UN GRITO la despertó… un extraño gemido gutural que sonaba como si a alguien le estuviesen arrancando el alma del cuerpo. Jane se sentó en la cama y miró al hombre con el que se había casado unas horas antes. Zayed, bañado por la luz de la luna que entraba por la ventana, estaba rígido. En esa ocasión no le preocupó que estuviera medio desnudo… no, era el terror reflejado en su rostro lo que llamó su atención. No parecía despierto del todo, pero tampoco dormido mientras murmuraba cosas que no podía entender. Tragó saliva, angustiada, porque nunca hubiera imaginado que vería al jeque de Kafalah tan vulnerable o tan asustado.
Zayed estaba teniendo una pesadilla que retorcía su rostro hasta convertirlo en una máscara casi irreconocible y la compasión anuló cualquier otro pensamiento. Sabía que necesitaba algún consuelo para librarse de la pesadilla y lo abrazó con cuidado, apoyando la oscura cabeza sobre su hombro y sintiendo el ardiente roce de su aliento en el cuello.
–No pasa nada, Zayed –murmuró, acariciando su sedoso pelo–. No pasa nada.
¿Fueron sus palabras las que rompieron el hechizo? Porque la tensión que lo tenía aprisionado en sus garras desapareció de repente. Podía sentir que abandonaba su cuerpo como el aire de un globo y suspiró, aliviada. Quería seguir abrazándolo y acariciando su pelo, pero no se atrevía porque podría despertar… ¿y si la encontraba abrazándolo y la acusaba de intentar seducirlo cuando, supuestamente, debían mantener las distancias?
De modo que volvió a tumbarse a su lado y esperó que dijese algo, pero no dijo una palabra. Mejor que no hubiese despertado, pensó. El jeque Zayed az-Zawba no agradecería que lo hubiese visto en ese estado.
Seguía preguntándose qué habría provocado la pesadilla hasta que, por fin, la venció el sueño y cuando abrió los ojos vio a Zayed sentado en el banco de la ventana, sus ojos negros clavados en ella como si hubiera estado estudiándola mientras dormía.
¿Lo habría hecho?
Llevaba un ajustado pantalón de montar, botas altas y una camisa blanca. Era la primera vez que lo veía vestido al modo occidental y era una imagen turbadora. Masculino y moderno, tenía un aspecto intimidante y cien por cien sexy. Incluso ella, la virgen e indeseada Jane Smith, se daba cuenta de eso.
Pero ya no era Jane Smith, ¿no? Era Jane az-Zawba, la esposa del poderoso gobernante de Kafalah. Y Zayed era su marido, el hombre que había gritado por la noche y reposado en sus brazos mientras ella lo consolaba. ¿Mencionaría lo que había pasado? ¿Lo recordaría acaso?
–Buenos días, esposa mía. ¿Has dormido bien?
Jane sostuvo su mirada. Habían sido sinceros el uno con el otro desde el principio y, sin embargo, instintivamente reprimió las preguntas que quería hacer. Porque a nadie le gustaba recordar sus pesadillas. No era asunto suyo porque no era su esposa de verdad y no sería buena idea interrogarlo sobre sus terrores nocturnos. Si Zayed quería contarle la razón, lo haría.
–Regular. ¿Y tú?
–Bien –respondió él con cierta tensión, levantándose con la gracia de una pantera para tomar una bandeja con una cafetera de plata.
–Has estado montando a caballo –murmuró Jane, tragando saliva al ver cómo la camisa se pegaba a su ancha espalda.
Zayed asintió, notando la tensión sexual que se había filtrado en el ambiente… y algo más. Había vuelto a tener la pesadilla y, como siempre, por la mañana se sentía vacío y triste. Le asombraba no haber despertado a Jane.
–Sí, he estado montando a caballo. Pensé que, en estas circunstancias, era lo mejor. Así que he galopado por el desierto y he visto el sol pintando el paisaje del desierto con profundas sombras.
–Suena maravilloso.
Zayed notó la melancolía en su tono y se volvió para mirarla antes de servir el café.
–¿Tú montas a caballo?
–No, yo crecí a las afueras de Londres y allí no había caballos.
–Toma –dijo él, ofreciéndole una taza.
Jane la tomó, mirándolo con desacostumbrada burla.
–¿Siempre sirves el desayuno en la cama?
–No te acostumbres, es solo por hoy. Estabas dormida y no despertaste cuando te lo subió la doncella –respondió él, esbozando una sonrisa–. Sin duda, eso alimentará los rumores de que la novia está debidamente saciada. Yo también debería comer algo, pero… –Zayed se encogió de hombros–. No tengo el apetito que debería tener un hombre después de su noche de bodas.
–Creo que ya lo has dejado claro –murmuró ella, tomando un sorbo de café–. No hace falta que insistas.
Zayed pensó en lo inteligente que era, en lo audaz. En cómo le hablaba, como no lo hacía nadie.
–Ah, Jane. A veces tienes la lengua tan afilada como las serpientes del desierto.
–Gracias por el cumplido.
–En realidad era un cumplido. ¿No te dije ayer que los enfrentamientos verbales podían ser muy estimulantes?
–No es mi intención estimularte.
–No, ya lo sé –asintió él, burlón–. Pero creo que es el momento de aclarar algo que solo he mencionado de paso.
–Puedes decir lo que quieras, sin rodeos.
–Muy bien. ¿Eres virgen?
Jane estuvo a punto de escupir el café, pero se contuvo a tiempo. Le temblaba la mano, de modo que dejó la taza sobre la bandeja.
–¿Qué derecho tienes a hacerme esa pregunta?
–Tú me acabas de decir que hable sin rodeos. Además, soy tu marido.
–No eres mi marido de verdad. Eres la mitad de un matrimonio sin sexo –Jane lo fulminó con la mirada–. ¿Por qué estás tan interesado?
–Por muchas razones. Natural curiosidad, para empezar. Tal vez porque nunca había pasado la noche con una virgen. Y, desde luego, nunca he tenido a ninguna –Zayed guiñó los ojos, como repasando su memoria–. O si lo he hecho, no sabía que lo fuera.
Jane arrugó la nariz.
–Eres repugnante.
–Eso ya me lo has dicho. Me han llamado muchas cosas en mi vida, pero nunca «repugnante».
–Porque nadie se atreve.
–Es posible –asintió él, mirándola de arriba abajo–. ¿Crees que es repugnante hablar de sexo? ¿O que te pregunte algo que ya sospecho? Que seas tan inocente es algo raro en nuestros días, pero inaudito en una mujer occidental de casi veintiocho años. Admito que me resulta difícil de creer, pero mi intención era que no te sintieras rara.
Ella sacudió la cabeza.
–No es eso lo que me enfada.
–¿Entonces?
–¡Tú! ¡Tu forma de hablar! Lo arrogante que eres. Decir que nunca «has tenido» una virgen, como si las mujeres fuesen una especie de deporte. ¿Por qué tienes que alardear siempre de eso?
–Era una simple afirmación, no quería alardear. Pero, evidentemente, hablar de sexo te molesta.
Tenía los ojos clavados en ella y, horrorizada, comprobó que la sábana se había deslizado hasta su cintura, revelando sus pechos cubiertos solo por el delicado satén del camisón. Unos pechos que parecían haber crecido en tamaño y sensibilidad. Notó el roce de sus erguidos pezones mientras tiraba de la sábana para volver a cubrirse, intentado ignorar la risa de Zayed.
–¿Estás intentando avergonzarme?
–No, Jane. Estaba intentando establecer un hecho y decidir qué haremos a partir de ahora, pero he descubierto que me encuentro en una ingrata situación.
Ella lo miró con recelo.
–¿Qué quieres decir?
Zayed se encogió de hombros.
–Este es un matrimonio de conveniencia y tú fuiste elegida específicamente porque no te encontraba atractiva.
–¿Y de repente me encuentras atractiva? –preguntó ella, sarcástica.
–La verdad es que sí. Inexplicable e inconvenientemente, de repente te encuentro atractiva –asintió él y luego dejó escapar un suspiro–. Tal vez ha sido verte con la corona de esmeraldas en el pelo o con ese vestido de novia que parecía pegarse a cada poro de tu piel.
–Qué superficial.
–Los hombres somos superficiales, Jane. Somos criaturas simples, programadas para responder a cualquier estímulo, por obvio que sea. El temblor de una boca de color cereza, el aleteo de unas pestañas, unos ojos oscurecidos con kohl. Un cuerpo en el que no te habías visto antes, de repente parece destacado por el pincel de un artista, revelando algo exquisito. Espectacular, francamente. Estabas preciosa con ese vestido y esa es la imagen que ha reemplazado a la que tenía de ti… la mujer con la ropa amorfa y el pelo sujeto en un moño –Zayed hizo un gesto de disculpa, pero el brillo de sus ojos no parecía en absoluto arrepentido–. Y ahora no puedo mirarte sin sentir un doloroso latido en la entrepierna. Es una sensación… muy incómoda.
Jane podría haberlo reprendido con las palabras más fulminantes de su vocabulario, pero sospechaba que la reprimenda caería en saco roto. Porque Zayed no estaba buscando su aprobación.
Sencillamente, estaba diciendo lo que pensaba. Sí, lo hacía de una manera brutal. Desde luego, no había sacado las palabras de un manual diplomático. Hablaba de su reacción física como de algo casi anatómico y, en cierto modo, lo era. No debería sentirse halagada y sin embargo…
Jane se pasó la lengua por los labios. No pudo controlar un inesperado escalofrío de placer al saber que era capaz de despertar tal reacción en el jeque de Kafalah. Pensar que ella podía hacer que tal hombre la desease hacía que se sintiera poderosa y eso la llenaba de una confianza desconocida.
–Pues tendrás que acostumbrarte –le dijo.
–¿Cómo?
–Tú eres el experto. ¿Cómo sueles lidiar con ello? –le preguntó, percatándose demasiado tarde de que se había metido en una trampa.
Un brillo apareció en los ojos de Zayed.
–¿Mi esposa virgen me está haciendo esa pregunta?
–No, déjalo. Ha sido una tontería por mi parte. Buscar a una mujer, evidentemente. Solo que esta vez no puedes hacerlo porque has prometido no acostarte con nadie.
–A menudo el sexo es la solución, sí. Pero no siempre hay una mujer disponible… especialmente cuando estoy en el desierto.
De nuevo, Jane hizo una pregunta que no debería haber hecho, pero su corazón latía con tal fuerza que no podía pensar con claridad.
–¿Y entonces qué haces?
–Venga, piénsalo –se burló Zayed–. Me doy placer a mí mismo, por supuesto.
Jane tardó un momento en entender a qué se refería y, cuando así fue, se puso colorada hasta la raíz del pelo.
–Ah –murmuró, su recién adquirida confianza derrumbándose por completo.
Él la estudiaba como si no pudiera creer su reacción.
–Por favor, dime que no te niegas placer a ti misma. Aunque no hayas tenido nunca intimidad con un hombre.
El rubor se extendió por todo su cuerpo. Era doblemente humillante ser virgen y no haber experimentado nunca el placer sexual, especialmente viviendo en una sociedad bombardeada a todas horas por imágenes eróticas. Jane se mordió los labios. Sus razones eran complejas y probablemente anticuadas, pero a veces las circunstancias ayudaban a crear extrañas situaciones.
¿Cómo podía explicarle que siempre había sido la inteligente y feúcha Jane, que había cuidado de su madre enferma y de su desolado padre cuando ella murió? Había cocinado, limpiado e intentado controlar la naturaleza salvaje e imprevisible de su hermana mientras estudiaba sin parar para aprobar los exámenes. No había tenido tiempo para nada más, especialmente para los chicos que, seducidos por los encantos de Cleo, no la miraban siquiera.
Cuando fue a la universidad solo se relacionaba con profesores o compañeros de estudios en la biblioteca para capitalizar su intelecto. Su primera experiencia fue con aquel chico que no sabía besar, seguida de un par de citas con hombres que la dejaban totalmente fría. Tal vez preferir la fantasía de los reinos del desierto que estudiaba la había incapacitado para interesarse por los hombres.
Había sublimado su sexualidad durante tanto tiempo que no era capaz de sentir lo mismo que la mayoría de las mujeres. Nunca se había tocado a sí misma como Zayed daba a entender porque le había parecido… mal. Era como alguien que nunca hubiese probado el azúcar y no supiera que existía el sabor dulce.
–Eso no es asunto tuyo –respondió, a la defensiva.
–Yo creo que sí lo es. Estamos atrapados el uno con el otro durante seis meses y necesito saber si mi mujer ha tenido un orgasmo alguna vez.
Jane cerró los ojos, pensando que debía cambiar de tema antes de que la conversación fuese aún más humillante, pero ese razonamiento no era lo bastante poderoso para controlar el repentino vuelo de su imaginación. Pensó en los textos eróticos de Kafalah que había estudiado como si contuvieran fórmulas matemáticas. En sus preciosas ilustraciones había actos que eran totalmente extraños para ella. Cosas que nunca hubiera imaginado, pero que empezaban a invadir su mente porque podía imaginar a Zayed haciéndoselo a ella. La boca de Zayed sobre sus pechos, la cabeza de Zayed entre sus muslos…
Y necesitaba controlarse porque era una locura tener tales pensamientos. Necesitaba protegerse en todos los sentidos. No debería acostumbrarse a una intimidad que no podría mantener porque en unos meses sería historia y aquel hombre habría desaparecido de su vida para siempre.
–¿Debo recordarte los términos de nuestro acuerdo? Como este matrimonio solo durará seis meses y no habrá sexo entre nosotros, sugiero que no sigamos hablando del tema.
–¿Por qué no?
–Porque, a pesar de mi inexperiencia, creo que si seguimos hablando te sentirás más frustrado. ¿No te parece? Y ahora creo que es mejor que me dejes sola para que pueda vestirme.
Haciendo una mueca, Zayed se levantó. Su lógica lo enfurecía, pero tenía razón y, a regañadientes, debía admirar su sentido común. Aunque su cuerpo protestase al ser expulsado del dormitorio sin ver siquiera el destello de un rosado pezón.
–Muy bien, te dejo para que te vistas –asintió, claramente molesto–. Sin que tengas que esconderte para evitar que te vea desnuda. ¡Dios me libre de ver a mi mujer desnuda!
Zayed salió de la habitación y cerró de un portazo, sin saber por qué estaba tan enfadado. ¿Era porque Jane tenía una voluntad de hierro, tan fuerte como la suya? ¿Porque no se había dejado llevar por la tentación, aunque era evidente que se excitaba en su presencia? Probablemente. ¿O quizá porque tenía la sensación de que era ella quien daba las órdenes, cuando él no recibía órdenes de nadie? Había algo más, pero estaba demasiado exasperado como para entenderlo.
El sol estaba en lo alto del cielo y Zayed respiró profundamente el limpio aire del desierto, mirando los dorados muros del palacio y sus cúpulas de color cobalto. Era un día soleado y precioso, pero por dentro se sentía frío como el hielo y se preguntó si algún día estaría contento. No feliz porque él conocía sus limitaciones y la felicidad era algo a lo que nunca había aspirado. ¿Cómo podía esperar que su corazón se llenase de felicidad cuando lo habían arrancado de su pecho y aplastado en mil pedazos? Pero a veces se preguntaba si podría experimentar el gozo que disfrutaban otros hombres.
Su país era el cuarto exportador de petróleo mundial, no había habido guerras en la región durante casi treinta años y la adquisición de Dahabi Makaan aseguraría la paz hasta el final de su reinado y mucho después. De modo que debería estar contento, pero no lo estaba. ¿Y por qué era tan aparente aquel día? ¿Era porque las conmovedoras palabras de la boda habían abierto la puerta a sentimientos que había suprimido durante años? ¿O porque se encontraba en territorio desconocido, no solo porque era un hombre casado, sino porque tenía que lidiar con una mujer que no se parecía a ninguna otra?
Había intuido que Jane era virgen, pero no sabía de su ingenuidad con respecto al sexo. Si fuera una de esas mujeres cínicas con las que él solía relacionarse, las que harían cualquier cosa para acomodarse a sus deseos…
No, tal vez no. Era fácil aburrirse de mujeres así. A veces hacía demandas que eran desconsideradas, incluso crueles. Como si estuviera intentando ponerlas a prueba, empujarlas para ver lo lejos que estaban dispuestas a llegar para complacerlo. Y esas mujeres siempre obedecían sus demandas. ¿Jane tendría razón cuando decía que la gente se doblegaba ante él porque era un jeque? Sin embargo, ella no lo hacía. Le decía las cosas directamente y a la cara. Respondía como nadie lo había hecho antes y, aunque en cierto modo le molestaba, por otro lado estaba fascinado. Y eso era peligroso. Claro que debería estar agradecido porque lo último que hacía Jane era aburrirlo.
Cuando llegó a la habitación encontró a su mujer vestida con una de las túnicas que habían sido adquiridas antes de la boda. Además de las prendas tradicionales de Kafalah había vestidos de alta costura comprados en París y lo llenó de un inesperado placer ver que había elegido lo primero.
La túnica bordada, del color de las hojas nuevas, parecía acariciar su cuerpo, pero Zayed no dejaba de recordar la imagen de Jane en su noche de bodas, con aquel fino camisón que se pegaba a su piel…
Pero no quería pensar en eso y se concentró en el horrible moño.
–No, no, no –dijo, sacudiendo la cabeza–. Eso no puede ser.
La decepción nubló los ojos de Jane.
–Pensé que preferirías que llevase ropa típica del país.
–No me refiero a eso. Y para que lo sepas, la túnica te queda muy bien. Es tu pelo lo que me molesta.
Ella se llevó una mano al moño.
–¿Mi pelo?
–Desde luego. Mientras estés aquí llevarás el pelo suelto. Queremos que todos crean en esta unión y será más fácil si no parezco casado con una seria bibliotecaria.
–Pero soy una bibliotecaria, Zayed. O algo parecido.
–No, aquí no. A partir de ahora eres mi esposa y te vestirás para complacerme.
Jane abrió la boca para protestar, pero debió de ver la determinación en sus ojos porque se deshizo el moño y sacudió la cabeza para liberar su pelo mientras Zayed, como hipnotizado, miraba la cascada de pelo castaño claro acariciar su rostro ovalado.
Se preguntó qué haría si la besara. Aunque sabía lo que haría. Después de una inicial vacilación, sus labios se abrirían para dejar paso al empuje de su lengua…
Su imaginación empezó a volar. ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que su conciencia la obligase a parar?, se preguntó. ¿Tiempo suficiente para explorar bajo la túnica y descubrir si sus bragas estaban húmedas? ¿Tiempo suficiente para quitárselas y darle placer con los dedos, frotando la húmeda hendidura hasta que gritase de placer?
Zayed tragó saliva.
No, no debía distraerse. Tenían un trato y debía cumplirlo. Además, ¿no le daría poder sobre ella dejar que el deseo se cociese a fuego lento? ¿Dejar que descubriese su indomable fuerza de voluntad al resistirse?
–Tenemos que pensar en nuestra luna de miel.
–Sí, claro. Es un honor acompañarte en esa visita de Estado a la embajada de Washington.
Zayed hizo una mueca al notar lo forzado de sus palabras. ¿Estaba decepcionada porque no la había llevado a una de las ciudades del desierto que seguramente quería visitar? Tal vez a la legendaria ciudad de Qaiyama, con sus antiguos monumentos y algunas de las obras de arte más antiguas del país. Pero no podía ser. No iba a arriesgarse a compartir con ella la romántica belleza de una tienda beduina cuando no le estaba permitido tocarla.
Una semana antes no le hubiera importado, pero en las últimas veinticuatro horas su flamante esposa había experimentado profundos cambios. Había visto su cuerpo como no lo había visto ningún otro hombre, había pasado la noche con ella sin tener relaciones sexuales… sin besarse siquiera. Había descubierto que lo desconocía todo sobre el sexo, pero sabía que su cuerpo joven y fértil anhelaba instintivamente que un hombre como él le diese placer porque el empuje de sus hormonas era más poderoso que el sentido común.
Aquel matrimonio de conveniencia no debía ser consumado, pero había otra razón por la que no quería estar a solas en el desierto con ella: que Jane era la clase de mujer que nunca se recuperaría de una aventura con un hombre como él. Sospechaba que se obsesionaría con él si le hacía el amor, y sería comprensible. En cierto modo, debía ser su hombre ideal, ya que era el gobernante de un país que adoraba, como una figura fantástica sacada de las páginas de los manuscritos que descifraba. La había transformado en la esposa de un jeque y eso debía de ser emocionante para una mujer inglesa. Si le permitiera ciertas intimidades… si descubriese de lo que era capaz en la cama, o fuera de ella, pasaría el resto de sus días con el corazón roto y él no le haría daño de ese modo.
Imbuido de una repentina satisfacción por su propia magnanimidad, Zayed sonrió.
–Sí, desde luego es un honor. Nuestra embajada en Washington está organizando los preparativos para la fiesta en la que te presentaremos ante el mundo. Y podremos disfrutar de la ciudad, que tiene mucho que ofrecer. ¿Has estado alguna vez en Washington?
Ella negó con la cabeza.
–Nunca he ido a Estados Unidos.
–Es un país precioso y habrá suficientes diversiones como para dejar de pensar en lo que no podemos tener y concentrarnos en lo que está a nuestro alcance. Hay algunos textos raros en los que podrías estar interesada mientras yo discuto la adquisición de Dahabi Makaan con mis asesores –le explicó Zayed–. Puede que no sea una luna de miel convencional, pero es lo único que puedo ofrecerte.