Hugo la miraba con la sonrisa enamorada, embobado, lleno de amor, el mismo que una señorita de guedejas rubias y labios color frambuesa le arrebató cuando se opuso ante su padre para encarar su destino. Solo a ella podría amarla y desearla con tanta fuerza que se quebraba por dentro si retrasaba el momento de apoderarse de sus labios. Esta nueva María Teresa, aguerrida, junto a Margarita, Altagracia y Úrsula, dispuestas a luchar por hacer valer sus derechos le ponía los pelos de punta, pero a la vez, esa vitalidad era la que lo tenía como un loco enamorado.
Diego crecía fuerte y rodeado de amor, ya contaba con dos años de edad, su primer hermano venía en camino. Hugo se encargaría de dejar a cada uno de sus hijos a buen recaudo, había pactado con María Teresa que su linaje no se enfrentaría entre sí por tierras, dinero y títulos. Les enseñaría a compartir, a trabajar y dejaría un explícito testamento, donde los bienes heredados fueran fuente de bienestar y no de disputas. Su riqueza era vasta, provenía de su esfuerzo, del marquesado y del ducado que había recuperado gracias a las pruebas aportadas y a las diligencias realizadas por doña Prudencia, que, presentando el caso ante la realeza y las autoridades, había sacado a los usurpadores lejos de sus tierras, las que conocería muy pronto. Doña Prudencia tuvo su mérito al esclarecer lo sucedido.
Con el paso del tiempo el luto terminó. La familia Morell volvió a renacer en las más afamadas casas de prestigio. Con las buenas nuevas, las invitaciones para bailes, tertulias y celebraciones no cesaron de llegar. Doña Lucrecia de la Concordia se hacía ilusiones de los maridos que podía pescar para sus hijas, mientras una soñaba con su independencia y la otra con su devoción a Dios.
Era el momento idóneo para echarse al mar. El equipaje estaba listo. Hugo partía rumbo a España a tomar posesión de su herencia, lo acompañaba su esposa legítima y su hijo. Se despidieron de todos. Perla quedó libre y decidió emplearse con la modista francesa para conquistar su destino. Matías quedó como el hombre de absoluta confianza de su excelencia al frente de la quinta, junto con el honrado administrador de toda la vida, supervisados por su hermano del alma, Carlos Enrique, y por las mujeres Morell, quienes también velaban por el patrimonio familiar, porque Hugo había decidido dotar a cada una con jugosas partes de la herencia, para que no tuvieran de qué preocuparse.
El vaivén del agua sobre la que se mecía acompasadamente el barco era un dulce arrullo para Diego, quien ya se había dormido. La noche caía y en el horizonte las estrellas resplandecían como faros mostrando el camino. María Teresa dio un beso a su pequeño hijo y abandonó el lujoso camarote, dejándolo al cuidado de su nana y al resguardo de uno de los hombres de Hugo que hacía guardia en la puerta del joven heredero. No hacían mal en tomar precauciones, no después de todo lo acontecido. Se introdujo en la intimidad de su recámara, donde aguardaba su esposo en mangas de camisa, con una pluma en la mano ilustrando sus memorias en el libro familiar.
—¿Pretendes regresar? —le preguntó.
—Por supuesto, esta isla antillana se me ha metido debajo de la piel, pero no niego que me da gusto volver a mi patria, lejos de la esclavitud. Cuando regrese a Cuba, vendré con mi idea cimentada, cumpliré mi sueño y liberaré a todos los esclavos, podrán ganarse la vida trabajando, como lo ha hecho Perla, emplearemos a los que deseen quedarse.
—¿Sabes lo que dicen en la Corte de las excentricidades de nosotros los indianos? ¿Cómo les harás frente a las provocaciones?
—Si he sobrevivido a las tuyas no creo que un puñado de aristócratas puedan intimidarme —dijo y la sorprendió tomándola por la cintura—. Dijiste que me seguirías hasta el fin del mundo. ¿Eso fue antes de confabularte con las otras Morell para defender los derechos de las damas?
—Sabes que eres mi debilidad, sobre todo tus labios pecaminosos, manzana de la discordia.
—Resultó que doña Prudencia terminó por volverse mi aliada —alegó en su defensa.
—Luego de profanar los aposentos de su nieta bajo su esmerada supervisión, es todo un logro, creo que al final comprendió que el lobo no era tan fiero.
—Y que la joven doncella no era tan mansa, ni desvalida —dijo acomodándola sobre el lecho—. ¿Puedo hacerte mía?
—No, sabes que estoy esperando un hijo, dice mi madre que puedo hacerle daño a la criatura si cohabito en el lecho con mi esposo.
—Tu madre y tu abuela podrían hacer un libro con todos sus prejuicios, eso no es cierto. ¿O también estarás de acuerdo con la usual costumbre de que el esposo tome una querida durante la gravidez?
—¡No te atreverías! —exclamó aprisionándolo por el cuello sin dejarle otra escapatoria y robándole un beso cargado de erotismo, para hacerlo sucumbir ante sus encantos y alejar cualquier idea que le estuviera rondando.
Él se dejó devorar los labios, mientras intentaba contener su sonrisa; le encantaba cuando se encendía como una flama que va de menos a más, y sabía justo qué palabras utilizar para provocar ese efecto en María Teresa.
—Amor, déjame entrar en ti, seré delicado. No me condenarás a la castidad durante cada día de este larguísimo viaje.
—Mejor te contento de otra forma; mientras mantengas a tu serpiente lejos de mi florecita, el embarazo no correrá peligro.
—No. Eso solo avivará mi deseo, tengo predilección por lo prohibido, más cuando la tentación eres tú. Me harás tocar en la puerta de cada camarote hasta dar con el médico para que te explique que estás equivocada.
—¡Serénate, Hugo!
—Mi serpiente arde por encontrar su cálido refugio —dijo exasperándose, pero de deseo.
—Mis besos tendrán que ser suficientes para calmar tu fervoroso ardor.
—De acuerdo, los besos tendrán que ser suficientes —indicó liberándola de sus prendas con presteza, una a una, dejándola desnuda ante la luz de la luna que se colaba por el ventanal.
—¿Qué haces?
—Recorrerte a besos.
La miró desafiante, le tumbó con delicadeza la cabeza hacia atrás y comenzó a degustarla sin prisas por el cuello, bajando lentamente hacia el sur, guiado por el destello del reflejo de los astros sobre las curvas de su marquesa y duquesa. Puso especial énfasis en su ombligo y continuó mientras ella se perdía en la humedad de los labios de su galante esposo.
—Detente —suplicó la mujer.
—Los besos son inofensivos, pero si lo ordena la señora tendré que frenar. Tal vez no me he esforzado lo suficiente. ¿Qué tal este? —preguntó besándola en la cadera con extrema dulzura, dejándole pequeños y delicados mordiscos a lo largo del afilado hueso y emprendiendo la avanzada hacia el interior de sus muslos—. Tus órdenes son sagradas, amor, dejaré de torturarte con mis labios.
—No pares —musitó algo confusa.
—Amor mío, mi cabeza está por colapsar. ¿Cómo puedo complacerte?
—Eso no necesitas preguntarlo, eres experto en amarme, solo no te detengas.
Ella se rindió ante el efecto que sus labios seductores ocasionaban sobre su piel, imaginaba que, si tintaran, dejarían un rastro carmesí por todo su cuerpo, como si fuera acariciada por un ávido pincel. La brisa que llegaba de rebotar con las olas los envolvía, el salitre se pegaba en sus cuerpos y podían probarlo como un suave elixir que dotaba el momento de una mágica complicidad. Beso a beso se dejaron vencer, acariciándose con premura, hasta entregarse en cuerpo y alma. Y mientras cabalgaban lentamente, perdidos en ese valle de agua y sal, se prometieron fidelidad más allá de esta vida. Solo tuya, solo tuyo. Mi amor, tu amor.