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20 de septiembre de 1856

En un sitio hermoso y reservado en la villa de Guanabacoa, una casona que el señor del Alba recibió como herencia de su familia, de una planta, bien provista con todo lo necesario, de altas columnas, al estilo neoclásico, portales, salas, comedor, saleta con vista al patio interior, que a su vez conducía a los aposentos, se resguardaron los esposos fugitivos. Los ventanales azules de madera que daban a la fachada fueron cerrados por un esclavo de servicio en cuanto ellos arribaron, siguiendo las órdenes de su amo.

Dos esclavas los recibieron y les ayudaron a instalarse como un matrimonio en la alcoba principal. Siguiendo las disposiciones de su dueño, procedieron a preparar a María Teresa para que ocupara el lecho: sacaron su ropa de dormir, una bata de satén y finísimos encajes, única prenda que había logrado sustraer del ajuar matrimonial. Antes de comenzar a desatarle el vestido, Hugo las detuvo.

—Retírense, yo ayudo a desvestir a mi esposa —dispuso con soltura el caballero.

—No nos vendría mal un poco de ayuda —mencionó ella y él por toda respuesta mantuvo la negativa.

—No imaginas cuánto he ansiado este momento, no quiero que me lo demoren más, ya quiero estar a solas contigo, amor —le musitó con total intimidad.

—Desatar mi vestido puede ser engorroso —aseveró volteándose para dejar ante su vista los innumerables botones que decoraban en línea recta su espalda.

Aún era de día, Hugo cerró la puerta de su habitación a sus espaldas y pidió no ser interrumpidos. Ella lo miró nerviosa, jamás habría imaginado así su noche de bodas, con los rayos del sol de la tarde colándose por las rendijas y las transparencias de la tela de las cortinas, con el temor a ser descubiertos. Él le susurró:

—Odio que nos embargue la prisa en todo: en la ceremonia, en la aparente luna de miel, quisiera amarte lentamente, pero sabes que terminarán por encontrarnos y es necesario que para ese instante ya... —María Teresa le colocó dos dedos sobre la boca para callarlo y eso terminó por despertarle su hombría, Hugo los atrapó con su mano y sus labios.

—Te amo y me llena de orgullo que hayas desafiado a tu benefactor —declaró con total confianza.

—Eres mi vida, María Teresa; desde ese día que irrumpiste en el salón de la quinta no he podido quitarte de mi cabeza.

Hugo se libró de su levita, de su chaleco, se desató el lazo, así como los primeros botones de su camisa y de su camiseta interior, dejando entrever sus bien proporcionados pectorales y una escasa sombra de vello que apenas si lo cubría. La besó con ternura y le tomó las manos, la invitó a acariciarlo, cerró los ojos y se dejó recorrer por las inexpertas manos de María Teresa, las que le proporcionaban un placer nunca antes conocido. Desabotonó con paciencia la parte alta del vestido hasta librarla de aquel, la despojó del cubrecorsé y de las enaguas, luego se enfrentó al corsé, incrédulo de que las mujeres soportaran una tortura así. La admiró en camisola, embebido de su belleza y de su silueta real, la que podía disfrutar sin las artimañas de la moda femenina.

Ella pidió un poco de privacidad para terminar de prepararse para el lecho, Hugo quiso rehusarse, su deseo le demandaba desprenderla del camisón, los pantalones y las medias, pero al ver la ilusión que le hacía ese ritual la dejó proceder mientras le daba espacio y se servía una copa de vino. Sabía que las mujeres tardaban mucho en confeccionar su ajuar de novias, y todos los apuros en que incurrían para añadir las más finas piezas a su colección. No quería robarle eso también. Sonrió como no lo hacía desde tiempo atrás y, cuando su recién estrenada esposa se colocó ante él, sus ojos también sonrieron. Parecía un ángel, le dio un beso virtuoso en los labios. El satén y el encaje blanco nácar de la bata sobre su piel le daban un aspecto níveo que acrecentaba sus ansias de poseerla, de adelantarse a cualquiera que osara arrebatarle el título de esposo que ostentaba.

—Eres mía para siempre —farfulló.

Hugo estiró la mano para desatarle el peinado y dejar caer su cabello largo, abundante y rubio, nunca lo había podido apreciar así, en su estado más salvaje y eso lo encendió por dentro, se lanzó a su boca, pero con desenfreno, y ella le correspondió con el mismo apetito, el que ambos habían contenido bajo las paredes de la quinta. Hugo agradeció que, a pesar de su inocencia y pudor, María Teresa no temiera enfrentarse al deseo, al parecer había sido instruida en lo que acontecería en la noche de bodas, porque nada la amedrentó:

—¿Sabes, mi amor, lo que pasará ahora? ¿Lo consientes?

—Quiero ser tu esposa por todas las leyes, también las de la piel.

—Me encargaré de que sea placentero para los dos.

Le deslizó la bata sobre los hombros hasta liberarla de ella y contemplarla como la más exquisita visión con aquel camisón de Batista que había elegido para lucir frente a él, acarició la redondez de sus pechos por encima del suavísimo algodón que acrecentaba su imaginación, y sin más preámbulos la tomó en brazos y la condujo sin dejar de besarla al lecho nupcial. El gallardo amante se deshizo del resto de su ropa a excepción de los calzones, para que la vista de sus partes pudendas no fuera a asustarla y tomó sitio a su lado. Tras una larga sesión de labios, le recorrió el cuello mientras ella cerraba los ojos concentrada en cada sección nueva que le acariciaba. La transitó por la sedosidad de las piernas desnudas, pero su mano aventurera se tropezó con la barrera de los calzones femeninos:

—Estos también debieron irse con tus medias —le reprochó con suavidad al oído.

—Lo siento, es que...

Hugo no le permitió explicarse, la silenció con un beso, entendió sus temores y era lo último que deseaba, no quería arrebatarle su virginidad, deseaba que ella se la entregara, solo así podría tomarla. Decidió explorar en otra dirección y darle tiempo para volver a entrar en calor. Le descubrió el pecho para poder admirar a plenitud sus bien formados senos, los acarició con la suavidad de su lengua hasta que la piel de María Teresa se erizó en los lugares más sensibles, respondió ante su tacto a entera satisfacción del amante experto. No quería terminar de desvestirla de golpe, aunque se moría por apreciar su desnudez, lo haría todo despacio, para que aquella primera vez perdurara por siempre como el mejor de los recuerdos. No habían podido tener una boda y quería obsequiarla con una unión de sus cuerpos que quedara grabada para la posteridad. Con las rodillas pegadas a la cama, levantó las caderas de su mujer y las colocó sobre sus muslos, le sacó los calzones con lentitud y disfrutó de la vista. El camisón quedó enrollado como una fina banda de tela sobre la cintura, hubiese deseado destrozarlo allí mismo, pero en vistas del apego que su mujer le tenía a la prenda prefirió sacárselo con delicadeza por arriba. Nada lo apartó de su objetivo. Continuó acariciándole uno de los senos con una mano, y afincando la otra en uno de sus glúteos, el que disfrutaba a la par de sostenerla dispuesta para él, recorrió con húmedos besos el camino hacia su ombligo, y descendió más hasta enterrarse en aquella flor que hoy le ofrecía su candor.

María Teresa sintió una deliciosa corriente que la sacudió y unió todas sus zonas altamente sensibles cuando la lengua de su esposo rozó por primera vez su parte íntima. Desconocía que un hombre podía comportarse así, no lo había leído en sus libros ni se lo habían explicado en aquellas charlas donde su madre la había preparado para la noche de bodas.

—¿Por Dios qué haces? —averiguó medio avergonzada por tenerlo husmeando justo allí.

—Si lo deseas me detengo —convino besándola intermitentemente al finalizar cada palabra.

—No pares —dijo con timidez, pero sin intenciones de renunciar a tan estimulante atención.

La sensación placentera la dominó aumentando de intensidad cada segundo. Cuando Hugo la alzó todavía más por las caderas y se sumergió por completo en su área privada, ella se dejó vencer, rindiéndose a los placeres carnales de los que nunca había disfrutado. El deseo y el amor que sentía por su esposo palpitaban en su corazón irradiando de luz todo su torso. Se sentía una ignorante, cómo había permanecido ajena al placer todos estos años, por qué el conocimiento de algo tan poderoso le había sido vedado.

Hugo la sacó de sus reclamos a la vida cuando continuó haciéndola sacudirse de deleite al demostrarle que solo era el principio; su flor no solo era sensible en el exterior, dentro el goce también tenía sus matices. Él le introdujo uno de sus dedos por el canal inexplorado, el que se fue ensanchando con los movimientos que lo conquistaban. La invasión fue dolorosa, pero venía acompañada de una fuente de placer inagotable que la impulsaba a dejarse vencer y exigir más. Estaba en una carrera hacia una meta que desconocía, pero que añoraba como al tesoro más codiciado, un precipicio la llamaba, uno que Hugo conocía bien, al que la conducía sin remedio. Sentía que de un instante a otro iba a perderse en sus brazos, su cuerpo laxo se dejaba caer sobre los músculos fuertes de él y la mano que aún permanecía afianzada a uno de sus glúteos, la que la elevada para presionarla contra su boca y enloquecerla con el ir y venir de su caliente lengua y con aquel dedo que afanosamente había encontrado un secreto refugio entre sus piernas. Justo cuando la tenía en ese punto de no retorno, cuando el calor latía de sus entrañas exigiéndole que fuera más enérgico en los movimientos que la hacían caer en una inexorable tortura, él se detuvo.

María Teresa insatisfecha estuvo a punto de maldecirlo, aunque fuera la primera vez que un insulto cruzara sus labios. Hugo se mostró complacido y acariciando su miembro sobre la tela de sus calzones decidió descubrirlo y dejarlo expuesto, erguido y potente, ante la ávida mirada de la señorita, que observó cómo el joven con toda intención lo dirigía hacia su interior. Aún lo deseaba y pretendía seguir embebida de aquel elixir que Hugo le había arrebatado cerca del momento cumbre, ese que palpitaba exigiéndole ser atendido, pero, ante la amenaza del monumental invasor, tembló y sin dominio de su cuerpo intentó la retirada, él volvió a besarla y le susurró:

—Confía en mí, mírame a los ojos.

—Es un sable enorme, me atravesarás —se le escapó.

—Créeme que terminarás por amarlo y dominarlo a la perfección. Molestará un poco al principio, pero la recompensa valdrá la pena.

Y cuando él le acarició la abertura con la sedosidad de la punta de su espada, sin invadir terreno, dulcemente, una y otra vez, haciéndola recobrar el ritmo que su boca le había enseñado, ella volvió a derretirse entre sus brazos, se relajó hasta acercarse a las puertas de la cúspide. Él la estudió con calma y justo al emerger las primeras punzadas del orgasmo de su mujer empujó dentro, ella gimió de dolor y de placer al mismo tiempo, y explotó como un volcán que había permanecido dormido toda su existencia.

—Déjate ir, no te detengas —la apremió Hugo mientras él arremetía cadenciosamente hasta hacer que las pelvis de ambos chocaran de manera agradable. Ella obedeció las demandas de su cuerpo.

El dolor quedó rezagado cuando sus paredes fueron dándole la bienvenida al suave embiste del hombre que amaba, uno que fue aumentando y haciéndose más grato cada vez. Hugo giró sobre su espalda dejándola arriba, quería observar como sus pechos danzaban y como sus rubias guedejas ondeaban en el frenético subir y bajar. Ella se aferró a la dureza de sus pectorales y siguió las recomendaciones de su esposo, cerró los ojos y se dejó guiar por la sensación que la embargó, era parecido a cabalgar, pero en vez de un potro montaba al más delicioso espécimen, jamás se arrepentiría de huir con él, de convertirse en su esposa y de entregarle su virtud. Sus movimientos aceleraron y de nuevo el calor amenazó con derretirla, aquella sensación volvía a invadirla y a hacerla explotar desde sus entrañas, lo disfrutó hasta lanzar un grito de satisfacción. Fue entonces cuando Hugo, quien ya no podía contener sus deseos de liberarse ante las sacudidas con que su mujer lo castigaba, la obligó a abrir los ojos y mirarlo directamente a los suyos, mientras él derramaba hasta la última gota de su simiente en lo más profundo de su vientre.

La acercó a sus labios y la besó con ansias, se devoraron a besos sin prisas. Ya el tiempo no era un impedimento, su escapada había sido un éxito, no importaba si les interrumpían en medio de la madrugada, él tendría que reparar el honor de la dama en cuestión, uno que por cierto había sido reparado antes de serle arrebatado. La huella del enlace quedaba como finas gotas rosadas sobre las sábanas blancas, ella bajó los párpados apenada. Él le sostuvo el mentón y la exhortó a levantar la frente, quería verla segura y que nada que proviniera de tan tórrida unión la avergonzara.

—Te amo —le confesó Hugo embriagado de dicha.

—Abrázame fuerte.

—Eres una fierecilla en la cama, sabía que me darías guerra, pero superaste el potencial que vi en ti, no podrías ser de León, eres solo mía —bromeó para provocarle la risa, una que fuera más poderosa que su recato.

—No lo vuelvas a mencionar, nadie más que tú podrá tenerme.

—Ahora todo estará bien. Nos pertenecemos para siempre.

Hugo se levantó triunfal por una copa de vino y llamó a la servidumbre para que preparara la bañera para la señora, él sabía que su benefactor no tardaría, esa misma noche estaría allí y quiso cerciorarse de que su esposa se viera decente. Una vez el baño listo, retiró al servicio y la sumergió en el agua tibia, él mismo lavó profusamente cada una de sus partes, aunque eso solo conseguía aumentar su libido, y el aseo terminó interrumpido por una tórrida sesión de besos que dio paso a la pasión más arrolladora. Hugo volvió a hacerla suya y ella se dejó envolver una segunda vez por su seductora hombría.