Antes del desayuno Margarita llamó a su habitación, ya estaba lista para recibirla así que le pidió que siguiera adelante.
—¿Mejor? —le preguntó.
—Casi lista para acompañarlos en el desayuno.
—Toma, es de Hugo. Escóndelo, por favor, que nadie lo vea, es comprometedor.
—¿Conoces su contenido?
—No, pero conozco a mi hermano y fue muy preciso al pedirme que te lo entregara lejos de los ojos de quien sea.
María Teresa observó el sobre cerrado, el corazón comenzó a palpitarle a tan apresurado ritmo que temió que se le escapara del pecho al encontrar las paredes que lo contenían como la más cruel de todas las prisiones. Comenzó a rasgarlo mientras Margarita intentaba abandonar la habitación para darle privacidad y ella la retenía por el brazo; se encontró un escrito que no cumplía con todas las formalidades para ser considerada una carta, venía en papel de esquela y sin todas las atenciones, era breve, solo tenía escrito:
Amor:
Perdóneme.
No había firma, pero ya sabía quién lo remitía. Se apoyó en el amplio sofá y recorrió con sus ojos varias veces esas dos palabras de caligrafía elegante y sobria; tan solo con haberse atrevido a llamarla «amor» el asunto se volvía muy arriesgado. Si aquella nota llegaba a manos de alguien más podría perjudicarla. Metió el papel en el sobre y lo dobló muy pequeño. Con él en la mano corrió a su baúl para esconderlo, y no pudo cumplir su cometido, los pasos en el corredor la hicieron quedar paralizada. Nerviosa, apretó el papel en un puño, al escuchar la voz de su madre anunciándose con la esclava y, antes que todo terminara en un desastre, Margarita recobró el sobre y lo escondió entre los pliegues de su vestido, lo sujetó para que no se cayera cuando hiciera una inclinación para darle los buenos días a la marquesa.
María Teresa respiró profundo para que no se le escapara la tosecilla molesta que se le había instaurado en la garganta, mientras su madre la inspeccionaba para ver si era conveniente que se incorporara al desayuno con el resto de la familia.
—¿Cómo te sientes?
—Bien —contestó y carraspeó de manera comedida.
—¿Estás tosiendo más que ayer?
—Solo un poco, tengo el pañuelo y el doctor ha asegurado que no es contagioso.
—Pero es engorroso y de mal gusto interrumpir la comida por el coff coff de uno de los comensales.
—Seré delicada.
—No lo dudo, pero a veces no podemos calmar lo que acompaña a una dolencia física. Además, te veo muy sonrojada e inquieta. ¿En verdad te sientes mejor?
—Sí, de eso conversaba con Margarita antes de que usted arribara.
—Acompáñanos si lo deseas. Después mandaré por el doctor para que te examine. Te veo peor que ayer, esa tos no me gusta nada. Lo que nos faltaba, que te enfermes en medio de los preparativos. Vamos, Margarita —le ordenó a la otra que se quedó inmóvil sin saber qué hacer con la misiva.
—Enseguida las alcanzo, excelencia. Necesito pasar a mi alcoba —arguyó para ganar tiempo.
—No te tardes, sabes que la puntualidad en la mesa es un hábito que valoro. Y tú, hija, hazme el honor de seguirme al comedor; si te veo muy afectada, te regreso a tus aposentos.
La amorosa respuesta de su madre no le arrebató el cúmulo de emociones que hicieron implosión en su pecho tras esas dos simples pero connotadas palabras escritas por Hugo. De saber la marquesa que sus síntomas respiratorios se habían resentido tras zambullirse por horas en la bañera la amarraría a la cama.
Desayunaron en paz, la tos fue menos agobiante que la mirada de su padre, lacerante; el marqués solía tener olfato para saber cuándo alguien quebrantaba sus límites. Hugo no se giró a observarla en ningún momento, sus ojos ni siquiera hicieron contacto cuando le dirigió unas palabras para saludarla, tampoco cuando le preguntó por su salud o le deseó pronta mejoría como el resto de los presentes, como si esa nota hubiese salido de la imaginación de María Teresa y no de sus manos.
Tanto dudó la menor de las Morell que al abandonar la mesa propició quedarse a solas con Margarita, necesitaba una palabra suya que le constatara que no había sido un sueño; cuando la otra le aseguró que el sobre estaba bien escondido hasta el fondo del baúl con sus libros, decidió correr para volver a leerlo. Margarita la detuvo con estas palabras.
—Rezar no te vendría mal, vamos, te acompaño.
No entendió la insistencia de su amiga, pero obedeció, a veces las palabras sobraban. Buscó su biblia, su velo blanco y su rosario. Se dirigió a la lujosa capilla que tenían dentro de la quinta, dedicada a la Virgen María, ensalzada con encajes, sedas y joyas. Margarita la incitó a entregarse a sus oraciones mientras ella permaneció en la puerta. Se reclinó en un banco bajo de caoba, mullido y forrado con terciopelo granate, pegó sus palmas, cerró los ojos y susurró una plegaria. Escuchó a su espalda.
—He estado pensando mucho, últimamente...
Esas palabras la sacaron de inmediato del estado contemplativo, esa voz la reconocería entre miles, despegó los párpados y con disimulo lo encontró dos bancos atrás, en igual posición a la suya, pero abandonado a otra deidad, no dejaba de admirarla, como supeditado a sus encantos.
—¿Ha perdido el juicio? —se le escapó una pregunta, pero no tenía intenciones de esperar la respuesta—. Si nos encuentran aquí no habrá justificación que pueda salvarnos de la vergüenza. Las reglas de convivencia para nosotros son claras, nos tienen prohibido conversar sin la supervisión adecuada.
—Sus hermanas no son tan apegadas a esa norma y sus padres no han armado gran aspaviento —insistió.
—Tal vez mis hermanas tienen licencias de las que aún no puedo gozar.
—Necesito saber si me ha perdonado.
—Le prohíbo volver a ponerme en una situación comprometedora.
—Es que no puedo, quiero comprometerla para que me obliguen a responder por su honor.
—Mi padre jamás romperá su palabra, ya hizo un pacto con los Villavicencio y yo soy la moneda de cambio.
—¿Lo ve así?
—¿De qué otra forma nos ven los hombres a las mujeres?
—La quiero y estoy dispuesto a luchar.
—¿Sostendría lo mismo si desposarse conmigo le arrebatara la posibilidad de convertirse en marqués?
—¿Por qué insiste en ponerme a prueba?
—¿Qué propone?
Hugo no pudo disimular, su interrogante provocó en sus labios una sonrisa.
—Tendríamos una posibilidad si León se retracta, de esa manera el honor de su padre no quedaría en entredicho. A Úrsula se le ha ocurrido una idea estupenda.
—¡Pero qué impudor! Usted va a casarse con mi hermana y ella conspira para acercarnos.
—Úrsula está tan interesada como yo, creo que ha sido acertado elegirla, se ha vuelto nuestra aliada y cuando disolvamos nuestro compromiso será la más aliviada.
—¿Qué sugiere Úrsula?
Hugo le extendió un príncipe negro y María Teresa entendió el plan absurdo que urdían.
—Puedo traer una rosa todos los días, dársela a Perla para que se la entregue. Si su predisposición a ciertas plantas se descontrola, podríamos hacerle creer a León que es imposible para usted vivir en este clima y que en semejante estado estará la mayor parte del tiempo.
—¿Perla? Si mi madre la descubre la azotará. No la inmiscuiré en este asunto.
—Buscaré otra forma.
—No lo necesita. Mi madre quedó atrás en cuanto a lo que mi padecimiento se refiere, es verdad que las rosas me enferman y me causan unos picores en la nariz y en los ojos que son insoportables, pero no todo el tiempo y no solo las rosas. Es especialmente en primavera.
—Gracias a Dios en primavera estamos.
—Y ocurre también con algunas otras plantas. Algunas de ellas están en nuestro jardín, me he dispensado de comunicarlo, incluso a Perla, para que mi madre no me recluya dentro de paredes de cristal. Solo mi abuela lo sabe y consiente conmigo en dejar a mi madre lejos de los informes del médico para evitar su exagerada reacción. He aprendido a convivir con mi dolencia y a evitar todo lo que dispara en mí las incomodidades.
—¿Y si eso es posible por qué recayó ayer?
—Un descuido —disimuló. No iba a revelarle que había llorado un mar por él.
—¿Pondremos el ardid en marcha? Si León se excusa, usted quedaría libre y yo pediría su mano.
—Es increíble que Úrsula haya urdido esta escapatoria.
—Su hermana está decidida a tomar los hábitos.
—Veo que colaboran, entonces ya lo perdonó por atreverse a cortejarla.
—Digamos que estamos en tregua.
Margarita carraspeó para dar a entender que la cita debía concluir. María Teresa abandonó la capilla, no sin antes mirar displicentemente a Hugo y sin más atenciones marchó rumbo a sus aposentos. A unos pasos se encontró con Úrsula y esta con disimulo le mostró el capullo de una rosa que había permanecido oculto en su puño, otra implicada en el encuentro, le hizo una seña para que la siguiera.