5

Salgo a comer a un kebab que ayer vi de perfil, al sesgo, al final casi de la calle Hortaleza, muy cerca de la librería gay y lésbica Berkana. La calle Hortaleza es el mundo entero, la calle Hortaleza es el corazón inquieto y palpitante de la sociedad mestiza actual; la calle Hortaleza, oh, es largo camino sin tregua y efusivo encuentro con todo tipo de seres: paquistaníes, árabes, guiris, chinos, madrileños, andaluces, obesos, miopes, calvos, gente muy pobremente vestida, ojeras hasta los tobillos y brazos en cabestrillo, junto a espléndidos modelos de Dior o Ralph Lauren, posiblemente chaperos todos. Si la sociedad es mestiza, tan mestiza como veo a mi alrededor, ¿acaso la novela moderna no podría serlo? ¿Por qué no una efusiva mezcla de ensayo y ficción, prosa y poesía, diario y novela, crónica y teatro para este nuevo siglo que ya pisamos? Quizás, sí, en esto andamos unos cuantos.Tal vez, sí, en esto creemos muy pocos. La “inmensa minoría”, siempre tan célebre y oscura. Oscura como mi kebab, que comeré pronto, pen sando que es un bocata de caviar iraní.

Evito cojear a lo largo de la calle Hortaleza. Umbral lo contó alguna vez. Quevedo cojeaba por las calles más céntricas de Madrid. Evitaba que su cojera fuera perceptible, y por eso se paraba con uno y con otro, a veces sin conocerlos del todo, y empezaba a hablar y hacía reverencias y cosas muy extrañas. Quevedo, con su sorna habitual, lo explica en algún escrito: “No soy cojo. Ando entre cojo y reverencia”. Quisiera cojear como Quevedo y Lord Byron, y seguro Umbral en algún momento, cuando el mito interior superaba la vida circundante. Llego a mi kebab.

Pido un menú de los más baratos (kebab normal + simulacro de refresco de cola + patatas del día anterior. Total: cinco euros). Noto mi cabeza estropeada, preocupada con los senos de Berta, los mensajes del espejito de cuarto de baño que aparecen y desaparecen, parpadeantes, los gigantescos bíceps de Aquiles, globos de una fiesta a la que todavía no he sido invitado. Recuerdo que Umbral decía que hay que arreglarse la cabeza cuando uno la tiene estropeada. Era algo así como: “La verdad es la mejor medicina y no necesita fármacos. Pero en la medida en que yo soy mentira, consisto en mis medicinas. Optalidón para escribir, Mexaferment para la digestión, Mogadón para domir, Valium para combinar con ginebra de garrafa”. Sufro deseos de pedir una garrafa de ginebra y una cajita de valiums. ¿Cuánto puede costarme? ¿Quizás cuatro euros? Me río al considerarlo: Ja, ja. Hay días en los que uno tiene la cabeza estropeada y necesita arreglársela tomando algo, sí, maestro. El kebab me sabe a suela de zapato. Soy Chaplin en Tiempos modernos. Digo para mí una frase vacía, una de las frases en las que creo ser otro: “No creo en el progreso. El progreso es una noción asociada a la revolución industrial”.

—¿Cómo dice? —me pregunta el camarero, con un acento rarísimo, un tipo más oscuro que mi kebab y la suela de mis zapatos.

—Digo si me vendes tus calzoncillos usados —contento, riéndome, sabiendo que mi cabeza no puede arreglarse con medicinas.

—No, yo eso no te lo vendo —ríe como mandarín, muestra su dentadura comida por el odio, el odio al diferente que tenía acojonado al Patito Feo.

—¿Y los calcetines? Si están muy usados te los compro también.

Salgo a la calle y me siento un puto kebab (algo aplastado, insustancial) de la gente que pasa a mi lado. No conozco a nadie. Me ha gustado el acento con el que me ha hablado el camarero. Umbral también tenía su acento, sus cosas raras, decía mucho Cuandoentonces, tomándolo de Onetti, y Antañazo, y otras cosas, bajo una denominación Cheli. “Cuando no escribo soy un ser inexistente, fantasmal”; señalaba en otros momentos. Así me siento yo, mitad cosmopolita y mitad extranjero, ciudadano de un mundo donde todos me odian y algunos bíceps pueden asesinarte. Tengo que volver a la pensión —pienso—, volver a la escritura, torturar el lenguaje y forzar mi vida en esa habitación con olor a pis, a gato muerto, a coito que nunca llegará y que deja un reguero de enfermedades tras de sí cuando llega. “La literatura es una abstracción, cuando estás en la literatura estás fuera de la vida”, decía Paco en alguna parte, mi Paco del alma que veré esta tarde. Quien no sea capaz de forzar el lenguaje no puede ser un buen escritor. Está clarísimo.Todo está clarísimo.

Se cruza conmigo una muchacha rubia, nubia, nueva. Los ojos más azules que he visto en mi vida. Sueño que me hace una pregunta vulgar y yo le contesto una de mis genialidades. Voy siempre con la escafandra de la literatura puesta. Ella me pregunta una vanalidad y yo le entrego un ramillete de rosas con forma de palabras.

—Usted ¿a qué se dedica?

—Yo hago periodismo por las mañanas, literatura por las tardes y en agosto escribo novelas.

—¿Es usted escritor?

—Soy omnívoro. Lo escribo todo. Quiero llegar a escribirlo todo y morirme escribiendo. La escritura barre la soledad pero también la alimenta.

La mujer rubia me abandona, vivimos en el reino de lo audiovisual, ni la palabra ni su ejercicio tienen ya mucho sentido. Creo que me estoy equivocando, mezclo memoria y ficción en este libro cuando no debería. “Si escribo un libro de la memoria, procuro que el siguiente sea de la actualidad y no a la inversa. Nunca hay que escribir dos libros seguidos del pasado o del presente”, decía Umbral. Yo lo mezclo todo, pasado y presente, memoria y ficción, realidad y verosimilitud. La novela moderna ha de cambiar de dirección, ha de ir por aquí, me digo con mi torpe aliento a kebab y frío.

Vuelvo al portal de mi pensión. El universo es para mí la calle Hortaleza con sus dos espléndidas librerías: Galdós (si eres pobre) o Berkana (si es mariquita). Entro en el Parador de Hortaleza, restaurante barojiano, capilla de perdidos. Me lo pienso dos veces, pero voy a la barra y me creo Robert De Niro. Tengo que ser duro en este Madrid que amenaza con morderme, devorarme, hacerme otro.

—Ponme una ginebra fría.Y dos cajas de Mogadón.

—Aquí no tenemos de eso. Ginebra, sí. ¿Qué es, de alguna promoción o alguna historia rara de esas?

—Sí, es una promoción para ser Umbral, para parecerse a Umbral. El paso número uno es comenzar a robar tacos de folios Galgo y el segundo hartarse de Mogadón.

—¿Usted no estuvo ayer por aquí con un señor que iba con UN sombrero amarillo? —me pregunta un tipo con bigote, un tipo que no conozco de nada, alguien que seguramente deja todas las noches el bigote en la mesita antes de acostarse.

—Sí, ese era el director general de Mogadón en España.

—Ah, pues ni idea. ¿Le pongo la ginebra?

—No, mejor no. Vuelvo más tarde. Ahora que somos vecinos, que vivo en el portal de al lado, igual me da por bajar alguna noche en zapatillas.

—Cerramos a las tres y media. Cuando quiera, será bien recibido.

Vuelvo a mi celda, a mi cárcel de trabajo, a mi jaula de palabras. Por la mañana he escrito unos quince folios y, ahora, hasta que salga para el Gijón, tendrían que salirme otros tantos. Esta celda tiene aspecto de celda y eso me jode. Tengo que convertirla en una bonita chambre de bonne. Me gustaría llenarla de fotos de amigos raros, libros descatalogados, botes oxidados, ladrillos de escombrera, trapos viejos, affiches urbanos. Un Chillida en las manchas del suelo, un Brancusi en el somier, Bacon en construcciones con cajas de cerillas. Max Ernst en cepillos de dientes deshilachados, miles de cepillos de dientes, cepillos de dientes por todas partes. Un Gargallo en un trozo de hojalata mordido por el óxido. Fotos del café Old Navy de Saint Germain. Fotos de tíos con el rabo tieso y del tamaño de un pepino. Portadas de libros por las paredes de Blaise Cendrars y Knut Hansum. Fotos de la librería La joie de Lire, en pleno Barrio Latino, llena de gatos. Fotos del viejecito de melena que regenta Shakespeare and Company. Assemblages, collages, acumulaciones nada caprichosas porque todas tienen una metálica resonancia personal y literaria. Un gigantesco póster de Betty Boop y la sobredosis de un paraguas roto sobre una mesa de coser, cuando yo no sé coser y me encanta salir a la calle sólo para mojarme. El espectáculo del ojo siempre excitado, sea la hora que sea, estemos en el país en el que estemos. Cantar una canción que conozco bien:

Y morirme contigo si me matas / Y matarme contigo si te mueres / porque el amor cuando no muere mata / porque amores que matan nunca mueren.

Yo no quiero juntar para mañana / no me pidas llegar a fin de mes / yo no quiero comerme una manzana / dos veces por semana, sin ganas de comer.

No llueve, el caso es que no llueve, y me jode que esto sea así, porque pienso que si lloviese escribiría de otra manera. Me levanto de la sillita endeble donde estoy acomodado y de la mesa ridícula que tengo enfrente. Acudo al baño, muy rápido, con mis pasitos japoneses tan graciosos. Veo la frase en rojo sobre el espejo: “Pronto morirá alguien”. Me asusto, quiero gritar, es verdad lo que me confesó Aquiles. Regreso a mi falsa chambre de bonne. Puede ser todo una inmensa broma o inmensamente cierto. Ese ser encorvado que regenta esta pensión puede guardar mucho odio dentro, estoy casi seguro de todo ello, a lo mejor se ha cansado de ejercer su servilismo minusválido y busca venganza. El móvil me suena en el momento menos apropiado para que me suene un teléfono:

—¿Sami? —oigo que alguien me pregunta al otro lado del teléfono, alguien que me llama como no debe, otro imbécil sujeto al capricho de los nombres para perros.

—Sí, ¿quién eres?

—Soy Tarazona. Oye, que pases sobre las siete y media. No faltes. Acabo de hablar con Umbral.

—¿También le editas libros a Umbral?

—No. Hombre, aunque si le pagase bien, un milloncejo o por ahí, quizás me daría alguno. Algo que tuviese por ahí.

—Hubo años en que publicó un libro cada mes. Doce libros al año.Y combinaba las grandes editoriales con otras desconocidas, extrañísimas. Suspiros de España lo saca en Felmar en el 75. Iba yo a comprar el pan lo saca en Sedmay en el 76. Caperucita y los lobos lo saca en AQ Ediciones. Crónicas parlamentarias en Ediciones Júcar. Las vírgenes en Azur Editorial. Guía irracional de España en Arnao. España como invento en Libertarias. Cabecitas locas, boquitas pintadas y corazones solitarios en Ediciones 99. Yo también quiero eso, Tarazona, publicar en editoriales desconocidas. Si me pagas unas ginebras y me consigues Mogadón te hago un libro.

—Oye, déjate de bromas. Mira, que he estado pensando todo eso de La vida en las pensiones y me interesa mucho. Sí, ponte con ello cuanto antes. Y cuando antes hablemos de algo, mucho mejor. Cuanto antes hablemos de euros, mejor que mejor.

—Yo también quiero publicar en editoriales desconocidas. Y publicar doce libros al año. Veinte libros al año. Ediciones Piruleta o Editorial Pirula o Ediciones Ositogris.

—¿Estarás allí a las siete y media u ocho?

—Sí, claro que estaré.

—Procura ser cortés con Maruja y no atosigar a Umbral. Habla solo cuando te pregunte. Intenta estar a su ritmo. No abrumes, no seas pesado, así no conseguirás nada. Ni le lleves un taco de libros para que te los firme. Porque así, segurísimo, se irá antes de que puedas decirle adiós.

—Vale, vale. No te preocupes.

—Vete sobrio.

La conversación se corta. Supongo que ha cortado. Mañana pienso dedicarme toda la mañana a buscar editoriales raras en la librería Berkana: Arnao, Júcar, AQ, Felmar, Sedmay, Azur, Ediciones 99. Les voy a proponer a los de Sedmay, aun sin conocerlos de nada, que editen mis Obras completas, mis futuras Obras completas, pero ya numeradas y vendidas como tales:Volumen 1,Volumen 2,Volumen 121.. Quiero ser omnívoro, mastodóntico, infantil, absurdo, tiernísimo en mi desastre. Quiero ser Mickey Mouse en mi evangelio particular.Título para un libro: Los archivos secretos de Mickey Mouse y el calzoncillito usado del Pato Donald. Necesito arreglarme la cabeza, no tengo nada a mano. ¿Otra sobredosis de kebab? Qué va, así no resistiré la lucha, es inútil. He de ser fuerte, tomar mucho calcio, mucha leche, mucho jarabe de algo, nada de tóxicos destructivos, estudiar matemática y geométricamente mi futuro éxito. No perder una sola ocasión de publicar, siguiendo el ejemplo de Umbral, donde sea y como sea, siempre por cuatro duros, siempre rápido, rapidísimo, a mitad de un libro y ya con otros dos acabados y cinco más pensados. Quiero para mí esa fórmula: la acumulativa, la de mi futuro estudio de cachivaches, la de mi locura de payasín de los trastos, trapero o ropavejero de mis letras y sentimientos arrugados como papeles de periódico mojados en cualquier lupanar.

Se me ocurre una perversidad. Acudir al baño y contestar ese mensaje que me saca de quicio con algo todavía peor. Puedo hacerlo. A pasos esta vez algo mayores que los anteriores salgo de mi agujero, vuelvo al espejito en cuestión, saco un rotulador negro de los de punta gruesa de uno de mis bolsos (ese rotulador con el que yo tenía pensado rotular mi primer envío a alguna editorial, en un sobre acartonado o similar) y escribo, sirviéndome de mayúsculas de gran tamaño e irreverentes: “¿A que no tienes cojones?”. Pienso poner algo más, pero no, con eso basta de momento. No resisto la tentación y, finalmente, acabo escribiendo debajo de esa frase: “Te espero, pedazo mierda”. Ha quedado guapísimo, pura obra de artesanía, me congratulo de mi perversidad. Mi imagino a ese ser encorvado, con olor a coño viejo saliéndole por las orejas, leyendo esto y entrando en cólera. Ji, ji, me río con voz aguda e imposible de aplacar. Menuda se va a armar en esta pensión de mierda. Voy a montar un lío de cojones, de los que a mí me gustan, me edite Sedmay las Obras completas o no. Le pienso prender fuego a todo y a todo el mundo. Roma entera arderá cuando yo ya sea Nerón. Cuando sea más importante que el propio Umbral y que yo vaya a algún sitio cueste medio millón de pesetas, y que yo presente un libro cueste dos millones, y que alguien quiera un libro cueste diez, y todo así, multiplicación tras multiplicación, un pisito de trescientos metros cuadrados en la calle Serrano antes de los cincuenta años. “Un quinqui vestido por Pierre Cardin” —como se define Paco— en la calle Serrano, pleno centro económico de Madrid, antes de que la picha me afloje y me dé por hacerme de la otra acera (heterosexual como Aznar). Una loca con bufandas de mil euros; solo eso, y un palillo entre los dientes que recuerde mis orígenes humildes y que la tengo siempre así de dura, como el palillo, como los lomos de mis libros en Sedmay, Felmar o Miputamadre Editions.

Voy en busca de la parte del piso donde, según advertencias, no puedo entrar. Donde vive el monstruo roñoso, olor a coño y dos espejos para poder vestirse o verse la chepa. No me cuesta encontrar demasiado el lugar, parece ser un pasillo que cruza el final de este, un poco más allá de la entrada del baño. Aporreo la puerta con una furia de siglos. Quiero que Igor baje del campanario, que el monstruo salga con la braga colgada de la nariz, que alguien abra, y exponer mis quejas. Para ser alguien en este lugar tengo que imponerme, decirle a esa vieja que se ande con cuidado porque todo esto es mío, y que se ande con mucho cuidadito, sí, porque con los locos no hay nada que hacer. Da igual que llame a quien llame, si me da por quemar esto, cuando llegue quien tiene que llegar la encontrará ya en el cenicero. La puerta se abre y aparece la joroba bípeda. Habla con estreñimiento, una voz que le sale del intestino, palabras con formas de compresa, nalgas arrugadísimas, una lengua con la que a veces se limpia el culo de lo mucho que la ha estirado por culpa de la joroba y unos ojos, profundos, ocultos como todos sus millones.

—¿Qué era lo que quería? —me pregunta, reuniendo las manos en abanico, como si me fuera a cantar una ranchera.

—¿Quieres que te orine en la boca? —contesto con otra pregunta, como hacen los gallegos, los cabrones de los gallegos cuando alguien les pregunta dónde queda una dirección (¿Y usted para qué lo quiere saber?).

—¡Qué dices, hijito mío!

Me apiado. Me pongo coloradote. Reniego de lo anterior.

—¿Que si has visto a Caperucita por aquí?

—No, huéspedes seguís siendo los mismos —descruza las manos—. Oiga, y no llame a nadie más, porque es que no hay camas. Estamos completos. Por favor, eh, no quiero tener ningún disgusto. Las cosas claras.

—No te preocupes. Seguro que se queda en casa de su abuelita.

—Ah, bueno. En ese caso nada. Pero con ella tampoco puedes estar en la habitación, eh. Si eso tienes que pagarme el doble. Las cosas claras.

—No. Nos quedaremos los dos, alguna noche, en casa de su abuelita. Que como su propio nombre indica, no cobra.

—¡Pues fenómeno! ¡Adiós, muchacho!

Cierra la puerta del ala prohibida del castillo sin darme opción a darle un beso enorme. Un beso en el que juntar nuestra saliva, lo negro de sus mocos con el azul de mi ilusión literaria, nuestras manos acostumbradas al mal animal. Nunca olvidaré a esta señora. “Oh, qué pureza, si perdiésemos la memoria”, dice un verso de Gimferrer que tanto le gusta a Umbral. Siempre recordaré esta pensión, este monstruo jorobado, las tetas caídas e informes como bolsas de la compra, la trompeta de un Lacunza en progresivo estado de indigencia, esos bíceps que merecen esculpirse en sólido bronce, mis folios con frases de oro de encabezamiento y finales que no se sostienen, tan propios de principiante. Quisiera recordar todo esto mi vida entera, y luego escupirlo en algún discurso, cuando me fuesen a dar algún premio, decir cómo escribí La vida en las pensiones en la pensión mas cutre y solitaria de Madrid.Y cómo los kebabs, por esta época, me sentaban como tripis o rayas de coca.Y cómo yo me hacía otro cometiendo ciertas extravagancias —la que acabo de hacer ahora mismo— porque yo no tenía Mogadón a mano, ni ginebra, ni mucho menos unos bíceps en los que refugiarme, que me recogiesen como las alas platerescas de un buitre que viene en mi ayuda, en mi rescate, y puede que venga para matarme, y matarme con él entre unas sábanas sea otra vida, mi mejor premio bajo todas las desgracias.

La puerta se abre de nuevo tras mi espalda. Esta vez el monstruo sale, la cierra con cuidado, se vuelve hacia mí y me dice:

—Me voy a la calle a darme un garbeo —al decir garbeo hace un gesto fatuo, faraónico, una cosa rara con los dedos de una mano en alto.

—Pero yo pensaba que usted no salía de casa —digo, tras ella, por el pasillo, los dos casi al mismo paso de pingüinos estreñidos.

—¡Huy, qué tontería! Qué tontería más cojonuda. Como fuera de casa, en ningún sitio. Es mi norma desde hace cuarenta años.

Me río del ingenio de esta señora. Cada vez me cae mejor. Siento que queda menos para nuestro beso de media hora de duración. Sonrío y se me escapa la verdad, sin medicinas, por la comisura de los labios:

—Cada vez me caes mejor, angelito. Como fuera de casa, en ningún sitio.

—Mientras no me hagas putadas podemos ser muy amigos. No te digo más. Fuma porros o droga en el cuarto, pero no me jodas las sábanas. Mete a una tía, pero que no me entere. Haz negocios sucios, pero págame una comisión cojonuda. Si haces botellón, estupendo, pero suminístrame a mí una botella de pacharán.

Me río al oír al angelito pronunciar la palabra suminístrame; toda una orgía de saliva y dientes que por poco se vienen abajo. Es adorable, para qué negarlo. Siento deseos de levantarla en brazos y sacarla al balcón como si fuera una novia recién casada.

—¿Estás casada?

—Sí —sonríe ella, mostrándome su paladar anguloso y felino—. Estoy casada y tronchada con los números rojos del banco. De esos no me divorcio en mi puta vida. Cuando Dios creó la luz, yo ya debía tres meses.

—Mañana te compraré una de pacharán.

—Cojonudo, machote.

La viejecita en sus pasos de migas de pan a la altura de los talones, y yo vuelvo a mi cuarto más feliz que unas castañuelas, más animado que nunca, con mi sonrisa de media rodaja de sonrisa porque soy todo un niño, porque nunca he querido ser cualquier otra cosa, porque tirarse a una vieja debe de ser tan divertido como tirarse a una anoréxica. Apunto en un papel de los míos:

—El colmo de tirarse a una anoréxica está en hacerlo muy despacio y comprobar, sin reírte, cómo le va saliendo lentamente una chepa de la textura del mejor alambre.

Río solo. Dentro de unas horas conoceré a Paco. A lo mejor, vete a saber, le hace más ilusión una viejecita que un fular con el que limpiarse la lechita caliente cuando le sale de golpe. Él lo dijo una vez, o lo escribió en un libro, en alguna conversación con alguien, género epistolar o algo así:

—Las tías se levantan a ducharse después de follar. Yo simplemente me limpio la polla con la sábana de encaje del Hotel Palace, que es de seda y buenísima.

Umbral necesita una viejecita/monstruo, siempre adorable, que le limpie la polla fatigada con toallas húmedas de Nenuco. Vuelvo a reírme solo. La risa es mi riqueza en esta habitación de techos altísimos y paredes que no puedo mirar como Onetti.

Si no estuviese tan solo cualquiera diría que estoy loco.