Con su mantilla blanca, María Teresa cubrió su vergüenza ante los ojos acusadores del marqués, que la observaron acceder a la entrada principal. Su madre se le acercó con un paso lento, que ni a una marcha fúnebre podría comparársele. Sus ojos estaban secos, pero las huellas del llanto desconsolado podían apreciarse. La marquesa no pronunció una palabra de bienvenida, ni siquiera manifestó el alivio que sintió de saberla en casa. Cruzaron miradas y con ello fue suficiente para que María Teresa supiera que tendría que esforzarse para merecer su perdón. Las señoritas de la casa tampoco estaban a la vista, suspiró rogando a Dios que la reprimenda no fuera extensiva a ellas. Subió los innumerables escalones, no quiso detenerse hasta llegar a sus aposentos, donde se derrumbó de rodillas a los pies del más amplio ventanal y enterró su rostro, anegado de llorar, entre sus manos.
Tras unos instantes, unos golpes en la puerta le advirtieron la presencia de alguien, pensó que era Perla y le pidió que siguiera. Su sorpresa fue otra, doña Alma, con la angustia reflejada en el semblante le preguntó:
—¿Dónde está mi hijo? Me urge verlo.
—En una casona en Guanabacoa de la propiedad del señor Carlos Enrique del Alba.
—¿Puedes darme la dirección?
—Se la anotaré —dijo y usó su papel de carta con sus iniciales grabadas para escribirla—. Perdónenos por la vergüenza que le hemos hecho pasar.
—Tu padre casi se muere de la decepción, su corazón sufrió un duro azote. No sé cómo puede sostenerse en pie después del susto que se llevó. El médico no aprueba que haya abandonado la cama, solo la ira lo sostiene. Espero que no termine por colapsar.
—¡Jesús bendito!
—¿Entiendes a dónde ha llegado el arrebato que les hizo huir? Su excelencia pudo haber muerto.
—No creímos que nuestra decisión afectara la salud de algún miembro de la familia, pero eso no justifica su reacción.
—¡Hugo es un insensato! ¡Y tú, mi niña, cómo se te ha ocurrido seguirle! Eso solo los puede perjudicar a ambos.
—Nos amamos.
La señora se le acercó y le acarició con cariño una de las mejillas rosadas.
—Sé todo lo que se puede sacrificar en nombre del amor, más a la de edad de ustedes, pero no estuvo bien que te perjudicara, hay cánones que no deben romperse.
—Hugo es mi esposo —susurró—. Huimos para casarnos.
—¡Ave María purísima sin pecado concebida!
—Mi padre se empeña en separarnos. No repita nada de lo que está escuchando, por el bien de todos.
—Aunque no estoy de acuerdo con el comportamiento de mi hijo, reconozco que me sorprende, por mucho que el marqués lo ha moldeado a su forma, en el fondo, aún posee un corazón noble y apasionado como el de su padre. Cuenten conmigo, estoy de su lado —afirmó y tomó el papel para salir con prisas.
—¿Y Margarita?
—Por eso lo necesito, tu padre se la ha llevado lejos, la usará como moneda de cambio para someter a Hugo.
—No lo permitiré, ahora mismo le exigiré que no se ensañe con ella.
—Deja que mi hijo se ocupe, a él lo escucha.
—Eso ha cambiado. Hugo... no podrá hacer mucho, al menos hoy...
—¿Qué quieres decir?
—Los esbirros de mi padre lo han golpeado, está muy herido, solo por eso he vuelto, no aguanté que lo siguieran torturando. —La señora no pudo evitar que los ojos se le llenaran de lágrimas al escucharlo, se llevó una mano al corazón, sus hijos, atrapados en esa maldita telaraña. Jamás pensó que el marqués, que hasta ese momento lo había protegido como a un hijo, llegara a tales extremos—. Vaya con él, a lo mejor a usted la dejan verlo. Dígale que lo amo y que en cuanto se recupere estoy dispuesta a huir tan lejos como me pida.
La charla fue interrumpida por el andar sinuoso de la marquesa. Doña Alma salió tras la mirada despectiva de la recién llegada, que, a pesar de haberla tolerado bajo su techo y de haber sido hospitalaria, desde el último incidente, su resentimiento hacia Hugo se había extendido a toda su familia.
—Tu padre me ha enviado para un asunto engorroso. Refiere que Hugo le aseguró que aún eres virgen, después de pasar la noche con él lo dudo. No nos mientas o solo conseguirás dejarnos en vergüenza y perjudicar a tus hermanas si se descubre en tu noche de bodas que de esta familia ha salido una fruta dañada.
—Decidimos esperar.
—¿Por qué no puedo creerte? Esa mirada... No me veías así antes de haberte perdido una noche completa con ese desvergonzado. Me dijo tu padre que los sorprendió ligeros de ropa y juntos en el lecho. Quiero todos los detalles.
—No creo que sus oídos consientan escuchar.
La mano de su excelencia Lucrecia de la Concordia fue a parar justo sobre la mejilla de su hija, dejándola enrojecida e inflamada. María Teresa tomó aire hasta saturar sus pulmones, jamás esperó una reacción semejante de su señora madre, no solía perder la compostura y menos a causa de la violencia.
—¿Hugo introdujo su miembro en tus partes íntimas? —María Teresa la miró de reojo al ver que su madre no se inmutó al usar ese lenguaje impropio de una dama—. ¿O se limitaron, como él sostiene, a retozar sobre las sábanas sin perjudicar tu virginidad?
—¡Madre!
—¡No toleraré tu mojigatería! Si tuviste el valor para huir con un hombre ahora te aguantas la vergüenza. ¡Responde!
—Si ya tiene la última palabra para qué me pregunta.
—¡Serás insolente! No me fío de ti. No nos arriesgaremos a quedar en vergüenza. Traeremos a un doctor especializado para que te haga un examen y nos dé la certeza de que aún estás intacta. Si no eres virgen, tu padre mandará a reparar tu virtud con un punto de oro o lo que proceda, pero no dará marcha a atrás y menos dejará su honor en entredicho; la boda con León será en la fecha pactada y te repararemos si estás mancillada.
—Pero mi padre le dio unos días a Hugo para demostrarle que León no es bueno para mí.
—Hugo dirá lo que sea para salirse con la suya. Es culpa de tu padre que nunca le dejó claro los límites, al final de cuentas, él no es su hijo y terminó por atribuirse derechos que no le correspondían, incluso pasar por encima de su palabra. Mi esposo se encargará de darle un escarmiento para que de una vez entienda cuál es su lugar.
—Creo que eso ya lo hizo, si usted considera que mandar a golpearlo con suma saña hasta dejarlo magullado no es suficiente, solo le quedaría matarlo.
La marquesa no pudo disimular su sobresalto al escuchar los actos violentos cometidos contra el joven. Respiró hondo y sin querer aceptar su turbación añadió antes de irse:
—Como nos hayan mentido, jamás recuperarás mi confianza. Una cosa es no tener vergüenza y lanzarse al pozo de la perdición, pero arrastrar contigo a tus hermanas, sería demasiado bajo, incluso para una pecadora.
María Teresa se mordió la lengua, no le respondió que estaban unidos en santo matrimonio, y que lo que Dios había unido no tenía derecho de ser separado por el hombre, ni que Úrsula fue la primera en exigirle que luchara por su amor. Solo aguardó, Hugo y ella necesitaban tiempo para reponer fuerzas y escapar.
Cuando doña Alma llegó ante la puerta de la residencia que albergaba a su hijo se persignó, no tenía idea de lo que le deparaba detrás de las paredes, su corazón de madre estaba compungido, aquel presentimiento que tuvo cuando comenzó a ver cómo el marqués complacía a su vástago a manos llenas se había hecho realidad, ella sabía que la situación podía revertirse si un día Hugo contrariaba a su protector, había percibido frialdad en su alma. Entró y se dejó guiar por una esclava ante su presencia, lo encontró descansando, recostado en la cama, él intentó ponerse de pie y su madre lo excusó. Lo examinó desesperada, su rostro lucía intacto, salvo por escasos enrojecimientos, y aquello la tranquilizó de momento, pero, cuando le desató la bata y le levantó la parte alta de la ropa interior para evaluar su tórax, la vista del área dañada la hizo inquietarse. Indagó por los cuidados que había recibido y él le aseguró que el médico lo había tratado, que iba a mejorar. Tomó asiento cerca de su hijo y le sostuvo una mano para prodigarle caricias.
—¿Cómo piensas salir de esta, hijo mío?
—Mañana mismo me pondré de pie.
—En tu estado no podrás abandonar esa cama en un par de días.
—Tengo que hacerlo, necesito encontrar a don Anselmo, él conoce un motivo que puede deshacer el compromiso de María Teresa con León Villavicencio, tal vez así su padre nos permita estar juntos.
—¿Y qué te hace pensar que el marqués aceptará? Ya están casados, Hugo, esa joven no puede volver a casarse, sería un pecado. Por favor, no sigas de necio, temo que terminen por matarte.
—Madre, su excelencia no sería capaz.
—¿Estás seguro? Mira cómo te ha dejado.
—¿Cómo está Margarita? Intentó retenerme amenazándome con ella, pero no la perjudicará.
Doña Alma pensó muy bien qué responder, el estado de Hugo era preocupante, tampoco creía que el daño que el marqués pudiera ocasionarle a su hija fuera más allá de enviarla a un convento, negarle la dote o casarla en contra de su voluntad, para todo eso había tiempo de buscar una solución, pero Hugo era testarudo y no podía perderlo, Margarita tampoco lo soportaría, si le decía lo que estaba ocurriendo se levantaría de esa cama y temía que el marqués perdiera los estribos y terminara por quitarle la vida. Tampoco quería mentirle y prefirió evadir el tema. Él estaba tan magullado que no podía ordenar sus pensamientos.
—Hijo, descansa. Todo estará bien. María Teresa te ha mandado todo su cariño.
A la mañana siguiente, antes que despuntara el alba, Carlos Enrique estaba ahí para ayudarlo en su empresa de dar con el paradero de don Anselmo. Hugo se vistió con ayuda de una esclava y aguantando el dolor que sentía con cada pisada se dirigió al carruaje cerrado en que su amigo había venido.
—Pensé que iríamos a caballo —dijo Hugo.
—No creo que estés en condiciones de montar, a duras penas te sostienes en pie. Todavía no puedo creer el matiz que ha tomado esta situación, pensé que el marqués te exigiría reparar el honor de su hija, no que intentara deshacerse de ti.
—Él no me borraría del mapa, solo quiere darme una lección.
—¿Necesitas más pruebas de los límites que está dispuesto a cruzar su excelencia?
—¿Tienes noticias del sacerdote? Mi «protector» amenazó con enterrar nuestro matrimonio.
—¿Le revelaste su nombre?
—No y tampoco sabe en qué iglesia nos casamos, pero no tardará en averiguarlo.
—Tendré que ocuparme de eso.
—Odio causarte tantas molestias.
—Vamos a la casa de don Anselmo para indagar sobre su paradero. Según mis cálculos ya debería estar, mínimo, en el viaje de regreso. Puedo hacerlo solo, ¿por qué no aprovechas para reponerte? No te quedarás aquí, irás a mi residencia, mis hombres te resguardarán.
—No puedo estar un segundo más en esa cama sabiendo que la pierdo, es ahora o nunca, María Teresa no puede desposar a ese hombre, es mi esposa.
Una señal al cochero fue suficiente para que partieran raudos hacia la residencia de don Anselmo.
La esposa del señor los recibió y los hizo pasar, fueron reservados en cuanto al motivo de la visita tan temprano en la mañana, pero le hicieron saber que les urgía encontrarlo. Dada la amistad de las familias la señora les dio santo y seña:
—Mi esposo debe llegar a más tardar mañana, mandó telegrama hace dos semanas para anunciar su regreso, ya debería estar aquí.
Agradecieron la amabilidad y se despidieron, conscientes de que no podían hacer más gestiones. Hugo se lamentaba a los pies del carruaje:
—¡Un día o quizá dos! ¡No puedo perder tiempo!
—¿Por qué reniegas de tu suerte, amigo mío? Tardaríamos más en viajar al oriente del país y buscarlo por quién sabe dónde —le hizo ver Carlos Enrique.
—Pero estaría en control de la situación, la espera me carcome por dentro.
—Pues no te queda más que aguardar.
—Buscaré la forma de sacarla de la propiedad, huir es nuestra única salida.
—¿Y renunciarás al marquesado, después de tanto tiempo a merced de tu protector?
—Ya renuncié. Tal vez nunca fue para mí.
—¿Y lo que me revelaste de camino? Que era tu padre quien debía heredar el título, pero que huyó con tu madre declinando su herencia en favor de su excelencia. ¿Repetirás la historia?
—Ahora mismo me importa un comino el marquesado, solo quiero recuperarla —ratificó y subió al carruaje con lentitud debido a su estado.
Una vez acomodado apuró a su acompañante para ocupar su lugar, el que parecía intrigado por algo que acontecía; unos cascos de caballos y el golpetear de unas ruedas sobre los adoquines captaron su atención. Hugo interrogó con la mirada a Carlos Enrique, el que por toda respuesta añadió:
—Parece que la fortuna te está sonriendo, mi amigo, don Anselmo ya está de vuelta.
Hugo se dispuso a bajar a toda prisa, preparado para interrogar a aquel hombre allí mismo, pero el señor del Alba le rogó que le pidiera una cita para darle la oportunidad de reponerse del viaje. Los esclavos acudieron a recibir al señor, que se sorprendió con la presencia de los dos hombres en la casa.
—Don Carlos, usted por aquí. —Saludó con respeto a ambos.
—Le estábamos buscando, perdone usted el atrevimiento, querido amigo. Viendo que recién viene de viaje lo más cortés es retirarnos, para permitirle restablecerse. Regresaremos mañana, si le parece bien recibirnos o cuando usted considere apropiado.
—Pasen, por favor, no los dejaré en la puerta.
—Ya su esposa ha sido muy amable de recibirnos, en realidad íbamos de salida —continuó el señor del Alba.
—Insisto, pasen adelante.
Don Anselmo se puso cómodo y les invitó a disfrutar un café. Carlos Enrique dio toda una introducción que le permitió a Hugo aterrizar en el tema, pero el joven solo consiguió desesperarse más. Cuando finalmente después de todas sus pesquisas logró dar con el hombre y revelarle sus motivos, este reaccionó tal como le había advertido Carlos Enrique. Se rehusó a darle razones.
—León Villavicencio no debería desposar a la hija del marqués, en mi opinión, pero no soy quien para entrometerme en ese asunto —aceptó don Anselmo.
—¿Por qué le sugirió a doña Carmen que le negara la entrada al salón en aquella ocasión? —inquirió Hugo con el mayor respeto.
—No me corresponde hablar del tema, solo le puedo decir que si fuera el marqués lo querría muy lejos de mi hija.
—Estoy dispuesto a buscar la manera de prohibir esa boda; si el marqués supiera, de seguro sería el primero en oponerse —manifestó Hugo.
—¿Y quién le asegura que no lo sabe? Los más encopetados se alían para cubrirse las espaldas.
—No el marqués cuando se trata de una de sus hijas.
—Lo siento, joven Morell. No puedo darle razones; si tiene la forma de disolver ese compromiso, le imploro que lo haga, pero no me exija que ande como las señoras que no tienen ocupación discurriendo en cotilleos. He dado mi palabra de no revelarlo.
—La señorita María Teresa es un ángel, toda candidez y dulzura, la hija más pequeña del marqués —intervino Carlos Enrique—. Le ruego que como caballero no conserve un secreto que pueda ponerla en riesgo. Mi esposa fue muy enérgica al advertirme de León; el marqués de Morell de Santa Ana es un gran amigo mío. Lo manejaremos con suma discreción, solo necesitamos una razón válida.
—Es violento, casi mata a golpes a una prostituta —reveló afectado el señor finalmente—. Su padre, el conde, tuvo que intervenir para que no se hiciera un escándalo. No quiero que mi nombre se vea envuelto en este lío, pero puedo ofrecerte los datos del salón y de la mujer que fue agredida. Si su excelencia me da su palabra de mantener en secreto mi revelación, puedo darle mi testimonio. Estaba allí, tuve que intervenir de inmediato llamando a un doctor o esa mujer habría muerto.
Con aquellas sórdidas revelaciones salieron a toda prisa, elucubrando cómo enfrentarían al marqués para que interviniera y cortase los lazos que unían a María Teresa y León Villavicencio. Carlos Enrique le suplicó a Hugo que lo dejara hacerse cargo, con solo tenerlo en frente pondría al marqués a la defensiva. A duras penas accedió, pero insistió en aguardar en el coche una respuesta. Se sorprendió cuando el carruaje fue retenido al llegar a los arcos que daban paso a la quinta en la Calzada del Cerro. Cuando los hombres que vigilaban la puerta detectaron a Hugo, le dijeron que su paso a la propiedad estaba prohibido. Hugo se exasperó por el trato que le daban quienes hasta hacía dos días le servían, pero no le quedó más remedio que atender a la sensatez de su mentor.
—Iré caminando a la casona —dijo el señor del Alba.
—Pero desde aquí es indignante para alguien de tu posición.
—Puedes esperarme o irte a mi casa y aguardar allí, el coche puede venir por mí de inmediato, no creo tardar.
—Aguardo.
—Preferiría que te vayas, no estás en condiciones de defenderte si estos hombres tienen órdenes de agredirte.
—No tengo miedo.
—Sé sensato por un demonio, estoy tratando de ayudarte, debes ser más frío para tomar decisiones. Ve a mi casa, así sirve que tranquilizas a mi esposa que está nerviosa con este asunto. Dile cómo va todo, estaré contigo en breve y te repito, ya no es necesario que te hospedes en Guanabacoa. Hazme el honor de ser mi invitado, quiero recibirte en mi hogar.
Hugo partió y dejó todo en manos de Carlos Enrique. El que no tardó en estar encerrado con el marqués en su despacho. Su excelencia le invitó a beber una copa de oporto y le recriminó su participación en la boda secreta de Hugo con su hija. El señor del Alba pidió disculpas, pero no ahondó en sus razones, fue directo al grano y le transmitió cada una de las palabras de don Anselmo a su interlocutor. Expuestos los hechos y recalcando el peligro que representaba León para María Teresa, aguardó una respuesta.
—No les creo —resolvió el marqués después de mucho pensar.
—Su excelencia, don Anselmo está dispuesto a repetir cada frase ante usted, solo pide a cambio que le dé su palabra y no devele la fuente de la información ante los Villavicencio.
—Un ardid que están tramando ustedes para que Hugo se salga con la suya.
—Usted conoce a don Anselmo, es un señor respetable que jamás cometería un acto vil contra alguien honorable.
—También sé de sus correrías y de los lazos de amistad que lo unen contigo y con tu esposa. No olvides, muchacho, que te vi crecer. Fui uno de los mejores amigos de tu padre, que Dios lo tenga en su santa gloria.
—En nombre de esa amistad se lo imploro.
—Sé que harías lo que fuera por Hugo y no te lo reprocho, es tu amigo y me enorgullece la lealtad que los une, incluso en mi contra, pero León y su familia solo me han dado muestras de su respetabilidad.
—¿Es su última palabra?
—Es la única.