Doña Prudencia estaba agotada, como era de esperar, pero la angustia que se le coló en el corazón, luego de mandar a su esclava de confianza a pescar el cotilleo de la servidumbre, la hizo estar lista a la hora indicada para la cena familiar. Los comensales no podían disimular lo ocurrido, aunque trataran de enfrascarse en degustar los manjares criollos. La señora lamentaba que su sueño profundo la hubiese mantenido ajena al desencuentro en el que sus nietas habían salido lastimadas.
—Paula ya ha desempacado —dijo para referirse a su esclava, buscando la forma de aliviar su pesar—. Mañana abriremos los regalos y cada uno de los encargos que me hicieron antes de partir. Están muy calladas —advirtió que las muchachas no la sofocaban a preguntas sobre los presentes, como habitualmente hacían.
Detalló el rostro desconsolado de Altagracia y que la mano con que tomaba el tenedor no dejaba de temblar. La mirada de Úrsula estaba perdida y, si en ocasiones se cruzaba con la del joven Hugo, lo inmolaba con los ojos, a lo que este respondía constriñendo los labios disimuladamente, sin conseguir ocultar su descontento. María Teresa, su niña de guedejas rubias y ojos de ángel, en cambio, no reflejaba nada, como si el alma le hubiera abandonado el cuerpo. Doña Prudencia no lo podía creer, culpó a su yerno por su terquedad y por traer la manzana de la discordia al hogar, ese Hugo Buenaventura Morell, el que no terminaba de simpatizarle; tal vez lo hizo en un inicio cuando aún rebozaba de inocencia. A pesar de venir a invadir un lugar que no le correspondía, tras el fracaso de la marquesa al no concebir un varón, no podía responsabilizarlo del latrocinio, al fin y al cabo, fue su yerno quien tomó la alocada decisión de atravesar los mares para ir a arrancarlo de su destino. Tras convertirse en adulto, ya podía recriminarle; con el tiempo terminó siendo tan prepotente como su protector, tan seguro de sí mismo y del poder que heredaría que olvidó sus raíces. No podía tolerarlo ni sentir la compasión que en un inicio albergó en sus ojos cuando lo vio arribar a la residencia muerto de miedo, con la madre moribunda y la hermana indefensa.
En oposición a su nombre, habló hasta por los codos como no era su costumbre, querían oír de Europa, de la civilización, de las buenas nuevas y las no tan nuevas a las que el marqués de Morell de Santa Ana se aferraba como un patriarca e insensible vejestorio, a pesar de no pasar de los cincuenta años que tenía, pues ella lo diría sin remordimientos.
—De lo que uno se entera al viajar al otro lado del mar, el mayorazgo ha perdido vigencia, sabemos que hay familias que se resisten a seguir el camino de la ley. ¿Qué es más importante, que un patrimonio se amarre a un título o que todos los hijos puedan heredar lo que les pertenece? —Por supuesto que lo sabía desde antes de viajar, no iba a dejar la suerte de su única hija y sus nietas en manos de la testarudez de su yerno y sus antepasados.
El marqués también lo sabía, pero se aferraba al deseo de su abuelo. Dio un puñetazo sobre la mesa que sobresaltó a los comensales. No era insólito su mal genio, pero sí que con este perjudicara la formalidad de una cena y más con todos presentes. Hugo carraspeó al entender el motivo de su arranque. Él estaba al tanto de las leyes al respecto y también lo hacía trastabillar.
—Una copa de coñac de inmediato —ordenó el marqués al servicio, el vino no era suficiente para calmar su sed.
—¿Lo ofendí con mi descubrimiento, su excelencia? —preguntó doña Prudencia—. Pensé que sería acogido con más efusión.
La señora era enemiga de lo que pretendía hacer el marqués, no soportaba que el mayorazgo regulado por las Leyes del Toro hacía tanto tiempo, en mil quinientos cinco, viniera a perjudicar la serenidad y el futuro de sus nietas, más aún, porque la figura legal instaurada durante el reinado de los Reyes Católicos había perdido vigor y los antepasados de su yerno se habían valido de subterfugios legales para mantener una vinculación entre el patrimonio y el marquesado de Morell de Santa Ana, que desfavorecía a las descendientes en línea directa, todo por la grandeza del apellido y el título.
—Madre, por favor —solicitó doña Lucrecia—. Comamos en paz, esos no son temas para la cena.
—Por supuesto, querida. Faltaba más —aceptó doña Prudencia, pero ya había sembrado la duda.
—¿Es eso cierto, padre? —preguntó Altagracia con el corazón en un puño—. Porque de ser así yo... y mis hermanas...
—Hija, ¿no recuerdas nuestra conversación de hoy? Me prometieron las tres... —exigió su progenitora.
Una mirada lasciva del marqués sobre los asistentes bastó para que ingirieran los alimentos sin aventurarse a abrir la boca para otro fin. Altagracia quiso levantarse y pedir permiso para retirarse; si seguía aferrada a tragarse su desconcierto, temía terminar arruinándolo todo y hacer una escena que sería reprobada por sus progenitores, y bajo ninguna circunstancia quería verse débil ante Hugo y su familia. Un gesto de su padre le advirtió abstenerse de sus intenciones y la cena transcurrió en silencio hasta el último de los platos que desfilaron por el comedor.
Los señores se retiraron a tomar una copa y a fumar un habano en la sala contigua, las damas se dirigieron a otro de los salones donde acostumbraban a tomar un digestivo y conversar antes de irse a dormir. Doña Alma se rehusó a acompañarlas, se sentía avergonzada por la discusión de sobremesa y mencionó:
—Me da mucho gusto que esté de vuelta, doña Prudencia, le ruego que me disculpe por retirarme temprano, pero creo que es mejor dejarlas en familia. Margarita, por favor, acompáñame.
—Perdone si mis palabras la han inquietado, sé de la nobleza de su corazón, solo me preocupa la suerte de mis nietas. Al final de cuentas, una tendrá que desposar a Hugo y no veo que el muchacho tenga vocación para el matrimonio, con todo respeto —se justificó la abuela de las señoritas.
—Conozco las virtudes y los defectos de mi adorado hijo, es joven aún y no es que lo justifique, pero estoy segura de que cambiará cuando madure, créame que mi esposo y yo lo educamos con esmero y su difunto padre era un caballero en toda la extensión de la palabra.
—No lo pongo en entredicho —dijo doña Prudencia y omitió que don Héctor estuvo a punto de desposar a su hija antes que las negociaciones del compromiso aportaran a don Rómulo como el elegido—. No sé hasta dónde influyó en el carácter de hoy en día de Hugo la educación de su padre, pero era más centrado cuando llegó a sus doce años. Lo que sí me consta es que el marqués lo echó a perder por completo endilgándole como mentor a don Carlos Enrique del Alba, al cumplirle todos sus caprichos y al tratarlo como al hijo varón deseado.
Doña Alma con Margarita de la mano se escurrieron por los corredores directo a la escalera y desaparecieron.
—Madre, con todo respeto, no sé qué le sucede, me está dejando en vergüenza delante de todos. Tal vez debería recostarse; el viaje la ha de tener muy agotada, tiene la lengua más avispada que nunca —hizo ver la marquesa y tomó un sorbito de su licor de anís, era sabido que era agradable para el estómago.
—No permitiré que me hables de esa manera, Lucrecia, ni, aunque seas marquesa, antes eres mi hija.
—Hoy su nombre no le hace justicia, primero opina en asuntos de hombres y luego atormenta a doña Alma con esos vergonzosos asuntos.
—No olvides por qué don Héctor rechazó la posibilidad de casarse contigo y terminó con la dama que hoy cobijas en tu casa.
—Al final mi padre y usted querían casarme con el heredero al marquesado y así fue.
—¿Se iba a usted a desposar con el padre de Hugo, madre? —preguntó estupefacta Úrsula y las tres señoritas se quedaron expectantes.
—No iba a casarme con él; su ilustrísimo Archibaldo de Morell, su bisabuelo, que Dios lo tenga en su santa gloria, tuvo la intención de pedir mi mano en nombre de don Héctor, pero se retractó y la solicitó en nombre de mi querido esposo, lo que en verdad me hizo feliz.
—Si lo que dice la abuela es cierto —intervino Altagracia—, ¿por qué mi padre sigue enfrascado en que Hugo sea el futuro marqués?, me correspondería a mí por ser la primogénita y no tener hermanos varones. No sería la primera mujer en heredar el título de su difunto progenitor.
—¡Ahora la que no tiene decencia eres tú! —reprendió la madre a Altagracia—. ¿Acaso me quieren provocar un soponcio? Ve derecho a tu alcoba y no salgas hasta que decidas tener mejor talante. Jamás te atrevas cuestionar las decisiones de tu padre. Él decide lo mejor para nosotras, tiene sus razones.
—No veo otra que el orgullo —insistió doña Prudencia.
—El honor —defendió la marquesa.
—¿De qué honor estás hablando? —continuó la abuela de las señoritas.
—Hijas, retírense las tres, de inmediato —ordenó desesperada la marquesa para poder enfrentarse a su madre sin el escrutinio de sus tres hijas y cuando estas se enfilaron hacia los escalones, lejos de su presencia continuó—: No se entrometa en asuntos que solo competen a mi esposo, por favor, madre.
—No entiendo que para otros temas te hagas valer, pero para algo en lo que tienes legítimo derecho dejes que...
—No nos están despojando de nuestra fortuna, Rómulo se encargará de casar a una de nuestras hijas con el heredero y dejarnos a su cuidado.
—Tu padre no dio una dote tan cuantiosa para esto, para que al final te quedaras a merced de ese mocoso.
—Ese mocoso como le llama es... el futuro marqués de Morell de Santa Ana.
—Y el que desposará a una de tus hijas y terminará por hacerla desdichada. No me entrometería si Hugo fuera menos mimado y tuviera un corazón más noble. Es que no entiendo nada, si fuera Altagracia la que estuviera a punto de desfilar al altar con ese engreído lo soportaría, al menos es la más fuerte de las tres, y es la que por derecho le corresponde el marquesado, estaría en un matrimonio difícil, pero sería su suerte y le quedaría el consuelo de estar defendiendo su derecho.
—¡Madre, por Dios! ¿A dónde quiere llegar?
—Úrsula es demasiado sensible para lidiar con un prepotente de cascos ligeros, conocedor de cada lugar donde yace la podredumbre en esta ciudad, le romperá el corazón a la primera oportunidad.
—Ella no lo ama, no sufrirá.
—Se perderá de amor cuando cohabiten; el futuro marqués tiene los atributos para dejar en ruina el alma de quien ose poner sus ojos en él.
—No sucumbirá, quiere tomar los hábitos.
—¡Jesús misericordioso se apiade de ella!
—¿Qué puedo hacer? Pensé que el muchacho se decantaba por Altagracia, bastaba con ver cómo la devoraba con los ojos cuando todos estábamos distraídos. Me sorprendió que no la eligiera, es más, que la dejara al final. Prefirió a María Teresa.
—¡Eso nunca! Dios nos guarde de que ese garañón ponga sus manos sobre nuestra pequeña, es la más inocente.
—No estoy tan segura, ella desafió a su padre, quería aceptar que la cortejara.
—¡Niña ingenua!
—No se pudo porque mi esposo ya había otorgado su mano a un santo varón, el sobrino del Capitán General, León Villavicencio.
—Y esperemos que ese cortejo sea muy largo aún, primero hay que procurar matrimonio a sus hermanas. ¡María Santísima! Es que de pensar que ese tarambana hurtará la virtud de Úrsula ya estoy abrumada.
—No la robará, será su esposo.
—¡Porque su padre se la ha vendido! ¡Es deshonroso! Me quedaría más sosegada si al menos Altagracia fuera la escogida para desposarse con él, tiene el coraje para enfrentarse a un marido que le hará derramar muchas lágrimas.
—Respire, madre, terminará por darle el soponcio a usted y yo estoy al borde de colapsar —le rogó la marquesa.
—Te exijo que dejes esa actitud que no te va, enfrenta a tu marido y pon las cosas en su lugar.
—Lo que me pide es imposible.
—Si lo fuera no te lo exigiría, sé que te sobran las maneras para hacer entrar en razón a tu esposo. No me hagas más desdichada de lo que soy y no te quedes impávida mientras tus hijas corren directo al despeñadero. Nunca vi con buenos ojos que su excelencia trajera a ese chico a la casa, ni por las razones que lo hizo, ni porque venía marcado por el pecado, es el hijo del deseo y eso solo puede significar que el fuego arde dentro de sus venas.