42

Perla le agradeció a María Teresa por ocuparse en persona de tan engorroso asunto, la mulata llevaba días padeciendo de agruras sin querer angustiarla con sus padecimientos. Y es que la vida de su ama tenía muchos altibajos que terminaban por volverla su cómplice.

—Tranquila —le dijo María Teresa a la joven esclava mientras avanzaban al despacho de su padre—. Sé que la ira de mi padre caería con más peso sobre tu espalda que sobre la mía, te prometí que no recibirías ni un latigazo más en mi nombre. No hay nada que temer. Parece que todos han sido convocados en el salón, saldré en un minuto. Solo vigila para que no me atrapen con las manos en la masa. Si alguien se acerca toca fuertemente dos veces y escabúllete, yo me las arreglaré para desaparecer también.

Tras encerrarse entornó los ojos ante el texto de la última carta, rogaba a Dios mientras leía, suplicando por que don Juan Morell hubiera socorrido a su hermana; abandonarla a su suerte con una criatura en brazos habría sido detestable.

Hermano Juan:

Un año después de mi última carta sin respuesta me cuesta aceptar que te has olvidado de mí. No sé de qué otro modo pedirte perdón; si me lo permites, acudo a tu encuentro y te lo pido postrada de rodillas. Las lágrimas por el dolor de tu rechazo han abandonado mis ojos, ya secos de tanto sufrimiento. Pero he tenido la fuerza contra todo pronóstico de luchar por el alimento y la cama de mi hija y míos. Humildemente hemos salido adelante contra la afrenta de mi padre, que me desconoce por haberlo desafiado y que miente a todos cuando preguntan por mí, informándoles mal al indicar que vivo feliz dedicada a la labor religiosa.

La vida ha sido dura y me he enfrentado a ella, mi hija es una niña fuerte, una Morell que ha crecido lejos de los suyos, pero que tiene el sello del apellido en su rostro, se parece a su abuelo, quien tal vez ni siquiera sabe de su existencia. Si te escribo en este momento doblegando mi orgullo es para suplicarte, con las pocas fuerzas que me quedan, que no la abandones a ella, tómala como tu pupila y procúrale una vida y un matrimonio decente. Yo estoy muriendo por una terrible enfermedad que se ha metido en mis pulmones y me deja sin fuerzas para respirar. Dice el doctor que me ha consumido el desgaste físico y que por eso no puedo combatir este mal. Yo sé que moriré de desilusión y me siento culpable por no arrancarme del alma esta congoja a la que me ha arrastrado la soledad, porque Victoria no lo merece y me siento la peor madre del mundo por no estar fuerte para ella, por rendirme, por no seguir luchando.

Perdóname por mis terribles pensamientos, he llegado a creer que me has retirado tu apoyo porque temes que revele la verdad, que Bonifacio y tú no son hijos de mi padre y sí del verdadero amor de nuestra madre. Sabes que jamás lo haría, ella no lo merece.

Solo te pido, a cambio de mi silencio, amparo para Victoria. Descansaré en paz si la cobijas bajo tu protección, no te pido que le restaures sus derechos como la única descendiente legítima del marqués de Morell de Santa Ana, ni siquiera te exijo que le des lo que merece de acuerdo a su linaje, ya no lo quiero, el marquesado ha sido nuestra cruz, solo concédele un techo, seguridad para terminar de crecer y tener un futuro digno y, si tu corazón conoce la piedad, dale el cariño que me negaste.

María Inmaculada Morell, tu hermana

María Teresa se llevó las manos al rostro empapado por las lágrimas, tragó en seco e intentó recuperar el ritmo habitual de su respiración. Detestó a sus antepasados por abandonar así a su tía abuela, compartió el dolor de María Inmaculada tantos años después y sufrió de agonía por el destino de Victoria. El destino de esa niña, que para este entonces debía ser una mujer contemporánea con su padre o un poco menor, se volvió algo imperioso para ella. Rogó a Dios por que don Juan hubiere socorrido a la pequeña Victoria, pero, tomando en cuenta que jamás, salvo en la carta de don Héctor, ni ella ni sus hermanas la habían oído mencionar, dudó del abuelo de Hugo y Margarita. Repasó en su mente el árbol genealógico de la familia: don Juan era el segundo hijo después de María Inmaculada, él por ser el heredero varón más próximo en línea de nacimiento estaba destinado a ser el siguiente marqués, por eso María Inmaculada se dirigía a él buscando apoyo. Ya sabía el secreto, al que en repetidas veces María Inmaculada hacía alusión en sus escritos. Tendría que poner a Margarita y a sus hermanas al tanto, aunque con su revelación saliera a la luz que la legítima heredera del marquesado era Victoria, dejando a Altagracia, Úrsula, Margarita, Hugo y a ella misma como impostores.

Secándose las lágrimas, metió la última carta en la caja de sándalo, la cerró, la introdujo en la primera gaveta, le pasó llave e intentó salir. El accionar del pomo de la puerta la paralizó, su padre estaba ante sus ojos en menos de un pestañeo acompañado de Hugo; los dos hombres se quedaron mudos, sin habla al encontrarla allí.

—¿No es el lugar donde creí hallarte? ¿Qué haces aquí mientras todos aguardan por ti en la sala?

—Padre... yo...

Se le hizo un nudo en la garganta, su astucia para hilar una frase con otra y salir del paso no salió a relucir, se quedó embotada, solo podía pensar en María Inmaculada y Victoria, y en el hecho de que su padre sabía toda la verdad.

—Te escucho —dijo con paciencia el marqués.

—Vino usted a buscar a su padre al despacho —salió en su defensa Hugo—. ¿Quería pedirle algo? ¿Tiene algún problema ahora que su esposo está de viaje y la apena solicitar ayuda de su excelencia? Me ofrezco para auxiliarla en lo que necesite.

—Eso es exactamente, vine y al ver el despacho vacío me quedé pensando en cómo pedirle algo muy importante, padre, pero no tiene nada que ver con mi esposo. Pretendo abogar por la libertad de Perla. No quiero prescindir de ella y ya he abusado mucho tiempo al tener a su esclava a mi servicio.

—Tantas veces he intentado obsequiártela y te has rehusado, refiriendo que pasaría a pertenecer a tu marido y que así dudarías de su fidelidad. Algo absurdo a mi parecer, pero no discuto tus motivos. Puedes tenerla todo el tiempo que la necesites.

—Temo que cuando Hugo se convierta en marqués las cosas puedan cambiar.

—No tengo intenciones de privarla de su esclava, señora. Pero, si le da tranquilidad, no tengo objeción en que sea liberada, si cree que es la mejor solución para que ella permanezca a su servicio —intervino el heredero.

—¿Han perdido el juicio los dos? ¿Qué garantiza que Perla siga al servicio de mi hija una vez libre? —indagó desconfiado el marqués.

—Le pagaré como a los mulatos libres —argumentó María Teresa.

—¿Justo como hizo Hugo con Matías que ahora lo tiene como un empleado de confianza? Al final creo que Hugo es una mala influencia para mis hijas. Por favor, María Teresa, ve con tu madre y hermanas a atender la visita, no es asunto para mujeres disponer de la propiedad de los esclavos —sentenció.

—¿Al menos lo pensará?

—Hija, si me miras así, ¿qué remedio me queda? No te aflijas por nimiedades, anda, déjanos a solas, tenemos algo urgente que atender.

El padre de León se reunió con ellos y se encerraron a hablar de negocios, mientras ella con la diminuta llave en su puño se dirigió hacia el salón con un suspiro atravesado en el pecho. La esclava se le reunió antes de entrar a la estancia donde las damas conversaban.

—¡Su merced, qué nervios! —le susurró Perlita.

—Tranquila, pude librarme de sus sospechas.

—¿Y la llavecita?

—Esa no pude guardarla, lo intentaré después.

—Démela, yo me encargo —pidió Perla resuelta.

—No, no quiero meterte en problemas. ¿Qué explicación darías tú si te encuentran esculcando en los aposentos de mis padres?

—Me las arreglaré, de los cobardes no se ha escrito nada.