro ser —monstruo so—. Siento que hablo demasiado de monstruos —ay—, pe se a obras que no debo olvidar —Amado monstruo—, pero es que hay monstruos que tocan la trompeta —bum, bum— y son todavía peor cuando se empalman y son felices —por cincuenta o cien euros—.Vuelven los ruidos a mi cabeza, aunque creo estar donde me merezco, en el justo terreno del escritor no envasado al vacío ni envilecido.

Umbral hace mucho ensayismo, su columna diaria peca de miniensayo, ha desarrollado larguísimas ideas en muchos diarios, gusta del pensamiento y alguna vez ha dicho que la gente más tonta siempre prefiere la novela o la narrativa en general. Hay dos ensayos que siempre ha querido hacer y nunca se ha decidido: Ruben Darío (el único Baudelaire en castellano), Quevedo (perdedor sin su gran libro, callejero interruptus). Dos ensayos que se corresponden y se niegan: Larra. Anatomía de un dandy (en positivo) y Cela. Un cadáver exquisito (en negativo). Dos ensayos de los que ha estado orgullosísimo y lo ha repetido hasta la saciedad: Lorca, poeta maldito; Valle Inclán. Los botines blancos de piqué. Y dos ensayitos últimos, un poco en pequeñito o minúsculo, fruto de su escritura diaria en prensa, que son su mejor obra en este campo: Los alucinados, ¿Y cómo eran las ligas de Madame Bovary? Lo pequeñito en Umbral siempre deslumbra y, lo más gigantesco o pretencioso, a veces defrauda. Pronto lo veremos en sus grandes ensayos, lo que él llamó siempre sus grandes ensayos (Lorca/Valle). Al fin y al cabo, tampoco está tan mal que a uno se le coja por lo pequeño, por lo que no da valor y por lo que, aparentemente, no le cuesta ningún trabajo hacer; un poco como a Picasso se le cogía por aquellas palomas que pintaba en los cafés en tres segundos y, bien miradas, lo tenían todo de fastuosas obras. Lo pequeño en Umbral es una obra de artesanía (su columna, ciertos libros) y lo que magnifica (“Este es mi gran libro”; “Esta es mi gran obra”) acostumbra a desinflarse en la respectiva lectura.

¿Qué Lorca nos vende Umbral? Nos vende un Lorca, según él, maldito por su “nostalgia del cieno”; del cieno en sus dos sentidos: de origen y de cloaca. Perdido en Nueva York, ajeno a sí mismo, en barrios paupérrimos. Un Lorca ciego ante las mujeres: “Las mujeres de Federico no tienen rostro.Y esto puede ser una prueba de su directo e intenso erotismo como un síntoma de que esas mujeres no son tales: son hombres enmascarados en formas femeninas” (página 131). El Lorca cercano a las razas peligrosas: “Poeta en Nueva York tiene su precedente y hermano gemelo en Romancero gitano. Son libros gemelos donde se cantan dos razas malditas. Solo les diferencia entre sí la forma” (página 20). El Lorca contrario a Cernuda: el primero amoral, el segundo sufriendo todos sus conflictos morales como azote incesante; el primero ausente a la sociedad, Cernuda esclavo de la misma, uno turbión de la existencia, el otro esencia en retiro y soledad. El Lorca/duende, como él lo denomina y contrario a la inspiración: “Yo pienso que la musa es la inspiración que viene de arriba y el duende es la inspiración que viene de abajo, desde la planta de los pies, como dirá el propio poeta citando a un cantaor andaluz” (página 36). El Lorca blasfemo y, por tanto, orante: “Todos los malditos han pasado por esa etapa blasfematoria, e incluso algunos no la superaron nunca, como el propio Baudelaire y, en parte, Rimbaud. Pero la blasfemia, como sabemos, es todavía una forma de oración” (página 55). El Lorca solo preocupado por el sexo y la muerte. El Lorca panteísta y satanista: “No necesita hablar de Pan porque se ha hecho honda e insalvablemente panteísta. No necesita hablar de Satán porque vive y escribe exclusivamente en la órbita secreta e implícita — quizás ignorada por él mismo— del satanismo” (página 63). El Lorca/desgarrón: desgarrón sexual, desgarrón moral, desgarrón psicológico. El Lorca/homoadicto y el Lorca/muslo: “La zona anatómica más citada por el poeta son los muslos. Los muslos, poderosas compuertas del sexo, obsesionan directamente a Lorca. Los muslos, en su entereza, son en cierto modo asexuados: lo más femenino del hombre, quizá, y lo menos femenino de la mujer” (página 95). El sexo unido a la muerte: “Este exceso de sexualidad y muerte es el que invocan sin saberlo todos los heterodoxos vitales —homosexuales, suicidas— para justificar su acto” (página 197). El Lorca/incesto: “A Lorca le seduce la leyenda del incesto y la recrea por lo que tiene de triunfo del sexo ciego. Incesto, homosexualidad, adulterio, todas las formas proscritas de lo sexual tientan al poeta, siquiera sea literariamente.Y nunca es solo literariamente, bien lo sabemos” (página 144).

El Lorca, último y total, siempre libre en el mal: “Los héroes de Lorca, al elegir la libertad, eligen indefectiblemente el Mal” (página 249).

Respecto a Valle-Inclán, le llega el autor mucho más hondo y se percibe con claridad.Valle es el autor del gabán negro, los botines blancos de piqué, bohemio insurrecto, creador del personaje dandi, negador a toda costa del pasado:

—Valle crea leyendas, mentiras, historias fascinantes o pueriles respecto de su vida y viajes, sin salir nunca de los cafés de Alcalá o la Puerta del Sol, porque está nublando su pasado, su verdad, su presente, para que a través de esa niebla entre luego el yo elegido y acuñado en oro (página 14).

Le maravilla Valle, que confunde la sintaxis con la joyería y el adjetivo con la lentejuela (15). El Valle demasiado excesivo para todo, un poco como él, saturador de la novela en un género que no parece novela, explotando los poemas por el mismo sistema, todo con un carácter abierto, valleinclanesco, propio. El autor al que le falla su época. El Valle de las Sonatas, cuyos personajes son las camareras de los tabernones que visita, por la sencilla razón de que necesita inventarse otro mundo, una realidad nueva y cortesana para sí mismo. El Valle capturador del instante, contrario a toda narración. El Valle que lo desprecia todo y luce una de sus frases a título de blasón (“Despreciar a los demás y no amarse a sí mismo”). Ni siquiera lo que más quiere, lo que más ama, su propia obra literaria:

—“Valle ama poco a sus personajes como ama poco a sus contertulios del café, a quienes somete con frecuencia a tortura verbal y burla.Y es que el dandi, por definición, y casi por decreto, no puede ser sentimental” (página 38).

El Valle sin triunfo social, fustigador de Echegaray y el marqués de Salamanca, precisamente por esto. Eterno huésped en Madrid, ajeno a los madrileños como a tantas otras cosas. El Valle dramaturgo, cuyo teatro, a su vez, le enseña a hacer las novelas de capítulos cortos, ya pensando en imágenes. El Valle que solo cree en imágenes y es polémico: “Ideas las tenemos todos; lo difícil es pintar un gitano con un burro”. Enfermo póstumo, gran señor, metido en una obra larguísima, que no piensa acabar jamás, ya muy dandi. El Valle que describe y dialoga, no metaforiza, nada más. Exceso de acción o violencia y falta de psicologismo. Un Valle cruel y hasta plagiario siempre defendido por Umbral:

“La crueldad de Valle se exterioriza sobre todo en su teatro y quizá tenga una correspondencia interior con su persona, manifestándose por el autocastigo, la resistencia al dolor y la herencia de unos escritores de genealogía sadiana con los que sin duda tiene afinidades” (página 108).

“No solo es disculpable que el joven creador plagie, sino que es necesario. Un organismo nuevo tiene que alimentarse de todo” (página 109). “El que solo nace plagiario se quedará en eso, y por poco tiempo, pero el creador, el artista adolescente toma del acervo total de la cultura porque sabe que eso es como robar dinero en la cocina de su casa” (página 109).

El Valle que es sombra y eco por Madrid, como lo ha sido Umbral. Enemigo de Galdós y Campoamor, como lo ha sido Umbral. Gran individualista, amigo de lo feo o lo grotesco, cínico y golfo, calle larga y noche eterna hasta la mis ma muerte. Una trilogía novelesca sobre las guerras carlistas donde meter de princesas a unas cuantas putas que conoce. El Valle que es estilo y no estilo, siempre párrafo, calidad de página, capítulo hondo a veces en contra de la narración entera:

“Valle no deja nunca un capítulo desflecado, terminado de cualquier manera o en vista panorámica, sino que incluso a las escenas corales les encuentra un matiz personal, musical, minutísimo, que cierra el fragmento como un signo de oro” (página 207).

Siempre fragmento en Valle:

“Cuando Valle levanta el fastuoso edificio de las Sonatas, cuando transcurre por palacios y princesas, está viviendo personalmente como un escritor pobre, a lo Alejandro Sawa, y envía algunos fragmentos de estos libros a los periódicos para cobrarlos en seguida” (página 180).

Un Valle que vende la obra pequeña y la grande la guarda en casa -como dice en alguna otra parte—. Un Valle que, por momentos, a ratos, no sabemos si es el Valle auténtico, el Valle que ha sido Valle o aquel otro que fue Umbral en más de una ocasión, cuando más necesitado estaba y la Olivetti, herramienta de primera necesidad, artículo de lujo, invento más necesario e imprescindible que el cepillo de dientes, escupía fuego en las horas más salvajes, aquellas que eran todas las horas del día y días enteros en algunas horas, en esa dimensión única y mártir, tan ebrios de nosotros mismos, en la que solo somos nosotros cuando escribimos.