JANE SE sentía dolida, aunque no debería. Había intentado racionalizar la situación, algo que solía ser tan fácil para ella como respirar, pero le resultaba imposible. Zayed se había apartado después de contarle el terrible secreto sobre la muerte de su madre. Se había mostrado frío cuando ella podría haberle ofrecido consuelo.
¿Pero por qué quería que buscara su consuelo cuando había dicho explícitamente que no lo deseaba? Le había hablado de su pasado porque ella le había preguntado por las pesadillas, nada más.
Y no la había besado, aunque el brillo de sus ojos sugería que quería hacerlo. ¿Pero por qué iba a besarla? Debería alegrarse de que confiase en ella lo suficiente como para contarle lo que le había pasado a su madre. Su corazón debería estar lleno de empatía al conocer esa terrible experiencia.
Y así era. Rebosaba tristeza por lo que Zayed había sufrido. Quería abrazarlo, pero no se atrevía porque el deseo que sentía por él crecía con cada segundo que pasaba en su compañía.
Podía sentirlo en el peso de sus pechos mientras se enjabonaba en la ducha y en aquel extraño cosquilleo entre los muslos. Dejándose llevar por un loco impulso, pasó un dedo de forma experimental entre sus piernas y tembló antes de apartarlo de inmediato, asustada por la intensidad de su reacción. ¿Por qué en ese momento?, se preguntó, angustiada. ¿Por qué su cuerpo parecía despertar a la vida cuando estaba atrapada con un hombre que no podía tocarla?
Envolviéndose en un níveo albornoz, entró en el vestidor y estudió la selección de ropa que habían llevado desde Kafalah. Túnicas exquisitamente bordadas con pantalones a juego y también vestidos de alta costura diseñados exclusivamente para ella: faldas lápiz, blusas de satén y encaje, zapatos de tacón altísimo y medias de seda, aunque por el momento no había estrenado nada. Desde que se casaron vestía como una mujer de Kafalah, pero esa noche no se sentía como tal. Se sentía como una extraña, una mujer que no tenía sitio en aquel nuevo mundo.
¿Era por eso por lo que descartó las túnicas y se puso un largo vestido negro de lentejuelas, lo último en glamour y sofisticación? Jane dio un paso atrás para mirarse al espejo, alarmada al ver que la tela se pegaba a cada poro de su piel, levantando y separando sus pechos. Era como si, por arte de magia, hubiera perdido cinco kilos. Se dejó el pelo suelto, sujeto con dos broches de diamantes que pensó que a Zayed le gustarían.
No lo oyó entrar en el vestidor y, por una vez, no se fijó en la toalla que cubría su entrepierna porque se había acostumbrado. Daba igual lo grande que fuese la toalla, nunca parecía suficiente para cubrir a Zayed.
Pero esa noche era el brillo de sus ojos lo que llamaba su atención. Era como una llama negra que se la tragaba, un fuego de ébano que parecía crecer en intensidad. Esperó que dijese algo, pero no lo hizo y su silencio la hizo sentir insegura.
–¿No te gusta?
–¿Que si no me gusta? –Zayed soltó una extraña carajada–. ¿Cómo se te ocurre pensar eso?
Jane se encogió de hombros.
–No has dicho nada y no sé lo que estás pensando.
–Mejor porque no quiero que leas mis pensamientos en este momento –respondió él–. Pero vas a hacer que todos los hombres en la recepción quieran poseerte.
Ella levantó una mano para cubrir su escote.
–No era lo que pretendía –dijo con voz ronca–. ¿Crees que es demasiado?
–No, en absoluto. El vestido es precioso, pero… te da un aspecto tan sexy. Tal vez porque eres una extraña al sexo y yo soy el único que sabe eso. O tal vez sea el contraste entre lo puro y lo provocativo lo que hace que sea tan cautivador –Zayed se aclaró la garganta–. Y como yo estoy a punto de vestirme, supongo que querrás darte la vuelta como siempre. A menos que quieras ver mi cuerpo desnudo, que en este momento se encuentra en un incómodo estado de excitación.
Jane contuvo el aliento. ¿No era una locura que sintiera la tentación de ponerlo en evidencia? Su natural curiosidad crecía en tándem con la frustración porque le gustaría mirar su cuerpo desnudo con gesto despreocupado. ¿No había empezado a preguntarse cómo sería tener un orgasmo? ¿Si en su rostro aparecería la expresión de gozo de las mujeres en los grabados eróticos de Kafalah?
Se le hizo un nudo en la garganta. Era como si su matrimonio con Zayed la hiciese ver todo lo que se había perdido. Empezaba a pensar que, si no tenía cuidado, se encerraría hasta que fuese demasiado tarde para disfrutar de los placeres de la vida. Perdería su juventud y sus ganas de vivir para enterrarse en los libros de texto, pero quizá un día se miraría al espejo y vería arrugas en su rostro y un cuerpo marchito que ningún hombre querría acariciar.
Suspirando, se acercó a la ventana para mirar a un jardinero que limpiaba las hojas caídas y, cuando se dio la vuelta, Zayed ya estaba vestido.
–Llevas un traje de chaqueta –dijo, sorprendida.
–Como tú has elegido un atuendo occidental, he decidido que fuéramos iguales.
–¿Aunque no lo seamos?
Él enarcó una ceja mientras abría una caja de piel que tenía en la mano.
–Creo que deberíamos mostrar un frente unido en nuestro primer evento social como marido y mujer, y aquí tengo algo que demostrará lo importante que eres en mi vida.
Cuando sacó un colgante de su cama de terciopelo y lo puso bajo la lámpara, Jane tuvo que parpadear. Colgando de una brillante gargantilla negra había un diamante en forma de pera, tan grande como una lágrima gigante. Jane pensó que nunca había visto nada tan hermoso.
–¡La estrella de Kafalah! –exclamó.
–¿La conoces?
Ella tragó saliva, tan nerviosa que apenas podía hablar.
–Claro que sí. Solo la había visto en cuadros y fotografías, pero sé que lleva siglos en tu familia. No sabía que la hubieras traído –Jane se llevó una mano al cuello–. Es tan valiosa que no sé si puedo ponérmela.
–¿Por qué no? –Zayed se colocó a su espalda para ponérselo y, de nuevo, ella fue consciente del roce de sus dedos–. Todas las reinas de Kafalah han llevado La estrella en su presentación formal.
–Es exquisito –dijo Jane en voz baja. Pero mientras sus dedos rozaban la piedra se encontró pensando en lo superficiales que podían ser las mujeres. Incluso ella, con sus elevados ideales, se dejaba deslumbrar por el brillo de un diamante.
Sus ojos se encontraron en el espejo. Cuando la miraba de ese modo se le encogía el estómago. Hacía que desease apoyarse en él para sentir el calor que irradiaba su cuerpo, pero Zayed ya estaba abriendo la puerta con un gesto imperioso.
–Vamos.
Mientras bajaban por la escalera los invitados aplaudieron y, cuando llegaron abajo, los músicos empezaron a tocar los primeros acordes del himno nacional de Kafalah.
Jane conoció a mucha gente esa noche, pero en lo único que podía pensar era en el oscuro rey que estaba a su lado. Un hombre que, a pesar de las confidencias que le había hecho, parecía tan frío y distante como un extraño. ¿Y no era una locura que esas confidencias la hicieran desear ganarse su afecto, aunque sabía que no iba a conseguirlo?
Intentó apartarlo de su mente mientras charlaba con miembros de la alta sociedad de Washington. Le dolía la cara de sonreír y esperaba estar haciendo una interpretación convincente como consorte del monarca, pero necesitaba escapar un momento y se disculpó para ir al lavabo. Apoyada en una pared de mármol, intentaba respirar cuando escuchó una voz familiar tras ella.
–¿Jane?
Qué extraño escuchar su nombre cuando todos la llamaban Alteza. Jane se volvió y vio a un hombre con gafas mirándola con una sonrisa en los labios.
–¿No te acuerdas de mí?
Y, de repente, Jane recordó. Era David Travers, que había estudiado con ella y compartía su pasión por Oriente Medio. Era un empollón como ella y habían pasado muchas horas en la biblioteca antes de perder el contacto cuando terminaron la carrera.
–Claro que me acuerdo de ti. Es que me parece tan raro verte aquí.
–No tan raro como ver a la estudiosa Jane Smith vestida como… en fin, como una reina.
Ella sonrió.
–Me alegro de volver a verte, David. ¿Vives aquí?
–Trabajo para el Ministerio de Asuntos Exteriores británico y pensé que todo me iba de maravilla, pero debo decir que tú has superado mis expectativas. La esposa de un jeque, ni más menos –respondió él con una agradable sonrisa–. ¿Estás contenta, Jane?
Solo alguien que te había conocido cuando no tenías nada podía hacer tan cándida pregunta y, por un momento, Jane no supo cómo responder. ¿Podría leer la respuesta en sus ojos? ¿Podría convencerlo de que era feliz?
–Estoy bien –se limitó a decir. Porque no podía contarle que se sentía insegura sobre su futuro y sus sentimientos por el hombre con el que se había casado. Sentimientos que terminarían por romperle el corazón si no tenía cuidado. De modo que intentó sonreír como había sonreído durante toda la noche–. Estoy muy bien.
–Estás guapísima, casi no te había reconocido. Aunque te veo un poco pálida. ¿Quieres que salgamos un momento al balcón? Hace una noche muy agradable y la vista es preciosa desde allí.
Desde el otro lado del salón de baile, Zayed vio a Jane charlando con un hombre al que no conocía y se quedó sorprendido por la inexplicable punzada de celos que experimentó. Inexplicable porque él no sentía celos. Como no desnudaba su alma ni hablaba del pasado. Pero había hecho todo eso, ¿no? Había dejado que su esposa viera al hombre que había tras la fachada real y lamentaba amargamente haberlo hecho.
Podía verla en el balcón, el viento moviendo su pelo mientras el extraño de las gafas se acercaba un poco más. Zayed enarcó una ceja, un gesto que fue captado inmediatamente por uno de sus ayudantes, que se acercó para decirle que el hombre de las gafas era un diplomático británico.
–¿Quiere que lo aleje de la reina, Alteza?
–No quiero provocar una escena –respondió Zayed–. Además, estoy un poco cansado y nos retiraremos en unos minutos.
Pero estaba programado para una vida de protocolo y se obligó a sí mismo a soportar el ritual que se esperaba de él. Un ritual tan familiar que podría hacerlo hasta dormido. Había estado en cientos de eventos como aquel antes de casarse. Aunque el cambio en su estado civil no parecía disuadir a las guapas herederas que se acercaban, dando a entender que estaban dispuestas a disfrutar de su cuerpo entre las sábanas. Pero Zayed no tenía apetito para descaradas rubias de pechos falsos. Lo único que le interesaba era su virginal esposa y el hombre con el que hablaba.
Por fin, no pudo soportarlo más y se dirigió al balcón. El brillo de La estrella de Kafalah rivalizaba con las estrellas en el cielo, pero él solo podía mirar su cuerpo envuelto en aquel vestido. Y, de repente, la convicción de que no tenía celos de aquel hombre fue derrotada por un deseo posesivo que lo sorprendió.
¿Era sentimiento de culpa lo que vio en su rostro cuando giró la cabeza?, se preguntó. ¿Por qué si no se mordería los labios y dejaría de hablar en cuanto apareció?
–Zayed, quiero presentarte a…
–Nos vamos, Jane.
–Pero…
–Ahora mismo –la interrumpió él. Notó el gesto de sorpresa de su acompañante, pero le daba igual estar saltándose el maldito protocolo.
Zayed oyó que le decía algo al hombre, pero su corazón palpitaba con tal fuerza que no lo entendió. No dijo nada mientras se despedían del embajador, ni mientras subían por la escalera en silencio, pero en cuanto cerró la puerta de la suite se volvió hacia ella, incapaz de controlar su indignación.
–¿A qué estás jugando? ¿Por qué te has comportado de esa forma tan inapropiada?
Pero si esperaba un gesto de arrepentimiento se llevó una decepción porque Jane lo miraba con un brillo de ira en los ojos.
–¡Yo podría preguntarte lo mismo! No puedo creer que hayas actuado así. Sacarme del salón como si fueras un neandertal. Has sido un grosero…
–Por favor, no pretendas darme lecciones de cortesía –la interrumpió él con tono helado–. ¿Por qué te has escabullido para estar a solas con un hombre al que no conozco?
–¿Y de quién es la culpa? No estabas a mi lado para que pudiera presentarte, ¿no?
–Esa no es la cuestión.
–Entonces, ¿cuál es la cuestión? ¿Preferirías elegir a las personas con las que debo hablar mientras dure este supuesto matrimonio?
–¿Qué estabas contándole que requería tanto secreto?
–No es por eso por lo que salimos al balcón.
–Quiero saberlo, Jane.
Ella levantó la barbilla en un gesto desafiante.
–David es un viejo amigo de la universidad y tenemos mucho en común, sobre todo nuestro amor por la literatura antigua. Solíamos estudiar juntos en la biblioteca y es una persona muy agradable. Estoy segura de que en un futuro podríamos volver a ser amigos.
–¿Amigos? –repitió él–. ¿O algo más que amigos?
–¿Quién sabe? –respondió Jane, encogiéndose de hombros–. ¿Quién sabe lo que me deparará el futuro cuando ya no sea tu mujer?
–¿Le has contado la verdad sobre nuestro matrimonio? ¿Le has hablado de nuestras castas noches y próximo divorcio para que empiece a contar los días hasta que te metas en su cama?
–¡Claro que no! Pero charlar con él me ha ayudado a tomar una decisión que ha estado dando vueltas en mi cabeza desde que acepté ser tu esposa –Jane tomó aire–. Me he dado cuenta de que no puedo seguir siendo un fantasma y cuando esto termine quiero empezar a vivir. Quiero ser una mujer de verdad.
–¿Eso es un eufemismo para el sexo?
–¿Y por qué no? –respondió ella levantando la barbilla–. Dudo que tú vayas a permanecer casto cuando nos hayamos divorciado y yo no pienso seguir siendo virgen durante toda mi vida.
Zayed oía el sonido de una respiración agitada y se dio cuenta de que era la suya, como se dio cuenta de que la erección que presionaba contra sus pantalones era más dura que nunca. Sabía que no debería hacer lo que estaba a punto de hacer, pero no podía evitarlo. Cuando la tomó entre sus brazos vio que sus ojos se oscurecían y vio también el frenético pulso que latía en sus sienes cuando rozó uno de los broches de diamantes que sujetaban su pelo.
–¿Qué haces? –murmuró ella, pasándose la lengua por los labios como sin darse cuenta.
–Lo que debería haber hecho hace semanas –respondió Zayed, inclinando la cabeza para apoderarse de su boca.
Jane se quedó sin aliento cuando empezó a besarla. Después de semanas de frustración lo único que experimentaba era una inmensa alegría porque había soñado con aquel momento. Noche y día, en los momentos más inapropiados, se había preguntado cómo sería estar entre los brazos de Zayed az-Zawba.
Había imaginado que el beso sería brutal, duro y posesivo como él, que intentaría someterla, mostrándole quién mandaba allí y quién tenía experiencia. Pero se había equivocado porque no era así. Era un roce hipnotizador, una lenta y sensual invitación que hacía que le diese vueltas la cabeza.
–Zayed… –musitó mientras se agarraba a sus hombros como si temiera perder el equilibrio.
–¿Has disfrutado, mi reina?
¿Para qué iba a mentir? ¿Por qué no enfrentarse con sus sentimientos?
–Más de lo que puedas imaginar –respondió.
Vio un brillo de fuego en los ojos oscuros mientras volvía a apoderarse de su boca, rozando sus dientes con la lengua hasta que abrió los labios. Y, de repente, estaba en un territorio totalmente diferente. Era un títere y él su titiritero, provocando una reacción de la que no se creía capaz. Sin pensar, empujaba las caderas hacia delante, como haciendo una antigua danza que conocía sin que se la hubieran enseñado.
Zayed dejó escapar un gruñido antes de tomarla en brazos para llevarla a la cama. Jane vio la tensión en sus facciones mientras la dejaba sobre el edredón y, de repente, su cuerpo parecía demasiado grande para el vestido. Casi temía que sus pechos escaparan del escote.
Pero aquello no era parte del trato.
–Espera… –empezó a decir, conteniendo un suspiro de placer cuando pasó los dedos sobre la tela del escote, haciendo que sus pezones se levantasen–. No debemos…
–¿No debemos qué?
Zayed siguió acariciándola y Jane tenía que hacer un esfuerzo para no cerrar los ojos y dejarse llevar.
–No debemos hacer el amor. Tú lo sabes igual que yo –le advirtió mientras él levantaba su vestido–. No debemos… –le costaba terminar la frase cuando la acariciaba de ese modo– consumar el matrimonio.
–Y no vamos a hacerlo.
–¿Entonces…? –Jane tembló cuando empezó a hacer círculos con el dedo sobre una de las medias–. ¿Qué vas a hacer?
–¿Por qué no dejas que yo me encargue de esto?
–¿De qué?
–Podemos darnos placer el uno al otro sin penetración –respondió Zayed con voz ronca mientras seguía explorando la banda de delicado encaje de las medias–. Hay muchas cosas que podemos hacer sin atravesar esa barrera.
Jane tragó saliva. Una campanita de alarma en su aturdido cerebro le decía que aquello no estaba bien, pero las sensaciones eran demasiado poderosas.
–¿Estás seguro de que… podemos hacerlo?
–Si el rey lo decreta, está permitido.
–Qué arrogante.
–Nunca he dicho que no sea arrogante. Como nunca he prometido no saltarme las reglas para que se ajusten a mis necesidades –Zayed inclinó la cabeza sobre ella para que sintiera el calor de su aliento–. Cumpliremos el acuerdo, aunque no al pie de la letra.
–Zayed… –Jane no podía pensar, especialmente cuando notó el roce de sus dedos por encima de las bragas.
–¿Quieres saber lo que es un orgasmo? –le preguntó él–. ¿Quieres terminar sobre mis dedos y experimentar un gozo como ningún otro?
–Yo… –musitó ella, con el corazón a punto de explotar al sentir la presión de sus dedos sobre la húmeda tela.
–Has leído los textos eróticos de Kafalah y sabes que hay muchos actos placenteros para un hombre y una mujer. Debes saber que el gozo puede ser obtenido con los dedos, la boca y la lengua. No está todo en el pene, Jane.
–¡Zayed! –exclamó ella con tono reprobador.
–¿No has probado nunca? –insistió él, pasando un dedo arriba y abajo sobre las bragas.
Lo había pensado, pero era un poco como vivir en un país sin litoral, imaginando cómo sería nadar en el mar cada mañana. Nunca lo había asociado con ella. Ella era la imperturbable Jane, la seria Jane, nunca la Jane sexy o, al menos, no lo había sido hasta ese momento. Estaba sintiéndose muy sexy gracias a aquel hombre.
Zayed metió el dedo por el elástico de las bragas y Jane tembló al sentir el roce sobre su sexo empapado.
–Zayed… –musitó mientras se retorcía de placer.
–¿Lo deseas, Jane? Solo necesito que me lo digas –murmuró él–. Prometo no hacer nada sin tu consentimiento.
En ese momento lo odiaba por su deseo de controlarla y hacer que capitulase. Zayed sabía que no hubiera podido detenerlo por mucho que quisiera.
–Sí –susurró.
–¿Quieres saber lo que es un orgasmo?
–¡Sí! Quiero tener un orgasmo. Hazlo, Zayed, por favor.
Ni siquiera ella misma podía creer que fuese tan atrevida, pero lo vio cerrar los ojos un momento, como intentando recuperar el control… o como si temiese perderlo. Cuando volvió a abrirlos la miró con gesto decidido mientras se deshacía de las bragas e inclinaba la cabeza para besarla. El doble asalto la hizo gemir de placer. El roce de sus labios en la boca y el de sus dedos sobre su parte más íntima amenazaban con hacerla perder la cabeza.
Zayed separó sus muslos para acariciar la suave pelusa entre sus piernas antes de enterrar un dedo en la ardiente carne. No dejaba de besarla, ahogando sus gemidos, mientras la acariciaba con dedos expertos hasta provocar un orgasmo que tomó a Jane por sorpresa. La sensación la levantó como una ola, llevándola a un sitio desconocido y, mientras los espasmos sacudían su cuerpo, dijo su nombre una y otra vez…
Algún tiempo después, no sabía cuánto porque el tiempo parecía haberse detenido, volvió a la Tierra. Tenía la cabeza apoyada en su torso y se agarraba a las solapas de su chaqueta como un gatito abandonado que hubiese encontrado refugio contra el frío.
Era como si hubiera encontrado el paraíso. Mientras escuchaba los latidos de su corazón pensó que hasta ese momento solo había sido una sombra de la persona que debía ser. Era como si una nueva Jane hubiese emergido en un mundo donde todo parecía diferente. Abrió los ojos y miró alrededor. Los colores de la habitación parecían más intensos, el tictac del reloj de pared sonaba como música a sus oídos.
Pero cuando lo miró vio que él tenía la mirada clavada en el techo de la habitación, su perfil como de granito.
–¿Zayed?
Él giró la cabeza para mirarla, pero no podía ver nada en sus ojos negros.
–¿Mejor?
La intensa sensación de placer empezó a esfumarse. Hablaba sobre lo que acababa de pasar como si fuera un picor o una molestia de la que había querido librarse. ¿Era así como lo veía, como una simple respuesta física?
¿Y qué si fuera así?
Aquello no era real, se recordó a sí misma. ¿De verdad quería que murmurase palabras de afecto que la llenarían de una esperanza que no tenía derecho a sentir? No, en absoluto. No había nada malo en experimentar placer y decidió mostrarse tan despreocupada como él.
No era el momento de dejarse llevar por el estúpido deseo de darle un millón de besos o acurrucarse sobre su pecho.
–Mucho mejor –respondió.
–Tu primer orgasmo –observó él.
–Así es.
Zayed parecía ligeramente desconcertado, como si su reacción fuese algo inesperado. ¿Era eso lo que renovó la chispa en sus ojos?
–Con el fin de ser justos –empezó a decir, tomando su mano para besar cada dedo– ¿no crees que debería enseñarte cómo darme placer a mí?
Era una pregunta que la hubiera sorprendido una semana antes, pero que ya no la sorprendía en absoluto. Jane miró el brillo de sus ojos negros. Quería recibir una educación sexual. Quería aprenderlo todo sobre su cuerpo y aprender siempre había sido lo suyo. Pero, por una vez en su vida, le resultaba difícil ser objetiva y no dejarse llevar por el deseo de trazar sus labios con un dedo y decirle que era el hombre más hermoso que había visto nunca.
Pero sabía que no había sitio para gestos de afecto en aquel matrimonio de conveniencia. ¿No era vital dejar fuera las emociones?, se preguntó. Intentando mostrarse serena, Jane esbozó una sonrisa.
–Creo que es una sugerencia muy sensata –respondió, con el tono que habría usado si le hubiera pedido que sacase un libro de referencia de la biblioteca.