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Y mientras las jóvenes se enfocaron en develar el pasado, el heredero se perdió en las noches de La Habana. La menor de las Morell imaginaba que su hermana no le hablaba sobre las andanzas de su esposo por vergüenza. Hugo seguía tan afectuoso con su mujer como desde que regresaron de Europa. María Teresa no entendía cómo Úrsula podía devolverle el gesto después de verlo partir cada noche a deshoras a asuntos que infravaloraban el amor de su matrimonio. Margarita también estaba preocupada y le daba información que acrecentaba su pena, insistiendo en detalles innecesarios que habría preferido no escuchar, como que el marqués le interpelaba a Hugo porque había tomado una querida, una al parecer muy cara; en determinado momento habían tenido una discusión por lo excesivo de las cuentas que venían de dudoso origen; y no era eso lo que tenía exasperado a don Rómulo, no le importaba cuántas amantes tuviera su yerno si ya hubiese encargado al menos un heredero.

Hugo era uno a la luz del sol y otro en la oscuridad de la noche. De día era el esposo más afectuoso, el hombre de negocios más emprendedor y hábil, pero cuando todos se iban a dormir tras la última cortesía, tomaba su caballo, perdía el rumbo y regresaba antes del amanecer para continuar con su idílico matrimonio. María Teresa sufría al pensar que de haberlo desposado ese sería su destino. Úrsula era tan clemente que le dolía ver que se conformaba. No se entrometía, no podía, ella misma no era un modelo a seguir.

León también tenía amantes, aunque por eso no dejaba de procurarla y exigirle engendrar otro hijo con una urgencia que la desesperaba. Su marido estaba impaciente porque independientemente del ama de leche, María Teresa no dejaba de producir la propia; se justificaba alegando que desconocía el motivo, aunque sí que lo sabía: cada vez que se quedaba con su niño a solas, lo prendía a su pecho, sin que nadie más que ella, Perla y Margarita lo supieran. Amamantarlo desde el día de su nacimiento le hacía reconectarse con Diego a un nivel tan especial que no iba a permitir que nadie, por los conceptos morales que fueran, la despojara también de esa faceta de la maternidad. Ya le habían arrebatado la posibilidad de amar, tal como a María Inmaculada; estaba comenzando a odiar a todos los hombres de su familia, incluido Hugo Buenaventura Morell y Sequeira.

Peor era que, cuando lo veía, todo su odio se transformaba en deseo y eso la ponía de un humor detestable. ¡Y cómo no desearlo! Estaba sorprendida de lo bien que le habían caído sus veintiséis años recién cumplidos, cada día más seguro, más sensual, más maduro. Necesitaba poner empeño para que no le temblaran las piernas cuando su voz varonil le dirigía unas palabras, para saludarla o emitir preguntas intrascendentes como, por ejemplo, en la mesa, si podía pasarle la fuente de las verduras, algo que sospechaba, hacía con la intención de atormentarla, porque el servicio era vasto y no necesitaba de ello.

Habría rehusado la invitación a la cena familiar que se daba en honor al cumpleaños del heredero de no ser porque sus suegros también estaban invitados y desentonaría si ella, el elemento que unía a los Morell con los Villavicencio, rechazaba el convivio. Tras acabar la sobremesa, mientras las damas se dirigían a la sala y los hombres al salón, pidió disculpas para ir al tocador. Perla la siguió para ayudarla con discreción, conocía sus secretos y lo que la atormentaba, debía cambiar los paños con los que se protegía para que la leche no se escurriera por sus senos y la delatara.

—Ay, niña, no sé cómo ha aguantado tanto. Su marido me aterra, deje de amamantar al niño y se detendrá.

—Lo hago porque amo a mi hijo, pero no puedo ocultar la satisfacción que me da saber que León está harto de esta situación.

—No lo enfrente, niña, el amo está mal. No la quiere compartir ni con su hijo, últimamente está como poseído —suplicó la esclava.

—Tranquila, tú mantente a la sombra, así no se desquitará contigo.

Y mientras atravesaban uno de los corredores para acceder al segundo piso, Hugo salió detrás de una columna como un fantasma, ni siquiera las vio. Llevaba en una mano su capa de montar y en otra su chistera. Al entender sus intenciones, María Teresa, abrumada por sus problemas conyugales, abrió la boca, presa de la ironía.

—¿Nos abandona? Pensé que la cena era en su honor. ¿O no celebramos su cumpleaños?

—Lo es, pero tengo asuntos que atender —dijo sorprendido porque ella le dirigiera una frase voluntariamente, cuando durante la cena tuvo que esforzarse para sacarle un par de monosílabos.

—¿A estas horas? ¿O es que nuestra celebración le pareció intrascendente y va con sus amigotes de turno? Sus andanzas no son secreto para nadie, no entiendo cómo mi padre lo deja profanar esta morada a sus anchas.

—Precisamente por eso voy fuera, para no manchar la reputación del techo Morell —indicó con arrogancia y agudizó los sentidos, no podía creer el giro que tomó la conversación, y no podía ocultarlo, le gustaba.

—¡Tenga una pizca de decencia! Respete a su esposa —demandó ofendida.

—Porque lo hago voy fuera, hay asuntos vedados para mi esposa, no quiero atormentarla con mis gustos a la hora de obtener el placer carnal. —Fue más atrevido con sus palabras para intentar sonrojarla.

—Pues debería ajustar sus demandas, tal vez lo que le pide es excesivo para la forma en que fue educada.

—Lo dice con propiedad, ¿será que su esposo adolece de mi mismo mal? Tampoco es un santo, debería estar más pendiente de dónde busca su propia diversión.

—No se atreva a inmiscuirse en mi matrimonio.

—¿Y usted sí puede entrometerse en el mío? —Se desafiaron con las miradas.

—Úrsula es mi hermana y no merece un agravio de esa magnitud. ¿Para eso le obsequió los perros? ¿Para distraerla mientras usted se escabulle a sus banalidades?

—¡Oh! ¿Pretende que un hombre como yo viva en castidad? Ya había trotado mucho mundo antes de siquiera tomarme en serio la posibilidad de matrimonio.

—¿Y lo dice sin avergonzarse siquiera? —inquirió alterada, sosteniéndole con fuerza la mirada altanera, mientras Perla intentaba alertarla de que frenara, nerviosa de que aquel episodio llegara a oídos de León Villavicencio.

—Debería, pero a usted no la puedo engañar, sería como ser hipócrita conmigo mismo. Incluso, aunque se vuelva un incordio y me recrimine por mi conducta, prefiero mirarla a los ojos y aceptar mis pecados. No tengo una, frecuento a varias amantes y todas ineficientes, ninguna me ha podido saciar. —Se ahogó con la última frase.

—Le exijo que honre los votos matrimoniales. Úrsula es una santa y lo respeta —le exigió y sus pálidas mejillas se tintaron de rosa.

—¿Está segura de que le preocupan los sentimientos que mi comportamiento desencadenen en Úrsula? Porque ella es la menos sorprendida, es más, me lo agradece. Tenemos un arreglo para que su padre nos deje en paz. Ella es feliz mientras más lejos satisfaga mi hombría. Úrsula no me quiere en su cama, ya es justo que usted lo sepa de una vez —admitió suavizando su voz con cada frase, bajando el tono hasta convertirlo en un murmullo a la par que acortaba la distancia entre ambos, al punto que los rizos de ella rozaron la chaqueta frac de él.

—¿Por qué mi hermana no me confesó nada? Lo siento. No debí entrometerme —musitó desconcertada, sin retirarse.

—No le dijo porque se lo pedí, fue parte de mis exigencias para seguir con esta farsa. No habló al respecto porque es —puso especial énfasis en esta palabra— nuestra vida privada.

—¿Y todas las atenciones que tenía con su esposa? —preguntó aún más débil.

—No es difícil ser dulce con ella, la quiero, es mi mejor amiga y estamos amarrados en esta locura por disposición de un bisabuelo que ni siquiera conocí —continuó susurrando.

—¿Por qué no se casó con alguien que lo amara? ¿Una que tal vez usted pudiera llegar a querer? ¿Por qué no desposó al menos a una mujer que le cumpliera en los aposentos?

—Porque mi corazón ya tiene dueña y desgraciadamente para mí es un amor imposible, pero, si la mujer que idolatro me lo pide, lo dejo todo y me juego la vida por recuperarla —le susurró casi en los labios, mientras su aliento fresco y aromático la embriagaba y la inducía a dejarse llevar por su magnética sensualidad.

Hugo intentó abrazarla, justo cuando la había terminado de doblegar y ella se había quedado como una presa hipnotizada por el cazador. En un atisbo de lucidez, María Teresa logró escurrirse antes que el cerco de los brazos de aquel hombre pudiera atraparla. Él continuó a sus asuntos y a ella se le encogió el corazón, por el peso de sus palabras y por imaginar que esa noche, el hombre que amaba perdidamente, disfrutaría poseído por la lujuria en los brazos de otra mujer.