Capítulo 11

 

DESDE EL interior de la casa, los golpes en la puerta habían sonado autoritarios e implacables. Tal vez por eso había sentido un premonitorio escalofrío. O tal vez el frío de la casa se había metido bajo su piel y se había quedado allí para siempre.

Había intentado convencerse de que no podía ser Zayed, ¿pero quién si no estaría llamando a la puerta a esa hora de la noche? Estaba en la cama, intentando sin éxito entrar en calor mientras leía un libro sobre la guerra entre Kafalah y Hakabar en 1863, y pensando que Cleo había tenido razón: trabajar en un libro sobre ese país hacía imposible que se olvidase de su gobernante.

Entonces sonó otro golpe en la puerta.

Tal vez no debería hacer caso, pensó. Tal vez su silencio lo haría abandonar y marcharse. Jane suspiró. No, imposible. Zayed nunca se rendiría.

Pero si abría la puerta no podría desmoronarse. Tenía que ser fuerte, recordar que había leído sus correos y la había acusado de mantener una relación con David. Debía dejar claro que nada de lo que dijese la haría cambiar de opinión y que estaba dispuesta a poner la mayor distancia posible entre los dos.

Zayed no debía saber cuánto lo había echado de menos. Y era un anhelo tan desesperado. De nuevo, sin saber por qué, pensó en esa metáfora del azúcar. Era como si nunca lo hubiese probado y, al hacerlo, se hubiera vuelto adicta. Al principio el sabor era delicioso, pero luego, demasiado tarde, había descubierto que provocaba caries.

Por fin, Jane descorrió el cerrojo y asomó la cabeza por la puerta. No había luna ni estrellas en el cielo, solo una alta sombra recortada en la oscuridad.

Zayed, por supuesto.

–¿Qué haces aquí? –le espetó.

–Tal vez necesito saber si vas a tener un hijo mío.

–¿No podías habérmelo preguntado por teléfono?

–¿Es así?

–No voy a tener un hijo –respondió Jane, intentando esconder el dolor en su voz. Esconder otra inesperada capa de dolor–. Y no quiero saber nada más de ti, no me interesa. ¿Por qué no nos ahorras tiempo a los dos y vuelves a tu país?

–No pienso irme a ningún sitio hasta que haya hablado contigo. Me quedaré en la puerta toda la noche si no me dejas entrar. Claro que también podría volver al coche, sacar la caja de herramientas y arrancar la puerta de sus goznes.

–Despertarías a los vecinos.

En la oscuridad, Jane vio que se encogía de hombros.

–Entonces no me obligues a hacerlo.

Ella dejó escapar un suspiro de resignación.

–Será mejor que entres.

Zayed tuvo que inclinar la cabeza para no darse con el dintel y, una vez dentro, consiguió hacer que todo pareciese más pequeño. Como si la casa fuera de cartón.

Era desconcertante verlo con tejanos y chaqueta de cuero en lugar de las típicas túnicas. Desconcertante y excitante porque parecía el protagonista de una película de acción, fabuloso y peligrosamente accesible. Se preguntó entonces qué pensaría de su atuendo, el grueso jersey sobre el pijama y los calcetines de lana que cubrían sus pies.

Pero daba igual lo que pensara de su aspecto. No estaba intentando impresionarlo o seducirlo. Ni siquiera iba a pedirle que se sentara porque no quería que se pusiera demasiado cómodo.

–¿Por qué no dices lo que hayas venido a decir antes de irte?

Zayed asintió mientras contenía el aliento. Tenía la boca tan seca como el desierto. Disculparse era algo que no le resultaba fácil porque significaba reconocer que había estado equivocado, pero sabía que necesitaba hacerlo.

–Siento haberme portado como lo hice en Qaiyama.

Jane se encogió de hombros.

–Fue lamentable, sí, pero ya no podemos hacer nada. En cualquier caso, gracias por venir a disculparte en persona.

No era lo que Zayed había esperado, pero aceptó que ella no iba a ponérselo fácil.

–Pero esa no es la única razón por la que estoy aquí.

–A ver si lo adivino –Jane enarcó una ceja–. ¿Quieres reavivar tu ego demostrando que puedes ser un amante maravilloso?

–Aunque la idea de hacer eso enciende mi sangre, lo que de verdad quiero es saber que me has perdonado.

Ella negó con la cabeza.

–Lo siento, pero no tengo intención de perdonarte –le dijo. Y, de repente, dejó de importarle guardar las apariencias. No tenía por qué fingir que no le había hecho daño. Estaba herida, era un hecho y ella estaba acostumbrada a lidiar con hechos–. Al menos por el momento. Dame un año, tal vez cinco. Vuelve cuando el dolor no sea tan atroz y puede que entonces podamos reírnos de todo lo que ha pasado.

–Jane…

–No –lo interrumpió ella–. No sé lo que ibas a decir, pero te pido que tomes en consideración cómo podría afectarme. Por favor, Zayed. No intentes seducirme solo porque quieres hacerlo… –se le rompió la voz–. Solo porque sabes que puedes hacerlo.

Él apretó los dientes, como si no estuviese acostumbrado a aceptar críticas. Y, por supuesto, así era. Pero Jane no estaba dispuesta a proteger los sentimientos de Zayed az-Zawba porque estaba demasiado ocupada intentando proteger los suyos.

–Te echo de menos –dijo él entonces, mirándola a los ojos–. Me gusta tenerte cerca. Nunca antes había valorado la compañía de nadie. Siempre había pensado que era una intrusión, pero la verdad es que te echo de menos. Me gusta cómo me haces sentir y no me refiero solo al componente sexual. Me provocas intelectualmente y eso es algo que nunca me había pasado antes con una mujer. Me haces sonreír y eso tampoco me había pasado antes. Me sacas de quicio con tu testarudez y, sin embargo, admiro cómo luchas por lo que crees justo. Mi gente te adora como su reina del desierto y yo… –Zayed tragó saliva–. En fin, me gustaría que ocupases ese puesto de forma permanente.

–Te gustaría que ocupase ese puesto de forma permanente –repitió Jane en voz baja.

–¿Por qué no? –preguntó él con una sonrisa traviesa y sexy. Porque creía estar pisando terreno firme, creía estar a punto de cruzar la línea de meta como tantas otras veces.

–¿Por qué no? –repitió Jane, irónica.

–Hemos demostrado ser compatibles y yo creo que tú eres lo bastante sincera contigo misma como para reconocer que nunca encontrarás un hombre que pueda compararse conmigo.

–¿Ya no crees que estaba planeando liarme con David Travers en cuanto la tinta de nuestro divorcio se hubiera secado?

Zayed se encogió de hombros.

–Puede que te haya juzgado precipitadamente.

–¿Eso es un sí o un no?

–¿Qué es lo que quieres de mí, Jane? Te he dado todo lo que una mujer razonable podría esperar. Yo no confiaba en la gente, ni hacía confidencias ni me conformaba con meros roces hasta que te conocí. Y ahora me doy cuenta de lo importante que es todo eso.

–Pero no necesariamente en ese orden, ¿verdad?

–Jane… –Zayed se pasó una mano por el pelo–. ¿Siempre tienes una réplica inteligente a mano?

–¿Y por qué no? ¿No se te ha ocurrido pensar que he tenido que sobrevivir usando mi cerebro? Yo no tenía belleza, encanto o herencia. Y no puedes decir que admiras mi mente para criticarla un segundo después, cuando no te conviene escuchar lo que tengo que decir –Jane se inclinó para encender otra lámpara mientras intentaba calmarse.

«Habla con claridad. No te escondas tras subterfugios. Dile la verdad para que no tenga la menor duda».

–No lo entiendes, ¿verdad, Zayed? Crees que me lo ofreces todo cuando en realidad no me ofreces nada.

Él hizo una mueca.

–¿No has oído lo que acabo de decir?

–Te he oído perfectamente. Pero aunque la compañía, la atracción sexual y la estimulación intelectual pueden hacer que un matrimonio sea satisfactorio, te falta lo más importante de todo, especialmente si quieres un matrimonio feliz.

Zayed se puso tenso, como anticipando sus siguientes palabras, como retándola a pronunciarlas.

–Y estás a punto de decirme lo que es, ¿verdad?

–Tú sabes a qué me refiero porque es un hecho. Y se llama amor –las palabras escaparon de sus labios con una pasión que no había anticipado–. Es una sensación que desafía a la lógica y la razón, que te golpea cuando menos te lo esperas y, en mi caso, cuando menos lo quieres –Jane estaba abriéndole su corazón, sin sitio para esconderse. Pero tenía que hacerlo. Algo le decía que no tenía alternativa–. Yo no quería sentir lo que siento, pero así es. Te quiero, Zayed. A pesar de tu arrogancia y tu extravagante comportamiento, te quiero. Me he enamorado de ti.

Se había enamorado del hombre que había tras esa máscara arrogante y altiva, pero las palabras murieron en sus labios porque el lenguaje corporal de Zayed cambió de repente. Había sospechado que su declaración caería en saco roto, pero, en el fondo, ¿no albergaba la vaga esperanza de que él pudiera corresponder a su amor, aunque solo fuera un poco?

Zayed estaba mirando fijamente la chimenea, como si en los rescoldos del fuego pudiese encontrar la respuesta a la pregunta que no quería formular. Pero cuando levantó la mirada no había calma en sus demudadas facciones, sino ira y decepción.

–Te he ofrecido todo lo que podía ofrecerte. Te he dado más de mí mismo que a nadie. No te he mentido, Jane. Solo te hice las promesas que sería capaz de cumplir y si eso no es suficiente…

–No –lo interrumpió ella–. No lo es.

–¿Por qué no?

Jane se encogió de hombros.

–¿No sabes que la naturaleza detesta el vacío? Y habría un enorme vacío en nuestro matrimonio si faltase ese ingrediente. Si nuestros sentimientos fueran tan fundamentalmente desiguales nunca podría funcionar. Yo te amaría demasiado mientras tú no me amarías en absoluto. Tú lo sabes igual que yo, así que… –Jane tragó saliva, a punto de desmoronarse y hacer alguna estupidez. Algo imperdonable como agarrarse a sus piernas y suplicarle que se quedase–. Me parece que no tenemos nada más que decirnos. Ha estado bien aclarar las cosas, pero creo que es mejor que te vayas. Te espera un largo viaje de regreso.

Él asintió con la cabeza, mirándola con un brillo de angustia y remordimiento en los ojos.

–Adiós, Jane –se despidió, con tono apagado.

Un tono que no reconocía y que apretaba su corazón con dolorosas garras.

Y eso fue todo. No hubo besos ni abrazos. Podrían ser dos extraños. Ella podría ser una persona en cuya puerta hubiera parado para pedir indicaciones. Si unos segundos después no hubiese oído el poderoso rugido de un motor o visto la luz de unos faros cuando dos coches pasaron frente a la casa, incluso podría haber pensado que el encuentro había sido un sueño.

Después de eso, se quedó temblando durante horas. Aunque debería sentirse aliviada porque había sido sincera con ella misma y con él. Por un momento, se encontró deseando que Zayed fuera uno de esos hombres que decían cosas que no sentían. Que pudiese decirle que la amaba y hacer que lo creyera, aunque no fuese verdad. Pero, en el fondo, sabía que eso no habría sido suficiente. Su amor los habría ahogado, atrapándolo a él y dejándola a ella con el corazón roto.

Entró en la cocina y abrió el grifo para servirse un vaso de agua, preguntándose por qué Zayed no podía amarla cuando era evidente que le importaba. Le importaba tanto como para ir a buscarla.

¿Por qué no podía darle lo que toda mujer anhelaba…?

Y entonces, de repente, lo entendió y se preguntó cómo podía haber estado tan ciega.

Pensó en la madre de Zayed, que se había casado con su padre por amor en lugar de conformarse con un prometido de conveniencia. Había perdido la vida a causa de ese amor y su padre había muerto intentando vengarla. Durante años, Zayed se había visto perseguido por pesadillas de culpabilidad y remordimiento y, sin embargo, cuando las compartió con ella esas pesadillas habían desaparecido. Pero no así las consecuencias, que seguirían hostigándolo durante el resto de su vida. A menos que…

A menos que ella tuviera suficiente amor para los dos, en lugar de exigir egoístamente su parte.

Porque era muy sencillo.

Zayed no quería amarla porque asociaba el amor con la muerte.

Marcó su teléfono con manos temblorosas, pero ni siquiera daba señal de llamada y se preguntó por qué habría cambiado el número. Sin pensar en la diferencia horaria, llamó a Hassan al palacio de Kafalah y, por su tono, se dio cuenta de que lo había despertado.

–Siento molestarte, Hassan, pero necesito el nuevo número de Zayed ahora mismo.

–No puedo dárselo, Alteza. He recibido instrucciones muy claras…

–Hassan, por favor. Es muy importante.

Al otro lado hubo una pausa.

–Podría perder mi puesto por esto –dijo el ayudante, dejando escapar un suspiro–. ¿Tiene un bolígrafo?

Un minuto después, Jane marcó el nuevo número, pero Zayed no respondió. Dos gruesas lágrimas rodaban por sus mejillas mientras volvía a intentarlo una y otra vez. Sabía que la conexión era mala en esa zona de Gales, pero algo le decía que había otra explicación.

Zayed no quería hablar con ella. Había conseguido lo que quería.

Le había dicho que lo amaba y él se había marchado para siempre, de modo que tendría que lidiar con ello. Sin embargo, algo hizo que marcase el número por última vez y entonces oyó el timbre de un teléfono…

¡Al otro lado de la puerta!

Jane corrió a abrir y, con el corazón a punto de salirse de su pecho, encontró a Zayed al otro lado. Él miró su rostro cubierto de lágrimas y cerró la puerta con el pie antes de empezar a besarla. La besó como Jane no recordaba que la hubiera besado nunca. Era un beso que contaba toda la historia de su relación, lleno de remordimiento, dolor e innegable pasión.

Y, mientras ella le devolvía el beso, pensó que debería sentirse agradecida. Porque aunque aquello fuese lo único que iba a conseguir, no podía quejarse.

Cuando por fin sintió que se mareaba por falta de oxígeno, se apartó un poco.

–Zayed, escúchame. Lo entiendo. Entiendo que solo querías un matrimonio de conveniencia y lo acepto porque te quiero demasiado como para vivir sin ti. Entiendo lo que sientes. No confías en el amor, ¿y por qué ibas a hacerlo? Pero da igual… –siguió, jadeando–. Solo es una palabra…

–No, Jane –la corrigió él, sacudiendo la cabeza con énfasis–. No es solo una palabra, es un sentimiento. Es lo que ha encendido mi sangre, llenándome de desesperación por mi incapacidad de aceptarlo. Yo, que no le tengo miedo a nada, temía lo que tú me hacías sentir. Lo que me haces sentir. No sé por qué ha pasado –Zayed tragó saliva, hablando con cierta dificultad–. Ahora entiendo por qué mi madre desafió a su país y renegó de un matrimonio acordado cuando conoció a mi padre. Porque si ella sentía una fracción de lo que yo siento por ti… no habría podido hacer nada más. Ninguno de nosotros conoce las consecuencias del amor, pero eso no significa que debamos darle la espalda.

–Zayed… –empezó a decir Jane, pero él la silenció con un gesto.

–Lo único que sé es que no puedo vivir sin ti. Quiero llevarte de vuelta a Kafalah y pasar el resto de mi vida contigo. Quiero que tengamos hijos y, sobre todo, quiero que sepas que te amo y que nunca dejaré de amarte –murmuró, apartando con un dedo las lágrimas que rodaban por sus mejillas–. Ahora y para siempre.

Y Jane, cuya vida se había sustentado en su habilidad con las palabras, por una vez no sabía qué decir. Cerrando los ojos, dio las gracias por esa oportunidad de ser feliz que nunca hubiera creído posible y juró amarlo con todo su corazón durante el resto de su vida. Y luego le echó los brazos al cuello y empezó a besarlo.