Contrario a lo que todos esperaban, el primer compromiso que comenzó a planearse fue el de la hija menor. La desaprobación de doña Prudencia no tardó en aparecer.
—¿En qué familia de buen nombre se ve eso, que comiencen casando a la hija de menos edad?
—Estimada suegra, los Villavicencio han estado presionando; recuerde que la solicitud de León llegó primero que la de Hugo. Con respecto a Altagracia, ya estamos en tratos, sobran los interesados, pero aún no encuentro al candidato idóneo.
—No tiene que engañarme, excelencia —agregó la señora—. Mi hija me ha puesto al tanto de las providencias que está tomando. Ya sé que dejará a Altagracia en reserva, que si en un tiempo prudente Úrsula no engendra un hijo buscará la forma de anular el matrimonio y ofrecerle a otra de sus hijas. No descansará hasta tener un heredero, es todo lo que le importa, preservar su estirpe, como si Hugo fuera un semental y sus hijas fueran unas yeguas de pura sangre.
—¡Señora! —gritó el marqués e ipso facto gradualmente bajó el volumen—. Nunca le he alzado la voz, pero me va colmando la paciencia; no le dije cómo educar a su hija ni con quién casarla, así que le ruego que no se entrometa. Me debo a mi linaje y a mi herencia, no permitiré que se extinga porque su hija no logró darme un varón.
—Terminaré por tomar el próximo vapor a España —se lamentó doña Prudencia mientras el marqués se esfumaba como alma que llevaba el diablo, luego de dejar advertido que se haría su voluntad—. No quiero ser testigo de esta debacle. Tu esposo ha perdido la cordura.
—En eso tienes razón, madre mía, lo hizo desde que no pude engendrar un varón y se lo achacó a la maldición que arrojó sobre la familia su difunta tía.
—¿La difunta? ¿La que fue monja?
—Esa misma, que en paz descanse.
—¿De qué maldición estás hablando?
—Secretos inconfesables de familia; tras haber dado a luz a las niñas, concluyó que era por la maldición de sor Inmaculada. Se obsesionó tanto con el tema que terminó por ir en busca de Hugo a España y desde entonces lo ha tratado como su sucesor.
—No puedes dejar que por un mal razonamiento arrastre a tus hijas. Esa manzana de la discordia tiene a mis nietas suspirando por los rincones, ¿es que no te das cuenta? Altagracia tiene veintiuno, la hicieron esperar a merced de los caprichos del señorito, que al final de cuentas no se decantó por ella. Exijo que se le busque un marido, ella no es mujer que sirva para quedarse a vestir santos, como su hermana, la pobrecita, que tendrá que pecar con los placeres de la carne muy en contra de su voluntad —dijo santiguándose.
—Úrsula no puede quejarse de su suerte, será la marquesa de Morell de Santa Ana y el sinvergüenza de Hugo tiene sus propios méritos; le dará dolores de cabeza, pero al menos no será un suplicio yacer en su lecho, que le cumpla como esposa al menos hasta engendrar al heredero y uno de reemplazo, que nunca se sabe, ya después podrá desahogar su culpa en sus oraciones y Hugo podrá tomar una querida o dos para contentarse.
—¿Y que deje la amenaza de bastardos empañando la tranquilidad de mi nieta? ¡Qué solución tan apropiada se te ha ocurrido!
—Madre, por favor. ¿Qué quiere? No lo planeé así, siempre creí que Hugo se casaría con Altagracia.
La marquesa huyó de los reclamos de doña Prudencia, dejando una estela de desolación.
La maldición de sor Inmaculada torturó al marqués una vez más, aquella pronunciada en España con tanta furia que había hecho temblar los cimientos de la estructura de la mansión Morell porque la vida o, más bien, la ley de los hombres, la sacrificaba en pos de perpetuar un apellido, al favorecer al primer hijo varón, negándole heredar el marquesado. Rómulo lo recordaba como si fuera ayer, era apenas un crío, pero las palabras de su tía sor Inmaculada, enviada a un convento en respuesta a su osadía, negándole tener descendencia, que opacara los planes del primer marqués, Archibaldo Morell, si el destino se encargaba de dejar a sus hijos como únicos herederos, se repetían en su memoria, al principio era un leve quejido, pero, cuando el destino de los caballeros Morell se fue sellando uno a uno, como naipes que se desploman en sucesión, el lamento se transformó en un alarido:
—¡Maldigo a cada hombre Morell que ambicione tener mi marquesado y a su descendencia! —había pronunciado María Inmaculada antes de volverse monja.
Su tía fue una mujer que nació en una época que no estaba lista para recibirla; apasionada, llena de vida, que se desenvolvía en la sociedad con una gracia y una avidez impresionante, cuyo género no la amilanaba ni la definía. De haber sido marquesa, habría sido una mujer visionaria, que habría apostado por el adelanto y luchado por la liberación femenina, pero sus ansias de vivir tuvieron por destino la clausura, impuesta por un padre al que le importaba más la sangre y su legitimidad. Rómulo recordaba como si hubiera sido ayer el discurso que el difunto marqués le había repetido hasta el cansancio:
—¡No permitiré que mi apellido Morell se pierda! ¡No quiero que nuestro nombre se extinga y termine siendo marqués de Morell de Santa Ana otro hijo de Dios que esté ligado a nosotros por la unión con una de mis descendientes, y menos aún que el fruto de ese matrimonio defina mi estirpe, sería como si otro hombre me arrebatara el título de las manos y yo no hiciera nada por detenerlo!
Pensaba en ello mientras observaba un libro que albergaba la historia del marquesado, de cómo su abuelo lo había obtenido y había preservado el apellido, el que don Rómulo enalteció al sumarle la Grandeza de España en retribución a la fortuna que depositó en las manos de la Corona, lo que en parte había contribuido a posesionar a la isla para que siguiera siendo la hija predilecta de España. El marqués solventó la construcción de embarcaciones para la flota española, dotó a Cuba de clínicas en las regiones más necesitadas y la proveyó con armas, municiones y equipamiento para los cuarteles militares más importantes. Finalmente, trasladó su residencia a la isla antillana con el propósito de hacerla crecer para beneficio de las arcas de su majestad y de la suya propia. Había cedido gran parte de su fortuna, pero el oro regresó a sus manos multiplicado. No se arrepentía de haber navegado lejos de la madre patria, de haber sido hábil para hacer crecer su patrimonio, su prestigio y haberlos puesto al servicio de la monarquía. Su marquesado en España hubiera sido como cualquier otro, sin grandes remembranzas y arriesgarse le había valido de mucho.
Y mientras se hacía más poderoso desafiando la maldición lanzada por su tía, que marcó a la descendencia masculina de los Morell, la vida le demostraba que tampoco se salvaría: no pudo tener un hijo varón y dependía del hijo de su difunto primo don Héctor. Se preguntaba si la suerte de Hugo venía arraigada a la valentía de su padre al rebelarse a su destino; fue el único que no ambicionó ni el título ni la riqueza familiar y se enfrentó al abuelo por amor a doña Alma. La consecuencia fue perder la posibilidad de heredar el marquesado.
Rómulo veía en Hugo la misma expresión que en su primo Héctor, por eso no podía descifrar qué gritaba su corazón y con qué intensidad deseaba ser marqués; temía que si la ambición lo cegaba correría la misma suerte que la suya, y ya no quedaba otro hombre Morell a quién darle la pesada misión de preservar el apellido, por eso le había otorgado la posibilidad de elegir.
—Padre —lo sorprendió la voz de Altagracia y sintió un salto dentro del pecho. Justo ella que sería robada al igual que sor Inmaculada por las leyes al servicio de los hombres—. ¿Me concede un instante?
—Sé breve, no dispongo de mucho tiempo y menos para asuntos de mujeres. Pide algo sensato o me veré en la necesidad de excusarme.
—¿Por qué me priva de mi derecho de nacimiento? —le reclamó Altagracia con los ojos inyectados en sangre de tanto llorar.
—¿Quién asegura que te estoy despojando?
—Por encima de la ley le está heredando el patrimonio en su totalidad a un familiar que ni siquiera es cercano.
—Tú no tienes idea, hija, de mis razones.
—Sabe que deseaba casarme con Hugo, incluso llegué a albergar ciertos sentimientos por su protegido.
—¿Cómo te atreves a hacerme esas revelaciones? Deberías estar avergonzada.
—Castígueme si lo desea, pero no me avergüenzo, no después de haber pasado doce años escuchándolos a mi madre y a usted planeando mi matrimonio con él, querían que me hiciera su esposa, lo sé. ¿Por qué le dio el derecho a escoger?
—Hija, ni podía ni quería imponerme.
—¿Sabe que con ese matrimonio me pierde para siempre?
—¿Cómo osas pararte frente a mí y pronunciar esas palabras? Por eso Hugo no te eligió, por tu temperamento, porque aprietas la paciencia hasta asfixiarla dentro de tu oponente, tal como tu... —El marqués no quiso terminar la frase, en verdad la amaba y no quería que lo despreciara.
—Tal como mi madre, ¿eso iba a decir? Porque mi mal genio y mi temperamento no tienen nada que ver con usted, ¿o me equivoco?
—¡Hija mía!
—Quiero irme lejos. Concédame eso, al menos. Mándeme con mi abuela a España, tal vez allá esté mi destino.
—¿Es lo que deseas? ¿Abandonarnos? ¿Casarte y asentarte con el mar de por medio? ¿Así nos pagas a tu madre y a mí todo el cuidado y esmero que hemos puesto en tu crianza?
—No quiero ser testigo de ese matrimonio, ni de cómo me roban con el permiso de usted lo que me pertenece por nacimiento.
—Hija, estás equivocada y Hugo tiene razón, serían infelices los dos si terminan casados. Tú necesitas aplacar el incendio que atormenta tu alma.
—No lo perdonaré fácilmente, padre, si me deja aquí y me obliga a presenciar cómo le entregan todos mis sueños a Úrsula, si me sigue empujando a odiarla, a verla como a mi enemiga. Eso me quiebra por dentro, Úrsula y yo hemos sido muy unidas, las mejores amigas, no me orille a envidiarla.
—¡No! ¡Tu hermana es inocente! ¡Cúlpame a mí de tu suerte, pero no a tus hermanas! ¡Ustedes tres tienen la misma sangre y no deben permitir que nada las separe!
—Usted lo hizo cuando lo trajo a esta casa. ¿Aún no lo entiende? Hugo es... —No pudo terminar, rompió a llorar, cómo explicarle a su padre que ese hombre sería muy difícil de olvidar. Prefirió descargar su rabia—. Hugo es un usurpador y maldigo la hora en que...
—¡Calla! —clamó el marqués en un arrebato, no iba a permitir otra maldición asolando a su descendencia—. No sabes nada de los Morell, aunque lleves nuestro nombre. Hugo tiene todo el derecho a heredar. Y, si sigues así, con esa lengua impropia de una señorita de tu posición, terminaré por llevarte con las monjas para que aprendas algo de provecho, lo que al parecer tu madre no pudo enseñarte.
—¿Quiere hacer conmigo lo mismo que con sor Inmaculada?
—¿Cómo te atreves? ¿Cómo sabes? —inquirió alzando la mano para aterrizarla sobre su mejilla—. Dímelo por un demonio o te daré la paliza que te faltó de cría.
—Leí el libro de la familia —dijo temerosa.
Y un brote de remordimiento afloró en el marqués.
—¿Qué tanto sabes? ¿A quién le has contado?
—Lo tomé en un descuido de usted, me intrigaba su insistencia por mantenerlo oculto de nuestros ojos, pero le juro que no llegué más allá de las páginas que relatan la entrada al convento de su difunta tía y la maldición lanzada contra cada hombre Morell. Me está empujando a sufrir su suerte.
—Te daré una oportunidad; de todos modos, tu hermana detesta la idea de casarse. Seduce a Hugo y convéncelo para casarse contigo. Te daré un par de meses, retrasaré los planes de volver oficial el compromiso hasta entonces.
—Padre, no puede esperar eso de mí, no fui educada para... Sería impropio de una señorita y más de mi posición social —protestó Altagracia pasmada al descubrir una cara de su padre que le dio hasta miedo.
—Solo así podrás quedarte con Hugo y convertirte en marquesa.
—¿Cómo puedo lograr que su protegido cambie de opinión?
—¿Es que acaso tengo que enseñarte el arte de ser mujer? Desaparece de mi presencia, Altagracia. Es tu última oportunidad.