Una semana después, María Teresa ya se podía poner de pie, aún le dolía una pierna al dar unos cuantos pasos, tenía los omóplatos inflamados y en su rostro un hematoma había comenzado a tintarse de amarillo. Vestida de luto aguardaba el regreso de su familia en el vestíbulo, habían ido a escuchar una misa para su padre, quien ya había recibido cristiana sepultura. No los había acompañado por dos motivos: no alimentar el chisme maledicente y recobrarse de sus lesiones. Las habladurías no se hicieron esperar y, aunque los Villavicencio fueron herméticos, tal cual los Morell, en el penoso incidente que terminó con dos vidas, la gente se preguntaba: «¿Por qué María Teresa no había acudido al entierro de su padre y de su difunto esposo? ¿Qué hecho tan grave había enfrentado a las dos familias? ¿Por qué las líneas del prometedor ferrocarril habían dejado de instalarse, aunque representara una pérdida económica cuantiosa para el acuerdo Villavicencio-Morell?». Lo que sí tenían claro las lenguas viperinas y ávidas de desentrañar los más turbios secretos ajenos era que las dos familias habían roto sus lazos para siempre y de manera despiadada.
Todos llegaron con la expresión adolorida, pero la marquesa, siendo testigo de la entereza de Hugo en ese penoso acontecimiento, le demostró su apoyo con estas palabras:
—Hugo Buenaventura Morell y Sequeira, marqués de Morell de Santa Ana, es momento de seguir adelante con tus responsabilidades; se respetará lo escuchado en la lectura del testamento, cuenta con mi apoyo.
—¿Sabe que he pedido la anulación de mi matrimonio con Úrsula? ¿También apoyará esa decisión que su hija y yo hemos tomado de mutuo acuerdo? —preguntó.
—Me da tranquilidad saber que ese matrimonio no fue consumado, no podías quedarte con las dos hermanas. Úrsula tendrá una nueva oportunidad. He enterrado mi vergüenza para salvar a mis hijas, admití la boda de María Teresa y he citado al párroco que los casó para que dé fe de su verdad. He hablado con el padre Miguel, quien también está consternado por los sucesos y hemos pedido la anulación, a su vez, del vínculo que unió a mi hija con León. Ha sido de utilidad el certificado que los unió en santo matrimonio. De más está decir que la iglesia nos impondrá grandes penitencias por nuestras mentiras y omisiones; por ser testigos de dos matrimonios fuera de lo esperado por las leyes eclesiásticas, el coste será elevado.
—Me encargaré de ese asunto. El sacerdote que nos casó, al verse fuera de peligro, ha dado la cara y es un testigo importante para permitir que nuestro matrimonio sea legitimado.
—Legítimo es, pero no por eso podemos dejar de lado que estaremos en el ojo del huracán por mucho tiempo. Tú no puedes irte, tienes obligaciones que cumplir, pero María Teresa podría viajar con su abuela a otras tierras hasta que la tormenta se calme, que se cumpla el luto, que lleguen las anulaciones pedidas y que la crema y nata se interese por otra desgracia lejos de los muros de la quinta. Al menos los Villavicencio no han puesto objeciones, han colaborado en los trámites, son los primeros en querer a María Teresa y a Diego distantes de la jugosa herencia de León Villavicencio.
—No iré a ninguna parte —afirmó María Teresa.
—Hija, es imperioso dejar transcurrir el tiempo, no puedes estar desposada de la noche a la mañana con el antiguo esposo de tu hermana; habrá que pedir dispensas a la iglesia por una unión de esa naturaleza —dijo agobiada por sus propias conclusiones.
—Mi matrimonio no fue consumado; yo deseo tomar los hábitos, es lo único que siempre he querido. ¿Calmará su conciencia entregar una hija a la fe católica? —inquirió Úrsula.
—Úrsula, ¿me abandonarás ahora que tu padre se ha ido? —reclamó la marquesa.
—Usted tiene razón, debemos ser sensatos, pero de la manera correcta —dijo Hugo dejándolas a todas boquiabiertas—. Úrsula marchará al convento, María Teresa a Europa, yo la acompañaré. No puedo tomar el título, sería como robarle a la tía abuela María Inmaculada su derecho una vez más. Mi difunto tutor en su lecho de muerte me pidió encontrar a Victoria, la verdadera heredera del marquesado; nuestros abuelos Juan y Bonifacio, aunque fueron reconocidos y asentados como hijos legítimos de su ilustrísimo Archibaldo Morell no lo eran, fueron fruto de un amor entre nuestra bisabuela y otro hombre.
—¡Jesús! ¡María Santísima! —dijo doña Prudencia santiguándose—. ¿De dónde ha salido esa mujer?
Úrsula, Margarita y Altagracia quedaron estupefactas al oír la respuesta a la duda que las había atormentado desde que leyeron acerca del secreto que don Juan y María Inmaculada habían descubierto y decidido callar.
—Hijo —dijo doña Alma con una mano en el corazón—. Victoria no puede recibir la herencia, ella ya descansa en los brazos del Creador.
—Entonces, su excelencia nunca obtendrá el descanso eterno —concluyó Hugo y la marquesa ahogó un repentino suspiro—. De todos modos, me iré, no puedo aceptar ser marqués en esos términos. Altagracia merece el título más que yo.
—Tampoco lo quiero —rehusó la aludida con la mirada perdida, tratando de encontrar en el pasado algo de piedad para Victoria y María Inmaculada, lo que nunca tuvieron.
—Pero lo defendiste con tanto ahínco —espetó Hugo.
—Así no, sabiendo que no me pertenece.
—Dice bien, Altagracia, hijo mío —agregó doña Alma—. Es tuyo, por naturaleza y por la voluntad de Dios. Y, si lo tomas, el marqués descansará en paz, también María Inmaculada y Victoria, tu verdadera madre.
El silencio se esparció como el arremeter de una ola furibunda, todos giraron hacia doña Alma, la marquesa asintió, dándole la razón y la autorización para hablar con estas palabras:
—No sabía que Victoria había fallecido, mi esposo tampoco —admitió su excelencia Lucrecia de la Concordia.
—Victoria llegó siendo una pequeña niña al hogar de don Juan y su difunta esposa —relató doña Alma—, no podían revelar quién era, sin que su ilustrísimo Archibaldo Buenaventura Morell González, el primer marqués de Morell de Santa Ana, desenredara la madeja y diera con la verdad, que era la única heredera de sangre y legítima, porque María Inmaculada se casó con el padre de la criatura, un hombre de ascendencia noble, aunque sin título. Don Juan sería el heredero del marqués, tal vez por eso guardó silencio, le dio techo, cobijo, pero ni su conciencia ni el amor que le inspiró Victoria le hicieron abrir la boca. Ni siquiera cuando la familia de su padre, el difunto don José, regresó para exigirla y llevársela siendo una adolescente. Murió don Bonifacio, luego don Juan y mi querido Héctor mantuvo la relación con su prima a través de largas cartas. Se adoraban, pasaron toda su niñez juntos y parte de la adolescencia. Ambos eran dos románticos que defendían el amor por encima de cualquier imposición social o familiar. Héctor se desposó conmigo y fue desheredado. Victoria se enamoró del hijo de un prominente duque; como las circunstancias del nacimiento de Victoria eran un poco oscuras y ella no tenía fortuna, su suegro desestimó la petición de su hijo. Los amantes huyeron y se casaron en secreto.
Doña Alma hizo un alto. Hugo daba vueltas por la habitación apabullado por la suerte de su madre natural. María Teresa se le acercó y le tomó las manos, se las besó sin pudor delante de las mujeres de su familia. La marquesa disimuló y miró para otro lado y fue en persona a servirse un coñac, lo nunca visto.
—Termine de una vez —le soltó a doña Alma tras dar un largo sorbo—. Solo falta que el hijo del duque haya sido el primero en la línea sucesora del ducado.
—Es que los hombres no se cansan de pisotearnos —masculló Altagracia convencida de no tomar un marido, su odio por la alevosía e impunidad con que los hombres trataban a las mujeres, incluso hermanas e hijas, le erizó los vellos de la nuca.
—Suaviza el tono, Altagracia. No todos son iguales, tu padre... —se interrumpió la marquesa al reconocer para sus adentros que su difunto esposo también había callado para no perjudicar su fortuna.
—Mi padre también guardó silencio, por eso sacrificó su vida por Hugo, porque ya no podía con la culpa; al menos él tuvo conciencia al final de sus días.
—Dios lo perdone en su infinita misericordia —dijo Úrsula—. No somos quiénes para juzgarlo.
—Tienes razón, Altagracia —añadió doña Alma—. Al menos, para las mujeres Morell la suerte no ha sido bondadosa. El esposo de Victoria era el heredero al ducado, murió mientras huían juntos, tras el atentado de un primo, siguiente en la línea para obtener el título, quien se aprovechó de la situación. Ella estaba encinta, lo que el perpetuador desconocía. El duque al saber del embarazo la quiso de vuelta con su legítimo heredero; ella no volvió, prefirió esconderse con nosotros. Hugo nació bajo nuestro humilde techo, aún no teníamos a Margarita. Fue muy duro el primer año, el primo ambicioso quedó a cargo de encontrar al heredero, el duque no sabía que fue el responsable de la muerte de su hijo. Victoria nos convenció de adoptarlo, solo quería salvarle la vida y que fuera un niño feliz. Huyó sola, para alejar a los lobos de la criatura.
—¡Jesús, María y José! —murmuró doña Prudencia.
—¿Cómo pudo vivir todos estos años sin decirme la verdad? —preguntó Hugo destrozado, intentando sin éxito mantener la compostura.
—Por amor, por el mismo amor con que tu madre se sacrificó por ti. Desesperados, pedimos apoyo a la única persona que podía ayudarnos a encontrar a Victoria, pero el difunto marqués no reaccionó a tiempo. Tras la muerte de su suegro, el nuevo duque la capturó, la encerró en una torre para exigirle develar el paradero de su rival. Murió en cautiverio. Cuando su excelencia Rómulo Morell apareció en nuestras vidas, callé la suerte de Victoria; sin ninguna razón de su paradero, tuvo que desistir de buscarla y se enfrascó en enderezar los hechos, volviéndote su heredero.
—¿Y nuestro bisabuelo lo supo, que María Inmaculada era su única hija legítima? —preguntó Hugo devastado por la madre que nunca abrazaría y por el padre que ni siquiera lo vio nacer.
—Antes de morir, mi esposo le entregó las cartas que habían pertenecido a don Juan —dijo doña Alma—, pero era demasiado tarde, el marqués ni siquiera podía emitir palabra, solo sus ojos se humedecieron antes de abandonar este mundo.
—Suficiente —dijo Hugo tomando las manos de María Teresa y besándolas con devoción—. No quiero el marquesado, tampoco el ducado. Al final de sus vidas mi abuela y mi madre renegaron de ellos, no puedo aceptarlos si pretendo honrar sus memorias.
—Tienes que aceptar, solo así se hará justicia —expresó Altagracia.
—Y puedes conseguirla si te lo propones —añadió doña Alma—. Tengo los documentos que acreditan como legítimo tu nacimiento y el matrimonio de tus padres. Mi difunto esposo quiso mantenerte alejado de tan triste historia para protegerte, Hugo.
—Pero no lo quiero, con tanto de fondo no creo poder soportarlo.
—¡Bendito Dios! ¡No nos recobramos de la sucesión del marquesado y ya nos veo marchando ante la reina a demandar el ducado! —añadió doña Prudencia abanicándose sin cesar, pasando por alto la renuencia de Hugo y el escozor que le producía el tema.
—Si es lo que deseas estaré a tu lado, te seguiré al fin del mundo —admitió María Teresa al verlo agobiado con toda la responsabilidad que se le sobrevenía de golpe.
—Mi sueño es irme a América y no atarme a un título, ni siquiera porque de esa forma cumpla con un derecho que le fue arrebatado, primero a mi abuela y luego a mi madre. Amor mío, zarparemos en el primer vapor rumbo a una nueva vida con nuestro hijo —añadió Hugo disfrutando la brisa imaginaria que le venía de la mano de una nueva aventura.
—Entonces será tu asunto designar un heredero, no sabes si tu hijo piense diferente a futuro. Yo me retiro, en esas condiciones tampoco seré marquesa —reconoció Altagracia.
—Cálmense todos, estos días han sido muy duros para la familia. Será bueno que nos retiremos a descansar para asimilar la vorágine de sucesos. Solo espero que no haya más secretos en esta familia. ¿Madre, doña Alma, abuela, alguien tiene algo más que añadir? —preguntó María Teresa y todas negaron—. Mi esposo y yo nos retiraremos a nuestros aposentos, necesitamos tomar decisiones acerca de nuestro porvenir.
—¿A sus aposentos? —inquirió la marquesa carraspeando—. ¿No será más decente esperar a la resolución de las solicitudes de anulación y que mientras tanto duerman en cuartos separados?
—Lo que sucede de la puerta de la quinta para dentro es solo asunto nuestro, madre, y ya me cansé de perder el tiempo viviendo a expensas de las expectativas de otros —acotó María Teresa.
Las jóvenes Morell miraron a las tres mujeres de más edad con aires de suficiencia, lo que hizo a doña Prudencia santiguarse una vez más, a doña Alma sonreír al comprender que nada las detendría y a la marquesa resignarse, con la nariz elevada al cielo, reconociendo que sus niñas ya no serían las mismas.