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María Teresa disfrutaba de una mañana en la casaquinta de sus padres, la ausencia de Hugo, le había permitido visitarlos más, y en su estado de gestación, León se sentía complacido que estuviese rodeada de los cuidados de las mujeres de su familia, en la tranquilidad de la quinta, alejada del bullicio que circundaba su palacete intramuros, cercano a las plazas donde bullía la vida y la algarabía de los criollos. Bebían unos refrescos de limón, Altagracia le pidió a la esclava que los servía que añadiera al suyo una copita de ron. María Teresa la miró de reojo, sabía que su madre detestaba esa bebida y esa costumbre habanera, pero a su hermana no le importó su reproche, se había encargado de echarse a la servidumbre doméstica a la bolsa comprándola con regalitos o favores.

—Eres tan diferente a nosotras, tienes tantas agallas para luchar por lo que quieres que no entiendo como... —frenó María Teresa, demasiada sinceridad de golpe no le pareció prudente.

—¿Cómo se me escapó el heredero? Puedes decirlo, ya me acostumbré a la idea. Consigo mencionarlo sin tener que morderme la lengua, sufrimos del mismo mal en el pasado; ambas lo hemos superado, ¿o no? —María Teresa intentó sonreír de complacencia, pero solo emergió de sus labios un gesto de pesar—. Lo siento por ustedes, sé que el cariño que sintieron era genuino.

—También me disculpo, tal vez, si me hubiera tardado en volver, las dos nos hubiésemos ahorrado sinsabores.

—Me dolió el orgullo, no porque se haya casado con nuestra hermana o se haya prendado de ti, y sí porque nunca se atrevió a darme el beneficio de la duda. Creo que no se casó conmigo para cumplir con la finalidad de los hombres Morell: arruinarnos la vida a las primogénitas de la familia —apuntó a disgusto.

—Me comentó Margarita que nuestro padre ha rechazado a tu nuevo pretendiente —añadió para alejar el tema, recién se había reconectado con Altagracia y no quería que la sombra de Hugo las volviera a distanciar.

—No le ha quitado las esperanzas, lo ha puesto en pausa como a los otros. Creo, secretamente, que nuestro padre quiere dejarme para vestir santos, para cuidarlos en la vejez o para encerrarme en un convento como le hicieron a su tía María Inmaculada.

—¿De qué estás hablando? —indagó, no podía seguir ignorando el rencor de su hermana, el que sentía por su padre.

—Secretos de familia de los que no debo hablar.

—Soy tu hermana y me preocupo por ti, en mí puedes confiar.

—No sé si sea de tu agrado, involucra a tu querido Hugo.

—Hugo es el esposo de Úrsula, no tiene nada que ver conmigo.

—Es el instrumento que nuestro padre está utilizando para mantener la patraña familiar. ¿Sabes que su excelencia —dijo con ironía— me insinuó que usara mis artes de mujer para seducir a Hugo? Era mi última esperanza para convertirme en marquesa como su cónyuge. Lo que, por supuesto no hice, me esforcé toda la vida para conquistarlo, pero cuando mi padre me dio carta blanca para hacerlo no pude, simplemente me asqueé y acepté que ese título me sería robado como a María Inmaculada, es mi destino. Doña Agustina Montemayor, aún casada, acaba de heredar el título de su padre, ahora es condesa, no por matrimonio y sí por línea sanguínea.

—Lo sé.

—¿Por qué mi padre quiere a Hugo como heredero, si en verdad yo soy su primogénita?

—Tampoco lo entiendo, es por la cláusula del testamento.

—Una que ya no tendría validez si nuestro padre no maquinara con su abogado las sucias artimañas que urden para despojarme de mi derecho. Recuerda lo que dijo la abuela sobre el mayorazgo. ¿Sabes que María Inmaculada fue metida a un convento? Nadie me quita de la cabeza que lo hicieron para negarle a ella la oportunidad de tener descendientes que reclamaran el título.

—¡Por Dios, Altagracia, sí que has estado ocupada! ¿Y esas conjeturas a qué vienen?

—He encontrado un libro que habla de la historia del marquesado, ha sido atar cabos sueltos y llegar a la conclusión. No he podido terminar de indagar en sus páginas.

—Tengo que verlo.

—Nuestro padre lo guarda como perro celoso de su contenido, hay que esperar a que se marche a sus obligaciones para sustraerlo, pero antes de que regrese habrá que devolverlo a su sitio. Descubrí donde esconde la llave: debajo del escudo familiar.

—¿Y por qué tanto esfuerzo para ocultarlo?

—Eso mismo me pregunto, pero papá ha estado muy taciturno, está obsesionado con el marquesado y todo lo que le circunde. Está desesperado porque Hugo tenga un heredero.

—¿Y tú cómo lo sabes?

—Los oí discutir la mañana en que Hugo y Úrsula partieron; al parecer, la noche de bodas el matrimonio no se consumó y nuestro padre teme que la maldición que le impidió a nuestra madre concebir un varón persiga a sus descendientes.

—¿Cómo que no se consumó el matrimonio? —preguntó y su corazón se fue a toda marcha.

—Hugo y Úrsula durmieron en habitaciones separadas. Mi padre teme que Hugo se haya casado con ella para cumplir un compromiso; si no la embaraza, será la ruina, no habrá herederos, ni siquiera una mujer.

—¿De qué maldición hablas, Altagracia?

—Una que lanzó María Inmaculada cuando le arrebataron su derecho, y que ha perseguido a los hombres de la familia. Don Juan, el abuelo de Hugo y don Bonifacio, nuestro abuelo paterno, murieron antes que nuestro bisabuelo les pudiera dejar la herencia, eran los hermanos de María Inmaculada.

—Quedaron dos herederos entonces, sus nietos Héctor y Rómulo. Don Héctor, el padre de Hugo, quien renunció al marquesado, imagino huyendo de la maldición, por eso pudo tener un hijo. La maldición indicaba que no tendrían herederos varones de la estirpe de los Morell. Nuestro padre, quien aceptó el título y la fortuna de nuestro bisabuelo, solo pudo tener hijas. ¿No lo ves? Está clarísimo.

—Sí que lo veo, pero me cuesta asimilarlo, es que yo de maldiciones y embrujos paso. María Inmaculada no podía heredar porque tenía hermanos varones y, en su defecto, estos tuvieron herederos también varones.

—Ella tenía una mente privilegiada para la época, en el libro hay anotaciones de puño y letra de nuestro bisabuelo, primer marqués de Morell de Santa Ana, su ilustrísimo Archibaldo Buenaventura Morell González, donde despotrica en contra de la suerte de tener una hija que abogaba por las damas y en contra de las leyes que protegían los intereses de los hombres, era una defensora de los derechos de la mujer.

—¿María Inmaculada, la monja?

—Mucho antes de que la encerraran en el convento.

—¡Jesús! Me habría encantado conocerla. ¿Qué más sabes de ella? Dejó algún escrito o diario, tal vez, donde podamos leer en primera persona sus argumentos.

—No, que yo sepa, pero dejó la maldición, esa que aterra a nuestro padre y que puede que también te persiga a ti y a todos nosotros. No podrás tener un hijo varón, acuérdate, será niña.

María Teresa recordó a la santera que había consultado su suegra y negó, tampoco le había dado mucha importancia, esa mujer había dicho que tendría un varón. Se abrazó a su vientre para proteger a su vástago de conjuros, su hermana no solía ser muy devota, todo lo contrario, y que se interesara en ese tema la desconcertaba.

—El abuelo de nuestro padre nos ha hecho a un lado a las mujeres, como si no tuviéramos valor. Es repugnante —admitió Altagracia.

—No es un secreto que vivimos en un mundo gobernado por hombres y que estamos a merced de sus caprichos.

—Yo no, María Teresa, no lo permitiré.

—Anda, veamos ese libro, ya me has sembrado la curiosidad.

Altagracia acudió con cautela por la llave y se sorprendió al darse cuenta que ya no estaba ahí, ella y su hermana se miraron sin entender nada.

—Hasta ahora, nuestro padre nunca la había llevado consigo, será que la ha cambiado de lugar. Vamos a su despacho, en algún sitio debe haberla ocultado.

—Dime cómo es, así te puedo ayudar a encontrarla.

—Es pequeña y dorada, es la que usa para la primera gaveta de su buró.

En el lujoso despacho del marqués de Morell de Santa Ana, mientras Perla disimulaba fuera de este para garantizar que no hubiera moros en la costa, las señoritas esculcaban en el librero, en los jarrones, debajo del tintero; nada. Altagracia puso su delicada mano sobre el tirador de oro de la primera gaveta, donde solía encontrar el libro, no pudo abrirlo, estaba cerrado. Miró fijamente a su oponente, un escritorio de ébano, con cenefa de arabesco, patas torneadas y molduras doradas, que había mandado su padre a construir siguiendo sus más exigentes patrones. Tomó el abrecartas de plata y lo introdujo en la bocallave para intentar profanar la cerradura; cansada de no obtener resultados, se desquitó con el asa, la golpeó con el abrecartas y al final lo arrojó con furia sobre la madera, con el filo arañó ligeramente la laca que recubría el mueble. María Teresa le pidió que se sosegara.

—¡Por Dios, cálmate, Altagracia! ¡Estás dejando más huellas que una invasión de ratas en una cocina!

—Sin la llave, no podremos llegar al libro. Me enerva que no te lo pueda probar.

—No necesito verlo, te creo. Ya buscaremos otra ocasión para leerlo, tal vez nuestro padre utilizó la llave para acceder a sus documentos y olvidó regresarla a su lugar.

Perla las apresuró dándole a entender que la marquesa se acercaba, ellas salieron presurosas intentando dejar todo en su sitio; en el pasillo se tropezaron con su madre.

—Las hacía en la terraza —mencionó la marquesa.

—El calor era insoportable —refirió Altagracia.

—Es cierto. —La dama aprovechó para preguntar algo que siempre dejaba para después antes que volviera a olvidársele—. ¿María Teresa, no te has planteado regresar a la moda habanera? Lo digo porque la primera vez que regresaste de España fuiste presurosa a la modista para encargar nuevos vestidos, que no es lo mismo el clima de aquí que en Europa. Y, sin embargo, tras tu regreso de la luna de miel, no has dejado atrás la moda española, incluso diría que más recatada que lo usual. ¿Es por León? ¿No le gusta que uses escotes o tejidos ligeros?

—Madre... —intentó responderle su hija menor.

—Si te avergüenza, no tienes que darme explicaciones; lo digo porque con ese exceso de tela más la gravidez terminarás sofocada, no quiero que vuelvas a desmayarte. La moda inglesa adaptada a nuestro clima es la opción más sana y más moderna.

—Tranquila, madre, haré algo al respecto.

—Puedo interceder ante tu esposo, sin ser demasiado obvia, conoces mis maneras para persuadir.

—Estoy bien, no es necesario que se preocupe.

Altagracia la tocó ligeramente con el codo y enfiló la mirada sobre el bien proporcionado escote de su madre, decorado con vuelos que caían sobre su pecho; intercambiaron miradas mientras la antedicha seguía interesada por lo que consideraba extremo en el matrimonio de su hija. Tras la amplia cadena de oro que adornaba el cuello de la marquesa, escondida entre los finísimos encajes, una llave dorada se asomaba de canto junto a la medalla de la Virgen María.

Cuando quedaron a solas, Altagracia le confirmó a su hermana las sospechas.

—Era la llave, la podría reconocer entre mil.

—Por Dios, ahora las dudas sobre los oscuros secretos familiares que te atormentan también se han colado dentro de mí.