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Me dispongo a bajar al Parador de Hortaleza. El barucho donde he quedado para comer con Tarazona. No obstante, como todo psicópata que se precie, me angustia salir a la calle. Dirijo una mirada a mi indumentaria. Pienso en el consejo que dio John J. Kennedy: “Vístete cada mañana para triunfar”. Pienso en la advertencia que diariamente le susurraba al oído Napoleón a Josefina: “Vísteme despacio que tengo prisa”. Pienso, sí, en esa biografía que me leí de Umbral, una de tantas, donde se le compara con Gimferrer, el académico y poeta catalán, y la autora dice en mitad de su texto:

Al principio será la voz impostada y campanuda que se ejercitó en los colegios mayores de Valladolid leyendo poemas de amor a las chicas. Después, el abrigo largo, la bufanda (primero roja, después blanca), un traje de terciopelo que le dio mucho juego en los años setenta, los botines negros con algo de tacón, los puños de la camisa vueltos hacia atrás (a la italiana) como los llevaba su querido Jean Cocteau, la melena gris (también como Jean Cocteau), los tejanos que mantiene como banderín de enganche a la juventud... Es una pose que compartirá con el atildado Antonio Gala o, en otra variante, con Pere Gimferrer: todos “vestidos de escritores”, con dolencias “de escritores” y cultivando permanentemente una imagen reconocible y eficaz, un estilismo significativo que acompañe al nombre y le dé la proyección necesaria.Todos yendo como símbolos vivos del artista en pos de la leyenda, o del mito.

¿Voy yo en pos del mito con mi camisa blanca, mis pantalones rojos y mi abrigo largo? No lo sé, quizás me hace falta una barbita. La barba es apropiada siempre, suele ser la primera zona de contacto con las mujeres, no hay nada más masculino que la barba, y no hay ningún empresario, filántropo o presidente que no la lleve.Y algo muy importante, crucial, significativo, cruzado con todo lo anterior, estos textos que yo me sé de memoria: “Ni Gala, ni Umbral, ni Gimferrer, jamás llevaron barba”. Pienso que soy un maniático por recordarlo todo a la perfección, textos que no debería recordar y me vuelven más loco de lo que estoy, pero, al mismo tiempo, sé que la memoria es crucial para un escritor. “No quiero olvidar nada. Si olvido, pierdo dinero”; daba cuenta Paco en cierta entrevista.

Al entrar en el Parador de Hortaleza, dos menos cuarto de la tarde, me encuentro con un señor que se parece a John Giorno y grita en voz alta a un muchachito de color que está a su lado, moviendo a uno y otro lado las perlas de un gigantesco collar, en una completa exhibición de pedrería, músculos desorbitados y labios siete veces más gruesos de lo normal:

—¡Acaso si estoy tomándome un vodka he de pensar obligatoriamente en las estepas rusas o en los lagos de Finlandia? ¿Acaso no puedo tomarme mi güisqui irlandés preferido sin olvidarme de la hambruna del siglo XIX ni de Jonathan Swift!

Pocos saben quién era John Giorno. Giorno fue aquel que enseñó a Burroughs a recitar, que empezó a organizar recitales de Burroughs en la época en que este andaba peor de dinero, y quien lo hace llenar estadios, casi como Maiakovski. Giorno fue casi el primer lector de Aullido, porque coincide con Ginsberg en la Universidad de Columbia, y este le da a leer su poemario, asegurándole que era capaz de hacerle estallar la cabeza. De hecho lo lee, lo mastica lentamente una tarde en la que fuma demasiada hierba, coloca encima del librito un post-it donde puede leerse: “Este tío habla de mí, de todos nosotros, como poetas y homosexuales”. John Giorno está en esta cafetería-restaurante del centro de Madrid y nadie se entera. A nadie le importa. Giorno tenía barba, siempre mantuvo una estupenda barba de cónsul, algo que posiblemente hubiese hecho las delicias de Gala, Gimferrer y Umbral.

Me dirijo al fondo del local. En lo que parece ser el comedor, donde las mesas se apretujan como hormigas, me saluda Tarazona desde una de ellas, vestido igual de amarillo que siempre, sabiendo que el camino hacia el mito comienza por la ropa que te pongas cada mañana para salir de casa y el resto de mañanas que componen todo el resto de tus días aquí en la tierra.

—¿Pedimos unos esparraguitos trigueros y una ensalada

o así junto a una botella de güisqui? ¿Te parece?

Digo que sí cuando en realidad debería decir que no. Asiento cuando debería negar. Tarazona está colgado de la bebida, tengo la completa certidumbre, algo que no sé muy bien qué tiene que ver con los libros de yoga o la caca que edita.

—Mira, el asunto es muy fácil —señala Tarazona movimiendo la lengua en circulitos raros, como si precisase el carburante acostumbrado, su dosis letal—. Maruja Lapoint es el personaje más fascinante que ha pisado el café Gijón en años. Encarna el personaje de Sandra, en La noche que llegué al café Gijón de tu maestro, y también La bestia rosa, aunque muchos todavía piensan que la protagonista de este último es Blanca Andreu, la que fuera novia de Benet y que en el libro atiende al nombre de Rimbaud. Maruja es asturiana, se planta durante años en el Gijón, es novia de Viola, de otros muchos pintores. Durante años se la encontraba a la caída de la tarde en el Gijón, luego se iba al Rockola, que estaba en Padre Xifré, donde Torres Blancas, siempre que hubiese concierto, y si no a El Sol, en la calle Jardines. El Sol, calle Jardines esquina con Montera, era café-concert, cabaret Voltaire, boudoir del Marqués de Sade, sótano enmoquetado y espejos por todas partes, sillones absurdos de terciopelo rojo quemados por cercos de cigarrillos baratos. Allí reinaban el poeta bisexual Haro Ibars y Blanca Uría, también asturiana. El primero decía una cosa que a mí siempre me hizo mucha gracia: “Llevo tantos anillos porque con anillos se escribe mejor. Ja, ja”.

Nos traen la ensalada, los espárragos trigueros, una jarra de barro donde presumiblemente va el güisqui. No me interesa demasiado nada de lo que me cuenta y se lo hago saber de la peor forma que sé:

—¿Y a mi qué?

—Maruja Lapoint es y fue y seguirá siendo un personaje fascinante. Bohemia irrecuperable. Decían que el Gijón comenzaba a despertarse cada vez que aparecía Sandra. Robaba medicinas del botiquín con Perico Beltrán o el pintor Oroza, les gustaban mucho las medicinas, cogían una pastilla cualquiera, la chupaban y, si les gustaba mucho, se la comían. Cogían cucarachas del suelo y, bien en el Gijón o en La Colorada, un restaurante económico por una de las bocacalles de Luchana, por encima de la Glorieta de Bilbao, donde las angulas se comían por cuatro perras y regueros de orín manaban de los servicios, allí, en cualquiera de los dos sitios, como te digo, cogían una cuchara del suelo mientras comían, y se dirigían al camarero descojonándose de risa: ¿Podría cambiarme esto por una gamba? ¿Podría cambiármelo por una gambita de nada? También vendían por las pensiones disparatadas fórmulas para quitar el semen de las almohadas.

—¿Como le gustaban tanto las medicinas se echaba el agua oxigenada por la cabeza? ¿No es así? —me decido a intervenir, llevándome dos espárragos a la boca con gran precipitación, creyéndolos dos truenos o un par de unicornios.

—Tal vez por eso se le quedó tan blanco. A Maruja se la follaba el Gijón entero. Algunas noches se iban en coche a Aravaca, donde había un tugurio que se llamaba La Pérgola, donde todas las noches había putas y pollo al ajillo para comer. Solo pollo al ajillo, menú único. Ahí, por ahí, dicen que también hacía algo de carrera. Unos polvos y unos billetes, sí. Aunque su principal fuente de ingresos eran los cuadros.

—¿Que es que pinta? —pregunto, un poco absorto.

—Ni mucho menos, en absoluto. Montaba rifas con los cuadros donados por los grandes pintores del Gijón: Oroza, Viola, Pepe Díaz. Cuadros rasgados, muchos de ellos rotos, porque en las mayores borracheras atentaba contra ellos, contra sí misma, contra quien se pusiese por delante. ¡Este, joder, es el tiempo de El Giocondo, la novela de tu padre putativo! ¡Debería interesarte mucho todo esto, muchísimo! La bebida la echó a perder; al principio sabía parar, no cabe duda, se encerraba durante épocas, pero cuando volvía era todavía peor. Su androginia les cautivaba a todos; era la auténtica lady Caroline Lamb de por allí, de aquel tiempo y aquellos locales. Las cenas en Carmencita, en Libertad 16, y los almuerzos a base de lentejas y pisto en El Comunista, Augusto Figueroa 35. Sus vestidos y sombreros siempre fueron de cuentos de hadas, como sus bibelots, en aquel buhardillón que tenía en Atocha, toda una asquerosa y deliciosa cochambre. Cuando estaba muy borracha, y si acaso se enteraba de lo que decía, solía repetir siempre lo mismo: “Yo fui modelo de Christian Dior y conocí a Neruda en New York durante un pase”. Todo mentira, claro está, efectos del peor vino de Madrid. Del vino más tirado de cuantos vendiesen en la barra.

—¿Estamos prácticamente al lado de El Comunista y Carmencita?

—A tres minutos, sí. Si quieres después vamos. Son los lugares de la bohemia, forman un triángulo divino junto con el Gijón. Iba mucha gente del cine, de la escena, todo muy mezclado. Pagaba quien podía. Otros tenían cuenta. Una cuenta que no se abonaba nunca y muchas veces no hacía más que crecer y crecer y crecer.Tienes que poner en el libro también a Carlos Oroza, el pintor que sobrevivía por Madrid a base de bocadillos, vino y cafés con leche. Exclusivamente vino y café, mucho antes de ser hippie en Ibiza o ir en busca de Ginsberg y Ferlinghetti a San Francisco, donde en la librería City Lights podían hallarse con gran facilidad e incluso, si veían que era un poco guapito, podías sacarle un prólogo o algún asunto de esos.

Procuro hablar despacio. Echo, incluso, un pequeño trago de güisqui. Adopto una voz campanuda y triste. Fundamentalmente triste.

—No sé si me interesa todo esto. No sé si me interesa hacerte ese libro.Yo no bebo, no chupo pastillas de los botiquines de los bares, no doy sablazos al personal y no me interesa nada de esto. Creo en el escritor de cabeza fría, que no pisa los gallineros y trabaja en su obra con respeto hacia sí mismo y hacia sus lectores, sin degradación de ningún tipo.

—Piensa en el dinero que te ofrezco. Hazlo solo por dinero —contesta Tarazona mucho menos eufórico, impasible, sirviéndose más güiqui—. A lo mejor, simplemente, es que “no quieres llegar”. Cuando tu admirado Umbral llega a Madrid hay dos cafés: el Varela y el Gijón. Del primero se decía que era el café de los que querían llegar; del segundo, sin embargo, de los que habían llegado. Hoy en día el Varela no existe, así que no tienes mucho donde escoger, aunque siempre puedes volverte a casa.

—Creo en el artista que no pisa los bares. Creo en el artista que comienza a parir cosas importantes cuando se retira de los bares.

—Déjate de artista y de pollas en vinagre, porque ¡tú todavía no lo eres! Lo que necesitas es dinero, dinero para empezar y asentarte aquí. Justo lo que yo te ofrezco.Y mira, creo que las cosas están claras, te doy la dirección y el teléfono de Lapoint y te lo piensas. Comienzas las entrevistas con ella, planeas el libro y me lo entregas lo antes posible. Una vez leído, te diré. No voy a intentar convencerte de nada, tú sabrás lo que haces, tú debes saberlo.

Tarazona parece cansado por la charla. El color amarillo le sienta peor que nunca. Se levanta de la mesa y allí me deja, en mitad de ningún sitio, frente a unos restos de ensalada y todavía algo de güisqui en la jarra de barro. Sujeto en la mano un sobre con los datos personales de Lapoint sin saber si quiero sujetarlo o no, si este camino puede llevarme a algún sitio o no, si es mejor partir o retirarse prudentemente. Oigo voces a mi espalda, me giro y compruebo que John Giorno, completamente eufórico, se arrodilla frente al muchacho que tiene enfrente y recita:

—¡Iremos a Venecia, claro que sí! ¡Te mostraré los edificios de Palladio, donde Hofmannsthal escribía, y el palacio Mocenigo, donde Byron vivió dos años y hacía orgías todas las noches, y el palacio Vendramin, alojamiento de Wagner, y aquel otro donde Henry James alquiló un apartamento para escribir Los papeles de Aspern!

El muchacho, presumiblemente un chapero, da muestras de indiferencia. Sus referencias parecen ser otras. No se cansa de darle vueltas a las bolas que cuelgan de su cuello.

Me levanto y solo quiero regresar a mi pensión. Lamento que el encuentro haya acabado de esta forma, pero el discurso de Tarazona, tan contrario al mío, solo me ha generado violencia.Yo estoy solo en Madrid, completamente solo, y me parece mal que se lo haya pasado tan bien con la excusa de lo literario, del arte, buscando únicamente la tajada de turno. Una borrachera más o menos célebre y en la que se gastan los euros de una fiesta que jamás deberían haberse gastado. No creo en ese tipo de bohemias, de estupideces, siempre acordes con un grupo que nos protege y que, en realidad, son nuestros principales enemigos. Aunque todo esto se entiende tarde, muy tarde. Casi tan tarde como lo entendió Lapoint, si es que lo entendió.

No tengo ninguna intención de ir al Carmencita o El Comunista y, sin tiempo que perder, regreso a mi celda de trabajo, justo en el portal de al lado al Parador de Hortaleza. Llego a mi cuarto, aquí me encierro y, con el sobre con los datos de Lapoint, me digo en voz alta antes de empezar a llorar

—No me gustan los hombres. Me gustan las mujeres. Cuanto más maduras mejor. Me gustan las cuarentonas que todavía siguen cortando en pedacitos la carne de los chuletones en el plato como si fueran niñas pequeñas.

Tocan a la puerta. Abro, es Aquiles con su mejor su sonrisa y el torso descubierto. Me saluda moviendo con gracia la palma de su mano derecha, en sintonía con sus labios, mueca que lo tiene todo de infantil, curativa, apoteósica, como la carne cortada en pedacitos del cuarentón que algún día seré yo. Al mismo tiempo, sí, me habla con una familiaridad que ya no puede evitar. Que ninguno de los dos en modo alguno podemos evitar.

—Tengo el remedio contra tu obsesión por Umbral —di ce, sentándose en la cama, mientras yo cierro la puerta.

—Y ¿cuál es? —pregunto, ajeno a la propia respuesta de mi duda y solo concentrado en su imagen en la cama: los músculos del pecho contraídos, al llevar cruzados los brazos, y los bíceps a punto de reventar.

—Un equipo del Hospital Virgen de las Nieves de Granada ha utilizado un método para operar los trastornos obsesivos. La intervención quirúrgica dura unas tres horas. Acabo de verlo en televisión.

—Y ¿cómo es eso?

—Los trastornos obsesivos y compulsivos, los llamados TOC, las manías y rutinas absurdas, tienen un nuevo tratamiento. En Granada están experimentando con éxito la aplicación de unos electrodos al cerebro de los pacientes para superar esas tendencias. En la mayoría de los casos, invalidantes y que acaban en gran angustia.

—Me suena aberrante.

—Te equivocas, como no hay que meter bisturí, no se mata ni una sola neurona. No produce lesión alguna en la masa cerebral. En España 800.000 personas padecen los TOC en distintos grados. Mismamente, Beckham, el jugador del Real Madrid, padece este trastorno.Todas sus cosas personales deben estar siempre ordenadas en línea recta y de par en par: trajes, zapatos, carpetas, bolígrafos.Y cuando introduce bebidas en la nevera de su casa tienen que ser pares. Si no es así, quita una botella y la guarda en un lugar distinto.

—¿Y tú como sabes todo eso? —pregunto, sin saber bien a qué viene esto, esta erudición desbordada en neurocirugía.

—Lo decían en el reportaje. Es todo muy fácil: primero se hacen una resonancia y un escáner al cerebro del paciente. Se practican dos agujeros en el cráneo, por donde se introducen los electrodos, que penetran hasta el lóbulo frontal, en la llamada cápsula anterior, que es donde residen las manías. Se inserta una batería en la clavícula derecha, que alimentará los electrodos. Finalmente, los electrodos se conectan a la batería y los cables se colocan debajo de la piel y por detrás de la oreja.

—Te lo has aprendido de puta madre —respondo, cansado de todo y todos, cansado de Madrid y de mi vida aquí—. No obstante, lo mío no es eso. Sino escribir los libros que quiero escribir. Ser escritor, e intentar ser feliz. Nada más.

—La felicidad no existe. Solo se conseguiría inventando una capsulita capaz de multiplicar por ochocientas o mil quinientas horas la duración media de un orgasmo común. Ja, ja.

Me hace gracia la forma que tiene Aquiles de pronunciar la palabra orgasmo. Cualquiera diría que lo está deseando. Noto una ligera avería en mi cabeza, un mareo motivado por el vaivén de mi soledad. Decido responder a su discurso científico con otro discurso, también muy científico, botánico o surrealista, qué más da. El discurso de un genio que lo toma de otro genio. Ese tipo de literatura que siempre busca, a partes iguales, defenderse de la vida y de la ciencia. Digo, con voz campanuda, mientras me atuso mi barba imaginaria, mis cuatro o cinco pelos a lo Giorno:

—Como estériles permanecen las flores hermafroditas de estilo corto de la Prímula veris mientras solo las fecundan otras Prímula veris también de estilo corto, y acogen con gozo el polen de las Prímula veris de estilo largo.

Aquiles se ha quedado de una pieza. Ni parpadea. No sabe que la presente cita corresponde a Marcel Proust. Aquellas palabras de Proust que Francisco Umbral colocó al frente de su novela El Giocondo.

La novela que más problemas le traería.