Capítulo 10

 

POR PRIMERA vez en su vida, Jane no tenía un plan. Estaba en Londres, pero no había vuelto a su casa porque no se atrevía. Le había dicho a Zayed que no quería volver a verlo, pero sabía que no sería tan sencillo. Por el momento, seguía siendo su esposa. ¿Y si decidía que quería volver a acostarse con ella? No podía arriesgarse a eso.

No podía arriesgarse porque sabía que sería incapaz de resistirse.

De modo que fue a casa de Cleo y se quedó sorprendida al descubrir que su hermana se había mudado. Ya no vivía en la desaliñada habitación al este de Londres, sino en Ascot, en una casita dentro de la finca de una enorme mansión.

–Soy el ama de llaves –le contó–. Y no me mires con esa cara de sorpresa. ¿De verdad pensabas que iba vivir en esa caja de zapatos toda mi vida, intentando encontrar trabajo como modelo? –le espetó, fulminándola con la mirada–. ¿Es que no creías que pudiese cambiar de vida o solo tú eres capaz de un cambio positivo?

–No, claro que no –respondió Jane, pensando en lo equivocada que estaba su hermana porque nada positivo había salido de su matrimonio con Zayed. Nada más que un corazón roto y la amarga convicción de que nunca lo olvidaría–. Es que no te imagino como ama de llaves.

Cleo sonrió.

–¿Crees que me dedico a fregar suelos de rodillas como Cenicienta? No pensarás que voy a arruinarme la manicura –su hermana le mostró sus perfectas uñas rojas–. No, de eso nada. El propietario de la casa es un multimillonario que nunca está aquí, pero tiene un ejército de empleados y jardineros. Supuestamente, mi presencia debe disuadir a los ladrones.

–¿Pero es seguro? –preguntó Jane, preocupada.

–Le he dicho que soy cinturón negro de judo.

–Pero no es verdad.

–¿Y eso qué importa? Estoy yendo a clases –Cleo la miraba, pensativa–. Pero no hablemos más de mí. ¿Vas a contarme por qué has estado llorando?

–No he estado llorando.

–Jane, soy yo. Te conozco y no puedo creer lo que veo. Tú nunca lloras.

El problema era que desde que se fue de Kafalah no podía dejar de hacerlo. Las lágrimas asomaron a sus ojos mientras se dejaba caer en el sofá.

–Muy bien –dijo Cleo solemnemente mientras se sentaba a su lado–. Lo último que sé de ti es que estabas feliz en Washington, cautivando a diplomáticos y cenando en la Casa Blanca. ¿Qué me he perdido?

Jane apartó las lágrimas de un manotazo mientras le contaba la historia. O parte de la historia, porque se dejó muchas cosas fuera. No creía que nadie tuviese derecho a conocer la vida sexual de otro y, aunque estaba furiosa con Zayed, más furiosa que nunca en toda su vida, no iba a traicionarlo contando sus intimidades.

–Y entonces volví a Inglaterra –terminó, sorbiendo por la nariz.

–Así que, básicamente, te casaste para pagar mis deudas, por lo que te estaré siempre agradecida. ¿Y qué pasó cuando te enamoraste de él?

–No estoy enamorada de él.

–Venga, Jane, lo veo en tu cara. Pero él piensa que estás interesada en ese tal David, ¿no?

–Así es.

–Pero, si Zayed no te quiere, ¿por qué estaba tan celoso de un chico al que conociste en la universidad?

–Porque es muy posesivo. No me quiere, pero tampoco quiere que sea de nadie más.

–Magistral –dijo Cleo con tono de admiración.

–Bárbaro –la corrigió Jane.

–¿Y ahora qué vas a hacer?

Jane dejó escapar un suspiro. Había pensado en ello hasta que le daba vueltas la cabeza.

–Tengo suficiente dinero para vivir durante un tiempo y pienso irme a algún sitio remoto para escribir la historia definitiva de Kafalah.

–Pero si lo que quieres es olvidarte de Zayed… –su hermana parecía desconcertada– ¿escribir el libro no lo haría imposible?

Jane negó con la cabeza, totalmente decidida.

–Será una catarsis –respondió con firmeza–. Nadie lo ha hecho antes, así que hay un hueco en el mercado y cuando termine podré olvidarme de ese maldito país para siempre.

–¿Y si Zayed intentase volver a ponerse en contacto contigo?

–No lo hará –respondió Jane, sintiendo un escalofrío al imaginar al oscuro jeque apareciendo en la puerta de su casa–. Si quiere comunicarse conmigo puede hacerlo a través de los abogados. Sus preciosos abogados –añadió con amargura.

 

 

En su despacho del palacio de Kafalah, Zayed miraba el cuadro que colgaba sobre su escritorio. Un cuadro parecido al que había donado al restaurante de Londres, el que Jane había reconocido la noche que la llevó a cenar, cuando le pidió que se casara con él. Miró las tres torres azules de Tirabah y se dio cuenta de que nunca la había llevado allí para que pudiese ver de cerca la belleza que tantos artistas habían capturado con sus pinceles.

Pero no quería pensar en los errores que él había cometido. Quería concentrarse en los de Jane, en la deslealtad que había mostrado al comunicarse en secreto con otro hombre.

Sin embargo, por mucho que intentase convencerse a sí mismo de lo contrario, en el fondo sabía que se había portado mal con su esposa inglesa. Al menos, desde que dejó que los celos se apoderasen de él. Y cuando pensaba en ello se sentía horrorizado por lo mal que lo había hecho. Alguien como Jane jamás flirtearía con otro hombre cuando era evidente que solo estaba pendiente de él.

¿Podría haber pedido más de lo que ella le había dado? No, imposible. Sexualmente imaginativa, una conversadora estimulante y un éxito en la corte de Kafalah, Jane había sido una esposa ejemplar en todos los sentidos.

Zayed sacudió la cabeza. Le había dicho que ya no la necesitaba, como nunca había necesitado a su madre o a su padre durante esos años, pero por mucho que intentase convencerse a sí mismo de que eso era cierto sus argumentos sonaban cada vez más vacíos.

¿Cómo podía echarla tanto de menos? ¿Por qué a todo le faltaba lustre sin ella? Incluso el fabuloso palacio parecía deslucido bajo el sol del desierto.

Zayed se levantó y fue al vestidor, donde aún seguían colgando sus túnicas de seda. Debería pedir que se las llevasen, pero no había querido hacerlo y no entendía por qué. ¿Esperaba que Jane volviese a Kafalah? Nunca volvería y no podía culparla.

Todo el mundo se había enterado de que su esposa ya no estaba en Kafalah. Con tono claramente decepcionado, porque la nueva reina del desierto había sido un éxito en Washington, algunos periodistas extranjeros daban a entender que el matrimonio estaba al borde del divorcio.

El teléfono de Zayed empezó a sonar. Era su línea privada, por la que antes recibía las llamadas de sus amantes. Después de leer la prensa algunas habían llamado sugiriendo que volvieran a verse, pero esa intrusión lo ponía de mal humor y le había pedio a Hassan que cambiase el número. Porque no quería una examante y no quería una nueva. Quería a Jane. Se había dado cuenta mientras le hacía el amor en el diván, cuando por primera vez en su vida había olvidado ponerse un preservativo. ¿Podría estar esperando un hijo suyo, un heredero para el trono de Kafalah? Se le encogió el corazón al pensarlo. Tenía que descubrir si así era.

Pero el ayudante que envió a Londres con un ramo de rosas fue informado de que la reina se había mudado y no había dejado una dirección. La noticia lo había enfurecido y excitado al mismo tiempo porque nada lo estimulaba más que la caza. La llamó por teléfono, pero al parecer él no era el único que había cambiado de número. Se puso en contacto con la embajada de Londres, pero nadie sabía nada de ella. Incluso había llamado al Ministerio de Asuntos Exteriores británico para confirmar que su esposa no había solicitado un puesto allí.

Y fue entonces cuando empezó a entender que se había equivocado. La había juzgado por sus propios patrones de comportamiento y ese había sido un error monumental. La había tratado como si fuera de su propiedad. Era un bárbaro.

Zayed pidió que preparasen su avión, sabiendo que no había una sola mujer que pudiera resistírsele cuando quería hacerla suya, y diez horas después aterrizaban en un aeropuerto privado a las afueras de Londres.

Pero encontrar a su esposa no era tan fácil como había pensado y se vio obligado a aceptar que Jane no quería ser localizada. Hizo falta un equipo de investigadores privados para encontrar a su hermana, Cleo, y cuando por fin la encontró se quedó sorprendido. A pesar del pelo rubio teñido y los ojos de color esmeralda, se parecía un poco a Jane. Pero no era Jane, se recordó a sí mismo amargamente. No era Jane.

Y tampoco era particularmente simpática.

–Mi hermana no quiere verte –le había dicho rotundamente.

–Ya me doy cuenta.

–Entonces, ¿qué haces aquí?

Zayed estaba a punto de decirle que nadie le hablaba así al jeque de Kafalah, pero se contuvo, pensando que debía ser diplomático si quería conseguir algo.

–Debo verla –dijo sencillamente.

Ella lo miró en silencio durante unos segundos y, por fin, a regañadientes, anotó una dirección y un número de teléfono.

–Lo único que te pido es que no le digas que voy a verla –le rogó Zayed.

–Porque sabes que entonces desaparecería.

–Así es. Sin embargo, tú me estás dando una oportunidad. ¿Por qué?

Cleo vaciló antes de fulminarlo con la mirada y, en ese momento, pensó que se parecía mucho a su hermana.

–Porque está sufriendo y no creo que vaya a superar esto hasta que vuelva a verte.

Zayed asintió. No era la respuesta que quería, pero al menos era sincera.

–Gracias.

Cleo se inclinó hacia delante para decirle en voz baja:

–Pero si le haces daño…

–Jamás le haría daño –la interrumpo él–. Por favor, créeme.

Zayed subió al coche y le dio instrucciones al conductor.

–¿Al norte de Gales, Alteza? –exclamó el hombre, mirando el cielo cubierto de nubes–. ¿Seguro que no prefiere ir por la mañana? Es un viaje largo y con este tiempo…

–Ahora –lo interrumpió, Zayed–. Quiero ir ahora mismo.

Nunca había estado en Gales, un país conocido por sus hermosas montañas y por sus precipitaciones por encima de la media. Estaba lloviendo cuando pasaron por Birmingham y llovía más cuando atravesaron un pequeño pueblo llamado Bala, con sus guardaespaldas siguiéndolos a cierta distancia. Encontrar la casa de Jane no era fácil porque apenas había postes indicadores o farolas y esa noche no había luna.

Con unos tejanos, un jersey y una chaqueta de cuero, Zayed se alegraba de ir vestido al modo occidental, especialmente cuando entró en un pub para pedir indicaciones y todos los parroquianos se quedaron en silencio, mirándolo como si fuese un extraterrestre.

Por fin, encontró la dirección. Era una casita diminuta pegada a varias otras, a unos metros de una estrecha carretera. Y en una de las ventanas del piso de arriba había luz. Zayed le dijo al conductor que esperase… ¿durante cuánto tiempo? No lo sabía.

Luego bajó del coche, respiró el aire frío y húmedo del campo y llamó a la puerta.

Un minuto después, una luz se encendió en la planta baja de la casa. No oyó pasos, pero sí el ruido de un cerrojo. La puerta se abrió entonces y un par de ojos de color ámbar se clavaron en él. Vio un brillo de sorpresa en ellos y luego… una tormenta de ira.

Tontamente, pensó en lo halagada que se hubiera sentido cualquiera de sus amantes si hubiese cruzado el mundo para verla, pero en el rostro de Jane solo había hostilidad.