AQUELLA NOCHE NO PODÍA DORMIR. ME PREOCUPABA QUE hubiera una sanguijuela al otro lado de la ventana. Me preocupaba que fuera a saltar desde el árbol hasta la mosquitera de la ventana, luego se colara dentro y usara sus sensores de hemoglobina para saber dónde estaba toda mi sangre. El problema de tener una sangre que huele de fábula es que todo quisque va a querer un poco. Me levanté y cerré la ventana. Pero eso solo generó otro montón de miedos, porque... ¿y si la sanguijuela ya estaba dentro de la habitación? ¿Y si estaba confabulada con Edwart, y no era más que una subordinada suya, y se ocultaba debajo de la cama hasta que yo me durmiera? Una cosa era segura: yo no iba a impedir a esa sanguijuela que hiciera su trabajo. Esas no son maneras de cumplir con la parte que me toca en bien de la economía. Abrí la ventana de par en par y volví a la cama.
Di vueltas y más vueltas durante varios minutos. Por suerte, mi distraída madre había metido en el equipaje la pistola de tranquilizantes que solía usar con ella cuando se ponía de aquella manera, así que me disparé y dormí profundamente. También había metido en el equipaje nuestra grabadora de vídeo y su anillo de diamantes.
A pesar del tranquilizante, a la mañana siguiente aún estaba nerviosa. ¿Qué iba a hacerme Edwart? ¿Me estaba poniendo en grave peligro? ¿Por qué me daba asco que una sanguijuela me chupara la sangre, pero no me sucedía lo mismo con un vampiro? Y lo que era aún más importante: ¿Cómo iba a compaginar el hecho de llevar un traje de baile con el de no aparentar que me preocupaba demasiado mi aspecto? Acabé descartando el vestido y yendo con una camisa de cuello abotonado, pero una camisa de cuello abotonado para chicas. Se diferencian por los bolsillos.
Oí que llamaban con los nudillos a la puerta e inspiré bruscamente. ¡Qué considerado por parte de Edwart llamar a la puerta, cuando con la misma facilidad podría derribarla! La abrí, expectante.
Era el cartero, que me sonreía con esa típica sonrisa de Switchblade.
—Hola —dijo—. Bonito día.
Me removí con torpeza. Me sentía cómoda hablando de muchas cosas, pero no del tiempo. No dominaba del todo la terminología, ya que me había saltado el curso en el que se estudian las diversas condiciones atmosféricas.
—Sí... El sol ha salido hoy —aventuré, como tentativa.
—Bueno, saluda a tu padre de mi parte.
Fue entonces cuando por fin lo entendí. Estaba enamorado de mí. Era del todo evidente: el hecho de tocar el timbre, quedarse de pie en la puerta, fardar de sus conocimientos meteorológicos. ¿Es que no había más chicas en la ciudad entre las que pudiera repartirse la responsabilidad de ser amada?
Acepté la única carta que tenía para nosotros. Era de la compañía de gas y electricidad de Switchblade. No sabía que también allí tuviera admiradores, pero no me sorprendió demasiado. La tiré a la basura junto con las cartas de amor de Hacienda, y cerré la puerta sin responder.
Me fui a la cocina a desayunar algo antes de que llegara Edwart. El desayuno es la comida más importante del día, y ese era el día más importante del año para mí. Para celebrarlo, tomaría dos desayunos.
Papá estaba en la cocina, como siempre, revolviendo en los cajones. ¡Ni siquiera podía servirse los cereales él mismo! Me preguntaba cómo se las arreglaba para vivir solo antes de que yo llegara.
—Aquí tienes un cuenco, papá —dije.
—¿Un qué?
—Un plato pequeño, pero con los lados altos —le expliqué.
Al sacarlo del armario, lo lancé por accidente hacia el ventilador del techo. Saqué otro cuenco y se lo di a mi padre. Se quedó mirándolo fijamente hasta que eché dentro los cereales.
—Toma, papá. Aquí tienes la cuchara. Cómete los cereales con la cuchara.
—Gracias, Belle —dijo, agradecido.
Estaba bastante desorientado, pero al menos podía comer solo, cosa que no hacía mi madre. A ella solía hacerle el avioncito para que comiera, pero un día se estrelló un avión cerca de nuestra casa, así que ese sonido la asustaba. Después de eso, yo imitaba coches voladores, que hacen más o menos el mismo sonido aunque en un registro más grave.
—Dime, Belle, ¿qué hay de nuevo hoy?
—Papá —dije, al tiempo que le cogía de las manos y le miraba directamente a los ojos—. Estoy tan profundamente enamorada como no lo ha estado nadie en la historia del mundo.
—¡Jopé, Bell! Cuando alguien te pregunta «¿Qué hay de nuevo?», lo suyo es responder «No mucho». Además, ¿no es un poco pronto para cortar lazos con la gente de tu edad y depender de un novio para que satisfaga tus necesidades sociales, en lugar de hacer amigos? ¡Imagínate qué sucedería si algo obligara a ese chico a marcharse! Me estoy imaginando que se sucederían páginas y más páginas... que no mostrarían nada más que el nombre de los meses.
—Si Edwart se marcha alguna vez, ya encontraré algún otro monstruo con el que salir. Ya sabes que no me gusta la gente real. No tengo habilidades sociales. Supongo que en eso me parezco a mi papá. —Le dediqué una sonrisa generosa. No solía ser tan emotiva con él, y me sentí bien.
Mi mente se desvió hacia mi principal preocupación. Necesitaba que papá se marchara de casa; los padres se ponían muy tontos cuando venían novios de visita. Había adquirido muchísima experiencia en eso cuando estaba en Phoenix, donde mi madre se marchaba de casa cada vez que venía de visita un chico, cosa que me obligaba a mí a entretenerlo, cuando era ella quien lo había invitado, para empezar.
—Oye, papá —dije—. ¿Por qué no te vas a pescar?
—Sí, creo que hoy tenía que ir a pescar. ¿No era hoy? Pensaba que era hoy. Olvido las cosas.
—Era hoy —asentí, como una estratega militar—. ¿Por qué no pruebas en el lugar de pesca más alejado? De ese modo, llegarás a casa más tarde.
—¡Eso me parece muy buena idea! —admitió él—. Tal vez me lleve conmigo a ese amigo que va en silla de ruedas. Me gusta irme de pesca todo el día cuando tú estás en casa —dijo al salir—. No estoy acostumbrado a compartir casa con otra persona. ¡Es agotador!
Así que ya estaba. Jim había salido de casa y no le importaba que tuviera planeado ver a Edwart. Pero nadie más debía saber que teníamos una cita. Era necesario que protegiera a Edwart por si acaso sucedía algo. No obstante, nunca había salido con un tío que estuviera tan bueno, así que envié un correo electrónico impreciso a todos mis compañeros de clase, en el que decía: «Edwart Mullen y Belle Goose están totalmente juntos».
De repente, oí un golpe en la puerta. Miré por el agujero para espiar, que es como mi madre y yo llamamos a la mirilla, porque la palabra «mirilla» le provoca ataques de risa.
Era Edwart.
—¡Un segundo! —dije en voz alta cogiendo unas cuantas revistas y encaminándome al lavabo—. Tengo que hacer algunas cosas humanas.
Tengo la licuadora en el baño. Me unté las venas con un poco de zumo de pomelo para dar a mi sangre ese característico aroma superapetitoso.
—Belle —dijo él, cuando por fin abrí la puerta.
—Edwart —respondí, para demostrarle que también yo había pasado una hora en mi dormitorio, memorizando su nombre.
De repente, se puso a reír. ¿Acaso había dicho algo gracioso? ¿Lo había dicho él? ¿Durante cuánto tiempo había estado desorientada, para darme cuenta lentamente de que mi destino estaba en manos de un grupo de críos de instituto capaces de matarme solo por reírme? Poco se daban ellos cuenta de que yo estaba organizando una revuelta.
—Llevamos la misma ropa —dijo él.
Y era cierto. También él llevaba una camisa blanca con el cuello abotonado; de hecho, una camisa de mujer con el cuello abotonado. También él llevaba una pinza del pelo que parecía más bien afeminada. Me reí con él, pero dejé de hacerlo al ver que tenía mejor aspecto que yo, y luego me puse a reír otra vez porque lo único que quería era que él fuese feliz.
—Vámonos, Belle. Quiero enseñarte algo.
—¿Adónde vamos?
—A un sitio arriesgado.
—¿A Italia? —pregunté, como persona bien informada.
A pesar de que los italianos son conocidos por su piel bronceada y su cocina cargada de ajo, yo sabía por mis investigaciones que la familia de vampiros más poderosa había decidido vivir allí para siempre.
—Ya lo verás —contestó él, misterioso—. ¡Ah!, y Belle, creo que sería prudente que te cambiaras ese calzado por otro más resistente.
Me miré los pies. ¿Más que mis botas de lluvia espaciales e ignífugas? Supongo que tenía un par de botas de montaña.
—Nunca se sabe qué puede acechar allende hectáreas y más hectáreas de meseta tapizada de hierba... —añadió, para dejar caer otra críptica pista—. También vas a necesitar un tanque de oxígeno, una tienda de campaña, comida para toda una tarde, y tu propio sherpa. Vamos a escalar el monte del Muerto.
Me estremecí. Hasta la última fibra de mi cuerpo me decía que no me embarcara en aquella aventura; hasta la última fibra, salvo las de mi corazón, que realmente necesitaba el ejercicio.
—Pero, Edwart, no tengo ninguna de esas cosas.
—Tampoco yo, Belle. —Avanzó un paso y yo inspiré su almizcleño aroma saturado de Axe—. Sin oxígeno, no solo seré un peligro para mí mismo, allí arriba. Seré una carga para ti.
Hizo una pausa. Abrí los ojos como platos, presa del miedo, lo cual es una buena manera de disimular un silencio incómodo que no tienes muy claro cómo llenar.
—¿Ves lo arriesgado que es esto? —continuó—. ¿Llevarte allí arriba sin tomar ninguna precaución, como mis ansiolíticos? ¿Tú, responsable de mis actos durante el resto de la tarde? —Se tambaleó, mareado.
Yo asentí con resolución.
—Mi bienestar emocional depende demasiado de ti para estar lejos de tu persona.
—Gracias a Dios —dijo—. Pero ojalá me lo hubieras dicho antes de que tirara todos los medicamentos por el váter. De verdad que me gustaría que me hubieras dicho eso antes. —Me lanzó una hamaca diminuta—. Si en algún momento de la excursión ves que me acurruco entre la vegetación o en algún otro espacio recogido, simplemente cuélgate eso del hombro y acúname durante un rato.
Me lo metí en el bolso y abrí mi camioneta con la llave. Avancé un paso para abrir la puerta, y me caí de inmediato. ¡Vaya, Belle!
—Pareces agotada —dijo Edwart cuando entramos en el coche.
—Sí, anoche no pude dormir demasiado bien.
—Yo tampoco —dijo él, mientras acelerábamos y nos alejábamos.
—Sí, esas sanguijuelas nocturnas están convirtiéndose en algo muy preocupante, ¿verdad?
—¡Ay, Belle! —Se rió suavemente—. Cuando hablas así siento miedo, y si continúas haciéndolo, me sentiré tentado de contárselo a las autoridades. —Su risa era como el tintineo de un millar de sirenas masculinas.
Entré en el aparcamiento que está situado al final de nuestra manzana.
—Ya hemos llegado —anuncié—. El comienzo del sendero del Muerto. —Salí de un salto del coche, inflé mi bola de ejercicios y comencé a hacer estiramientos.
—¿Le parecerá bien a tu padre que caminemos fuera del sendero? —preguntó Edwart—. ¿Por este camino?
—Ojos que no ven, corazón que no siente. —Apoyé el estómago sobre la pelota e hice el estiramiento en el que la dejas ir hacia donde ella quiere.
—¿No has informado a tu padre de dónde estarías? ¡Jopé, Belle! ¡No sé cuánto riesgo soy capaz de correr! —Empezó a resollar y a salirle sangre de la nariz—. Genial. Y ahora esto —dijo con la voz nasal de Alvin, la ardilla, mientras se sujetaba la nariz.
Lo llevé hasta la pelota y le apoyé la cabeza contra ella.
—¿Qué pasaría si no llegas a casa antes de la hora de cenar? —continuó reprendiéndome—. ¿Y si Jim no te ha preparado un plato de cena porque piensa que ya has comido? ¿En qué situación estarías entonces?
—Sabe que estoy contigo.
—De mucho nos servirá eso cuando nos encontremos tirados en el camino. Para siempre. Me alegro de que mis padres me insertaran en el brazo un chip que les indica dónde estoy y les facilita una lista de los posibles caminos por los que he podido perderme.
—Lo siento —dije, pero la verdad era que no lo sentía.
Cuando los tíos rechinan los dientes y fruncen el ceño en una expresión triste y furiosa, significa que han encontrado a su alma gemela. Además, el enojo había activado sus hiperactivas glándulas sudoríparas, lo cual había hecho que se quitara la camisa. Cuando se puso en pie para echar a andar camino abajo, agachándose aquí y allí para examinar el terreno, la musculatura de sus brazos se bamboleó como requesón.
En el cielo había una sola nube, fina y en forma de disco, que cubría el sol con total precisión. Miré a Edwart. Se me ocurrió que nunca lo había visto bajo el sol directo. Y era bastante interesante que nunca lo hubiera visto centellear. ¿Podrían estar relacionadas las dos cosas? Yo tenía la teoría de que la luz del sol altera drásticamente la apariencia de un vampiro; de un modo muy parecido a cómo la luz verde hace que parezcan enfermos.
—Preparada para cuando quieras —grité, mientras me quitaba una capa de ropa en el caluroso (aunque significativamente no brillante) día.
Edwart se volvió y grité. Una vez más, llevaba la misma prenda que yo, una camiseta de tirantes blanca. ¿Cómo no había reparado en eso hasta que se volvió? A veces, la capa que mi imaginación proyecta de manera constante sobre su espalda distorsiona mi percepción de la realidad.
No obstante, Edwart la había mejorado un poco. Había cortado la camiseta por el centro y le había añadido una cremallera, que en aquel momento bajó hasta el ombligo. Su piel desnuda relumbraba, translúcida, y dejaba ver las venas azules que corrían por debajo de su pecho casi lampiño. La camiseta se ajustaba perfectamente a su vientre cóncavo, dibujando cada uno de los prominentes huesos de las costillas, sin dejar nada a la imaginación. Su cuello radiaba como el de un dios a causa de todos los diamantitos de pedrería que había pegado al cuello de la camiseta. Me miré la camiseta lisa y normalita, sin cremallera ni adornos. Estaba empezando a cansarme del competitivo método de cortejo de Edwart. Ya veremos quién gana la carrera de sacos de patatas, pensé con malicia. Había estado practicando durante años.
—Vamos —dijo.
Comenzamos a subir por el camino del monte del Muerto. El camino describía círculos y más círculos en torno a la pendiente boscosa, pasaba y volvía a pasar por el recto sendero empinado. En el bosque vimos algunos escarabajos y gusanos. Lo menciono porque, dado que los mamíferos han huido de las pocas zonas de vegetación cercanas a la civilización, tenemos que entusiasmarnos con las cosas pequeñas.
Edwart consultaba sin parar su mapa para que no nos perdiéramos. Y cuando nos perdimos de todos modos, tuvo la suficiente claridad mental para sacar la tienda de campaña con el fin de que pudiéramos acampar durante la noche. Entonces cogí los prismáticos y localicé la cumbre de la colina, situada a unos veinte metros a nuestra izquierda. Continuamos andando hasta que el camino se acabó de golpe en medio de un campo de cultivo. Apareció un coche atronando, se detuvo y dio un giro chapucero. Me fui saltando hasta el centro del campo y continué saltando y saltando. Nunca me había sentido tan libre. Nunca había cantado Sonrisas y lágrimas tan fuerte. Era hermoso. Estaba lleno de hierbajos gloriosos por todas partes y esas flores amarillas que cuando las soplas desaparecen en copos blancos. Era mágico. Y sin embargo, parecía extrañamente familiar.
—¿Esto es mi patio? —pregunté.
Edwart se encontraba de pie, recostado contra un árbol del bosque que lindaba con el prado.
—No, Belle. Estamos al menos a cinco minutos de tu casa.
—¡Ah! —respondí.
Era tan mala midiendo las distancias. La situación era nueva, pero todo me resultaba extrañamente familiar, tan familiar que estimé que millones de chicas de todo el mundo podrían identificarse con aquello. Con una timidez repentina, miré a Edwart con disimulo y vi que acechaba en las sombras, observando cómo yo me postraba con profundo respeto ante los ocho espíritus del viento.
—¿No había algo que querías enseñarme? —le recordé—. ¿Algo relacionado con la Elasticidad de los Precios? —pregunté, refiriéndome a su hermosa transformación de la luz del sol.
—¡Ah! Es cierto. Cierra los ojos y cuenta hasta cien.
Cerré los ojos y conté tope despacio, con Mississippis. Entonces me distraje y me puse a pensar en el Mississippi. ¿Había vampiros en el Mississippi? ¿Llovía? Durante un breve segundo, olvidé qué número seguía al setenta y nueve.
Cuando hube contado diez veces hasta cien, porque volvía a empezar cada vez que Edwart chillaba «Todavía no», abrí los ojos y me los protegí, porque el sol estaba significativamente al descubierto en el cielo despejado. Lo que vi me desconcertó. Edwart estaba de pie en el centro del campo, brillante. Su piel había virado a un color rojo de coche de bomberos y el sudor que manaba por todos sus poros intensificaba la ilusión de que su cabeza era un lustroso tomate.
Tenía una pala en las manos y un agujero a los pies.
—Esto es lo que quería enseñarte —dijo.
—Ya estoy familiarizada con los escarabajos —declaré, mientras con gesto experto me echaba uno dentro de la boca.
—Escucha, Belle. Este es un secreto que solo puedo confiarte a ti. —Se inclinó hacia el interior del agujero y sacó un androide del tamaño de un hombre—. ¿Tienes miedo ya?
—No. Es hermoso.
Avancé un paso para tocar un brazo del androide. Edwart se puso tenso.
—Lo siento —dijo—. No estaba preparado para ese movimiento tuyo. Cuando pasas todo el día entre androides, te habitúas a controlar cuándo y cómo se mueve la gente. Todo este asunto de la interacción humana, no sé... es algo a lo que tardaré un poco en acostumbrarme.
—No pasa nada. —Así que yo era el único ser humano con quien Edwart tenía contacto. Avancé hacia él con mayor lentitud para intentar hacer justicia a la humanidad—. ¿Qué es, exactamente?
—Es un androide solar anatómicamente correcto. Lo guardo en este brillante prado aislado, donde puede cargarse al descubierto sin temor a que me lo secuestren los rivales de la Competición de Robótica anual. Después de apagarlo, lo entierro por respeto.
—¿Qué puede hacer?
—Deja que te haga una demostración.
Lo encendió, y los ojos del robot reflejaron una luz roja. Se levantó despacio, mientras cada articulación chasqueaba al encajar en su sitio. Cuando alcanzó su máxima estatura, la cabeza giró hacia mí. Entonces volvió a desplomarse en el suelo como un suflé pinchado, antes de comenzar otra vez a levantarse.
—¿Eso es todo? ¿Solo se cae y vuelve a levantarse una y otra vez?
—Sí. Mira cómo se esfuerza. Fíjate en cuántos músculos sintéticos tiene que usar. El cuerpo humano es algo extraordinario. —Me tomó una mano—. Comprueba qué suave es la piel que le he hecho.
Cuando tiró de mi mano, yo me incliné hacia él, embelesada por la cara de Edwart. Mis labios se acercaron más a su boca llena de aparatos de ortodoncia.
—¡Ahhhhhhh!
Edwart se alejó rodando por el suelo, con los brazos extendidos como una horquilla rodante. Mis veloces actos habían vuelto a pillarlo por sorpresa.
—Es culpa mía —gritó, sin dejar de rodar—. No puedo besarte hasta que no estemos saliendo oficialmente. Forma parte de «Las Reglas». —Dejó de rodar y se sentó, jadeando tan ruidosamente como si tuviera una matraca dentro del pecho—. Isabelle. Isa. Izzy. Belly-Belle, ¿quieres salir conmigo? No me refiero a salir físicamente; podemos quedarnos dentro de casa tanto como quieras y trabajar en un sitio web para vender este robot. Estoy hablando en el hipotético caso, por ejemplo, de que quisieras salir con alguien, ir a algún sitio, y ese alguien fuese yo, y ese sitio fuera una sala de juegos.
Le miré a los ojos y vi lo único que Edwart no podía decir: «Cada vez que te miro, necesito recurrir a toda la disciplina posible para no tomarte entre mis brazos y beber de la fuente de tu cuello».
—No tengo miedo de ti, Isa-Edwart —dije, pronunciando su nombre con tanta dulzura como él había pronunciado el mío.
—¿Todavía no? ¿Todavía no tienes miedo de mí? Te lo aseguro: ¡Soy un tipo increíblemente aterrador!
Se quedó ahí plantado durante un minuto, pensando, y luego atravesó el campo a paso ligero.
—¡Como si pudieras correr más que yo! —gritó—. ¡Como si pudieras vencerme en una pelea! —Dio puñetazos en el aire—. ¡Como si pudieras trepar más rápido que yo!
Se abrazó a un árbol e intentó rodearlo con las piernas antes de caerse al suelo y regresar a paso ligero hacia mí, con las manos encima de la cabeza para potenciar al máximo la entrada de oxígeno en sus pulmones.
—¿Tienes miedo ahora? ¿Saldrás conmigo ahora?
Eso me pilló por sorpresa. Pedir permiso era algo que solo hacían los caballeros de hacía siglos. Entonces recordé que Edwart era en realidad muy viejo... Cientos de años antes había vivido entre Napoleón y Jesús.
—Sí, Edwart. Sí.
Me sentía tan atraída por él que casi se me escapó el pis allí mismo, pero hacía algún tiempo que no había hecho nada parecido. Ya era mayor y, en momentos como ese, dominaba mis sensaciones abriendo y cerrando los puños con mucha rapidez.
—¡Genial! —dijo él, y entonces me miró fijamente.
Yo le devolví la mirada fija. Me tumbé sobre la hierba. Él se tumbó a mi lado. Hicimos el ángel sobre la hierba con movimientos sincronizados. El tiempo pasó volando, como en un sueño.
—Belle, es hora de marcharse.
—¿Ya?
—Han pasado cinco horas. Hemos estado tumbados sobre la hierba y mirándonos fijamente el uno al otro durante cinco horas. Por favor, necesito de verdad llegar a casa.
Asentí con timidez.
—¿Crees que podrías llevarme de vuelta hasta el coche con tu superfuerza? No todo el mundo puede correr a través de un bosque denso a más de ciento sesenta kilómetros por hora, ¿sabes?
—¿Más de ciento sesenta kilómetros por hora? ¡Ahí va! —murmuró, pero inspiró profundamente—. Vale, Belle. A más de ciento sesenta kilómetros por hora, allá vamos. —Cogió un saco de dormir de su mochila de campamento—. Cierra los ojos y abrázate a mi cuello.
Obedecí. Al principio noté que bajábamos hasta el suelo, con rapidez. Luego, tuve una sensación reconfortante, un tacto suave por debajo de las espinillas. Edwart arrastró el trasero unas cuantas veces por el suelo y luego partimos a toda velocidad ladera abajo.
Cuando me sentí lo bastante segura para abrir los ojos, teníamos mi camioneta delante. Edwart estaba poniéndose en pie y sacudiéndose la ropa. El sol se había puesto, pero me pareció ver un débil resplandor de color rojo abrasador rondando su piel.
—Llévame hasta mi coche, por favor —me pidió—. Debo estar en la cama hacia las ocho.
Arranqué el coche. El motor ronroneó con suavidad, lo cual armonizó con el repentino ataque de ronquidos de Edwart. Miré la dulce baba de vampiro que le caía por la mejilla desde la boca abierta. De repente se me ocurrió que, después de tanto retozo en los prados, no me había besado. ¿Era acaso por el moho que me crecía dentro de los senos nasales? ¿O porque la única manera de tratar el moho era verter grasa ardiendo dentro de mi nariz para masacrar las colonias? ¿O le asqueaba que yo, en el fondo, considerara el moho como parte de mí?
No. Era imposible que él supiera eso. El moho de los senos nasales era un secreto que me llevaría a la tumba.
¡La tumba! Era ineluctable. Algún día yo moriría en una hermosa explosión, pero Edwart continuaría viviendo. Tal vez no me había besado por eso. Quizá no podía permitirse crear vínculos afectivos con una persona que estaba destinada a convertirse en un millón de partículas brillantes.
Miré su cuerpo diminuto acurrucado en el asiento del copiloto. Al cabo de un año yo cumpliría los dieciocho, pero Edwart tendría todavía diecisiete. Continuaría teniendo la constitución juvenil de un crío de doce años, pero yo tendría carne posparto, descolgada, y reumatismo. No podía reprocharle que no quisiera besarme. ¿Quién iba a querer besar un par de labios que en cualquier momento podían convertirse en un arrugado y viejo montón de polvo?
¡A menos que también yo me convirtiera en vampiro! Nada mantendría los labios de Edwart apartados de mí si ambos fuéramos inmortales. Lo único que él tenía que hacer era morderme, y ya nunca más debería preocuparse por los hermosos recuerdos que yo perdería al llegar a la universidad, por culpa del Alzheimer.
Estaba absolutamente segura de tres cosas. La primera: con toda probabilidad Edwart era mi alma gemela, tal vez. La segunda: había en él una parte vampírica —la cual yo suponía por completo fuera de su control— que me quería muerta. Y la tercera: yo deseaba incondicional, irrevocable, impenetrable, heterogénea, ginecológica y vergonzosamente que me besara.