4 de octubre de 1856
La catedral de La Habana estaba engalanada por uno de los eventos más esperados por la alta sociedad, asistiría el Capitán General a la boda de su más amado sobrino, los guardias desfilaban por doquier para aumentar la seguridad, había algarabía en los alrededores, gente del pueblo que no tenía la alcurnia para gozar de las invitaciones, pero que quería ver llegar a la novia, el desfile de calesas, al gobernador y no perderse tan anunciado evento. Unos mulatos animaban el ambiente con sus melodiosas voces en las inmediaciones y el cielo ostentaba el más nítido tono de azul claro.
En el mismo corazón de intramuros, rodeada de mansiones señoriales pertenecientes a nobles que ostentaban títulos de Castilla, se levantaba triunfante La Catedral de La Habana. A su alrededor se destacaban el Palacio de Lombillo, la casona de los condes de Bayona con sus cuantiosos balcones, el palacio del marqués de Aguas Claras y el palacio del Marqués de Arcos, este último convertido en la sede del Liceo Artístico Literario de La Habana desde 1844. Desde la plaza de La Catedral podía escucharse a lo lejos el azote del mar y la brisa llegaba cargada de ese inconfundible aroma a sal que refrescaba el ambiente. Dos torres de inigualable belleza custodiaban a la nave central, las campanas colgaban en lo alto esperando la señal para arrojar al viento su música y ser arrastrada hasta las olas de la basta bahía.
El desfile de los carruajes más lujosos no se hizo esperar, de cuatro o dos ruedas, los que no podían faltar eran los quitrines, decorados con herrajes de plata, con interiores forrados en sedas de vistosos colores como el rosado o el celeste, con sus capotas abajo para que las damas pudieran lucir sus pomposos vestidos mientras los caballeros saludaban con una inclinación de cabeza, calándose ligeramente el sombrero con una mano por la parte frontal. Los caleceros, adornados con libreas con detalles en oro, conducían orondos, demostrando, con la elegancia de sus atuendos y sus maneras, los estatus de las familias a las que servían.
Los guardias ubicados en los diferentes puntos de la plaza y sus inmediaciones se cuadraron como dirigidos por una orden marcial, era señal de que la autoridad máxima de la isla estaba por arribar. Todos volvieron la vista al gobernador, la marcha de la banda militar precedió su avance. Exhibía su impecable uniforme laureado de medallas y condecoraciones, con bastón y sable. Resaltaba su don de mando innato y su andar firme. Despachó con sutileza a los aduladores y ocupó el lugar que le correspondía.
Solo faltaba la prometida.
Entre adoquines, el tono de piedra y el añil de las maderas de los balcones, descendió la novia como una princesa, ataviada con un finísimo encaje, que se extendía por varios metros, y diamantes, regalo de bodas de su futuro esposo. Su rostro permanecía resguardado tras un velillo que alejaba su faz de los curiosos. Tras los suspiros de quienes creían asistir a la boda del año, colocó el primer pie sobre la alfombra. No fue como la boda de Agustina Montemayor, muchas la envidiaron por haber pescado a León Villavicencio, tan galante y apuesto, único heredero de una gran fortuna. Desfiló el último tramo hasta quedar al lado de su futuro esposo, sentía el peso de su mirada diáfana, pero prefirió ocultar su tristeza tras el velo. Algo tenía seguro, no repetiría la desgarradora boda de Agustina, no quedaría en la memoria colectiva como otra novia desdichada que inspirara la lástima de los presentes por varios años, los dejaría seguir creyendo que estaba rebosante de felicidad, aunque su familia no era ajena a su sacrificio.
Sintió el contacto de León al descubrirle el rostro y ni siquiera lo vio, sostuvo la mirada baja, alejada; él no se lo reprocharía, podría confundirlo con timidez, aunque en verdad ella solo intentaba ocultar la desesperación que la asolaba por dentro. «Lo hago por Hugo, porque viva, aunque sea lejos de mis brazos».
Tras la última palabra del sacerdote declarándolos casados y los buenos deseos de los presentes, ella sintió que el muro que había levantado para sostenerse ya no aguantaría, se iba a desplomar en cualquier momento. Sus hermanas no fueron muy efusivas, a Úrsula le dolía verla, la entendía. Altagracia, independientemente de los sinsabores que habían tenido, terminó por rodearla y, en su abrazo, tal como en el de Úrsula, sintió consuelo; con sus hermanas no tenía que fingir. María Teresa le susurró a su hermana mayor:
—Lo siento.
—Más yo, pequeño incordio, al final todas solo somos piezas de cambio. Lamento que tú tampoco hayas tenido el felices para siempre que deseabas. En verdad lo lamento, hermanita —le contestó.
Y entonces la vio al final de los asistentes, caminando hasta ella, hasta fundirse con su cuerpo en un abrazo interminable, mientras los demás invitados se desesperaban por alcanzar su turno para prodigarle unas palabras de felicitación a la novia.
—¿Margarita, estás bien?
La recién llegada asintió, no podía ocultar que había sollozado.
—Siento tanto que estén separados por mi culpa —expresó.
—No, tú no eres responsable de nada.
—¿Dónde está mi hermano? No lo encuentro entre tanta gente, estoy muerta de la preocupación, debe estar destrozado.
—Anda con tu madre, ella te dará detalles —dijo María Teresa y la despidió con un leve apretón en los dedos.
Al menos la tranquilizaba que Margarita estuviera de vuelta. Respiró hondo e hizo un esfuerzo sobrehumano para contener las lágrimas, para sonreír y seguir dando las gracias a los asistentes. Utilizó unas vigas imaginarias para dar soporte a su estructura, había sido preparada en los mejores colegios para no desplomarse ante una situación así, y hoy cobraría con creces el resultado de sus enseñanzas. Aún quedaba la larga cena en la quinta de sus padres y tendría que soportar los enhorabuenas por vivir la peor de las desdichas.
Cuando el tormento cesó y dejó atrás el papel representado ante los invitados, se encontró sola en sus nuevos aposentos en el palacete de los Villavicencio, un séquito de esclavas acudieron a prepararla, León no tenía intenciones de dejarla descansar después de la larga noche de celebración, casi amanecía y ese día partirían a Europa de viaje de bodas, pero él quería consumar el matrimonio antes de partir. Incluso en la fiesta se le notaba su afán de dejar a los invitados y correr a encerrarse en el «nidito de amor» tan añorado desde que la conoció y desde que decidió que la haría su esposa.
Una de las esclavas sacó de su baúl la bata y el camisón que había utilizado su primera vez con Hugo, eran los más hermosos de todo el ajuar, con voz tajante la cortó:
—Esos no, por favor, busca otros. —Pero antes que siquiera la esclava lograra cumplir su cometido, volvió a ordenar—: Salgan todas, Perla me ayudará a cambiarme, no necesito más.
Las esclavas salieron a toda prisa, asustadas por el genio de su nueva ama. Perla, quien había venido junto con el equipaje, le preguntó:
—¿Por qué no aceptó el obsequio de su padre?
—¿Te refieres a ti?
—Sí —dijo con timidez.
—Es tan detestable que vendan a las personas. Después de estos años en España, lejos de las costumbres de la esclavitud ya no puedo tolerar el comercio con humanos. Pero no es por eso. No quería que fueras parte de la dote, ni regalo de bodas. Las mujeres casadas no tenemos derechos, prefiero que sigas bajo la propiedad de mi padre; si algún día me voy, no quisiera dejarte con los Villavicencio.
—¿Amita? ¿Aún insiste en escaparse con el señorito?
—Si podemos, si logramos librarnos de nuestros verdugos, si él me lo pide, lo dejo todo.
—¡María Santísima!
—Lo importante es que él se recupere, que recobre sus fuerzas. Sé que me buscará porque somos devorados por el mismo sentimiento. Por favor, Perla. No menciones su nombre, ni siquiera lo pienses. Ahora es distinto, soy la esposa de León y no quiero que termine matándolo. No confíes en ninguna de sus esclavas, pueden ser buenas personas, pero León es su amo. Si las mantenemos alejadas las protegemos y nos resguardamos. ¿Lo entiendes?
—Mi niña, ¿y qué pasará cuando me tenga que ir? Su esposo autorizó que me quede unos días hasta que usted se acostumbre al nuevo servicio.
—Pensaré en algo para que te quedes hasta me vaya con... él.
Terminó de cambiarse con la ayuda de Perla, se veía hermosa, con su cabellera rubia suelta y recién cepillada, una visión que, aunque buscaba ser angelical terminaría por acrecentar las pasiones de su nuevo esposo. Perla pidió permiso para retirarse y ella le suplicó:
—Pídele a tus orishas por mí.
—¿De qué habla mi niña?
—Sé que para los esclavos, tras nuestros santos, se esconden sus dioses; pídeles que se apiaden de esta alma blanca, porque no creo que mi Dios, ni mis santos aprueben lo que tendré que hacer esta noche; si no lo logro, podría ser mi fin.
—Oshun no dejará que le pase nada malo, amita.