38

La libertad por tiempo limitado se sentía tan bien.

Hugo se colocó frente a uno de los ventanales de la sala, justo al mediodía, donde se habían reunido algunos de los comensales luego de las cortesías habituales. Imaginó que esperaban al resto para tomar sus lugares en la mesa. Mientras hablaban, una esclava les sirvió un aperitivo. Con el rostro taciturno, se perdió en el paisaje tras una ventana sin integrarse a la conversación que versaba sobre los últimos trucos que su esposa les había enseñado a los canes, que dando saltitos y cortos ladridos se regodeaban de ser el centro de la atención.

A diferencia de lo usual, esa mañana no salió, se excusó de cansancio extremo y utilizó el día para reparar sus fuerzas. En realidad, se reponía del fiasco de la noche anterior; había estado tan cerca de hacerla suya nuevamente que tener que soportar un mes separados parecía la cereza en el pastel de la tortura. Temía que lejos, los avances de León terminaran por borrarlo de su corazón; trató de aniquilar esa idea, si hasta entonces León no había logrado deshacer la huella de su amor, cuatro semanas no significarían nada.

—¿Muy pensativo? —lo interrumpió el marqués.

—Perdón, excelencia, no lo sentí llegar.

—¿Tan obnubilados están tus sentidos? ¿Qué te aflige?

—Es solo agotamiento, estos días...

—No culpes a los días, ni a tus ocupaciones, sé que son bastantes, pero, si usaras las noches para descansar, otro semblante traerías.

—Lo que haga en mis noches es asunto mío.

—Depende, si interfieren con que me des un heredero también me concierne.

Se sentaron para aguardar y volvieron a ponerse de pie cuando la marquesa se les unió. La invitaron a tomar asiento. Hugo notó que tardaron un poco más de lo habitual en pasar a la mesa, no entendía el motivo, estaban todos los comensales.

—Se ha tardado María Teresa —dijo doña Prudencia.

—No desespere, querida suegra. Hablemos de algo mientras tanto. Por ejemplo, el desgaste tras las múltiples tareas que aqueja al futuro marqués, debemos reconfortarlo. Tal vez ahora entienda lo difícil que es ser cabeza de familia.

Hugo borró todas las palabras que siguieron, María Teresa vendría, fue lo único que le importó. Aguardó impaciente su arribo, mientras a Margarita y a su madre no les pasó desapercibido cómo su rostro se encendió con la noticia.

—Ya está aquí —anunció la marquesa al escuchar los cascos de los caballos.

Hugo se puso de pie antes de verla iluminar la estancia al hacer acto de presencia. Margarita, Úrsula y Altagracia fueron de inmediato a llenar de mimos a Diego. Mientras María Teresa extendió sus saludos a los presentes, Hugo se inclinó para besar su mano y con una mirada fugaz le reveló que la vitalidad se apoderaba de sí, solo con tenerla en frente.

Tras el almuerzo, que se extendió más de lo usual, los Morell se dispersaron, los señores al salón y las damas a la sala.

—No quiero privarlas de tomar su siesta habitual —dijo María Teresa.

—A mí me vendría bien —admitió doña Prudencia—. Así tomo fuerza para irme contigo a tu regreso, mi equipaje ya está listo. Ha sido un honor que tu esposo me haya pedido acompañarte para que este mes no pase demasiado lento para ti.

—No está bien que una señora decente se quede sola en tan enorme palacete, en compañía de los esclavos y los hombres de la seguridad —expuso la marquesa.

—Los hombres que mi esposo ha dejado solo son dos, el resto le ha acompañado. Además, no atraviesan más allá del vestíbulo, los ha dejado para vigilar la propiedad, son de su entera confianza.

—Lo que me parece apropiado, pero lo habría sido mucho más que te alojaras con tus suegros o con nosotros, en vista de que por la criatura decidieron que lo mejor para ti era no viajar —opinó su excelencia Lucrecia de la Concordia.

—Partió de negocios, ¿qué caso tendría que su esposa le siguiera? Conmigo estará bien cuidada y no se hable más del asunto. ¿No vas a dormir la siesta, hija mía? María Teresa tiene asuntos con sus hermanas, cosas de jovencitas en las que estamos de más —mencionó doña Prudencia. La marquesa accedió porque en verdad la ópera de la noche anterior le había robado valiosas horas de sueño que deseaba recuperar—. ¿Y usted, doña Alma? ¿No se anima a descansar?

—Hoy no, gracias. Quiero terminar mi bordado —contestó la aludida.

—Aproveche usted que aún tiene vista para dar puntadas. Yo hace tiempo que he desistido —constató poniéndose de pie doña Prudencia.

Las hermanas junto a Margarita se encerraron en la biblioteca; Altagracia les enseñó lo que tenía, una copia de la llave del escritorio de su padre.

—No sigas con eso —le suplicó Úrsula.

—Así ya no tendremos que robársela, tenemos la nuestra —argumentó Altagracia.

—¿Y cómo la has conseguido?

—Tengo mis maneras.

—Terminarás sin una joya que ponerte si sigues sobornando a la dotación. ¿Qué le dirás a nuestro padre cuando te pregunte por tus alhajas?

—Necesito saber qué pasó con la bisabuela, si don Héctor dio con su paradero. Volví por el contenido de la caja de sándalo y no hay otra carta de él, nada por lo que inferir que tuvo éxito en su empresa.

—Si nuestro padre nos sorprende, ¿qué explicación vamos a dar?

—Él es quien tiene mucho que aclarar. ¿Por qué no vas a sonsacar a Hugo, ayudaría que lo lleves al lecho conyugal? —le insinuó a Úrsula—. Así nuestro padre va a su siesta habitual, no ha sido productivo que Hugo se haya quedado este día en casa.

—Regreso en un momento, revisaré que esté todo en orden con Diego —agregó María Teresa sin quedarse para escuchar el fin de la conversación—. Me uno a ustedes después.

Sentía los senos pesados, así que acudió a amamantarlo; Margarita la siguió, compartía su secreto, al igual que Perla que las recibió con Diego en brazos, quien no cesaba de llorar.

—La nana estaba desesperada, a punto de darle leche, muere de hambre —advirtió la joven esclava.

—Es un pequeño glotón —dijo María Teresa embebida de la felicidad que le trasmitía su hijo cada vez que la miraba—. La nana agradece que me ocupe de alimentar a mi hijo, así le queda leche suficiente para su propia criatura. Se me hace tan cruel que la obliguen a alimentar al hijo de los amos a costa de dejar al suyo sin sustento.

—Siempre ha sido así —terció Perla.

—Dile a la nana que vaya a la cocina por algo de comida, que puede descansar unos minutos, le avisarás cuando la necesitemos.

María Teresa lo alzó y, en cuanto Diego sintió su olor, se calmó; se preparó para ocuparse de él en una amplia mecedora en la que podía cantarle y adormecerlo. Tras terminar de llenar su pancita, con el niño aún prendido a su pecho, sintieron que accionaron el picaporte; Perla palideció al imaginar que sería la marquesa u otro miembro de la familia. Corrió a la puerta a intentar retener a quien quiera que fuera para que María Teresa se acomodara. Cuando vio a Hugo Buenaventura, primero se le trabó la lengua, la mulata conocía los pesares de su ama. Después, cuando pudo emitir sonido, solo logró balbucear, hasta que se desatoró y le dijo con intenciones de sacarlo de allí:

—Su merced, no puede entrar.

—Vine a ver a Diego, ¿está prohibido que vea a mi sobrino? —preguntó y no esperó respuesta al ver a María Teresa deteniendo la mecedora con el niño dormido en sus brazos, mientras su boquita aún succionaba el líquido vital de su pezón como reflejo—. Lo siento, no sabía.

—Le dije que no podía pasar —comentó Perlita preocupada.

—Déjalo —ordenó María Teresa.

—Niña, ¿y si la nana regresa?

—Buscaremos la manera de entretenerla. Vamos, Perla. Pasa el cerrojo tras de ti —ordenó Margarita resuelta a ayudar a los tórtolos. Perla, con el corazón desbocado por los nervios, comenzó a obedecer mientras escuchaba a la señorita decirle a su hermano—: Hugo, estate atento, si oyes dos toques salta por la ventana y esfúmate. Y cierra la boca, ¿no tenías idea de cómo se alimentan los lactantes?

Quedaron a solas. Hugo se le acercó a María Teresa, atrapado en una nube con tan enternecedora escena. Acarició la cabeza del niño que dio un respingo y siguió adormeciéndose.

—Esta hermanita mía, no sé donde aprendió esos modales —sostuvo él.

—De seguro en España, teníamos unas amigas un poco sueltas de lengua, fueron unos años increíbles los que pasamos juntas, en nuestra adolescencia. Ni siquiera sabíamos que los problemas existían.

—Diego ha crecido mucho, se ve tan saludable, fuerte.

—Se parece a su padre —se le escapó y de inmediato se arrepintió.

—Sé que es mi hijo —murmuró. Ella palideció ante su seguridad, no lo desmintió, pero tampoco se lo confirmó, prefirió evadir—. En cuanto lo conocí lo sospeché, mi madre me lo confirmó más tarde. Asegura que es idéntico a mí cuando tenía su edad, por eso se ha quedado bordando, para vigilarnos, le angustia que hagamos una locura. Teme que aún tengamos nuestro asunto.

—¿Y lo tenemos?

—Pues de eso quería hablar contigo anoche, pero tu esposo cambió sus hábitos nocturnos sin previo aviso.

—Estaba cansado por la ópera, decidió dormir temprano.

—Espero que no se haya quedado en tu lecho para despedirse de ti, eso me destrozaría el corazón. Espérame hoy, sin el gato rondando, será más fácil colarme en el palacete y conversar del tema pendiente. Debemos tomar medidas, no quiero que mi hijo crezca a la sombra de León, ni viéndolo como un ejemplo a seguir.

—¿Por eso tu insistencia para quedarte a solas conmigo? ¿Deseabas hablar sobre el niño?

—¿Y qué otra cuestión creías que nos atañía? —interrogó con arrogancia.

—Pensé que... Nada. No entiendo por qué necesitamos hablar de esa cuestión en mis aposentos, de noche, cuando mi marido está lejos cumpliendo con sus obligaciones. Podríamos haber planeado algo menos comprometedor, en caso de que tuviéramos la mala suerte de que nos sorprendieran, como justo lo estamos haciendo ahora.

Él sonrió al notar su desconcierto. Ella dejó al pequeño sobre la cama y acomodó unos almohadones a su alrededor para dejarle descansar unos minutos antes de partir.

—Porque de paso, puedo tratar otro particular igualmente urgente, algo que me traigo con la madre de la criatura y que me está matando —reveló alzándole la barbilla y depositándole un beso en los labios—. Te quiero, no lo dudes ni un segundo.

Dos toques sobre la puerta fue la señal convenida que terminó por interrumpirlos. Él se aventuró a salir por la ventana y ella abrió de inmediato.

—¿Doña Alma? —preguntó María Teresa corroborando que las sospechas de la señora eran ciertas.

—Ya le dije a mi madre que el niño descansa, pero se ha empeñado en verlo —añadió Margarita que se aproximó tras la recién llegada.

—Pase adelante, por favor —la exhortó María Teresa.

La señora escudriñó la habitación con la mirada.

—¿Busca algo, madre? ¿La puedo ayudar? —averiguó Margarita haciéndose la desentendida.

—Ustedes están jugando con fuego, hija mía. Y me temo que lo peor vendrá al final para el insensato de tu hermano.

Doña Alma se retiró muy enojada, como nunca antes la habían visto. Y María Teresa corrió a la ventana a buscar a Hugo, asustada, recordando la peligrosa inclinación del alero del reducido balcón.

—No está.

—Tranquila —la calmó Margarita—. ¿Cómo crees que se escapaba a los dieciséis años cuando el marqués le negaba uno de sus caprichos? Mi hermano no teme a las alturas y tiene afición por los tejados.

—Tengo que volver con Altagracia y Úrsula, quedé en apoyarlas y mi hermana está obsesionada con ese tema de María Inmaculada.

—No es necesario —le indicó Altagracia entrando también a la habitación.

—¿Qué sucede? —preguntó María Teresa ajena a lo que iba a escuchar.

—La copia no funcionó. Úrsula fue en busca de su esposo y encontró a nuestro padre subiendo los escalones rumbo a su siesta. Como no había rastros de ustedes ni de Hugo entramos al despacho.

—¿Y tienen el libro? ¿Pudieron leerlo?

—Cambiaron la cerradura.

—¿No puede ser que la copia no funcione, que esté defectuosa?

—La removieron completamente, es nueva.

—Lo siento, Altagracia.

—Vinimos a comunicártelo justo cuando te vimos encerrarte con Hugo en la habitación. Úrsula no pudo soportarlo y huyó; me quedé a esperar para decírtelo, solo quería que lo supieras.

—No es lo que estás pensando.

—Entiendo que lo quieres, pero Úrsula es tu hermana, no puedes traicionarla así.

Las explicaciones estuvieron de sobra, Altagracia no quiso escuchar razones.