La marquesa se despertó de su siesta; lo primero que hizo fue refrescarse el rostro con agua y observar sin prisas el paso del tiempo en sus hermosas manos, se sentía agradecida con la vida, aún su piel lucía tersa. Sonrió ante el recuerdo de sus obligaciones mientras sus hijas florecían a la vida, evocó lo dichosa que había sido en su boda y les deseó lo mismo a las tres.
Abandonó sus aposentos seguida por su esclava de confianza y fue en busca de María Teresa, no debían permitir que las prisas se apoderaran de la situación y su hija estaba un tanto retraída de los preparativos para su casamiento, entendía que se había ilusionado con la proposición de Hugo Buenaventura, pero ya era hora de que madurara y le sonriera a su realidad. León era muy apuesto, cualquier chica en su condición estaría suspirando por los rincones ante lo que le deparaba el destino. Tras insistir en su habitación y verla desierta, se fue a sentar al salón y pidió a Josefa que la hiciera llegar ante su presencia. Tras una demora mayor de la usual, la esclava volvió sin resultados.
—¿Dónde está mi hija? Desmejorada de su padecimiento no creo o estaría tumbada en su cama.
—No la encuentro, mi ama. Y nadie sabe darme razón. La señorita Altagracia no la ha visto, ni las niñas Úrsula y Margarita.
—¿Y Perla, su esclava? —preguntó—. Exígele que venga de inmediato.
Perlita llegó al ser requerida, miró a su ama, aguantando los nervios que la devoraban por tener que mentirle a la señora.
—La niña me dijo que iba a descansar, que me retirara, pero no fue como otros días, su merced, estaba rara.
—¿Extraña cómo?
—Como si ocultara algo.
—Ave María purísima sin pecado concebida. Explícate de una vez.
—Mi amita estuvo hoy muy callada, no se veía alegre, estaba como preocupada. —Luego cayó de rodillas y agregó—: ¿No me diga que le ha pasado algo a mi niña?
—Búsquenla hasta debajo de la última piedra de esta propiedad, no se la puede haber tragado la tierra.
Lucrecia de la Concordia, sumamente preocupada, salió a recorrer la biblioteca y demás habitaciones, notó sus manos temblorosas de camino, en persona interrogó a Margarita y a Úrsula, ellas le devolvieron un discurso similar al de Perla, asegurándole que María Teresa parecía misteriosa, incluso con ellas. Altagracia se les unió y observó perpleja lo que jamás pensó que acontecería en su familia. Ante el alboroto desatado en la quinta, doña Alma y doña Prudencia también aparecieron. La primera se santiguó, un mal presentimiento se apoderó de ella, les pedía a sus santos que no fuera lo que se estaba imaginando. Doña Prudencia trató de calmar a su hija:
—María Teresa es muy juiciosa, debe haber alguna explicación.
—¿Y si la han raptado desde el jardín exterior con sus múltiples pasajes como laberinto? No creo que se haya atrevido a salir sin permiso, habría llevado siquiera a su esclava. ¿Dónde está mi hija?
Altagracia puso los ojos en blanco sin que su madre la viera realizar tal gesto, la presunción de inocencia de María Teresa por parte de su progenitora la dejaba helada, no entendía cómo no se daba cuenta de la realidad. Al ver la preocupación que embargaba a la marquesa se sintió culpable por tener que ocultar la verdad. Ella estaba segura de que había huido con Hugo:
—Tranquilízate, madre. Debe estar bien —fue lo que atinó a pronunciar, sospechaba que Úrsula y Margarita la terciaban.
Un jinete a toda prisa fue a informar al marqués para que como cabeza de familia encontrara una solución a la desgracia que los estaba asolando. En cuanto llegó a la quinta y le fueron explicados los detalles que conocían, no dudó, maldijo y vociferó en contra de Hugo, dedujo que era el responsable de la desaparición de su hija:
—¡Jamás creí que se atreviera a tanto, lo cobijé en mi familia, lo traté como a mi propia descendencia! Lo doté de estudios, lo complací en todo.
—¿Usted refiere, su excelencia, que mi nieta ha escapado con Hugo? No lo puedo creer. ¿Cómo la habrá convencido? María Teresa es una niña virtuosa que no incurriría en ninguna falta. Su protegido se ha aprovechado de su inocencia. —Doña Prudencia no pudo disimular su aturdimiento.
—¿Qué otra explicación hay para su desaparición? —se preguntó a sí mismo el padre de familia.
La marquesa tomó asiento compungida, las piernas le fallaban, pidió que la abanicaran profusamente o se desvanecería, se lamentó:
—¡Mi propia hija, la más pequeña, robada como una campesina! ¡Hugo ha deshonrado a nuestra familia! ¡Será la desgracia para Úrsula y Altagracia! ¿Quién querrá casarse con ellas? Lo presentía, que Hugo sería nuestro infortunio.
Uno de los hombres del marqués trajo a punta de látigo a Matías, el esclavo que no se separaba jamás de Hugo Buenaventura. Le exigió dar razones del paradero del joven a lo que el esclavo contestó:
—Mi amo me dijo que esta tarde no iba a necesitarme, se me hizo extraño porque estaba apurado por salir, pero su caballo sigue en el establo. ¿Usted quiere que lo vaya a buscar a los sitios que acostumbra?
—¡Retírate de mi vista! —gritó el marqués que ya no sabía con quién descargar su ira—. ¡Ahora nadie sabe nada, ni la madre, ni la abuela, ni usted doña Alma, ni las hermanas, ni los esclavos! ¡Cómo si se los hubiese tragado la tierra! ¡Uno de ustedes está mintiendo, alguien tuvo que colaborarles para vernos la cara de imbéciles, si los descubro, lo pagarán caro!
Tras mencionar la última palabra, sintió una punzada en el pecho, una que lo dejó sin aliento, se llevó la mano al corazón y todos corrieron en su auxilio.
—¡Matías, ve por el doctor de inmediato! —ordenó la marquesa.
—Estoy bien —intentó incorporarse, pero notó que el pecho se le apretaba y terminó por sentarse en el amplio sofá.
Tomó aire y aceptó la visita del médico, pero les exigió a todos guardar absoluta discreción acerca de la desaparición de los jóvenes.