1. Marlene
Sábado, 23 de junio. 15:00 h. Habitación de Diego.
–Diego, cariño mío, no puedo quedarme ni un minuto más, que mi avión no espera.
Marlene tiene los ojos radiantes y su cuerpo exhala un perfume fuerte y vigoroso. Se ha vestido con sus mejores ropas, una falda de un estruendoso color butano y una camisa de un blanco inmaculado que parece absorber todo el sol que inunda mi habitación en este comienzo de la tarde. Se va a su país, a gozar de unas merecidas vacaciones de cuatro semanas que compartirá con un marido enfermo de aburrimiento y de holgazanería y con tres hijos que son toda su vida, todos sus ahorros y toda su ilusión.
—Mafalda duerme la siesta. Cuando se despierte, le das de merendar la compota de manzana que hay en la nevera. Tu mamá me ha dicho que volverá a eso de las nueve. Tenéis pollo con salsa de almendras para cenar. Dile también que el lunes le van a traer el vestido de la tintorería, el que se manchó en la fiesta de ayer, y que le he pedido hora para la esteticista, pero que no la pueden atender hasta el martes al mediodía y que…
—¡Marlene! No voy a acordarme de todo. ¿Por qué no se lo dejas escrito?
—No tengo tiempo, mi amor, o perderé el avión.
—Pues llámala desde el aeropuerto, mientras te esperas. ¿Todavía te funciona mi móvil viejo?
—Claro, querido, a mí no me parece que sea tan viejo.
Marlene me guiña un ojo con picardía.
—Estos jóvenes… —murmura mientras repasa mi habitación con mirada crítica—. Sois unos caprichosos. Siempre queréis lo más nuevo, lo más bonito, lo más caro.
Alisa la colcha con un golpe de mano experto y certero, y recoge un vaso sucio y un par de calcetines olvidados.
—Dejo esto en la cocina y me voy —anuncia.
—¿Y no me vas a dar un abrazo de despedida?
—No me gustan las despedidas.
—Y a mí no me gusta que te vayas.
—¡Es la primera vez en cuatro años, Diego! ¡Cuatro años! Mi pequeña Analisse no me va ni a conocer. Cuando me fui, apenas había cumplido los seis meses…
—¡Cómo no te va a conocer si le envías fotos cada semana!
Sus ojos, de un negro profundo, se humedecen. Y su figura, rechoncha y bajita, se estremece. Por un momento, parece que se va a echar a llorar. Pero enseguida sonríe, y su sonrisa está llena de emoción.
—Te va a gustar Analisse, ya lo verás.
—¿No es muy pequeña para mí? —bromeo.
—¡Tonto!
Se va hacia la cocina, encaramada en unos tacones que resuenan por toda la casa. La sigo. En el vestíbulo veo dos maletas enormes.
—No entiendo por qué te llevas tantas cosas.
—Son regalos para mis tres tesoros.
—¿Pero no van a venirse contigo cuando regreses?
—Ya sabes que sí.
—Entonces les das los regalos a la vuelta y todo esto que te ahorras.
—Quiero dárselos allí —afirma Marlene, con un convencimiento que me conmueve—. Quiero que me vean llegar con los regalos. Quiero que estén contentos cuando alcancen a ver a su mamita bajando del avión con las manos llenas de juguetes y de golosinas.
—Tus hijos quieren que llegues tú, no los regalos.
Marlene detiene un momento su ajetreo por la cocina y me mira con ternura.
—¿Sabes una cosa, Diego? A veces no parece que tengas quince años. Parece que tengas más, muchos más.
—¿Y eso es bueno o es malo? —pregunto, sabiendo la respuesta de antemano.
—Para mí, es excelente. Esta casa, si no fuera por ti…
—No empecemos.
—Con un padre siempre volando de aquí para allá; con una madre sin horarios, que tanto puede volver a las siete de la tarde como a las cuatro de la madrugada, o no regresar hasta la mañana siguiente, o al cabo de una semana, que ya nos conocemos… Tu hermana Mafalda y yo somos unas afortunadas al tenerte con nosotras. Tú eres el alma de la casa, mi amor.
—Para ya.
No me gusta que me refrieguen por la cara que soy muy responsable, que suerte de que yo sí que hago lo que debo, que soy un tesoro, que cumplo con todo y que no doy sustos, ni sorpresas, ni disgustos. No me gusta, porque ya estoy harto. ¿Pero qué voy a decirle ahora a esta mujer ilusionada que está a punto de cruzar el Atlántico para encontrarse con unos hijos a los que hace cuatro años que no ve? No es el momento de comunicarle que no sé qué daría por tener una madre como ella y no la que me ha tocado, que casi no sabe ni que existo y que, si se da cuenta, solo es para sonsacarme historias de Gabriela. «¿Y qué, tu amiguita? ¿Ya tiene un papá nuevo?», me preguntó hace unos días, cuando se acicalaba para ir a la fiesta de no sé quién. «Venga, cariño, que si me lo sueltas ganaré un pastón y podré comprarte el ordenador ese que tanto deseas». Cuando me dijo eso, la miré con amargura y en aquel momento sentí mucha pena y un poco de asco.
Nunca pensé, cuando la contrataron para salir en un programa de esos que lo cuentan todo de todo el mundo, que llegaría a ser tan cínica, tan maquiavélica, tan desalmada, tan cruel. Vi el programa de televisión los primeros días, pero me cansé enseguida. No lo aguanto. No aguanto el tono, ni las maneras, que parecen locos con tantos gritos; ni las odiosas insinuaciones sobre los aspectos más truculentos de la vida de los famosos, ni los falsos testigos que aportan más suciedad si cabe a la presunta información de los presuntos periodistas, porque no todos han pasado por la universidad, no. Salvo alguno que sí, los demás son tertulianos sacados de concursos o de no sé dónde. Y los que sí son periodistas, todavía peor. Porque pienso que tantos años estudiando en la universidad para terminar ventilando trapos sucios de todo el mundo da mucho asco, la verdad. A veces los disfrazan y los obligan a cantar o a bailar. Es patético. Es un programa nefasto, horrible, y me avergüenza que mi madre participe en él con tanto brío y con tanto arrojo. Y lo peor no es eso. Hace dos meses, cuando supo que Gabriela y yo somos amigos, se le iluminó la cara: «¡Jesús! ¡Pero qué suerte tengo! ¡La mismísima hija de Patricia Halcón saliendo con mi hijo!». Desde entonces, no para de marearme a preguntas. Lo quiere saber todo: que si la madre de Gabriela ya tiene un novio nuevo, que si dónde pasará estas vacaciones y con quién, que si corren rumores de que está embarazada, que si sé algo de la noticia de que un antiguo amante le ha dado una paliza, que cómo y cuándo va a celebrar su hermana mayor los dieciocho…
—¡Diego! ¿Me escuchas?
Marlene tiene un frasco de jarabe en una mano y una jeringa en la otra.
—Se lo debes dar a Mafalda antes de merendar. Te he marcado en la jeringa hasta dónde debes llenarlo, ¿de acuerdo?
—Claro.
—Y guárdalo en el frigorífico.
—¿Cuántos días más debe tomar eso?
—Tu mamá me dijo que el miércoles tiene hora de nuevo con el pediatra y puede que entonces le diga que ya está curada del resfriado.
Marlene guarda el frasco del jarabe en el frigorífico y, al darse la vuelta, me mira con cara de duda. Y dice:
—Aunque no sé yo si el miércoles va a poder llevar a la niña al médico.
—¿Por qué?
—Me dijo que el miércoles se iba a Nápoles para cubrir el reportaje de una boda que tiene que salir en el programa del domingo. Me pidió si podía llevarla yo al médico. Cuando le dije que era imposible, que ya estaría en mi país, no sé ni si me escuchó.
¡Típico de mamá! Su trabajo antes que nada.
—¿Tú sabes si tu papá habrá vuelto ya de Milán?
—Ni idea.
—Entonces apúntatelo, cariño, que el miércoles Mafalda tiene revisión médica.
—¿Y quién la llevará si mamá no está y papá quién sabe?
—Tú.
—¿Yo?
—Es que si no vas tú, no irá nadie.
—Marlene, cuando vuelvas de Guatemala, nos encontrarás a los dos, a Mafalda y a mí, en una casa de acogida para niños abandonados.
—¡Qué cosas dices!
—Y tendrás que venir a recogernos.
—¿Quieres callarte?
—Un chico de quince años no puede llevar a su hermana pequeña al médico.
—¡Claro que puede! En mi país, los hermanos mayores hacen de mamás y papás de sus hermanos chiquitos y es tan natural. Si no, las mamás de verdad no podrían ir a faenar.
Desisto de hacerle entender algo que para mí está muy claro pero para ella no. De aquí al miércoles ya pensaré cómo me lo monto para llevar a Mafalda al médico. Tal vez si se lo pido a tía Anabel, me eche una mano, aunque tía Anabel no se habla con mamá desde que sale en el programa y, a pesar de que son hermanas, no quiere saber nada de ella. Pero aparte de tía Anabel, no hay nadie más de la familia en la ciudad.
—Queda doña Remedios, que siempre está a punto para dejar la portería por una urgencia, si se tercia —me dice Marlene, leyendo mis pensamientos, como siempre—. Si tan difícil es en este país que un hermano acompañe a su hermana pequeña al médico…
Y yo pienso que ya es bastante chocante que tengamos que recurrir a la portera para salir adelante en los detalles más cotidianos de nuestra vida.
—No, si cuando yo digo que el dinero no lo es todo en esta vida… —sentencia Marlene.
—Ya me arreglaré, tú no pienses más en ello. Mafalda irá al médico. O el médico vendrá a Mafalda —afirmo, intentando pintar una sonrisa en mi rostro.
No quiero que Marlene se vaya de viaje preocupada por algo que seguro que yo solito puedo solucionar de una manera u otra.
Después de un abrazo interminable y de dos sonoros besos en mis mejillas, Marlene recoge sus maletas, echa una ojeada a la casa, suspira profundamente y me dice:
—Cuida de tu hermanita, mi amor. Y cuida de ti mismo, también, ¿de acuerdo? Volveré pronto.
Sin embargo, cuando vuelva, nada volverá a ser igual. Marlene dejará de vivir en nuestra casa. Con los tres niños, se irá a un piso que ha alquilado en la periferia. Su horario de trabajo será mucho más reducido, y seguro que echaré de menos su fuerte, arrolladora y tan necesaria presencia en casa. Y eso que entiendo muy bien su decisión. Si su marido hubiera querido venir, todo sería más fácil, pero el hombre dice que, aunque la mujer se lleve a sus hijos, él ni muerto va a abandonar su país. Y también creo que lo entiendo. Lo que no sabe Marlene, y desde luego no me veo con ánimo de decírselo, es que mamá ha pensado en echarla y contratar a otra que pueda hacer el horario completo, con noches incluidas, como hacía ella hasta ahora. He hablado de ello con Gabriela y me ha dicho que no será difícil buscar una colocación para Marlene cuando vuelva con los críos, si es que mi madre la despide. «Una mujer tan buena y tan eficiente como vuestra Marlene —me decía Gabriela el otro día— seguro que encontrará trabajo; nosotros la ayudaremos». El «nosotros», refiriéndose a ella y a mí, me entró en el alma por la puerta grande.
Desde el balcón, saludo a Marlene con la mano y le mando un beso. Pertrechada con sus dos enormes maletas, su figura pequeñita me recuerda a un caracol, que siempre anda con la casa a cuestas.
Afuera, el aire es caliente y el sol ataca con inclemencia.
Sumido en una tibia e indefinida tristeza, cierro la cristalera y me hundo de nuevo en el clima más suave y fresco que el aire acondicionado se encarga de dar a este piso de cinco habitaciones, dos estudios, seis baños y vivienda adosada para el servicio. Y me pregunto para qué nos sirven tantas habitaciones, tantos baños y tanto espacio, si la mayor parte del tiempo solo estamos Marlene, Mafalda y yo. Marlene y sus tres hijos cabrían de sobras en casa, pero mamá me dejó muy claro, cuando se lo planteé, que con Mafalda ya hay suficientes críos rondando por el piso. «Solo nos faltaría tener a tres mocosos arriba y abajo, tres mocosos llegados directamente de la selva, anda ya», dijo.
Si pudiéramos elegir a nuestros padres, yo, a mi madre, seguro que la dejo para otro. Segurísimo, vamos. Y a mi padre, casi que también.
2. Gabriela
Sábado, 23 de junio. 16:40 h. Salón de la casa de Diego.
–Si pudiéramos elegir a nuestros padres, Gabriela, ¿hubieras elegido tú a los tuyos?
Gabriela me mira con esos ojazos verdes que parecen un retazo de musgo huido del bosque más frondoso. Su cara refleja estupor.
—¿Y para eso me has hecho venir? —pregunta, sorprendida—. ¿Para hablar de nuestros padres?
—No, claro que no.
La he hecho venir porque esta tarde de sábado no puedo salir. Mis amigos, Gabriela incluida, han quedado para ir al cine y tomar unos refrescos. Yo, sin embargo, tengo que cuidar de Mafalda, porque mi padre, como socio que es de su empresa de perfumes, está en Milán cerrando no sé qué negocios, y porque mi madre está detrás de no sé qué famoso para entrevistarle para el programa de mañana, y porque Marlene se ha ido de vacaciones a su país, y porque yo soy un rematado estúpido.
—¿Entonces? —me pregunta Gabriela, echando hacia atrás su larga y suave melena castaña.
—Tengo que hablar contigo.
—¿De qué?
Entre Gabriela y yo hay, de momento, una amistad relajada y bastante divertida. Ella me cuenta sus progresos en sus conquistas amorosas y yo la ayudo en inglés y física. A pesar de su aparente superficialidad, Gabriela es inteligente, aunque algo holgazana en los estudios. Ella lo justifica diciendo que siempre ha crecido como un junco salvaje, sin nadie que le impusiera ninguna norma. Su padre, desaparecido del hogar desde que ella contaba cuatro años, solo la ve una vez cada dos o tres meses y la llama unas cuantas más, no muchas. Y su madre, que ha aprendido a vivir de lo que le dan las exclusivas en las que cuenta su vida, que no es nada del otro mundo pero parece que vende mucho, la ha dejado que creciera a su aire.
—¿De qué quieres que hablemos, Diego?
—En realidad, sí que quiero hablar de nuestros padres.
—Pues a mí no me apetece demasiado, la verdad.
—Ya me lo imagino.
No es que me lo imagine. Lo sé. Sé que a Gabriela le desagrada profundamente ver a su madre en las portadas de las revistas contando lo incontable, porque después en clase siempre hay algún imbécil que se le echa encima, como si ella fuera la responsable de las locuras de su madre: que de qué trabaja para que salga todo el día en las revistas y en los programas de televisión; que qué ha hecho de provecho en su vida; que cómo puede ser que alguien sin oficio ni beneficio se saque tanto dinero contando sus intimidades; que tampoco es tan guapa como parece, ni tan joven.
—¿Te pasa algo, Diego?
—Tendrías que estar con los demás, en el cine, y no haciéndome compañía.
—Tú me has llamado.
—Ya lo sé.
—Diego, no te entiendo.
No es la única. Yo tampoco sé lo que estoy haciendo, ni lo que me digo.
—Mafalda está durmiendo y no se va a despertar hasta dentro de un buen rato. Podríamos alcanzar a los demás e ir al cine con ellos —propongo.
—¿Y dejarías a tu hermana sola en casa?
—Si se despierta, seguro que se entretendrá jugando hasta que yo vuelva.
—Tú estás mal de la cabeza. ¿Cómo vas a dejar a una niña de un año y medio sola, durmiendo en su habitación?
—¡No es mi obligación! —grito, en un intento desesperado por decir sin demasiadas palabras todo lo que siento y todo lo que hace un tiempo lucha por salir hacia algún sitio.
No es mi obligación cuidar de mi hermana a todas horas. Para algo tendrá un padre y una madre, digo yo. O que se lo hubieran pensado un poco antes de tenerla. Estoy harto. Harto de fingir que no pasa nada, que yo puedo con todo, que no me importa que mis amigos salgan a divertirse y yo me quede encerrado en casa con una niña de un año y medio. No puedo estudiar, sacar buenas notas, ser un hijo modelo y, encima, poner buena cara intentando que no se me note que no tengo ningún tipo de vida social ni personal.
—Tienes razón, Gabriela —digo al cabo de un instante—. No es una buena idea. Anda, ve tú y diviértete. Hoy no tengo el día.
Gabriela no se levanta del sofá donde estamos sentados ni hace ningún ademán de querer irse.
—No vas a conquistar a nadie si te pasas la tarde aquí conmigo —bromeo—. Y entonces no tendrás ningún nuevo lío que contarme.
Gabriela sabe que me gusta, pero nunca hemos tratado el tema a fondo, tal vez porque los dos tenemos muy claro que no tengo nada que hacer. Ella no tiene ninguna intención de salir con nadie en serio. Dice que es una bobada comprometerse tan joven, que la vida son dos días, uno para ser joven y otro para ser adulto. Que el día de ser adulto es infinitamente más largo que el día de ser joven y que, por lo tanto, no vale la pena dedicar el día de ser joven a una sola persona; que para dedicárselo a una sola persona, hay tiempo de sobras después de los veinticinco. Y que por eso mismo ahora solo se divierte con nuevas conquistas. Ella las llama «conquistas», pero en realidad solo son aventurillas sin futuro. Cuando se lo digo, hace como que se enfada, aunque sé que me entiende muy bien y que, a pesar de no admitirlo, está de acuerdo conmigo.
Gabriela es muy alegre, de una alegría contagiosa, fresca, saludable. Solo se ofusca cuando le hablan de su madre. Aunque viven juntas, no quiere saber nada de sus apariciones en revistas o en programas de televisión. Para ella, esa parte de su madre es como si no existiera. Y por eso se enfada tanto cuando en clase alguien saca a relucir su vida llena de disparates. «Al menos tu madre es periodista», me dijo uno de los pocos días en que hablamos de este asunto. «Tiene unos estudios y una profesión. Mi madre fue modelo, y de poca categoría, todo hay que decirlo; luego se lio con un hombre de negocios con quien tuvo a mi hermano, que ahora mismo no sé ni por dónde anda, se separó, conoció a mi padre, que, como tú y medio mundo más sabe, es un riquísimo señor inglés dedicado a la compraventa de obras de arte, se casaron, tuvieron a mi hermana, me tuvieron a mí, se separaron y, a partir de aquí, todo han sido aventuras amorosas a cual más disparatada. Y no sé por qué, parece que eso gusta a la gente, ya ves, sobre todo si el novio en cuestión es un torero, un futbolista o un conde».
—Gabriela…
—Dime.
—Sí quería hablar de nuestros padres esta tarde. Pero será muy breve.
—A ver.
—No quiero que nunca me cuentes nada de tu madre. Nunca jamás. Ya está. Más breve, imposible.
Gabriela sonríe. Sé que lo ha entendido todo.
—¿Serás tonto? Tanta comedia para esto… ¿Y cuándo te he contado yo nada que no supieras por la prensa?
—Solo te lo advierto por si acaso.
Y bajando la voz, casi en un susurro, añado, con voz de broma:
—Es que en mi casa hay espías, ya sabes, micrófonos ocultos, cámaras camufladas, teléfonos pinchados…
Una nube, gorda y densa, cruza el horizonte por delante del balcón. Por un instante, el salón queda envuelto en penumbras.
—Tenemos unas madres que están como un cencerro —afirma Gabriela.
—Y la lástima es que medio país sigue a pies juntillas todo lo que hacen y dicen personas como ellas —afirmo—. Como si no hubiera otras cosas en el mundo que susciten mucho más interés.
—Unas dan de comer a las otras y viceversa —murmura Gabriela—. Mi madre, sin la tuya y sin personas como ella, no sería nadie. Y tu madre, sin la mía y sin docenas de hombres y mujeres similares, tampoco.
—Visto así, suena horrible.
—Lo es, Diego, lo es.
—Eres estupenda.
—Tú más.
Nuestras risas se funden, a la vez que nos abrazamos en el centro del sofá. Me viene a la cabeza la imagen de dos cachorrillos abandonados por sus progenitores en medio de la selva, que saben que solo sobrevivirán si permanecen juntos. Una imagen tal vez un tanto exagerada, pero que resume a la perfección lo que siento en este instante. Y me veo más valiente que nunca, decidido a afrontar lo que quede del día de ser joven para estar con Gabriela el segundo día de nuestras vidas. Por supuesto no pienso decírselo todavía así de claro, no vaya a ser que se asuste y me deje solo y plantado en las profundidades de la selva.
—¿Sabes qué es lo que más miedo me da ahora mismo de este tema? —me pregunta, inundándome con su mirada verde—. Mi hermana Sofía. Mañana cumple dieciocho y está que no vive por salir en las revistas como mi madre. No quiere estudiar, no quiere trabajar, solo va de fiesta en fiesta y piensa vivir de esto todo el tiempo que su cuerpo y su ambición se lo permitan. Está a punto de echar a perder su vida y no sé cómo hacerlo para que recapacite.
—¿Y tu madre qué dice al respecto?
—Mi madre, encima, la alienta.
—Qué horror.
—¿Qué es eso? —pregunta Gabriela de pronto, apartándose de mí y borrando nuestro abrazo de supervivencia de un plumazo.
—¿El qué?
—Creo que Mafalda está llorando. O eso, o alguien toca un violín muy desafinado en algún rincón del edificio.
3. Fiebre
Sábado, 23 de junio. 17:30 h. Habitación de Mafalda.
–Esta niña está ardiendo —dice Gabriela, con la mano en la frente de Mafalda.
La levanta suavemente y la saca de la cuna. La niña llora con desconsuelo, restregándose los ojos. Gabriela le acaricia el pelo, le susurra al oído e intenta calmarla.
—Hace unos días que está muy resfriada —apunto.
—¿Y le dais algo?
—Marlene me dejó un jarabe.
—¿Dónde está?
Voy a la cocina a buscarlo mientras Gabriela intenta consolar a Mafalda, que no para de llorar en su regazo. Al volver, Gabriela lee las indicaciones del medicamento y arruga el entrecejo.
—Esto no es un antitérmico, Diego. Es simplemente un jarabe para la tos.
—¿Y qué hacemos?
—No lo sé —responde Gabriela.
—Tampoco sería muy prudente darle algo para la fiebre sin saber qué tiene, ¿no?
—¿Es alérgica a alguna cosa?
—No tengo ni idea.
—Llama a tu madre, anda.
El móvil de mi madre está desconectado o fuera de cobertura. Lo intento siete, doce, veinte veces. Y nada.
—No debe de andar muy lejos, porque Marlene me dijo que vendría a cenar.
—Llama a tu padre.
—¿A Milán? ¿Ahora?
—No, si te parece llámalo cuando esta cría llegue a los cuarenta grados.
Pero mi padre tampoco responde.
—Llama a Marlene.
—Marlene debe de estar ya en el aeropuerto, a punto de embarcar.
—Llámala.
—No puedo, Gabriela, son sus vacaciones.
—Pregúntale solo si Mafalda es alérgica a algo. No la asustes. Dile…, no sé, que te olvidaste de preguntárselo y es por si acaso la niña tiene fiebre.
—No se lo va a creer.
—Tú llámala.
Un ruido entrecortado, como de sofrito de sartén, me impide hablar con Marlene con naturalidad.
—¿Qué pasa, mi amor? —Marlene, que no se alarma casi por nada, grita como una condenada.
—Nada, nada, Marlene, no te asustes, por favor.
—¿Que no me asuste, dices? Estoy a punto de subir al avión y mi tesoro me llama con una voz que parece de ultratumba. ¿Cómo quieres que no me asuste?
—Es Mafalda…
—¿Qué le pasó a mi princesita? ¿Cómo está? ¿Qué ocurre, Diego?
—Que no te asustes, mujer. Solo quería saber si es alérgica a algún medicamento. Por si acaso…
—¿Por si acaso qué?
—Por si acaso le sube la fiebre.
—¿A cuánto está? —pregunta Marlene, que lo ha adivinado todo en un instante.
—No se lo he mirado. No encuentro el termómetro por ninguna parte.
—¿Cómo respira?
Miro a Mafalda. La pequeña jadea como un perro en medio de una cacería. Sus mejillas están rojas y tiene los ojos cerrados.
—Llama a tu mamá.
—Lo he hecho y no contesta.
—Pues a tu papá.
—Más de lo mismo.
—Llama inmediatamente al doctor González-Peiró.
—¿Es su pediatra?
—No, es un médico muy amigo de tus papás, ¿no te suena? Salen muchas veces a cenar juntos. El número está en la libretita que tu mamá tiene al lado del teléfono. Cuéntale lo que pasa y él te dirá qué debes hacer. Y no le des nada antes de que el médico le eche un vistazo, ¿me has entendido?
—¿Tú crees que un sábado por la tarde vendrá el médico a casa?
—Inténtalo. Te dije que es muy amigo de tus papás. Yo tengo que irme, que ya llaman a los de nuestro vuelo. Un besazo, cariño. Y otro para mi Mafaldita. Sé valiente, anda. Y prudente, ¿me oyes?
—Sí, sí.
—No pierdas ni un segundo.
—Marlene…
—¿Qué?
—Te quiero mucho.
Silencio al otro lado. Solo al cabo de unos segundos, oigo a Marlene que me dice entre sollozos que ella también me quiere un montón.
Colgamos. Y de nuevo me asalta la imagen de los cachorros abandonados en medio de la selva.
Voy volando hasta la mesita del teléfono. Busco el número del médico. Llamo, pero sale la voz de un contestador automático: «Consulta del doctor Jorge Miguel González-Peiró. En estos momentos no podemos atenderle. Si necesita solicitar hora de visita, llame los lunes, miércoles y viernes de diez a una. Para cualquier urgencia, diríjase al centro de salud más cercano. Muchas gracias».
—No hay nadie —digo a Gabriela, con la voz compungida.
Justo en ese instante suena mi móvil. Por la pantallita veo que es Marlene.
—Diego, olvidé decirte que en la libretita de tu mamá hay dos números de teléfono del doctor. Uno es el de la consulta, que hoy no te va a contestar, porque es sábado. El otro es el privado, de su casa. Llama a ese. Venga, no pierdas ni un minuto.
—¿Y tu vuelo?
—Parece que se retrasa algo. Anda, llama, llama. Entre tanto, yo miro si localizo a tu mamá. Un beso, mi rey.
Mafalda continúa jadeando de forma muy alarmante. Gabriela le pasa paños húmedos de agua de colonia por la frente, el cuello y las manos. Todo su pequeño cuerpecito está ardiendo. Ya no llora, pero su cabeza no se sostiene y Gabriela la aguanta amorosamente en su regazo.
—¿El doctor González-Peiró?
—¿Quién le llama? —pregunta la voz de una chica joven.
—Mi nombre es Diego Márquez, el doctor sabe quién soy.
—Un momento.
Transcurren unos pocos segundos que a mí se me hacen eternos.
—¿Diego Márquez? ¿El hijo de Fernando?
La voz del médico es grave y profunda, de hombre sosegado. Quién sabe qué habré interrumpido en la comodidad de su hogar, tal vez una siesta, o una sobremesa.
—Siento mucho llamarle a su casa un sábado por la tarde, doctor, pero mi hermana está muy enferma y no puedo localizar a mis padres. Mi madre debe de estar trabajando y mi padre está en Milán. Y la niña tiene mucha fiebre y no abre los ojos.
—Tranquilo, chaval. A ver, ¿a qué temperatura está?
—No lo sé, no encuentro el termómetro. Pero arde.
—¿Tiene manchitas rojas o azules por el cuerpo?
—Creo que no.
—¿Estaba malita ya?
—La tratábamos de un resfriado.
—Y dices que le cuesta respirar.
—Lo parece, sí.
El doctor inicia una breve pausa. Oigo su respiración a través del teléfono.
—Mira, haremos una cosa. Llama a una ambulancia y os vais corriendo al hospital de la Virgen Blanca. Yo voy para allá ahora mismo. Nos encontraremos en urgencias, ¿de acuerdo?
—Muchas gracias, doctor.
—Y otra cosa: tráete el medicamento que tomaba y su libro de salud, un cuadernito donde se anotan las vacunas, las alergias, las enfermedades… ¿Sabrás encontrarlo?
—Creo que sí.
—¿Tienes a mano el teléfono de las ambulancias? Por si acaso, anota…
Me da un número y lo grabo en mi móvil.
—Intenta encontrar a tus padres —me advierte el doctor—, aunque Fernando, ahora mismo, debe de estar de lleno solucionando su problema y vete a saber si lo encontrarás disponible.
—¿Qué problema? —pregunto, desconcertado, porque no me suena de nada que papá tenga algún problema, quiero decir algún problema fuera de lo normal.
El médico se ha quedado un momento en silencio.
—Nada, nada, cosas mías —reacciona de repente—. Anda, llama a la ambulancia. Yo os espero en el hospital.
Y cuelga.
Llamo rápidamente a los de la ambulancia, que me contestan que en siete u ocho minutos estarán en el portal.
Gabriela tiene a Mafalda en brazos y le canta una canción en susurros. La niña ya no llora. Parece dormida, pero Gabriela me dice que no es un sueño normal.
—Más bien parece que está perdiendo el conocimiento. Como no llegue pronto la ambulancia…
—Recojo el libro de salud que me ha dicho el médico y bajamos enseguida —digo, mientras rebusco como un loco en el cajón donde mamá guarda todos nuestros documentos.
Por fin encuentro el libro. Después me voy a la nevera y saco el frasco de jarabe. Meto en una bolsa el jarabe, el libro de salud, unos cuantos pañales, un paquete de toallitas húmedas, un biberón con agua, un pijama de Mafalda y su peluche preferido, y salimos a toda prisa hacia el ascensor.
4. Portería
Sábado, 23 de junio. 17:50 h. Portería de la casa de Diego.
Gabriela sigue con la niña en brazos. Yo llevo su bolso y la bolsa de Mafalda, y el móvil y la cartera en el bolsillo. Justo un instante después de cerrar la puerta del piso, me doy cuenta de que me he dejado las llaves dentro. Al pasar por la portería, llamo con los nudillos en la puerta.
—¡Doña Remedios, doña Remedios! Soy yo, Diego.
—¿Qué pasa, hijo?
Doña Remedios anda con un delantal y con las mangas de su blusa arremangadas hasta el codo. Su casa huele a lejía y a potaje. Unas cortinitas floreadas, muy limpias, cuelgan de la ventana que se abre al vestíbulo del edificio. La mujer, alta y gruesa, nos mira con espanto.
—¡Jesús! ¿Qué le ocurre a mi Mafaldita?
—Nos vamos al hospital de la Virgen Blanca, doña Remedios. Se lo digo por si aparece mi madre, que no la encuentro. ¡Ah! Y me he dejado las llaves en el piso.
—Por eso no te preocupes, que yo tengo un juego. ¿Y cómo vais a ir al hospital? ¿Quieres que mi marido os acompañe en su coche? Ahora está durmiendo la siesta, pero lo despierto y en…
—No, no, ahora viene una ambulancia.
—¡Virgen del Amor Hermoso! ¿Una ambulancia? ¿Pero qué le pasa a la cría?
—No lo sabemos. Tiene mucha fiebre y le cuesta respirar.
—Y tu madre quién sabe dónde está, ¿no?
—Pues sí.
—¡Ay, la Virgen! Tus papás no saben qué hijo tienen, no, señor. ¿Y Marlene ya se fue para su país, verdad? La he visto salir hace un rato.
—Está en el aeropuerto, a punto de embarcar.
—Se iría con remordimientos, viendo cómo estaba la niña.
—La niña estaba perfectamente cuando Marlene se marchó —contesto, algo molesto.
Doña Remedios es muy buena persona, pero un poco entrometida, aunque no tengo nada contra ella porque, de pequeño, cuando Marlene aún no trabajaba para nosotros, me pasé muchas tardes en su minúscula portería, haciendo los deberes o jugando con Andresito, el menor de sus cuatro hijos y con el que me llevo solo unos pocos meses, esperando que mi padre o mi madre regresaran a casa. Más de una noche, incluso cené con ellos. Y, en un par de ocasiones, me quedé también a dormir, a la vista de que mis padres continuaban ausentes.
Doña Remedios repasa a Gabriela de arriba abajo y sin ningún pudor.
—¡Qué amiga más guapa tienes, Diego!
—Le presento a Gabriela, doña Remedios.
—Mucho gusto, chiquilla. Creo que te he visto pasar alguna vez por delante de la portería, de camino a casa de Diego.
—Puede ser —responde Gabriela, sin demasiadas ganas—. Acostumbramos a hacer juntos los trabajos de clase.
Los siete u ocho minutos que me han dicho los de la ambulancia parece que se alarguen indefinidamente. Pero miro el reloj y solo han pasado cinco. Tengo los nervios en tensión, mi corazón late descompasadamente y el sudor me resbala por la frente. Gabriela, con la niña en brazos, parece más tranquila, aunque mira sin cesar hacia la calle a través de la puerta de cristal.
—¿Qué vas a hacer? —le pregunto, intentando dar la espalda a doña Remedios, que no se separa de nuestro lado.
—¿Qué quieres decir?
—Que si tienes prisa, o quieres ir al cine, no hace falta que vengas al hospital. Ya te he estropeado bastante la tarde.
—¡Qué poco me conoces, Diego! ¿Tú me ves yendo al cine, ahora, con Mafalda como está y tú más solo que la una?
—¡Di que sí, mi niña, di que sí! —jalea doña Remedios, dándole un golpecito en la espalda—. ¡Qué chica más maja! Oye…, ahora que te veo así, más de cerca que las otras veces, ¿sabes que me recuerdas a alguien? ¿Tú no habrás salido alguna vez por la televisión? Tu cara me suena una barbaridad.
Gabriela es el vivo retrato de Patricia Halcón, su mamá exmodelo que sale a todas horas en los programas más vistos por un tipo de audiencia muy determinado y del cual doña Remedios forma parte con toda seguridad. Y Patricia Halcón también es a menudo portada de las revistas que la portera suele leer. No es nada extraño que la cara de Gabriela le suene. Pero no pienso decírselo. Ni creo que Gabriela lo haga tampoco.
—Pues no sé, me debo de parecer a alguien que usted conoce… —elude mi amiga, con rapidez y brevedad.
—Será eso —admite doña Remedios, sin acabar de creérselo.
De repente, oímos la sirena machacona de la ambulancia acercándose por la avenida. Y, en un instante, la vemos deteniéndose delante mismo del portal, en doble fila, entorpeciendo el paso de los vehículos. Tres sanitarios, un hombre y dos mujeres, con camisa blanca y armilla reflectante de color naranja, salen corriendo del vehículo. Gabriela y yo nos acercamos a la puerta. Doña Remedios se nos adelanta y la abre de par en par.
—¡Rápido, rápido, que está muy malita! —exclama con voz angustiada.
Una de las mujeres sujeta a la niña en brazos.
—Soy la doctora Cedeño. ¿Y los padres de la niña? —pregunta, mirándome.
—Yo soy su hermano. Mis padres no están.
—Pero estarán avisados, supongo.
—Yo me encargo de ello —anuncia doña Remedios—. Ustedes dense prisa, por el amor de Dios.
—Un médico amigo de la familia, el doctor González-Peiró, nos espera en las urgencias del hospital de la Virgen Blanca —aclaro.
—De acuerdo, si es así, no hay ningún problema.
Pero pienso que, si no nos esperara ningún doctor, tampoco tendría por qué haber ningún problema a la hora de atender a Mafalda. Aunque desisto de preguntarle nada a esta doctora seria y desagradable. La otra nos dice que es enfermera. Parece más dulce y, sonriendo, nos pregunta:
—¿Vais a venir los dos?
Miro a Gabriela y veo que asiente con la cabeza.
—Doña Remedios, ¿me hará el favor de ir llamando a mis padres? ¿Ya tiene los números, verdad? Yo también lo iré probando.
—Tú ve tranquilo, que yo estoy al tanto. Y dime algo cuando sepas qué tiene la niña, ¿vale?
—Descuide.
La doctora Cedeño ha metido a Mafalda en la ambulancia y la ha dejado con cuidado en una camilla. La enfermera empieza a soltar los cables de una mascarilla de oxígeno. El conductor nos indica los asientos delanteros a Gabriela y a mí.
—Poneos el cinturón.
Cierran todas las puertas y suena la sirena. La ambulancia arranca a toda prisa. Doña Remedios, desde el portal, nos dice adiós con la mano.
Cae un sol de justicia en este sábado de junio sobre la avenida de tilos verdísimos y de circulación intensa. Con el ruido de la sirena, algunos vecinos han sacado sus cabezas por las ventanas y los balcones. Alrededor de doña Remedios, un grupito de personas intenta averiguar lo ocurrido. Alguna de ellas, lo sé seguro, ladeará la cabeza y dirá: «No, si ya se sabía, que algún día pasaría algo y los padres ni se enterarían. Lástima de chiquillos».
La mano de Gabriela resbala por mi brazo y pronto siento la presión suave de sus dedos entre los míos. La miro, y su sonrisa es como un soplo de aire fresco en esta tarde endemoniada.
—Todo irá bien —susurra.
—Claro.
5. Atasco
Sábado, 23 de junio. 18:22 h. Ambulancia, camino del hospital de la Virgen Blanca.
Nunca había ido en ambulancia. En general, los demás vehículos se apartan y ceden el paso. Solo he visto a un motorista que, al detectarnos, ha intentado hacer una carrera con nosotros. Pero pronto lo hemos dejado atrás.
—¡Imbécil! —ha mascullado el conductor.
Llevamos la sirena sonando sin parar y las luces encendidas. Tomamos los cruces a una velocidad de vértigo. Gabriela y yo damos tumbos en el asiento. De repente, sin tan siquiera intuirlo, nos metemos en un atasco. Los coches están parados, algunos conductores se han bajado e increpan a un grupo de manifestantes que han cortado la calle unas dos o tres manzanas más adelante.
—Ramón, hazlo como quieras, pero esta niña debe llegar al hospital en breve —oigo decir a la doctora Cedeño, desde la cabina de atrás.
Una mampara de tela verde separa las dos cabinas. No veo a las sanitarias ni a mi hermana, pero se oye todo.
—Más oxígeno, Lola, el nivel en sangre es bajísimo. ¡Ramón, dale al acelerador!
—¡No se puede! ¡Estamos atascados!
—¿Cómo te has metido aquí?
—¡Y yo qué sé!
Miro a Gabriela, asustado, sin decir nada. Le aprieto la mano. Ella me devuelve el apretón y continúa sonriendo, aunque sus ojos delatan su temor mientras la doctora da el parte a Ramón:
—Tenemos una saturación de oxígeno en sangre del noventa por ciento. Se trata de una hipoxia severa. Hipoventilación global, espiración alargada, con sibilancias espiratorias y subcrepitantes. Llama al hospital para hacer placas nada más llegar.
—Yo llamo, pero no sé cómo vamos a salir de aquí.
—Podemos mantener la aportación de oxígeno en la ambulancia, pero se trata de una niña de dieciocho meses, Ramón. Todo es muy pequeño dentro de este cuerpecito, ¿me entiendes, verdad?
—Claro, mujer.
El lenguaje médico parece, en ocasiones, un lenguaje críptico, como si estuviera codificado adrede para que los familiares de los pacientes, o los pacientes mismos, no se enteraran de nada. No entiendo bien lo que dicen, pero intuyo que no es nada bueno.
—¿Puedo llamar por el móvil? —pregunto al conductor.
—Primero deja que yo llame al hospital, ¿de acuerdo?
Ramón se pone en contacto con urgencias a través del equipo telefónico de la ambulancia y repite el diagnóstico de la doctora. Agrega que estamos atascados.
—Llamad a la policía urbana y comunicadles que hay una ambulancia con un bebé en estado crítico atrapada en el atasco de la manifestación. Tal vez puedan hacer algo. Insistid en que el caso es grave, así se pondrán las pilas más rápido.
Cuando me da permiso para llamar, intento de nuevo localizar a mi madre. En vano.
—¿Y no sabes en qué sitio puede estar? —me pregunta Gabriela.
—Nunca le pregunto adónde va. No me interesa para nada su trabajo. Lo odio.
El conductor me mira con sorpresa, pero no me dice nada.
Intento con Milán, y el resultado es el mismo. Entonces llamo a Marlene, rezando para que el avión todavía no haya despegado.
—¿Diego?
—Marlene, ¿cómo es que estás todavía en el aeropuerto?
—¡Ay, no sé, mi niño! El avión, que se ve que lleva retraso, ya te lo dije. ¿Y mi Mafalda?
—Ya estamos en la ambulancia, camino del hospital.
Prefiero no decirle nada del atasco.
—¿Y qué tiene?
—No lo sé, no lo entiendo. Es algo de los pulmones, no respira bien. El médico que me dijiste nos espera en urgencias.
—Tú tienes que estar tranquilo, ¿me oyes, mi cielo? Ahora ya está en manos de los doctores y todo se arreglará. ¿Estás bien?
—Sí, claro, ahora ya sí —miento.
—Así me gusta, que seas valiente.
—Bueno, yo te iré llamando hasta que vea que no me contestas, lo que me indicará que ya vuelas para Guatemala, ¿te parece?
—Me parece fantástico, mi alma.
—Pues hasta luego.
—Hasta entonces, mi vida. Un beso.
No avanzamos nada. Además de los vehículos atascados, hay gente por todas partes, con pancartas y silbatos, que se dirigen hacia el núcleo de la manifestación. No sé de qué protestan ni me importa. Ramón continúa haciendo sonar la sirena y, delante de nosotros, algunos coches hacen lo imposible por dejarnos paso.
—Si pudiéramos llegar hasta aquella calle de la derecha —masculla el conductor—, torceríamos por allí y huiríamos del atasco. Pero faltan unos metros y no sé yo si…
No se oye nada desde la cabina donde tienen a Mafalda. Solo de cuando en cuando, la enfermera da unos datos:
—Saturación bajando. Respiración con retracción supraesternal y subcostal en aumento. Temperatura estable.
Algunos peatones intentan ayudarnos apartando motos y bicicletas aparcadas, tal vez para que podamos meternos por la acera. Es demencial. Siento como si me fuera a estallar la cabeza. El sonido insistente de la sirena, los silbatos, el griterío, los cláxones de los coches, todo parece haberse puesto de acuerdo para organizar un gran concierto de despropósitos. Tengo calor y vértigo. Me sudan las manos y la frente, y noto un ahogo muy grande en medio del pecho. Me siento mareado como un pato.
—Diego, ¿qué te ocurre? —me pregunta Gabriela, mirándome fijamente—. Estás más blanco que la chapa de esta ambulancia.
—¡Vaya por Dios! —exclama el conductor, observándome también—. ¡Señoras! —grita a la doctora y a la enfermera—. Aquí delante tenemos a otro enfermo.
La doctora Cedeño saca la cabeza por un lado de la mampara verde.
—¿Tienes ganas de vomitar? —me pregunta.
—No.
Me pasa la mano por la frente y, acto seguido, me busca el pulso.
—Me gustaría tomarte la presión —dice—. Tus pulsaciones están algo disparadas. A ver, ¿puedes levantarte?
—Ya se me pasará, doctora —le digo—. Ustedes estén por mi hermana, que yo ya me apaño.
—¡Ni apaños ni leches! —suelta la doctora Cedeño, con la frente surcada por una pronunciada arruga que le da un aire tenebroso, como de funeral—. Vente para acá ahora mismito.
Como puedo, me levanto del asiento de delante y paso a la cabina. Veo a Mafalda, que sigue con los ojos cerrados encima de la camilla. ¡Se la ve tan chiquitina en medio de esta sábana blanca! Tiene puesta la mascarilla de oxígeno y la enfermera le ha abierto una vía en una vena de la mano. ¡Qué pena me da, Dios mío! ¡Y mis padres sin dar señales de vida!
—Siéntate ahí —me ordena la doctora.
Y me siento en una especie de taburete que está atornillado al armazón de la ambulancia.
La mujer me toma la presión y vuelve a comprobar mis pulsaciones.
—Estás en el inicio de un ataque de ansiedad —me dice ahora, con un indicio de suavidad en su voz—. Te daré algo para que te tranquilices, ¿de acuerdo?
Pero le digo que no.
—Eso me hará dormir —protesto—, y yo necesito estar bien despierto para cuidar de Mafalda y para avisar a mis padres.
—No seas bobo —me responde la doctora Cedeño—. No te doy nada para dejarte fuera de combate, Dios me libre. Solo te va a sosegar un poco. De lo contrario, esta molestia que tienes ahora mismo en el pecho se va a hacer más y más grande, ¿me entiendes? Y de Mafalda, ya nos encargamos nosotros, no te preocupes. ¿Eres alérgico a algún medicamento?
Le digo que no.
—Pues, anda, tómate esta pastilla.
Me da una píldora pequeña de color rosado y un vaso con un poco de agua.
—¿No voy a quedarme dormido? —insisto.
—Que no, pesado. En unos minutos te vas a sentir mucho mejor.
Me tomo la pastilla y la doctora me pide que vuelva al asiento delantero, junto al conductor y a Gabriela.
—¿Cómo está mi hermana? —pregunto antes.
—Estable. Pero tendríamos que llegar al hospital cuanto antes. Ramón, ¿y esa policía que nos ha de despejar el camino llega o no llega?
—Pues yo no la veo por ningún lado.
—Insiste.
—Voy.
Ramón ahora no llama al hospital, sino directamente a la central de la policía urbana. Les da cuenta de la situación y hace hincapié en que es grave.
—Me dicen que ya están en camino —cuenta cuando corta la comunicación—. Que hace unos minutos ya los han avisado del hospital y que no tardarán.
Por mi parte, vuelvo a llamar a mis padres. Pero siguen sin contestar. Y de repente aparece una especie de ventana en mis recuerdos y me parece vivir una situación conocida de antes. El escenario es totalmente distinto, pero la sensación de abandono, o de llamar a la puerta de un lugar vacío, es la misma. Ocurrió después de un entrenamiento de baloncesto. Tenía seis años. Todos los niños ya se habían ido, recogidos por sus padres o por los padres de otros niños. Solo quedábamos el entrenador, yo y el encargado del polideportivo que iba apagando las luces. Al cabo de media hora de esperarnos sin que nadie viniera a recogerme, el entrenador me dijo que si le decía dónde vivía, él me acompañaría. En casa, mis padres celebraban un aperitivo con unos amigos. Se habían olvidado totalmente de mí. Un año más tarde, sucedió lo mismo, pero en la escuela. Solo que aquel día salí charlando con unos amigos y ningún maestro se apercibió de mi salida. Cuando cerraron la escuela, me quedé solo en la calle, sentado en un banco hasta que oscureció. No tenía móvil todavía, no tenía dinero, no tenía nada. Solo unas intensas, enormes, furiosas ganas de llorar. De casualidad, pasó la madre de uno de mis amigos, que venía de hacer unas compras. Al verme allí solo, me pidió el número de teléfono de mi casa, llamó y nadie contestó. Estuvo a punto de llamar también a la policía, pero lo reconsideró y me llevó a su casa. Me dio de cenar y cenamos todos juntos, mi amigo, sus padres y yo. Recuerdo que comimos sopa de estrellas y pollo empanado. Y, de postre, natillas. La mujer estuvo llamando a mi casa hasta cerca de las once de la noche, sin ningún resultado. Entonces me acostó y me dijo que no me preocupara, que a la mañana siguiente todo se arreglaría. A la mañana siguiente no se arregló nada, porque mis padres seguían sin aparecer. Yo me fui a la escuela con mi amigo, mientras su madre insistía en que todo se arreglaría. Por la tarde, mi padre estaba esperándome delante de la escuela, sonriente, despreocupado y, a su manera, feliz. Cuando le conté lo sucedido, se llevó las manos a la cabeza. Entre mi madre y él se habían confundido y cada uno creyó que iría a recogerme el otro. Como ninguno de los dos durmió en casa, que no sé ni me importa dónde lo hicieron, no se enteraron de nada. Cuando sucedieron estos dos hechos, Marlene todavía no estaba con nosotros. Y Mafalda no había nacido.
La lista no termina ahí. Aniversarios en solitario y días de Reyes sin ningún regalo porque ninguno de los dos, decían, había tenido tiempo para las compras también forman parte de mis recuerdos. Cuando Marlene llegó, se acabó mi soledad y mi abandono. Sin embargo, los descuidos, las desapariciones y los olvidos de mis padres, no. Y así hasta hoy.
—¿No contestan? —me pregunta Gabriela con una voz llena de ternura.
—Quién sabe por dónde andan…
—¡Por fin! —suelta de pronto Ramón.
Una pareja de motoristas de la policía urbana se aca-ba de colocar a nuestro lado. Nos saludan desde fue-
ra llevándose la mano a la frente. Uno de ellos se acerca hasta la ventanilla de Ramón.
—Ahora mismo solucionamos esto, ustedes no se preocupen. ¿Cómo está el bebé?
—La doctora dice que es imprescindible que llegue cuanto antes al hospital.
—Pues vamos allá.
6. Aviones
Sábado, 23 de junio. 18:53 h. Ambulancia, camino del hospital de la Virgen Blanca.
Los motoristas dirigen a los conductores atascados para que hagan un hueco entre los automóviles por donde pueda pasar la ambulancia. La tarea no es nada fácil, porque todos están muy apretados y no hay suficiente espacio para maniobrar. Pero todo el mundo pone su empeño en conseguirlo y al cabo de unos minutos queda abierto un camino muy estrecho, casi rozando los coches, por el que Ramón conduce con precaución la ambulancia. Una vez a la altura de la primera calle que desemboca en la que nos encontramos, los policías, montados en sus motos, hacen sonar también sus sirenas y nos preceden en un recorrido de locura, de tan veloces como vamos.
La pastilla que me ha dado la doctora Cedeño debe de empezar a hacer su efecto, porque me siento como si flotara. El sudor y el mareo han desaparecido. La piedra en medio del pecho todavía está ahí, pero algo más blanda. Gabriela no me suelta la mano por nada del mundo y yo lo agradezco. Es lo único que me consuela ahora mismo. Su mano y la rapidez de la ambulancia camino del hospital, que parece que vuele.
De repente, suena mi móvil y el corazón me da un salto. Como un relámpago me pasa por la cabeza que tal vez mi padre o mi madre se hayan dado cuenta de la cantidad de llamadas perdidas que les he hecho. Pero, al consultar la pantallita, leo el nombre de Marlene.
—¿Diego?
—Sí, soy yo, dime.
—¿Has podido comunicarte ya con tus papás?
—Ni en sueños.
—Pues yo he llamado a María Elena Campuzano.
—¿Y esa quién es?
—Una compañera de trabajo de tu mamá, la productora del programa, creo, o no sé qué. De casualidad, tenía su número en mi móvil, de una vez que tuve que llamarla para no recuerdo qué cosa.
—¿Y qué te ha dicho?
—Ahora no te enfades ni te asustes, mi amor.
Mi corazón pega un brinco diez veces mayor que hace un momento, cuando oí sonar mi móvil.
—¿Qué ha sucedido, Marlene? ¿Dónde está mamá?
—No le ha sucedido nada, tranquilo. Se ve que la han llamado para que se fuera corriendo a Nápoles, a solucionar unas gestiones para la retransmisión de aquella boda que te dije que es para el otro fin de semana, y ahora vuela hacia allá.
—¿Que está camino de Nápoles? —chillo, sin poder contenerme—. ¿Y con quién se supone que tenía que quedarse Mafalda todo este sábado y todo este domingo? A ver, dime. Ella sabía que tú te ibas y que papá está en Milán, ¿no? ¿Y cuándo pensaba decírmelo? Yo podría haber tenido mis planes. ¡Que no soy ninguna niñera!
Veo que Ramón, de vez en cuando, me echa miradas entre sorprendidas y curiosas. Gabriela me acaricia los dedos de mi mano, como para que me calme. Y la doctora Cedeño, desde la parte de atrás, suelta:
—Los gritos no ayudan en nada. Aquí necesitamos paz, ¿de acuerdo?
—Perdón —digo.
Se instala un silencio al otro lado del teléfono móvil.
—¿Marlene?
—Estoy aquí.
—Y aparte de que mi madre vuela a Nápoles, ¿qué más te ha dicho esa mujer? ¿Sabe cómo localizarla?
—Pues claro, en cuanto aterrice y conecte el móvil, ella se lo cuenta todo. Nápoles no debe de estar muy lejos.
—No creo. Quizás a tres horas.
—Pues cuenta con que tu mamá te va a llamar en este tiempo.
—Ya, pero ella estará allí y nosotros aquí.
—Eso sí, mi vida, pero podrás contarle lo que ha ocurrido y tal vez te diga qué puedes hacer.
—Seguro —digo con decepción.
Donde necesito a mi madre es aquí, a mi lado, para que se ocupe de Mafalda, y no en medio del Mediterráneo, haciendo gestiones para la retransmisión de la boda de algún famoso de pacotilla.
—¿Y tu avión? —pregunto a Marlene.
—¡Ojalá lo supiera! —suspira la mujer.
—¿Pero os dicen algo?
—Lo último, que dentro de una hora vamos a embarcar, que han tenido problemas con la conexión de Londres, que se ve que allí hay huelga de no sé qué.
—Vaya, lo siento.
—Más lo sentirán mis tres pequeños tesoros, cuando vean que me retraso, pero qué le vamos a hacer.
Si mi padre está en Milán, si mi madre vuela hacia Nápoles y si Marlene está a punto de embarcarse para Guatemala, no tendré más remedio que llamar a tía Anabel, pienso. En el hospital, seguro que exigirán que haya algún adulto para responsabilizarse de Mafalda, por si tuviera que tomarse alguna decisión importante o algo así. Yo no entiendo mucho de estas cosas, pero me temo que eso debe de ser lo más lógico.
—Marlene, no te preocupes más por nosotros, ¿me oyes? Ya llegamos al hospital y seguro que ahí todo va a ser más fácil.
—Claro que sí, mi amor. Tú habla con el doctor amigo de tu papá. ¿Lo harás? Él te va a aconsejar, ya lo verás.
—Venga, cuelga, que esto te va a salir muy caro.
—Un beso para ti.
—Y dos para mi mamá favorita del mundo mundial.
—Bobo.
—Tonta.
Cuelgo. Gabriela, que lo ha entendido todo, me dice:
—Mafalda no sabe la suerte que tiene de disponer de un hermano como tú.
—Anda ya.
Una ligera sonrisa se escapa de los ojos verde musgo de Gabriela, que me atrapa y me envuelve y me acaricia hasta lo más hondo.
—Chicos —nos anuncia el conductor de la ambulancia—, ya hemos llegado.
Y con una destreza impecable cruza la amplia puerta de entrada al hospital y se va volando hacia la zona de urgencias. Cuando el vehículo se detiene, los dos policías, que han llegado unos segundos antes que nosotros, bajan de sus motos y se apresuran a abrir la puerta trasera de la ambulancia.
7. Doctores
Sábado, 23 de junio. 19:07 h. Hospital de la Virgen Blanca.
Por fin la sirena de la ambulancia ha enmudecido y, de repente, me parece que el aire es más limpio y más fresco, y que todas las cosas son más diáfanas.
—¿Diego Márquez?
Un hombre de la edad de mi padre, aunque con más canas y algo más alto, con bata blanca, se acerca a mí con la mano tendida. Ahora que lo tengo delante, recuerdo que le he visto alguna vez, tal vez en mi casa, o quizás en la suya, pero yo era muy pequeño entonces.
—¿Es usted el doctor González-Peiró?
—Llámame Jorge. ¡Cómo has crecido, chaval! La última vez que te vi debías de tener no más de siete u ocho años. Fue en aquel torneo de golf que…
—Mi hermana…, no sé lo que tiene —corto, tajante, aun a sabiendas de parecer maleducado—, estaba resfriada, pero hace una hora, o más, no sé, noté que no respiraba bien.
—De momento, nos la llevamos a hacer unas radiografías —responde el médico, que ha entendido mi indirecta a la perfección—. Yo no soy pediatra, pero ya hay uno de guardia que la está esperando. Mientras tanto, pasa por recepción de urgencias a dar sus datos y espera en la sala. ¿De acuerdo?
—Me sabe mal si le he interrumpido en algo. Podría haberla traído igualmente aquí sin molestarle.
—No es ninguna molestia. Y tutéame, por favor, que tu padre y yo somos casi como hermanos.
Le digo que sí con la cabeza.
—¿Qué traes en la bolsa? —me pregunta, al observar que llevo colgada del hombro la bolsa de Mafalda.
—El jarabe que toma mi hermana, su peluche, un pijama, cosas suyas.
—Perfecto, me la llevo. Tú ahora no te preocupes por nada. Solo intenta localizar a tus padres, ¿de acuerdo?
Le digo que sí, mientras ya se aleja detrás de la doctora Cedeño, que lleva a Mafalda en brazos.
En unos segundos, desaparecen todos por la entrada de urgencias.
Ramón y la enfermera, a la que en algún momento me ha parecido que la llamaban Lola, ordenan el interior de la ambulancia. Me acerco a ellos para darles las gracias.
—De nada, chaval —me contesta Ramón—. Es nuestro trabajo.
—Tienes una hermana preciosa —dice Lola.
—Y con mucha suerte —añade Ramón guiñándome un ojo—. No todos los chicos de tu edad se quedan en casa para cuidar de su hermana enferma un sábado por la tarde, tú ya me entiendes. ¡Ah! Y seguro que van a aparecer tus padres, ya lo verás.
Me da una palmada en la espalda, como para darme ánimos. Y encaramándose de nuevo en la parte delantera de la ambulancia, se pone a maniobrar para salir del recinto. Lola, a su lado, nos dice adiós con la mano.
Gabriela me apresura para que vayamos a recepción a dar los datos de Mafalda. Tengo la sensación de ser un turista en un país extranjero. Los rostros que veo, los de las enfermeras, los de los camilleros, los de los familiares y conocidos de los pacientes que entran y salen sin cesar del hospital, son rostros desconocidos, fríos, como ausentes. No reconozco nada, ni esos rostros, ni el lugar, ni el jardín que envuelve el hospital, ni este cielo tan estirado de mi ciudad en esta tarde de junio. Solo está Gabriela, con su voz firme y la dulzura de su mano en mi brazo.
—Diego, vamos.
Me dejo llevar por Gabriela. Como un turista que, además, desconoce el idioma que se habla en el país que visita. Y pienso que es la pastilla que me ha hecho tomar la doctora Cedeño, que hace que lo vea todo como en un sueño. La piedra en medio del pecho, eso sí, ya casi se ha derretido.
Detrás del mostrador, una enfermera morena, con ojos de color de chocolate, mete en un ordenador los datos que aparecen en el libro de salud de mi hermana. Parece algo aburrida y su mirada, cuando me habla, se pierde por la puerta acristalada que da al jardín.
—¿Y los padres de la niña?
—Yo soy su hermano.
—¿Y los padres de la niña? —repite, sin dejar de rastrear el mundo a través de los cristales.
—Estamos intentando localizarlos —suelta Gabriela, a mi lado.
—¿También eres hermana de la niña?
—No, yo soy una amiga.
—El ingreso en urgencias tiene que hacerlo un adulto.
—Pues ya lo ve —se impacienta Gabriela—, aquí no hay ningún adulto. Ya le he dicho que vendrán en cuanto los localicemos.
—Pongo que ha ingresado, porque la niña ya está dentro, pero no hace falta que firméis nada porque no tiene validez. En cuanto lleguen los padres, me avisáis.
Con un gesto, nos señala la sala de espera, que es enorme, llena de sillas puestas en fila, como si fuera el vientre de un avión de pasajeros. Hay bastante gente esperando noticias de los familiares recién ingresados. Veo a personas mayores, a un grupo de jóvenes, a familias enteras, a mujeres solas. Hay dos mecánicos, todavía con las ropas de trabajo, muy serios, en silencio, con la vista clavada en el suelo. También hay algunos niños que alborotan, subiendo y bajando de las sillas, o corriendo. A pesar de los innumerables rótulos que piden silencio, grandes, coloreados y colgados de las paredes y de las puertas, hay un montón de conversaciones, algunas en voz bastante alta, que flotan en el aire.
Gabriela y yo nos sentamos en dos sillas contiguas, muy cerca de los ventanales a través de los cuales se ven algunos retazos del verde del jardín mordisqueados por el brillo metálico de un sinfín de coches aparcados. Más allá de la verja, fluye incesante la tarde de un incipiente verano.
—Mafalda es fuerte —me susurra Gabriela, después de unos minutos largos de silencio.
Hay una máquina de bebidas en recepción, junto al mostrador de la enfermera con ojos de color de chocolate. Le pregunto a Gabriela si quiere algo. Me dice que no. Me levando para ir a buscar una botella de agua. Tengo la garganta seca, tal vez por el efecto de la pastilla. O por los nervios, no lo sé. Antes de volver junto a Gabriela, me bebo casi toda el agua, de pie, mirando a través de la puerta acristalada cómo llega otra ambulancia, cómo suben y bajan personas apresuradas por las escaleras exteriores, cómo llegan y se van coches sin cesar. Veo entrar y salir del edificio a doctores con batas blancas y fonendos colgados del cuello que vienen o van a otros edificios contiguos, a enfermeros apresurados y a otros que parece que salen solo a tomar un poco el aire o a fumar un cigarrillo a escondidas. Veo a un niño con una escayola recién puesta en su pierna saliendo en brazos de su padre.
Llamo de nuevo a Milán. Nada. Con mamá ya ni lo intento. Y a Marlene no quiero preocuparla más. Que suba a su avión, que cruce el océano y que abrace a sus hijos, que es lo que le toca.
—Diego…
Jorge me ha alcanzado cuando cruzaba la puerta de la sala de espera.
—Diego, ya hemos realizado las radiografías a Mafalda. Faltan otras pruebas, pero de momento parece una bronquiolitis. Tiene un atrapamiento aéreo severo y ha llegado a unos niveles de oxígeno en sangre algo alarmantes.
—¿Qué es un atrapamiento aéreo? —pregunto, con el corazón en un puño.
—Digamos que es retención de aire en el pulmón. No quiero aturdirte con términos médicos, solo decirte que nos la vamos a quedar. De momento, estará en cuidados intensivos. Dentro de unas horas, tal vez mañana, la pasaremos a planta.
—¿Puedo verla?
—Ahora no. Está con oxígeno y, como ya te he dicho, necesitamos hacerle más pruebas.
—Pero querrá a alguien conocido a su lado, no sé, tal vez se eche a llorar si no me ve.
—Está bien atendida, no te preocupes. Tú intenta localizar a tus padres, ¿de acuerdo? Es indispensable que una persona adulta se haga cargo de ella. Si no, tendremos que avisar a los Servicios Sociales. Un menor de edad no puede estar ingresado sin un adulto que se responsabilice de él. Sí, ya sé que tú eres su hermano, y que tu padre para mí es como si fuera de la familia. Pero yo soy médico de este hospital y legalmente no puedo responsabilizarme de Mafalda. ¿Lo entiendes, verdad?
Pues no. No entiendo nada.
—Alguien tiene que responder por ella —prosigue el doctor—. Es un asunto más serio de lo que muchas personas creen.
—¿Y qué podemos hacer? —pregunta Gabriela, que, al ver que hablaba con el doctor, se ha acercado hasta nosotros.
—De momento, esperar —responde Jorge—. Y localizar a alguien de la familia, o a algún conocido externo al hospital para que venga a firmar el ingreso. Esto es urgente, sobre todo si el caso se complica y necesitamos autorización para lo que sea. No quiero que te asustes, Diego, porque la chiquilla es fuerte y parece tener buenas defensas. Pero nunca se sabe…
Tanto Gabriela como Jorge me dicen que Mafalda es fuerte. ¿Qué sabrán ellos? ¿Qué sabe Gabriela de mi hermana? ¿Qué sabe este doctor que dice que es tan amigo de mi padre, si solo se conocen de jugar algún partido ocasional de tenis o de golf o de compartir copas en alguna cena? Nunca hasta ahora había visitado a Mafalda.
—Volveré a verte dentro de un rato. No pienso moverme del hospital hasta que lleguen tu padre o tu madre. ¿Me has entendido, Diego?
Los médicos, pienso, a veces se creen que son como Dios. O como brujos. Y no son ni una cosa ni la otra. Solo unos hombres y unas mujeres como los demás que, ante lo insalvable, no pueden hacer absolutamente nada.
—Jorge…
—Dime.
—¿A qué problema te referías antes, cuando hablábamos de mi padre?
El médico me mira con algo de desconcierto.
—Cuando vuelva, ya te lo contará él mismo. Ahora no pienses en ello. Ahora todos debemos pensar solo en Mafalda, ¿de acuerdo?
Todos menos mis padres, que están en la luna, pienso, aunque respondo:
—Bien.
Se va, y yo me quedo con una duda creciente, que me inquieta y me desasosiega.
8. Rabia
Sábado, 23 de junio. 20:15 h. Hospital de la Virgen Blanca. Urgencias, sala de espera.
Un hombre que ya estaba aquí cuando nosotros hemos llegado ha ido hasta el mostrador y ahora mismo está echando una bronca monumental a la enfermera de ojos de color de chocolate.
—Si no se va, tendré que llamar a seguridad —le dice la enfermera, impasible.
—¡Por mí, como si llama al Papa! ¡Yo no me muevo de aquí hasta que me digan qué tiene mi mujer!
—Haga el favor de esperar en la sala como todo el mundo.
—¡Hace horas que espero en esa maldita sala! ¡Hemos llegado a las cuatro de la tarde! ¿Me oye, señorita? ¡A las cuatro de la tarde! ¡Hace más de cuatro horas! ¡Y aún no me han dicho nada! ¡Quiero ver a un médico! ¡Estoy en mi derecho!
Da puñetazos en el mostrador de madera y sus ojos indican una profunda inquietud y mucha rabia retenida. Es alto y corpulento, y lleva un traje impecable. Ante los gritos, se ha derramado un silencio contundente tanto en la recepción como en la sala de espera, que tiene las puertas abiertas de par en par. Los dos mecánicos han levantado por fin la vista del suelo. Los niños que alborotaban se han sentado en sus sillas, junto a sus familiares. Tres chicas que hablaban incesantemente no muy lejos de nosotros, y que de vez en cuando reprimían el llanto, han enmudecido. Todo el mundo mira y escucha al hombre del traje que pregunta por su mujer.
Se acerca un vigilante que hace unos momentos estaba junto a la puerta de entrada al jardín, casi en la calle. Claramente, se oye como le recomienda al hombre que baje la voz, que está en un hospital. El otro lo aparta de un empujón, ya totalmente fuera de sí, e intenta alcanzar el cuello de la enfermera, que se retira prudentemente hacia atrás. Es una situación muy tensa e incómoda. De pronto, de una puerta basculante con un gran cartel de prohibido el paso por la parte exterior, salen dos médicos que piden al hombre del traje que los acompañe. El vigilante vuelve a su puesto y, en la sala de espera, se reprenden las conversaciones, aunque con un tono de voz más contenido.
—¡Pero qué hombre más maleducado! —suelta una de las tres chicas, que ya vuelven a hablar sin parar.
Las tres tienen más o menos la misma edad que Gabriela y yo y, por lo que hemos oído, parece que han traído a una amiga que se acababa de tomar un tubo de pastillas debido a un desengaño amoroso. Esperan a los padres de la afectada. Están muy nerviosas y se comunican por el móvil con medio mundo.
Yo no creo que ese hombre sea un maleducado. Supongo que la tensión, la espera y los nervios, todo revuelto, pueden provocar situaciones como esta e incluso peores. Yo mismo no sé qué haré si pasan las horas y sigo sin saber nada de mis padres. Porque me ha vuelto la sensación de vértigo que tenía en la ambulancia. Cuando Jorge ha hablado de llamar a los Servicios Sociales si no aparecía un adulto que se responsabilizara de Mafalda, se me ha venido el mundo encima. Suerte que ahí está Gabriela, dándome ánimos y ofreciéndome esta compañía que ahora mismo tanto necesito.
Una mujer muy elegante, con tacones altos y camisa blanca encima de unos pantalones tejanos muy ajustados, acaba de entrar en la sala. Va de grupo en grupo, preguntando algo. Cuando llega hasta nosotros, me mira atentamente y me dice:
—Tú debes de ser el hijo de Mónica Escrivá. Eres clavadito a ella.
Le digo que sí, fuertemente sorprendido. Se sienta a mi lado, me toma la mano y me dice, con una voz chillona y desagradable, demasiado aguda:
—Soy María Elena Campuzano, compañera de trabajo de tu madre. Me ha llamado no sé quién, creo que la mujer que tenéis a vuestro servicio, preguntando por Mónica. Y me ha contado esto de tu hermana.
—¿Ha llegado ya mi madre a Nápoles? —la interrumpo, soltándome de su mano.
—Cariño, lo siento mucho, pero parece ser que hay una tormenta tremenda allí —dice «tremenda» acompañándose de unos gestos muy exagerados y abriendo unos ojos como platos—. He intentado ponerme en contacto con la mujer que me ha llamado…
—Se llama Marlene.
—… No me ha contestado. Me había contado que estaba a punto de embarcarse. Quería que me diera tu número de teléfono para avisarte, porque tengo el de tu madre, pero el tuyo, no. Y como me había dicho que veníais para acá, pues aquí estoy. Me tengo que ir volando, porque me esperan, pero para que lo sepas.
—¿Para que sepa qué?
—Pues que hay una tormenta y que tu madre todavía está en el avión.
—¿Y no pueden aterrizar en Nápoles? —pregunto, sin podérmelo creer.
—Pues parece que no. He llamado a una compañera que ya está allí para que, en cuanto viese a tu madre, le dijese lo que ocurre con la niña, y me ha dicho que han desviado todos los aviones.
—¿Adónde?
—No lo sé, cariño. Dicen que tal vez a Roma. Se ve que todo el sur de Italia está envuelto en una depresión, o como se llame, con lluvias torrenciales y vientos huracanados. Pero es que, además, hay huelga de controladores en no sé qué país y todo el tránsito aéreo es un puro caos.
Huele a perfume caro y lleva por lo menos un kilo de maquillaje en cada mejilla.
—Y ahora me voy, que el taxi me está esperando.
Se levanta, no sin antes darme dos besos y abrazarme muy efusivamente.
—Por cierto, ¿cómo está la niña?
—Ahogándose —suelto.
María Elena Campuzano me mira, muy seria de repente. Después, ensaya una sonrisa forzada.
—No lo dirás en serio —aventura.
Al fin y al cabo, pienso, ha hecho el trayecto expresamente para venir a contarme esto, que se lo hubiera podido ahorrar perfectamente.
—Está en manos de los médicos, tal vez tengan que ingresarla —aclaro.
—Mira, por si acaso, te doy mi número. No sé qué podré hacer, pero no está de más que lo tengas. Anda, anota.
Y lo meto de mala gana en la memoria de mi móvil.
Cuando ya enfila el camino de salida, de repente, se detiene, se da la vuelta, y se acerca de nuevo hasta nosotros.
—A ti te conozco —le dice a Gabriela.
—No creo —responde mi amiga, poniéndose a la defensiva.
—Tú eres la hija de Patricia Halcón.
—Ni en sueños —miente Gabriela, que se teme lo peor.
—Y la hermana de Sofía.
—Anda ya.
—Te he visto con tu madre y tu hermana en algunos reportajes.
—Te equivocas.
—Tú eres Gabriela Woodworking, la hija de Patrick Woodworking, el tratante de obras de arte, y de Patricia Halcón.
—Por favor… —suspira Gabriela, que no sabe hacia dónde mirar.
—Me muero de curiosidad por saber qué estás haciendo aquí, con el hijo de Mónica.
—Pues muérete —mascullo.
La mujer me oye y me lanza una mirada llena de rencor.
—Debéis de ser de esos jóvenes que se asquean de nuestra profesión. Pues quiero que sepáis que, gracias a nosotros, vivís como vivís, tanto el uno como la otra, y que nosotros solo hacemos nuestro trabajo.
—Lárgate —-me enfurezco, levantándome de la silla.
—Mucha crítica, mucho negativismo, que ya me lo cuenta Mónica, la pobre, que dice que estás todo el día acusándola de no sé qué, y bien que os aprovecháis.
—No sabes de qué hablas —respondo, furioso, a un palmo de su rostro maquillado.
Me duele que mi madre hable de mí y de nuestras cosas con alguien como esta mujer.
—Diego, déjala —me aconseja Gabriela, con la voz asqueada.
—Yo solo pregunto qué hace aquí la hija de Patricia Halcón. Tal vez a tu madre le ha pasado algo con el embarazo y os habéis encontrado aquí por casualidad. ¿Está bien Patricia? Como ya tiene una edad, a lo mejor…
—O te vas o la monto —amenazo.
Y la agarro del brazo con fuerza. Quiero obligarla a salir del hospital.
—¿Por qué no me das tu número, chaval? Así, si hay alguna novedad de Nápoles, yo te la cuento.
—Tú alucinas.
No quiero para nada que esta abominable mujer me tenga localizado.
—Suéltame o llamo a seguridad —exclama la mujer, con firmeza.
—Pues llama —la desafío.
La amiga de mi madre me mira muy indignada y me sostiene la mirada un rato largo.
—Me voy, pero eso no va a quedar así —me dice, soltándose.
Sin embargo, a medio camino hacia la puerta, se detiene, se da la vuelta y le pregunta a Gabriela:
—Por cierto, mañana tu hermana cumple dieciocho años y sé de buena tinta que ha organizado una gran fiesta para celebrarlo. ¿Crees que tu madre estará ya bien para acompañarla?
—Me parece ridículo tener que recordarte que somos menores de edad —dice ahora Gabriela, muy seria—, y que no puedes obligarnos a contestarte nada, ni a hacer ninguna declaración. O sea que guárdate tus amenazas para alguien de tu talla.
—Malditos críos —masculla María Elena Campuzano, cruzando la sala de espera con afectación—. Otro día, que me busquen, para enviar mensajitos. ¡Estaría bueno!
Y se va, con su perfume caro y su olfato depredador, a buscar presas en otro sitio.
9. Crepúsculo
Sábado, 23 de junio. 20:45 h. Hospital de la Virgen Blanca. Urgencias, sala de espera.
A través de los ventanales de la sala de espera, contemplo un cielo encendido y un sol que se funde en su recorrido hacia el horizonte. Pronto oscurecerá. Jorge no ha vuelto a salir. Gabriela se ha quedado muy silenciosa después del altercado con la compañera de mamá. Hace rato que Marlene no llama. Tal vez vuele ya rumbo a su país. No quiero molestarla más. Sigo sin saber nada de mis padres.
Los mecánicos han recogido ya a su compañero herido. Ha salido en silla de ruedas, con una pierna enyesada. Han llegado los padres de la muchacha que se ha tomado un tubo de pastillas y los han hecho pasar adentro con prisas. Las tres amigas siguen ahí, con los ojos enrojecidos. Ingresan a un abuelo que sacan en camilla de una ambulancia, con el suero puesto; una mujer anciana le acompaña. Hay unas cuantas revistas de estas que llaman «del corazón» en una mesita. Patricia Halcón está en la portada de todas ellas, con el mismo titular: «Patricia Halcón ¿embarazada?». Me pregunto a quién puede importarle, qué clase de noticia es que una mujer que no es nadie especial, ni una bióloga que ha descubierto alguna vacuna contra algo malo, ni una reportera de guerra que se juega la vida, ni una química que lucha contra la contaminación del planeta, ni una embajadora de buenos propósitos, ni una cocinera de renombre mundial, ni una escritora, ni una bailarina que se deja la piel en cada actuación, esté o no esté embarazada. ¿En qué tipo de mundo vivimos, que generamos noticias como esta para dárselas a la gente como quien echa carnaza a las fieras? Y luego están los programas televisivos como el de mi madre, en los que sacan los trapos sucios de todo el mundo y duran horas y horas, repitiendo siempre lo mismo, dando crédito a rumores sin fundamento, metiéndose con todos, insultándose, vejándose. Y millones de espectadores atentos a ese circo, sin perdérselo ni un solo día. ¡Qué asco de mundo! Con la de cosas que hay por hacer y por remendar, y este rebaño de insensibles perdiendo el tiempo con sus estupideces. Se me revuelven las tripas cada vez que lo pienso, y luego veo a Marlene, con sus problemas, con sus hijos al otro lado del océano, perdiéndose sus juegos, sus sueños, sus sonrisas, su vida. Y todo, para que no se le mueran de hambre, o de frío, o para darles una educación y que no terminen buscándose la vida en la calle. Allí querría ver yo a esta imbécil de Campuzano, luchando por sacar adelante a sus críos a costa de su esfuerzo y de su dolor, y no intentando sonsacar a Gabriela que le cuente qué hace un sábado por la tarde en la sala de espera de urgencias de un hospital, acompañando al hijo de una periodista que se gana la vida contando infidelidades, embarazos, adicciones y trapicheos de personas que no son nadie.
Estoy rabioso. Y dolido. Porque me siento abandonado. Aunque miro a Gabriela y algo muy tierno pugna por salir y ahogar el asco que siento ahora mismo. No sé qué voy a hacer si no hablo con papá o con mamá. Me pedirán que venga un adulto si hace falta operar a Mafalda, o ponerle un tratamiento o algo que necesite autorización. Sí, me siento abandonado. Y perdido.
A veces querría no ser tan responsable, tan «mayor», como dice Marlene, ni tan sensible. Quisiera olvidarme de todo, y divertirme. Pero no puedo. No sé hacerlo. Suerte que Gabriela está conmigo. Es maravillosa. No se merece tener una madre como la que tiene. Ni yo. Ninguno de los dos nos las merecemos. Pero el mundo es así. Por un lado, está Marlene, con su vida sacrificada a cuestas. Y por otro, están las nuestras, con sus excusas repugnantes: que si «la gente tiene el derecho a estar informada», que si «las noticias están todas contrastadas», que si «yo cuento mi vida es porque hay personas que pagan por conocerla»… Cuántas mentiras, cuántos engaños, cuánta comedia. Y la vida sigue. Y Mafalda está mal. Y yo estoy a las puertas de una noche que no sé cómo va a terminar.
Acaban de encenderse las farolas del jardín del hospital. Derraman una luz amarillenta, como de polvo en suspensión. Y en mi cabeza va y viene sin cesar lo del problema de mi padre, porque no sé cuál es.
10. Tregua
Sábado, 23 de junio. 21:10 h. Hospital de la Virgen Blanca. Urgencias, jardín.
Hace un rato ha salido Jorge. Mafalda no mejora. Me ha dicho que el nivel de oxígeno en sangre es muy bajo y que no consiguen recuperarlo; que intente contactar con mis padres como sea. O que llame a alguien de mi familia, o a algún adulto que se responsabilice de la niña. O eso, o se verá en la obligación de llamar a los Servicios Sociales en breve. Y me ha repetido que los menores no pueden estar ingresados ni se puede iniciar ningún tratamiento extremo sin una autorización. «¿Aunque se esté muriendo?», le he preguntado, con algo de rabia. «Diego, haremos lo que sea, con autorización o sin ella, pero el protocolo me obliga a llamar a los Servicios Sociales si nadie viene. Lo siento. No lo tomes como algo personal. De veras comprendo cómo te sientes. Yo me daría de cabezazos contra la pared si estuviera en tu situación, te lo aseguro».
Desde el jardín mi móvil tiene más cobertura y llamo a tía Anabel.
—Vuelve a repetirlo, Diego, y despacio, que no me he enterado de nada. ¿Qué le pasa a Mafalda?
Tía Anabel y mamá no se hablan. Tuvieron una pelea muy fuerte las últimas Navidades, en medio de la cena familiar. Tía Anabel le dijo que parecía mentira que, después de tantos años de estudios en la universidad, se dedicara a perseguir noticias como las que da, alentando la morbosidad y la perversidad de la gente. Mamá le respondió muy duramente, reprochándole su falta de ambición, su vida insípida, vulgar y gris; que si se conformaba con ser una simple maestra de escuela y quitar los mocos a los críos de los demás día tras día, no era su problema, pero que a ella la dejara en paz. También le echó en cara que, a pesar de su vida tan regulada, tan legal y tan perfecta, no había sido capaz de retener a su marido y conservar su matrimonio. Ahí se pasó un montón. Porque tía Anabel lo pasó muy mal cuando tío Rodrigo la abandonó, que fue de un día para otro, sin ninguna explicación, dejando atrás a un niño de pocos años, mi primo Toni, una hipoteca y una montaña de facturas sin pagar. Tía Anabel se levantó de la mesa, cenábamos en nuestra casa, tomó a Toni de la mano y se fue. No ha vuelto a poner los pies en nuestra casa, pero me llamó por mi cumpleaños y me felicitó el día que supo que había ganado un premio de narración, convocado por el Ayuntamiento. Lo leyó en el periódico y se apresuró a llamarme. Una vez al mes voy con Mafalda a su casa y merendamos con ella y con Toni. Mamá no lo sabe.
—¿Cuántas horas llevas en el hospital?
—No lo sé, tres o cuatro.
—¿Y hasta ahora no me has dicho nada?
—Pensé que podría contactar con mamá o con papá.
—Ya.
—No te enfades.
—No me enfado.
—Me gustaría que vinieras. De hecho, necesito que vengas.
—Lo entiendo. Dame unos minutos para ver con quién dejo a Toni y voy enseguida.
—Gracias.
—No me tienes que dar las gracias por nada.
—Gracias. Gracias. Gracias.
—¿Necesitas que lleve algo? No sé, pijamas para la niña, pañales, algo.
—Creo que no. Te necesito a ti.
—Voy.
Corto la comunicación y aparece Gabriela con dos bocadillos y dos botellas de agua fría.
—Nos los podemos comer aquí, en el jardín. La enfermera de recepción me ha dicho que nos llamará si hay novedades.
Ya no es la enfermera de ojos de color de chocolate, sino la del turno de noche, más simpática, más guapa y más habladora.
No tengo hambre, pero me sabe mal desairar a Gabriela, que ha ido hasta la cafetería del hospital mientras hablaba con tía Anabel, y empiezo a mordisquear mi bocadillo sin ganas. Es de atún.
—¿Prefieres este de queso?
—Da igual. El de atún está bien.
—Tenemos que comer, que la noche va a ser larga.
—Ya lo sé —y me tengo que esforzar para no reír porque, por un momento, me ha parecido oír a una persona mayor y no a una chica de quince años.
—¿Vendrá tu tía?
—Sí.
Gabriela come con afición. Le resbala una miga de pan por su barbilla redondeada. Se la quito sin apenas tocarla.
—¿Te vas a quedar? —le pregunto.
—¿Quieres que me quede?
—Sí.
—Me quedo.
Y me sonríe.
—¿No deberías llamar a tu madre? —le insinúo.
—No hace falta.
Y no me cuenta por qué. Yo tampoco se lo pregunto.
—¿Cómo es tu tía?
—Una buena persona.
—¿Está casada?
—Ya no.
—¿Hijos?
—Uno, Toni, un pequeño diablillo de nueve años.
—Me gusta que venga tu tía.
—A mí también.
Poco a poco, mastico el bocadillo con más afición, como si la inminente llegada de tía Anabel me liberara de una porción de nervios y de angustia. Una porción pequeña, casi ínfima, pero suficiente para engullir el bocadillo de atún sin demasiado esfuerzo.
Corre una brisa dulce entre los árboles del jardín del hospital.
Llega una nueva ambulancia y sus luces anaranjadas y su sirena desbordante rompen la calma de este instante de tregua.
11. Anabel
Sábado, 23 de junio. 21:45 h. Hospital de la Virgen Blanca. Urgencias, sala de espera.
Tía Anabel y mamá no parecen hermanas. Mamá debe vigilar mucho su dieta, porque tiene tendencia a estar rellenita y es alta, lo cual quiere decir que hay mucho sitio donde depositar todo aquello que entra de más en su cuerpo. Pero va al gimnasio y se cuida una barbaridad, sobre todo desde que sale tan a menudo por televisión. Tía Anabel es puro nervio, delgada hasta los huesos, bajita, ojos chispeantes y manos largas, de pianista. Pero su voz contrasta por su extrema dulzura. Cuando la oigo, siempre me parece que habla en play-back, porque la voz no se acomoda a su aspecto.
Entra como un torbellino por la puerta acristalada de urgencias. Recorre con una mirada rápida la sala de espera y me ve. Cruza la puerta con los brazos extendidos y las manos abiertas. Y, en un instante, me siento aprisionado por un burbujeo de ternura en forma de besos y de reprimendas suaves.
—Me lo deberías haber dicho enseguida.
—Ya lo sé.
—¿Cómo habéis venido hasta aquí?
—En ambulancia.
—¿Tú solo con la niña?
—Y con Gabriela.
Gabriela está parapetada detrás de mí, silenciosa, prudente.
—Me hacía compañía en casa cuando Mafalda se ha puesto mala —aclaro.
Tía Anabel le da un beso sincero.
—Gracias por acompañar a mi sobrino en este trance.
Gabriela sonríe, sin decir nada.
—¿Y la niña? ¿Qué te han dicho los médicos? ¿Quién la atiende?
Le cuento lo del doctor González-Peiró, cómo he contactado con él y el último parte.
—¿Dónde la tienen?
—En cuidados intensivos.
—¿La puedo ver?
—A mí no me han dejado. Antes que nada, deberías ir a recepción y decir que te responsabilizas de ella. Así se podrá firmar el ingreso.
Vamos los tres. Tía Anabel firma los papeles que rellené yo antes.
—Ahora sí está todo correcto —confirma la enfermera, metiéndolos en un sobre y dejando el sobre en una bandeja donde hay unos cuantos más.
—Nos gustaría verla —añade tía Anabel.
—Me temo que de momento no es posible.
—O, al menos, hablar con el doctor.
La enfermera, que debía de tener instrucciones, llama por teléfono.
—Informen al doctor González-Peiró que ha llegado un adulto responsabilizándose de la niña sin padres… Sí, la del hermano.
Lo de «la niña sin padres» ha hecho que el corazón me diera un brinco. Tía Anabel lo ha notado y lanza una mirada furiosa a la enfermera.
—La niña sí tiene padres —le suelta muy seria.
—Lo siento, no quería decir eso, era para que me entendieran —se disculpa, sin mucho ahínco—. Espérense en la sala, por favor. El doctor vendrá enseguida.
Tía Anabel nos agarra fuerte del brazo, a un lado Gabriela, al otro yo. Nos sentamos en tres sillas contiguas. Hay un intercambio constante de personas en la sala. Llegan de nuevas y desaparecen otras. Las tres chicas llorosas ya no están.
—¿Habéis comido algo? ¿Queréis un refresco?
¡Qué alivio, Dios mío!, pienso, notando la cálida compañía de tía Anabel en este lugar sembrado de dudas, de interrogantes y de malos presagios.
—Contadme cómo ha ido todo —continúa.
Empiezo desde el principio, desde la despedida de Marlene y su legajo de recados: el pediatra del miércoles, el jarabe, el pollo con almendras; después, el llanto de Mafalda, las comunicaciones telefónicas con Marlene, la llamada al médico amigo de la familia, la ambulancia.
—¡Doña Remedios! —exclamo, de pronto—. Le prometí que la llamaría.
—¿Quién es doña Remedios? —pregunta mi tía.
—La portera. Si no llego a encontrarte, la hubiera llamado a ella para que viniera a hacer el ingreso de Mafalda.
—Pues llámala, anda, que estará intranquila.
Llamo y me contesta su marido. Me cuenta que acaba de irse en taxi hacia el hospital.
—Se ve que no tenía tu número —me dice el hombre—, y estaba que se subía por las paredes, de los nervios. Suerte que ha oído que decías a los de la ambulancia que os llevaran a la Virgen Blanca. Si no, ya la veo llamando a todos los hospitales de la ciudad.
—¿Y entonces viene para acá? —pregunto.
—Por el rato que hace que se ha marchado, debe de estar al caer.
—¡Pobre! No hacía falta que se molestara.
—¿Cómo está la niña?
—Le están haciendo pruebas.
—Espero que se recupere pronto.
—Y yo. Gracias.
Cuelgo. Y, justo en este momento, veo la figura alta y gruesa de doña Remedios apartando de un manotazo una silla de ruedas vacía que le interrumpía el paso y entrando como una tromba en la sala de espera.
12. Remedios
Sábado, 23 de junio. 22:05 h. Hospital de la Virgen Blanca. Urgencias, sala de espera.
Doña Remedios se ha sentado a mi lado, después de abrazarme y plantarme dos sonoros besos en las mejillas. Huele como su casa, a lejía y a potaje, pero no me molesta, al contrario. Me da una sensación increíble de paz y de seguridad.
—Te dije que me contaras cómo iba todo —me reprocha, guiñándome un ojo.
—Con el ajetreo, se me pasó.
—Lo entiendo.
Le presento a mi tía Anabel. Dice que la recuerda de las veces que ha ido a mi casa.
—Aunque hace tiempo que no la veía —añade.
—Puede ser —comenta tía Anabel, sin dar más explicaciones.
—Las porteras solemos tener mucha memoria visual. ¿Se dice así? Según quién, lo confunde con el chismorreo, pero no es lo mismo. A veces se nos piden cosas que, si no fuera por esa cualidad, no podríamos responder. ¿Me entiende usted? Fíjese, todavía recuerdo la cara de un cartero que dejó de repartir en nuestro barrio hace más de quince años. Pues el otro día me lo encontré en la calle, lo reconocí y hablamos un buen rato. Reconozco las caras, los perfumes, la firmeza de un paso, los taconeos. Por el taconeo, sin verlo, sé qué vecino entra y sale del edificio. Incluso sé distinguir, desde mi casa, solo escuchando, quién sube en el ascensor. Sí, sí, no me mire así. Es verdad. Sé qué vecino tarda más en abrir la puerta del ascensor o en pulsar el botón de su piso. Sí, señora. Me sé los horarios de todo el mundo. Y sus manías. Todo. Pero no es chismorreo. Es otra cosa. Y solo para que todos vivan más felices. Para hacerles la vida más fácil, vamos.
—Que sí, mujer, que ya entiendo lo que quiere decir —la corta tía Anabel, divertida.
—¿Tienen portero en su finca?
—Pues no.
—Es una lástima —responde doña Remedios, algo compungida.
—Y usted que lo diga.
—Dentro de unos años, habremos desaparecido.
—Siempre quedarán casas con portería en los barrios más acomodados.
—No sé, no sé. Ahora, con los porteros automáticos, las empresas de limpieza y todas estas cosas que se inventan, cada vez lo tenemos peor. Y la crisis tampoco ayuda. Somos una especie en extinción.
Lo dice de verdad, muy apenada. Sin embargo, enseguida cambia de expresión y nos mira a Gabriela y a mí con una infinita ternura.
—¿Y ya han cenado estos chavales? —pregunta.
—Hemos comido unos bocadillos —contesta Gabriela, con los ojos sonrientes, porque creo que se divierte con la humanidad y la simpatía que rebosa nuestra portera.
—¡Qué maja! —exclama doña Remedios—. ¿Y Mafaldita? ¿Cómo está?
—La ingresarán —digo.
—¿Tan malita sigue?
—No lo sé muy bien, parece que sí.
—¿Han llegado tus papás?
—No solo no han llegado, sino que todavía no he podido hablar con ellos.
—Ya me lo figuraba, porque yo también he estado insistiendo y nada.
—Papá debe de estar encerrado en alguna reunión importante en Milán y mamá sobrevuela el Mediterráneo en medio de una tormenta.
—¡Qué cosas! —suspira doña Remedios, sin añadir nada más.
No hace falta. Para una mujer como ella, nuestra situación es del todo increíble, lo sé. Ella no se separaría de un hijo pequeño por nada del mundo. Y mucho menos si estuviera enfermo.
—Bien, tenemos que organizarnos —decide, con voz y ademán impulsivos.
—¿Qué quiere usted decir? —se sorprende tía Anabel, que hace un rato que está en silencio.
—Pues que no hace falta que estemos tanta gente aquí pendientes. Ya es de noche y estas criaturas —dice, refiriéndose a Gabriela y a mí— tendrán que ir a descansar, digo yo, que bastante han hecho ya y llevan muchas horas con esta angustia.
La sala de espera, ahora, está casi vacía. Una brisa fresca y estimulante se cuela por las puertas abiertas. El tráfico en la calle y en el aparcamiento del hospital también ha descendido por fin y se respira una cierta calma. Muchos estarán celebrando ya la verbena de San Juan.
—Yo me puedo quedar toda la noche si hace falta —nos comunica doña Remedios.
—Yo también —añade tía Anabel.
—Pues ya está —afirma la portera, con contundencia—. Vosotros dos ya os podéis ir para casa.
—Ni lo sueñe —respondo con decisión—. Yo no me muevo de aquí hasta que no sepa que Mafalda está fuera de peligro y que papá y mamá están al caso de lo que ocurre.
—Diego, esta señora tiene razón —admite tía Anabel—. Lleváis muchas horas con todo esto y ahora no se puede hacer más que esperar. No hace falta que os quedéis toda la noche.
—Que no, que yo me quedo. Si Gabriela quiere irse, lo entenderé. Pero yo no me muevo de aquí.
Y para no alargar más la discusión, me levanto con la intención de ir afuera a tomar el aire, pero en ese momento llega el doctor.
—La hemos llevado a una habitación —nos comunica, con una voz ligera y distendida—. Está estable.
—¿La podemos ver? —pregunto.
—Solo una persona. Lleva máscara de oxígeno y no es conveniente cansarla.
—¿Está despierta?
—Ahora duerme.
—Voy a verla.
—Uno de ustedes podrá quedarse con ella toda la noche. O por turnos. Pero recuerden: no más de una persona en la habitación.
—De acuerdo —acepto, y me voy volando hacia las escaleras.
—Está en el quinto piso, en la planta de pediatría, habitación quinientos doce. Será mejor que uses el ascensor —me avisa Jorge.
—¡Gracias!
13. Eugenio
Sábado, 23 de junio. 22:20 h. Hospital de la Virgen Blanca. Habitación 512.
Cuando mamá me dijo que estaba embarazada y que iba a tener un hermanito, me quedé desconcertado. Supongo que, después de trece años de ser hijo único, ya me había hecho a la idea de que lo sería para siempre. Recuerdo que pensé: pobre criatura. Porque todavía tenía muy presentes los Reyes sin juguetes, los olvidos de mis padres y el montón de sinsabores que me regalaban casi a diario.
Mis padres no son malos, pero van a la suya. Y muchas veces he pensado que para qué han querido tener hijos si su trabajo está por encima de todo lo demás. Si no nos tuvieran, seguro que serían más felices, uno con sus negocios y la otra con sus historias del corazón. ¿Qué necesidad tienen de traer hijos al mundo para luego olvidarse de ellos? No lo entiendo.
Con la llegada de Mafalda, mamá tuvo que dejar su trabajo un par de meses, y yo la notaba tensa, nerviosa, siempre con el teléfono a cuestas, haciendo gestiones para los compañeros de los programas en los que interviene y de las revistas en las que escribe. Un día se lo recriminé y me dijo que no le costaba nada hacer favores desde casa, una llamada, una cita, una información, un teléfono; que así, cuando volviera a trabajar, estaría más al día de todo. No se perdía ni un solo programa de los que sale ella. Parecía un animal enjaulado. Recuperó la libertad cuando metió a Mafalda en una guardería y solo la veía un ratito por la noche, aunque no todas, y un instante por las mañanas, antes de salir de casa. El resto del día, Mafalda crecía entre los brazos de las cuidadoras de la guardería y las atenciones de Marlene. Bueno, y las mías.
Desde el primer día, quise con toda mi alma a aquella criaturita que llegó a nuestro mundo con una sonrisa que era para comérsela, con unos ojazos azules que borraban cualquier sinsabor, y con una dulzura y un frescor que te reconciliaban con la vida. Enseguida supe que tenía que amarla, protegerla y cuidar de ella. Ahora sé que lo llevé demasiado al límite, porque a los trece años está bien que quieras a tu hermanita, pero no hasta el punto de dejar tu equipo de fútbol, por ejemplo, o de prescindir de los amigos. Me lo dijo un día Eugenio, cuando supo que abandonaba el equipo: «Diego, sin ti, esto no será lo mismo. ¿A quién voy a lanzar mis pases, si tú no estás ahí delante?, a ver. Eso que me cuentas de que tienes que cuidar a tu hermanita no cuela, chico. Y menos en tu caso, que tienes niñera y no os falta de nada en casa. Creo que te estás pasando».
A Eugenio lo conozco desde que entré en el equipo, con ocho años, después de decidir que prefería el fútbol al baloncesto. Él juega gracias a una beca, porque en su casa no podían pagar la cuota, pero es muy bueno, alguien se dio cuenta y buscaron la manera de que pudiera inscribirse en el club. No vamos al mismo colegio; él va a un instituto público de su barrio, y vive en un edificio de la periferia, en una zona de casas apretadas y pequeñas a las que apenas da el sol, porque las calles son estrechas y húmedas. Yo he estado en su casa y él en la mía y ahora mismo puedo decir que Eugenio es mi mejor amigo en este mundo. Aparte de Gabriela. No sé qué será de él en el futuro, pero no me extrañaría nada verlo jugar algún día en un equipo de primera división. Tiene talento y sabe esforzarse como un titán.
Como ya no juego al fútbol, quedamos a veces para ir al cine o a tomar algo, porque, si no, no nos veríamos. Nos contamos nuestras vidas y hablamos de todo un poco. Y nos reímos mucho. Aunque a veces también nos ponemos serios, como cuando atacamos el tema de los trenes que pasan y no atrapamos, que es una cuestión que abordamos a menudo, cuando nos sentimos más trascendentales. Él tiene claro que debe subirse a todos los trenes que aparezcan por su estación, porque si no lo hace, está perdido. Es muy maduro, y yo me siento muy bien cuando estoy con él. «Tu obligación no es estar por la niña a todas horas —me dijo entonces—. La quieres y la querrás siempre, pero sus padres son sus padres. Tú eres su hermano, y punto».
Sin embargo, dejé el equipo, porque tenía claro que Mafalda me necesitaba. Y por una vez en la vida, mis padres estuvieron de acuerdo conmigo; en que dejara el fútbol, no en que tuviera que cuidar a la niña, que creo que ni se enteraron de que fue por eso. Nunca les gustó mi afición futbolística y menos en un club nada elitista en el que entraba todo quisqui, muchos con beca. Ellos hubieran preferido que me apuntara a tenis, a esgrima o a hípica. Pero a mí me gusta el fútbol, qué le vamos a hacer.
—Mafalda, hermanita…
Tiene los ojos cerrados y no se da cuenta de que estoy aquí. Lleva una máscara de oxígeno y se la ve tan diminuta en esta cama enorme que me parte el alma. Y más cuando pienso que papá y mamá aún no saben nada de nada.
—Te vas a poner bien, mi vida.
Saco de la bolsa su peluche, un hipopótamo azul, suave, pequeño, con la boca abierta y las orejas derechas, y se lo dejo al lado de la almohada. Le hago una foto con el móvil y se la mando a mis padres sin pensarlo y con un ramalazo de rabia y de amargura.
—¿Dónde diablos estáis?
14. Llamada
Sábado, 23 de junio. 22:35 h. Hospital de la Virgen Blanca. Habitación 512.
–¿Eugenio? Soy Diego.
—¡Chaval! ¿Qué pasa?
—Nada. Bueno, sí. Tengo a mi hermana en el hospital y no encuentro a mis padres por ningún lado.
—Estarán en alguna reunión, en algún acto…
—No, están fuera…, lejos. ¿Me entiendes?
«Fuera de mi vida», casi se me escapa, pero me contengo.
—¿Quieres que vaya?
—¿Dónde estás? —le pregunto.
—He salido con unos amigos del barrio a tomar algo en una terraza. Aquí han montado una hoguera. Hace un calor de mil demonios.
—No hace falta que vengas, no…, solo… quería hablar un rato contigo.
—Claro.
—El próximo trimestre intentaré que me vuelvan a admitir en el equipo.
—¿En serio?
—Palabra de honor.
—Me alegro un montón. ¿Y cómo está tu hermana? ¿Qué le ha pasado?
Se lo cuento por encima.
—¿Está fuera de peligro, pues?
—No lo han dicho con esas palabras, sino que está estable.
—Suena bien.
—Sí.
Se oye un fondo de música y voces, de sábado por la noche, de vida, de alegría, de descanso, de ocio, de diversión.
—¿Sois todos chicos? —pregunto por curiosidad.
—¿Dónde?
—Ahí, en la terraza.
—No, también hay chicas.
—Bien.
Digo “bien” por decir algo.
—Gabriela está aquí conmigo, ha estado a mi lado desde el principio.
—Gabriela es muy maja, dale un saludo de mi parte.
—Lo haré.
—Oye…
—¿Qué?
—Que puedo ir, ¿eh? En un momento me planto en el hospital.
—No hace falta. Si te necesito, te aviso, ¿vale?
—De acuerdo, colega. Mañana te llamo.
—Gracias.
Cuelgo y suspiro profundamente. Pienso que tengo unos salvavidas estupendos. Y, por un momento, por un momento muy breve, me siento afortunado.
15. Llanto
Sábado, 23 de junio. 22:45 h. Hospital de la Virgen Blanca. Habitación 512.
Tía Anabel ha llamado con los nudillos a la puerta y ha asomado la cabeza.
—Diego, ahora voy a entrar yo y me iré relevando con doña Remedios toda la noche. Anda, sal, y vete a casa con Gabriela. Dice que te va a acompañar y que se quedará contigo, si quieres.
No sé irme de aquí. Es como si las piernas no me obedecieran.
—También puedes ir a mi casa. Toni está con una canguro muy maja. La llamo y le digo que vas, si lo prefieres.
Me pasa por la cabeza que tal vez mamá y tía Anabel no sean hermanas. No se parecen en nada.
—¿Quieres salir de una puñetera vez?
Tía Anabel es así, legal hasta las últimas. Si nos han dicho que no podíamos estar dos personas al mismo tiempo en la habitación, ella se quedará fuera, solo asomando la cabeza tras la puerta, hasta que yo salga, a menos que haya un incendio y tenga que entrar a salvar a la niña.
Salgo.
—Tía, es que no sé irme.
—Pues pones un pie delante del otro, te diriges al fondo del pasillo, llamas al ascensor…
—¡Tía!
—Lo lamento, pero cuando te pones terco, no hay quien te aguante.
Me siento en una silla que hay en el pasillo, al lado de la puerta de la habitación de mi hermana, y tía Anabel se agacha delante de mí.
—Diego, te entiendo muy bien, pero debes hacer un esfuerzo. Aquí solo vas a ponerte más nervioso. Tu hermana está controlada y tú deberías descansar, porque tal vez mañana tengas que pasarte en el hospital todo el día. Si no duermes un poco, tendremos que ingresarte a ti también. Uno tiene que saber hasta dónde llega. Confía en mí.
—No, si ya confío.
—Pues no lo parece.
—Me sabe mal que hayas tenido que venir.
—¡Y a mí! Esta noche daban una de Harrison Ford por la tele.
—Son mis padres quienes tendrían que estar aquí.
—En eso llevas la razón, no te diré que no.
—Eres maravillosa y me duele que mamá no lo sepa.
—Ella se lo pierde.
—Creo que me voy a echar a llorar.
—Pues llora.
—Mira que si Mafalda se muere…
—¡Anda ya!
Creo que he tenido este pensamiento todo el rato, desde el primer momento, pero no lo he hablado con nadie. Y ahora siento la necesidad de sacarlo.
—Es tan pequeña, tan dulce, tan inocente —digo, como si me saliera del mismo corazón.
—Como una nube de caramelo.
—Tía, no te rías, por favor.
—No me río.
—Yo creo que nunca voy a ser padre. Se sufre demasiado.
Noto que tía Anabel me acaricia las rodillas.
—A lo mejor si no lo eres —me dice—, sufrirías porque notas un vacío. Es complicado.
—Me gustaría vivir contigo. Contigo, con Toni y con Mafalda.
—Pues lo tenemos chungo, porque a Toni le huelen mucho los pies y en casa solo hay dos habitaciones, así que tendrías que dormir con él.
—Y a nosotros nos sobran habitaciones por todos lados.
—El mundo está muy mal repartido, cielo.
¡Cómo quiero a esta mujer menuda, inquieta, sabia, equilibrada y divertida! Y lloro, ahora sí, y me río, todo a la vez, a raudales, como un torrente de emociones sin sentido y sin freno alguno. Tía Anabel me alarga un pañuelo y no me dice nada.
Después de llorar no sé cuántos minutos seguidos, que hacía siglos que no soltaba ni una sola lágrima por nada, me siento mejor, como más tranquilo, como después de haber devuelto hasta la primera papilla, como más ligero.
—¿Te vas ya? —me pregunta tía Anabel, al ver que me levanto de la silla.
—Me voy.
—¿A tu casa o a la mía?
—A la mía. No me gusta dormir con alguien a quien le huelen los pies.
—Nos vemos mañana por la mañana.
—Pero si sucede algo, cualquier cosa, tía, por favor, llámame.
—Te llamo, pesado.
—Te quiero.
—Pues yo, ni una pizca. Anda, vete ya.
Le robo un beso y un abrazo kilométrico y me voy a buscar el ascensor.
16. Incredulidad
Sábado, 23 de junio. 23:10 h. Hospital de la Virgen Blanca. Urgencias.
Debo de estar soñando, porque veo a alguien con una falda de un estruendoso color butano y una camisa de un blanco inmaculado hablando con doña Remedios y con Gabriela al lado de la máquina de los refrescos.
—¡Marlene!
La enfermera de recepción, ante mi incontrolable y sonoro grito de náufrago, levanta los ojos con mirada crítica.
—Perdón, perdón, perdón, perdón —repito, al borde de la histeria y de la incredulidad.
Marlene se vuelve, me ve, arranca a correr encaramada en sus tacones, me alcanza, me inunda de besos.
—Mi niño, mi pequeño, mi príncipe, mi alma.
—¿Qué haces aquí, Marlene? ¿Y el avión? ¿Y tus maletas? ¿Y tu viaje?
—Todo controlado. El avión no sale hasta las seis de la mañana. Hay una huelga de no sé quién en no sé dónde y todo se ha retrasado que no veas. Mi familia está avisada. Las maletas ya están embarcadas. Nos han dicho que nosotros embarcamos a las cinco. Y me he dicho: yo me voy al hospital. Un taxi y hasta aquí.
—Eres increíble. Te quiero.
Marlene me dice que está muy orgullosa de mí, de cómo he llevado la situación, que ya tengo aquí a un ejército de gente para no estar solo, y que ya sabe que Mafalda está en una habitación y que se encuentra mejor.
Gabriela sonríe al verme sonreír, a pesar, supongo, de las trazas de las lágrimas que, en el viaje en ascensor, no he podido disimular. Quería ir antes a un baño, para limpiarme la cara, pero no me ha dado tiempo.
—Ahora nos iremos los tres a casa, cenaremos un poco y descansaremos —ordena Marlene—. Doña Remedios y tu tía se quedan de retén.
Le digo que sí, que lo que quiera. No me pregunta por mis padres. Me imagino que ya sabe que todavía están en paradero desconocido.
17. Taxi
Sábado, 23 de junio. 23:25 h. Taxi, camino de la casa de Diego.
Subidos en el taxi, de camino a casa, Marlene reflexiona sobre la huelga de no sabe quién.
—Creo que son los controladores aéreos —apunta Gabriela.
—Pues esos. A mí me parece muy bien que la gente que no esté contenta proteste. Pero a mí quién me devuelve este día que no voy a pasar con mis hijos, a ver. Un día más sin mis hijos es como un día más de vacío.
La miro, me mira y repara en que quizás ha hablado demasiado.
—Diego, lo siento.
—Mis padres deben de tener un vacío dentro que ni te cuento.
—Lo lamento, mi amor, créeme.
—No pasa nada —respondo, mirando por la ventanilla.
Tengo todavía este escozor que no sé cómo quitarme. Por suerte, Mafalda está mejor y Marlene está aquí. Ya llegará la hora de los reproches, pienso, porque en este día me he ido forjando una idea, un proyecto, un objetivo. Me gustaría ser lo suficientemente valiente como para hacerles entrar en razón y que se dieran cuenta de que Mafalda y yo los necesitamos más en casa; para sentirnos mejor y más seguros, para compartir nuestras cosas, que hace ya no sé cuánto que no hablo de nada de los estudios con ellos, tanto que ni creo que sepan ni en qué curso estoy. Los necesitamos más para todo. Para crecer. Para vivir. Mi madre no se puede ir de viaje sin avisar. Y menos con la niña enferma y pendiente de una visita con el pediatra. Y mi padre no puede estar tanto tiempo fuera de cobertura.
Suena mi móvil y el corazón me da un vuelco. A ver si alguno de los dos, por fin, aparece esta noche. Miro la pantallita con nervios y veo que es Eugenio.
—Oye, que voy para allá —me dice—. ¿En qué hospital me has dicho que estás?
—Tranquilo, ya no estoy en el hospital, Eugenio. Estoy a punto de llegar a casa.
—Pues me acerco a tu casa.
—No hace falta, de verdad.
—A mí sí me hace falta —afirma.
Y me deja sin argumentos.
18. Papá
Sábado, 23 de junio. 23:40 h. Casa de Diego.
Pago el taxi y entramos los tres en el edificio. Paso un momento por la portería, a recoger un duplicado de las llaves de casa, ya que, antes, con las prisas, me las olvidé dentro. Marlene me dice que no hace falta, que ella ya lleva las suyas. De todas formas aprovecho para comunicar al marido de doña Remedios que su mujer se va a quedar toda la noche en el hospital, aunque supongo que ya está avisado.
—Ya me lo ha dicho —me confirma—. Y que la niña está mejor.
—Sí.
—Me alegro mucho. Tu padre también estará contento ahora cuando se lo cuentes.
Me quedo sin sangre. ¿Qué me está diciendo este hombre?
—Acaba de llegar —añade—. No hace ni diez minutos. No he querido decirle nada porque creo que estas cosas es mejor que se sepan por la familia. He pensado que ya se lo contarías tú. Claro que, si hubiera estado aquí mi mujer, ella no se calla una y a estas horas ya lo sabría, como lo sabe todo el vecindario, porque Remedios ya sabes cómo es. Las penas al viento, dice siempre, para ventilarlas porque, si no, se pudren.
—¿Mi padre está en casa?
—Desde hace diez minutos. O menos.
—Vamos para arriba —dice Marlene, tomándome del brazo y arrancándome de la verborrea del marido de doña Remedios.
El ascensor llega de muy arriba. Estamos los tres callados, de cara a la puerta, contemplando el número de los pisos que se van iluminando a medida que se acerca. Gabriela me ha agarrado de la mano. Marlene todavía me aferra el otro brazo con fuerza.
Llega el ascensor. Subimos. Estoy nervioso, lo noto, porque no me entra la llave en la cerradura de la puerta de nuestro piso.
—Trae, ya abro yo —dice Marlene.
Se oye música de fondo. Viene del salón, pero no hay nadie y está casi en penumbra.
—Oigo el agua de la ducha del baño de tus papás —dice Marlene—. Me voy a la cocina a preparar un café. ¿Alguien quiere algo?
—Yo, un poco de agua, gracias —responde Gabriela.
—Pues id al salón, que ya os llevo agua y refrescos.
Enciendo alguna luz más y Gabriela y yo nos esperamos, sentados en uno de los sofás, sin decir nada. Solo al cabo de un rato, Gabriela me pregunta:
—¿Quieres que me vaya?
—¿Por qué?
—No sé, tal vez quieras hablar con tu padre a solas.
Gabriela me mira con su mirada verde, con su infinita ternura, con su sonrisa eterna, con su inocencia y, a la vez, con sus razonamientos de adulto.
—No quiero que te vayas. Quiero que te quedes.
—Pues me quedo.
—No sé qué decirle —confieso—. Ni cómo.
—Empieza desde el principio y ya saldrá todo.
—Es que quiero decirle más, mucho más.
Gabriela me mira y lo entiende, porque después me aconseja, con suavidad:
—Piénsatelo dos veces, Diego. Quizás hoy no sea el mejor día. Tú estás muy nervioso y él también se alterará cuando sepa lo que hay.
—¿Qué es lo que hay? —pregunta mi padre, entrando en el salón.
Lleva una camiseta blanca, unos pantalones cortos azul marino y sandalias, el pelo mojado, y huele a jabón y a colonia.
—¡Vaya, vaya! —exclama, con el semblante algo cansado—. ¿Habéis subido a hacer la última copa de esta noche del sábado? ¿Gabriela, verdad?
Me sorprende que recuerde su nombre. Solo la ha visto tres o cuatro veces por casa y solo de pasada.
Entra Marlene con una bandeja con café, agua, refrescos y unos sándwiches.
—¿No os importa si como algo con vosotros? —pregunta mi padre, tomando un sándwich de la bandeja, uno que rezuma lechuga y jamón york por los bordes—. Acabo de llegar de Milán, después de dar vueltas y más vueltas en el avión; hay huelga de controladores y ninguno iba a su hora. Tenía que volver mañana, ya lo sabes —suelta mirándome, y yo debo de poner cara de idiota porque nadie me había dicho cuándo regresaba—. Pero se ve que mañana será peor y, como ya lo tenía todo hecho, he adelantado la vuelta.
¡No doy crédito! Cuando ha llegado, ¿no se ha dado cuenta de que no había nadie? ¿Dónde se supone que está Mafalda a estas horas? ¿Y no se pregunta qué hace aquí Marlene, que debería ya estar volando para Guatemala? ¿Tampoco se sorprende de que no esté mamá?
—Papá…
—Dime, hijo.
—No has mirado el móvil.
—¿Qué dices? Claro que lo he mirado.
—¿Y no has visto mis mensajes?
—¿Qué mensajes?
Papá recoge su móvil, que está encima de la mesita de centro, lo enciende y repasa con atención su contenido.
—No hay ningún mensaje tuyo.
—¿Cómo que no? ¡Te he mandado cincuenta, por lo menos! Sin contar los de Marlene y doña Remedios. ¡Y los de tía Anabel!
Papá me mira con semblante serio. Se ve que no entiende nada. De repente, se da con la mano en la frente.
—¡Ya sé lo que ha ocurrido! —exclama—. Me robaron el móvil en Milán y me compré otro. Los números de la memoria los he perdido. Solo metí algunos que me sabía de memoria. En el despacho bajaré de la nube el resto de los contactos que tengo guardados y listo.
Va mirando el móvil, como justificando lo que acaba de decir, y se sienta tranquilamente en su butaca.
—¿Ves? Tú no estás, mamá tampoco. Por cierto, ¿dónde está tu madre? Creía que hoy no tenía nada y estaría en casa.
Me levanto, ya no puedo más, y me encaro con él.
—Mamá vuela hacia Nápoles, en medio de una tormenta, para cubrir una boda idiota que se va a celebrar el sábado o el domingo que viene. Se ha ido sin avisar. Y ha dejado a Mafalda con fiebre, me imagino que sin recordar que Marlene hoy se iba de vacaciones. Porque ahora mismo Marlene tendría que estar volando hacia Guatemala, pero han retrasado su avión hasta primera hora de la mañana y ha venido a darme consuelo, a hacerme compañía y a aliviarme de mis nervios, de mi ansiedad y de mi rabia, cosa que, por otro lado, parece que hacen todos los padres del mundo menos vosotros. Mafalda tendría que estar en su habitación, durmiendo, pero está en el hospital, con mascarilla de oxígeno y a punto de irse al otro barrio. Tía Anabel, con quien no os habláis, y doña Remedios, nuestra portera, están con ella, después de que Gabriela y yo la hayamos llevado en ambulancia esta tarde a todo correr, porque se nos iba, papá, se nos iba.
Papá se levanta y me aferra de los hombros. Yo ya estoy lanzado.
—¿Pero qué me estás contando? —exclama mi padre, con la mirada tenebrosa.
—Que para tener hijos y abandonarlos así, sería mejor no haberlos tenido —disparo, harto de contenerme desde hace demasiado tiempo.
Y en este mismo instante suena el timbre de la puerta. Marlene se apresura a ir a abrir. Papá, todavía aferrado a mis hombros, no suelta palabra, solo una mirada que asusta. Entran Marlene y Eugenio en el salón.
—Buenas noches —dice mi amigo.
Y después, ante el panorama que vislumbra, se queda mudo, sorprendido, sin saber si entrar o salir, si sentarse o quedarse de pie.
—Hola, Eugenio —le digo, sin mirarlo, porque estoy aguantando la mirada de papá—. Siéntate, enseguida estoy contigo.
Eugenio se sienta al lado de Gabriela.
—Lo que acabas de decirme no es justo —murmura mi padre.
—Pues cuéntame tú qué es justo y qué no.
—Ahora no es el momento —dice, y se separa de mí—. ¿Dónde está Mafalda?
—En el hospital de la Virgen Blanca, señor Márquez —contesta Marlene, rápidamente—. Habitación quinientos doce. Su amigo, el doctor González-Peiró, se ha portado muy bien.
—¡Pero si Jorge no es pediatra!
—No sabíamos a quién acudir —se excusa Marlene.
—¿Y qué le ha pasado a la niña?
—¿De verdad te importa? —le pregunto, provocador.
Entonces, mi padre vuelve a acercarse a mí, furioso, levanta la mano y me suelta una bofetada que resuena por todo el salón. Jamás en la vida me había puesto la mano encima.
Gabriela se lleva la mano a la boca y Eugenio se levanta del sofá como una flecha.
—Bravo, papá —le digo sin gritar, casi en un susurro, acariciándome la mejilla, que me noto encendida—. Eugenio, no pasa nada, siéntate. Por favor.
Eugenio duda, pero al final vuelve a sentarse al lado de Gabriela, tenso y dispuesto a intervenir si la cosa va a más. Lo noto.
—Me dejáis a la niña enferma —digo a mi padre, a medio metro de su rostro, sin alzar la voz—, cada uno se va a por sus cosas, ninguno de los dos se acuerda de que hoy Marlene empieza sus vacaciones, o sí, pero os da igual porque, total, Diego ya cuidará de su hermana pequeña, y yo, que tengo quince años, debo resolver como puedo un asunto de vida o muerte. En el hospital casi llaman a los Servicios Sociales porque hemos llevado a una niña sin padres y sin nadie mayor de edad que se responsabilice de ella y, por lo visto, todo lo que me merezco es una bofetada. ¿Sabes qué te digo? Que estoy harto de ti y de mamá. Hasta la coronilla. Y si Mafalda ya supiera hablar bien, diría exactamente lo mismo. Sois unos insensibles, unos insensatos y unos irresponsables. Como padres me dais lástima.
Marlene sujeta el brazo de mi padre con contundencia para evitar que me suelte otra bofetada, porque el hombre se acerca a mí con el rostro desencajado, atravesándome con una mirada llena de odio.
—¡No haga eso, señor, no lo haga! No sabe cómo ha sufrido su hijo todas estas horas. Por Dios santo, sean una familia, que Mafalda se ha podido morir.
Papá se suelta con violencia de Marlene, guarda su móvil y se va a su habitación. Al cabo de dos minutos, sale vestido y se va de casa sin decirnos nada, dando un portazo que debe de oírse por toda la escalera.
19. Amigos
Domingo, 24 de junio. 00:30 h. Casa de Diego.
–No te he hecho caso, Gabriela, y no me lo he pensado dos veces antes de hablar. Lo siento.
—Pero ¿qué demonios tenías que pensarte dos veces? —exclama Eugenio, que está muy enfadado con todo lo que ha visto y oído—. Si es verdad todo lo que has dicho, incluso me parece que te has quedado corto. Y disculpa por meterme donde no me llaman.
—Yo sí te he llamado —digo, intentando sonreír.
Me voy a la cocina, donde Marlene está hecha un mar de lágrimas. Cuando me ve, me abraza.
—¡Qué injusto, qué injusto, qué injusto! —repite—. Con todo lo que has hecho tú por esta niña.
—Vale, para ya.
—Es que no hay derecho, mi niño —dice, soltándome—. No se puede pegar así a nadie sin escucharlo antes. ¡Y con el martirio que has pasado hoy!
—Bueno, vamos a dejarlo —insisto.
Marlene va sacando hojas de papel de cocina del rollo que cuelga de la pared y con ellas se seca las lágrimas, se suena la nariz, se limpia las mejillas.
—Ha sido horrible, horrible —murmura, sollozando.
—Lo que tienes que hacer es volver al aeropuerto, tomarte algo en la cafetería y esperar tranquilamente tu avión, no sea que lo vayas a perder.
—Yo no puedo dejarte así.
—Claro que puedes.
—Que no.
—Que sí.
—No puedo dejarte solo, mi vida.
—Tengo a dos amigos estupendos esperándome en el salón.
—Eso es verdad.
—Pues vete, anda.
—¿Me lo dices en serio?
No contesto, sino que le doy un beso en la frente e intento sonreír. Noto la cabeza como si estuviera a punto de estallarme de un momento a otro, pero intento hacerme el valiente para convencerla de que controlo la situación y que todo está en orden. Sin embargo, ahora mismo me daría contra la pared. No debería haber dicho lo que he dicho ni cómo lo he dicho, que parecía que lo importante era yo y mis circunstancias, cuando lo que de verdad importa es la vida de Mafalda. Pero ya está hecho, y tampoco voy a pasar el tiempo arrepintiéndome. Lo cierto es que sentía plenamente todo lo que he dicho.
Marlene, al final, se deja convencer y se mete un buen rato en el cuarto de baño para arreglarse un poco.
—Me voy —dice al salir, con la cara recién lavada—, pero con el corazón encogido.
—Intenta dormir durante el viaje y se te desencogerá —bromeo—. Piensa en tus niños.
—Eres un sol, Diego.
Se va y, al cerrar la puerta tras ella, noto un descanso y cierto alivio. La quiero un montón y la necesito como a nadie, pero ahora es mejor que siga con su vida. No se merece estas escenas para nada.
Me dejo caer en el sofá ante dos pares de ojos que no se desenganchan de mí.
—Estoy bien —digo sin que nadie me pregunte nada.
—¿Y si salimos a tomar un poco el aire? —propone Eugenio—. Este salón me ahoga. Bueno —rectifica, un poco aturdido—, no es el salón, que es muy bonito, sino lo que hemos vivido aquí, que aún estoy en shock.
— A mí también me apetece salir —se suma Gabriela.
La verdad es que yo también siento deseos de andar, de cansarme, de gritar, de reír, de saltar.
—Pues venga, vamos —digo.
Antes, llamo a tía Anabel.
—Todo va bien, Diego —me dice—. Mafalda continúa mejorando. Tu padre acaba de llegar.
—Ya lo sé.
—Y yo sé que lo sabes. Nos ha pedido, a la portera y a mí, que nos vayamos a casa, que él se queda toda la noche. Doña Remedios ya se ha ido, pero yo me voy a quedar, por si acaso, aunque él no lo aprueba.
—Bien.
—Duerme un poco.
—Vale.
—¿Con quién estás?
—Con dos amigos como la copa de un pino.
—Estupendo.
20. Paseo
Domingo, 24 de junio. 01:15 h. Avenida de las Palmeras.
Sopla una brisa fresca, reparadora, abundante, que debe de funcionar muy bien para curar cicatrices.
Todavía hay mucho tráfico en esta hora de la noche del sábado, camino ya de la madrugada de un domingo de finales de junio. Hay mucha gente que sale de los restaurantes y busca una sala de fiestas, o una terraza al fresco.
La Avenida de las Palmeras es amplia, con mucho verde y unas cuantas plazuelas que se abren a ambos lados, como dilatando aún más la amplitud de la calle. Cada plazuela cuenta con sus bancos, sus papeleras, sus parterres de flores, sus árboles, su fuente y, en algún caso, su parque infantil. Nos detenemos en una de ellas, sorprendentemente desierta, y nos apoderamos de un banco de piedra que todavía conserva el calor del sol de la tarde. Una valla de arbustos espesos nos aísla del tráfico de la calzada. Antes de llegar aquí, nos hemos detenido un momento en un bar y hemos comprado unas cuantas botellas de agua bien fría, tres refrescos, y unas bolsas de patatas y de cacahuetes.
Mientras andábamos buscando un refugio, hemos hablado un poco de lo acontecido en mi casa. No me apetecía demasiado recordarlo, pero Eugenio ha insistido en hablar de ello, y me ha preguntado cómo ha llegado nuestra familia hasta este punto de incomunicación; lo ha llamado así, incomunicación, y he pensado que había acertado de lleno. Según él, ya veía cosas cuando nos tratábamos más, pero de eso hasta este abandono que ha constatado hoy, hay un abismo. No le cabe en la cabeza lo que ha hecho mi madre, largarse en avión a Nápoles, quién sabe para cuántos días, sin decir ni una palabra, sin pensar en su hija, ni en mí, ni en nadie, salvo en su maldito trabajo. «Y con tu padre, chaval, ¿qué pasa?», me ha preguntado. Le he dicho que apenas nos tratamos porque siempre está fuera de convención en convención. «Pues es una lástima, porque las bofetadas no resuelven nada, te lo digo por experiencia». He mirado a Eugenio con sorpresa y curiosidad. Él se ha dado cuenta. «Hoy no toca hablar de mí», ha zanjado el tema, y se ha cerrado en banda.
—A veces siento unos intensos deseos de irme —he suspirado.
—¿Adónde? —me ha preguntado Gabriela.
—¿Por qué? —ha dicho Eugenio.
—No sé a qué lugar, lejos, o a casa de mi tía. Me llevaría a Mafalda y viviríamos más protegidos, no sé, mejor atendidos, con más ternura a nuestro alrededor. Mafalda no se merece esto. Y yo tampoco. Me iría porque sospecho que ya no quiero a mis padres.
Luego nos hemos sumergido en un silencio profundo, vacío de palabras sí, pero no de sentimientos ni de emociones, que nos inundaban a borbotones, al menos a mí. Hasta que hemos llegado a este parque y nos hemos sentado en el banco.
—¿Y vosotros qué? —pregunta Eugenio de repente.
Eugenio siempre ha sido así de directo, y a mí me encanta que lo sea. Con él no vale disimular y eso relaja mucho.
—¿Nosotros qué de qué? —pregunta Gabriela, con la voz inundada de candidez.
—Que si estáis liados.
Gabriela me mira y rompe a reír.
—¡Uy, qué va! —responde sonriente, aunque un poco azorada, que yo lo veo.
—¡Qué pena! Porque hacéis muy buena pareja. Siempre lo he pensado.
Gabriela y Eugenio se conocen de cuando yo todavía jugaba al fútbol. Venía a vernos a muchos partidos.
—Todavía no ha llegado el segundo día de nuestras vidas —digo.
Y le contamos nuestra teoría, bueno, más bien la teoría de Gabriela, porque yo no acabo de tenerla tan clara como ella.
—Pues eso es como mi teoría de los trenes —razona Eugenio—, pero al revés. ¿Por qué esperar a otro si el que ha llegado a la estación tiene todo lo que tú has soñado?
Yo, en el fondo, estoy de acuerdo con él. Si se te aparece alguien con quien congenias mucho, que te despierta emociones, con la que descubres sentimientos nuevos y que te ocupa la mente la mayor parte de las horas del día y de la noche, ¿por qué esperar al segundo día? Sin embargo, Gabriela se lo tiene tan justificado que parece imposible sacarla de ahí. Por eso hace tiempo que me he propuesto esperar al segundo día con toda la paciencia del mundo, y que vayan pasando trenes, si quieren.
—¿Y tú qué? —pregunto, a mi vez.
—Bueno, en ello estoy —admite Eugenio—. Se llama Gloria, va a mi clase y quiere ser veterinaria. De momento, ya tiene tres gatos, dos perros y cuatro pájaros en su casa, todos recogidos de la calle.
—¿Qué clase de pájaros? —se interesa Gabriela.
—No sé, pájaros, de esos que tienen plumas y pico.
Nos reímos los tres y la noche parece mucho más amable que cuando empezó.
Eugenio busca en su móvil alguna foto de Gloria para mostrárnosla y, de pronto, algo atrae su atención. Se pone serio y nos mira a los dos, sobre todo a Gabriela.
—¿Qué ocurre, Eugenio? —le pregunto.
—Bueno, no sé, buscaba una foto, pero he entrado en el Twitter sin querer.
—¿Tienes cuenta de Twitter? —me sorprendo.
—Pues sí. Sigo a muchos jugadores de fútbol.
—Claro —razono—. ¿Y qué has visto?
Eugenio, siempre tan directo, ahora parece reacio a decirnos qué ha visto en Twitter.
—¿Tú eres la hija de Patricia Halcón, verdad, la que sale en las revistas y eso? —pregunta a Gabriela.
Gabriela, de pronto, se pone tensa. Se había encaramado en el respaldo del banco y hasta ahora la veía tranquila, disfrutando del fresco y de la conversación. Pero su actitud cambia radicalmente en cuanto Eugenio nombra a su madre.
—Sí —contesta—. ¿Por qué?
Eugenio no sabe por dónde empezar.
—Toma, lee —le dice, finalmente, alargándole el móvil.
Gabriela duda un momento, tal vez porque no quiere interrumpir la secuencia de esta noche, una secuencia de conversaciones muy nuestras, muy íntimas, una secuencia que se va hilvanando sin ritmo pero con acierto, barriendo sinsabores y acogiendo secretos. No obstante, al final, lee un mensaje en Twitter, o varios, no lo sé. Está muy seria, su rostro parece de hielo, no demuestra nada, y yo me preocupo.
—Gabriela, ¿qué pasa?
—¿Sabes esa amiga de tu madre que ha venido a visitarnos al hospital? —me pregunta.
—María Elena Campuzano.
—Es de su cuenta. Afirma que mi madre ha perdido al hijo que esperaba, que esta noche ha tenido que ingresar en el hospital de la Virgen Blanca. Dice que esto solo es un avance y que mañana saldrá todo en las revistas.
—Maldita bruja —mascullo.
—¿Tu madre estaba embarazada? —pregunta Eugenio, inocente—. Vaya, pues sí que lo siento.
—No sientas nada, querido —resopla Gabriela, con la voz enojada, ahora sí—. Ni estaba embarazada, ni ha perdido a ningún niño, por supuesto, ni nada de nada. Esa mujer me ha visto esta noche en el hospital y ha sacado sus propias conclusiones. Erróneas, claro. Diego, ¿qué haces?
Ve que saco mi móvil y marco un número.
—¿Marlene? ¿Ya estás en el aeropuerto? ¿Estabas durmiendo? Me sabe mal. No, no pasa nada, tranquila, todo está bien. Quiero que me des el contacto de esa amiga de mamá a quien has llamado antes. Sí, Campuzano. María Elena. Vale, pues lo buscas y me lo mandas por Whatsapp. Te quiero. Que no, que no pasa nada. No, todavía no sé nada de mamá. Anda, vuelve a echar una cabezadita. Un beso. No, trescientos. Trescientos mil.
Cuelgo.
—No vale la pena —me avisa Gabriela, compungida.
—Déjame a mí —la corto.
—¿Alguien me puede explicar qué sucede aquí y quién es esa Campuzano? —exige Eugenio.
Gabriela se lo comenta por encima. Yo estoy pendiente del Whatsapp. Al cabo de nada, Marlene me envía el número de la bruja. Lo marco, y me doy cuenta de que ya lo tenía. Ahora que lo recuerdo, me lo dio ella misma antes de irse, esta noche en el hospital. Me sabe mal haber inquietado a Marlene.
—Diego, no hagas ninguna tontería —me vuelve a aconsejar Gabriela.
Pero me siento muy indignado, y la indignación hace que me lance, aunque sea al vacío.
21. Información
Domingo, 24 de junio. 02:10 h. Avenida de las Palmeras.
–¿María Elena Campuzano? —pregunto, al oír al otro lado la voz chillona de la compañera de mamá, con un fondo de música alborotada.
Pongo el altavoz, para que mis amigos oigan la conversación.
—Sí, soy yo, ¿quién eres?
Ahora recuerdo que antes, en el hospital, me ha pedido mi número y me he negado a dárselo. Le debe de salir que es un número desconocido. Esto hace que rápidamente cambie mis planes y maquine algo más maquiavélico.
—Nadie.
—¿Cómo? No oigo nada, aquí hay mucho follón. Espera, que salgo en un momento.
Está unos segundos en silencio. Noto que la música se va alejando.
—Ya está. ¿Me oyes mejor?
—Yo sí.
—¿Con quién hablo?
—Ya te lo he dicho. Con nadie.
Intento distorsionar un poco la voz para que no me reconozca.
—Vale. De acuerdo. ¿Y qué quieres?
Me imagino que esta gente está acostumbrada a llamadas anónimas para informar de cualquier sinsentido de esos de los que, después, sacan tanto jugo.
Miro a Gabriela, que me observa con los ojos asustados. No quiero ponerla en un aprieto, ni a ella ni a su madre.
—Es sobre la boda de este fin de semana en Nápoles —suelto de repente.
—¿La del conde de Madrigal con la modelo austríaca Anne Patiff, expareja del tenista Birman Plost?
—La misma —digo sin tener ni idea de quiénes son esos personajes, pero asumiendo que tengo que hacerme el enterado como sea.
Eugenio y Gabriela parecen dos estatuas de piedra encaramadas en el respaldo del banco. No dejan de mirarme con una expresión de asombro auténtico, loco, enorme. Yo me muevo arriba y abajo delante de ellos, gesticulando, pensando a mil por hora, intentando argumentar una historia sonada, absurda, pero creíble para esta clase de personas.
—Tengo una noticia —empiezo, sin saber muy bien por dónde ir; me hace falta más información, que ahora mismo no tengo.
—¿La exmujer del conde se ha salido con la suya, tal vez? ¿Lo ha demandado por extorsión y lo va a dejar sin nada?
Alejo el móvil y susurro a mis dos asombrados amigos:
—Esta mujer es una mina. Me lo pone en bandeja.
—Es que se veía venir —continúa la señora Campuzano al otro lado—. ¿Y ahora qué va a ocurrir?
—Pues que mañana mismo, al ver que su prometido puede llegar a ser más pobre que las ratas, la modelo volará para Viena, abandonando los preparativos de la boda —digo, despacio, meditando las palabras—, dejando plantados a los invitados que ya han llegado y después de haber hecho sacar los muebles del piso que tenía con el conde.
—Que no eran suyos —añade la periodista—, porque todo lo había pagado el conde.
—Exacto —digo siguiéndole la corriente—. Y ha reconocido a su mejor amiga que todavía está enamorada de Birman Plist.
—Plost.
—Eso. Nadie lo sabe todavía. Lo sé yo porque conozco a alguien de su círculo más íntimo. Y hay más.
Me callo y, al otro lado, noto a una mujer con el alma en vilo.
—¿Qué más hay? Dime —se impacienta ella.
—Que la modelo está embarazada.
—¿Del conde?
—Lo va a contar todo cuando llegue a Viena. Pero yo ya lo sé. Y más, todavía hay más —insisto, sin ningún pudor.
Ya me da todo igual.
Gabriela, con los brazos, me advierte que frene, y con los dedos me hace la señal de cobrar dinero. La entiendo.
—Esta información tiene su precio —digo rápidamente.
—Claro, claro, hablaré con mis jefes.
A pesar de las advertencias de Gabriela, ya no sé cómo parar eso y me arriesgo.
—El conde de Madrigal tiene un hijo secreto
—lanzo al azar—. La presunta madre aparecerá dentro de breves momentos en una rueda de prensa con el certificado médico que lo demuestra.
—¿Una rueda de prensa a estas horas?
—Es en Brasil —suelto, sin pensar—. Allí es más temprano.
—Tienes razón. ¿Y quién es ella? La madre, quiero decir.
—La secretaria general de Turismo y Economía del Gobierno del país. La conoció cuando era joven, cuando se fue a estudiar a Río de Janeiro. Entonces todavía no era secretaria general, era una profesora de samba.
—No sabía que el conde de Madrigal hubiera estudiado en Río de Janeiro.
—Cuatro años —me invento.
—¡Claro! —admite de repente María Elena Campuzano—. ¡Por eso se le han descubierto las cuentas bancarias en América!
—Para pagar los estudios del hijo secreto —sigo inventando—, su manutención, la casa que compró a la madre de su hijo, sus viajes secretos, todo.
—¡Qué escándalo, por Dios! La nobleza española se va a rasgar las vestiduras. El conde de Madrigal manteniendo una segunda familia en América…
Eugenio y Gabriela, que lo escuchan todo, ahora tienen que contenerse para no echarse a reír con ganas.
—Mañana mismo la mujer va a abrir las puertas de su casa, para que todo el mundo vea lo que ha pagado el conde. Se ve que es una mansión enorme, por supuesto con piscina, casa para invitados y cuadra de caballos.
—Pero dará una exclusiva, supongo —reflexiona Campuzano—. Un notición así no se da sin nada a cambio.
—Pues no —afirmo—. No le interesa el dinero, solo la verdad. Y lo contará a todos los que se acerquen hasta allí.
—¿Y para qué habla ahora si no lo ha hecho en todos estos años?
—Por despecho. Siempre pensó que el conde se casaría con ella cuando se divorciara de su mujer —me invento, con una seguridad que me asusta.
—Madre mía, tengo que irme volando a Brasil. Nuestra revista ha de sacar esto en primera página. Y nuestro programa de televisión también.
Eugenio no puede más. Se ha levantado del banco y se ha alejado, saltando y haciendo gestos como si boxeara, intentando contener la risa. Parece un loco de atar.
—Y otra cosa. Sé dónde está la niñera de los condes de Madrigal —apunto, totalmente al azar, alentado por la ingenuidad de esta mujer cuya capacidad para tragarse bolas no parece tener límites.
—¿La que echaron el año pasado? —pregunta la mujer.
¡Bingo!
—Sí.
—¡Si nadie sabe dónde vive! Todo el mundo la busca. Se ha esfumado.
—Pues yo sé dónde está.
—¿Dónde?
—Y está dispuesta a contarlo todo.
—¿Dónde? ¿Dónde puedo encontrarla? —repite, con ahínco.
—Esto sí te va a costar un dineral.
—Claro, claro. ¡Por Dios, qué exclusiva! ¿Y la niñera saldría por televisión?
—Por la primera cadena que le haga una buena oferta.
—La dirección, dame su dirección, su teléfono, lo que tengas.
—Mañana, cuando sepa cuánto me vais a pagar por esto, te daré más detalles. Supongo que deberás hablarlo antes con tus jefes.
—Claro, claro —repite.
—Y recuerda que no habrá boda en Nápoles —insisto—. Ahora todo el mundo se va a desplazar a Viena. El vuelo de la modelo llegará mañana por la noche. Espera… Me está entrando un mensaje. Un momento.
—Me espero.
Yo, como mis amigos, tampoco puedo más. Tengo unas inmensas ganas de estallar. Y no sé muy bien cómo terminar esto.
—Es de mi confidente en Brasil —suelto—. ¡Madre mía!
—¿Qué pasa?
—La madre del hijo, secreto del conde ha anulado la rueda de prensa de esta noche, pero confirma que mañana sí que va a abrir las puertas de su casa. Además del certificado médico que demuestra que el conde es el padre de su hijo, tiene más documentos para mostrar. Yo ya no puedo decir nada más sin antes pactar unas condiciones económicas satisfactorias, pero, mira, te voy a dar el nombre del sitio donde se esconde la exniñera de los condes de Madrigal, para que veas que hay buena intención por mi parte.
—¿Sí?
—Es que me imagino que debéis de contrastar todas las noticias.
—Por supuesto.
Una vez, cuando era pequeño, fui con mis padres a pasar unos días de verano en un pueblo perdido en medio de la nada. A mi padre le habían hablado de aquel lugar recóndito como uno de los más bellos y escondidos del país, en el que además se encontraba una especie de flor con la fragancia de la cual él creía que se podría hacer un nuevo perfume salvaje y tierno a la vez, que seguro que haría subir como la espuma la cotización de su empresa. Aquel lugar era bello y escondido, sí, pero también aburrido hasta las cejas. Tardamos más de cinco horas en llegar con el coche, las dos últimas por un camino de tierra interminable.
Le digo el nombre del pueblo a María Elena Campuzano.
—Cuando llegues, no preguntes por la niñera, porque se ha cambiado el nombre y nadie la conoce por ese sino por otro, que de momento no te puedo revelar.
—¿Y por quién pregunto?
—Por la mujer del pelo rojo.
—La niñera no era pelirroja.
—Ahora sí.
—De acuerdo.
—Si sales ahora, llegarás a las siete de la mañana. A las diez, la niñera tiene previsto dar un comunicado. Si llegas antes, tal vez os entendáis y te dé la exclusiva. Con la demanda de la exmujer del conde, todo se ha precipitado.
—Claro, claro. Me voy pitando. ¿Hay algún tren o autobús?
—No hay nada. Tienes que ir en coche.
Eso es verdad. Ningún transporte público llega a aquel rincón del mundo.
—¿Y el teléfono de la niñera?
—No tiene teléfono ni correo electrónico. Tendrás que ir personalmente. Mañana te llamo por si quieres saber lo que me acaban de contar de Brasil. Luego ya será pagando.
—Lo entiendo, cuenta con ello. Mientras tanto, miro si alguien puede volar hoy para allá, para ser los primeros.
—Eso ya tú verás.
Y cuelgo.
22. Canibalismo
Domingo, 24 de junio. 02:25 h. Avenida de las Palmeras.
Nos da un ataque de risa a los tres que más bien parece un ataque de locura o de histeria colectiva. Nos imaginamos a la periodista saliendo a todo correr de la discoteca, o donde sea que esté, subiendo a su coche e iniciando un viaje a ninguna parte, contenta con su exclusiva, creyéndose la más lista, mientras hace gestiones para que alguien se vaya a Brasil inmediatamente y mañana se persone ante la puerta de una hipotética secretaría general de Turismo y Economía del país.
—¡Diego, no conocía para nada esta faceta tuya! —exclama Eugenio, que todavía no da crédito a lo que acaba de oír y de vivir—. Me ha fascinado tu capacidad para inventar historias. ¿Pero seguro que se lo ha creído? Nadie en su sano juicio puede emprender una aventura así basada en una información anónima sin saber quién se la da, ni si es veraz, ni nada.
Gabriela y yo, que conocemos a esta gente más de lo que querríamos, nos miramos.
—¡Y tanto que sí! —dice Gabriela, con los ojos húmedos de tanto reír—. Diego, has estado increíble. ¡Qué inventiva, por Dios! ¡Qué aplomo!
—Al principio, no era esta mi intención, lo juro.
—Ya lo sé —afirma Gabriela.
—Pero luego me he dicho que no sacaría nada reprochándole lo sucia que es y lo sucios que son sus reportajes.
—Has hecho bien. Le hubiera resbalado cualquier ataque directo. Están muy acostumbrados. Mandarla a un pueblo perdido ha sido una idea genial. Pero tendrás que cambiarte de número de móvil o no veas la que te va a armar.
—Me cambiaré el número, no hay problema, ya ves tú.
—Yo todavía tengo mis dudas —murmura Eugenio—. Nadie en su sano juicio daría crédito a algo así sin antes contrastarlo.
—No contrastan nada, créeme —le responde Gabriela, poniéndose muy seria de repente—. Se mueven en un mundo de rumores, cuanto más increíbles mejor. Sus noticias no llevan ningún sello de garantía de nada y, me sabe mal decirlo, porque me toca muy de cerca, pero los protagonistas de sus historias tampoco tienen ninguna credibilidad. Unos viven de los otros. Se inventan noticias para salir en los programas, luego se retractan de lo que han dicho para cobrar exclusivas, y se vuelven a meter en otro montaje. Y encima en este país hay millones de personas pendientes de sus idas y venidas, de sus escándalos, falsos o verídicos, de quién los protagoniza y de quién los cuenta. Es una industria que marea solo de pensar en el dinero que mueve. Hay bares, discotecas, restaurantes, salas de fiesta, pases de modelos, fiestas particulares… que viven solo de ello, sin contar, claro, las revistas del corazón y los programas de televisión. A la gente, por lo que se ve, le gusta ver los posados de verano, las lunas de miel, los embarazos, los divorcios, los bautizos y las peleas de otros. Así llenan su vida, que seguramente les resulta vacía. Es un proceso de canibalismo de manual. Lo sé de primera mano, por desgracia. Pero, ¿sabes una cosa, Eugenio?, he aprendido a usar mi caparazón, como las tortugas, y cuando huelo el peligro, me escondo, por prudencia y por precaución. Y dentro de mi caparazón tengo mis libros, mi música, mis sueños, proyectos y algún amigo de verdad —me mira cuando lo dice y yo siento que me deshago por dentro como un cubito de hielo recalentado—. El interior de mi caparazón es confortable y bastante seguro. Pero hay más, algo mucho más dramático, triste y cruel. Nadie se plantea qué pasa por la cabeza o en el caparazón de los hijos y las hijas de todos esos impresentables. Sin embargo, ahí estamos, somos de carne y hueso, sentimos y nos emocionamos como cualquiera. Lloramos, reímos, nos asustamos, odiamos, queremos, abrazamos, soñamos, huimos, corremos, nos alejamos, volvemos, sufrimos, nos escondemos o nos volvemos invisibles. Ahí estamos, sí, creciendo como podemos, intentando querer a nuestros padres sin hacernos demasiadas preguntas porque, si nos preguntamos a dónde nos lleva todo eso, nos volveríamos locos antes de tiempo. Y, una vez crecidos, cuando ya no nos protegen las leyes del menor, salimos a la luz pública. Hay quien sabe conservar su caparazón intacto. Pero hay quien no. Y esto es lo más miserable, creo, de este negocio, cuando los hijos de este ejército de descabezados se hacen mayores y pierden el norte, y suspiran por vivir de no ser nadie como han visto hacer a sus padres y madres, y empiezan a salir en las revistas y en los programas de televisión a contar que han caído en una depresión o que se han echado novio, tanto da, y roban corazones y entrevistas, y levantan envidias y mentiras a su alrededor. Por supuesto, las aves de presa los alcanzan siempre, los encuentran desprotegidos y se ceban en ellos. Hay un cierto olor a podrido en todo esto cuando aparecen los hijos y las hijas de esos falsos famosillos, con su recién estrenada mayoría de edad, pasto ya de adicciones, de peleas por herencias, de falsos novios, de embarazos prematuros, de amigos de mentira o de programas en que los exhiben como se exhibe a los animales exóticos en sus jaulas del zoológico. Me da miedo llegar a ese momento y no estar suficientemente preparada para rechazarlo, o no tener mi caparazón con una puesta a punto hecha a conciencia para soportar cualquier embate. Me estoy preparando para ello, pero no sé si seré capaz de aguantarlo, de mantenerme libre y limpia. Algunos lo hacen, pero cuesta, lo sé, cuesta una barbaridad, porque siempre tienes gente apostada a la puerta de tu casa, con la cámara y los micrófonos en la mano, persiguiéndote a cualquier sitio, a la peluquería, al colegio, a la fiesta de cumpleaños de un amigo, al ginecólogo, al dentista, a la playa, al cine o a la iglesia. Te roban tu anonimato, penetran en tu vida sin ningún miramiento, te rajan de arriba abajo como en una autopsia en vivo y en directo. A pesar de que tú no has hecho nada para merecer esto. Solo has sido el hijo de o la hija de. Como si no tuviéramos ya suficiente pena por ello. Es tan injusto que me muero de rabia cuando lo pienso con detenimiento. Por eso intento no pensar y dejar que la vida fluya agarrándome a las cosas buenas que me da. En fin, tiempo habrá para encararme con lo que venga.
Me doy cuenta de que mientras ha soltado ese largo desahogo pensaba en su hermana Sofía, y que sufre lo indecible por ella.
Eugenio y yo nos hemos quedado muy tocados con la exposición certera, en mi opinión, de Gabriela. A mí, por lo menos, no se me ocurre nada qué decirle. ¡Tiene tanta razón! Y lo ha expuesto tan claramente que me noto el corazón y la mente totalmente en paralelo con los suyos.
No puedo hacer nada más que acercarme a ella y abrazarla con todas mis fuerzas, con todo mi sentimiento, con todo mi amor. Eugenio hace lo mismo.
Y así nos quedamos los tres, abrazados en medio de una de las plazuelas de la Avenida de las Palmeras, bajo un cielo repleto de estrellas, como tres náufragos del mundo.
23. Madrugada
Domingo, 24 de junio. 03:00 h. Casa de Diego.
–¿Puedo abrazarte?
—Claro —me contesta Gabriela.
Estamos en mi cama, que es enorme. Eugenio duerme en una de las habitaciones de invitados. Hace un rato, cuando hemos decidido que los tres descansaríamos un poco en mi casa, ha mandado un Whatsapp a su hermano diciéndole que estaba conmigo y que no le esperaran hasta el mediodía, por lo menos, pero no le ha comentado nada más. Mi amigo es tan discreto y tan generoso, que me emociona cuando pienso en ello.
La puerta del balcón está entornada y entra una brisa suave que mueve las cortinas ligeramente, dando sensación de frescor y de pausa.
Abrazo a Gabriela con un cariño inmenso que me desborda. Hundo mi cara en su pelo, que huele a melocotón. Noto que ella me busca la mano y, cuando la encuentra, la besa. Yo también le beso el pelo.
—Recuerda que estamos en el primer día de nuestras vidas —me advierte, en un susurro.
—Tonta —me río.
Pero, en el fondo, sé que me gustaría estar ya de pleno en el segundo. Le haría el amor con suavidad, le besaría los ojos y los labios, reseguiría su cuerpo palmo a palmo, su cintura, sus pechos, sus piernas, intercambiaríamos ternura y pasión, todo a la vez, si es que se puede, porque todavía no lo sé.
Lo más cerca que he estado de hacer el amor con una chica fue el año pasado, en el viaje de fin de curso, en un hotel de Roma. Entonces me gustaba mucho Mencía y yo a ella. Todavía no sé cómo lo hicimos para quedarnos a solas en mi habitación. Creo que los dos alegamos un trastorno pasajero del estómago para no ir a no sé qué museo. Y se nos presentaron por delante cuatro horas de libertad y de secretos. Fue un desastre, porque yo estaba muy nervioso y ella, muy encendida. Recuerdo que hacía mucho calor y que se oían muchas voces por los pasillos de aquel hotel pequeño y periférico, que la habitación daba a un patio interior lleno de gatos peleándose y que la cama era minúscula, crujía y tenía un edredón horrible, verde chillón con un estampado de flores de un color salmón espantoso, como de pollo crudo. Después, recordando todo esto, nos reímos mucho. Pero en aquel momento yo me quería morir. Al final, no hicimos nada y, en el fondo, me alegro, porque Mencía ni era tan guapa como decían todos ni me gustaba tanto como creía.
Yo sé que con Gabriela sería distinto, muy distinto, que los dos sentiríamos deseo auténtico, que nos buscaríamos, que aprenderíamos juntos, y que juntos también descubriríamos nuestro cuerpo y nuestros sentimientos. Pero, por ahora, parece que no puede ser.
Mírala, se ha dormido. Noto su respiración acompasada y lenta. Todavía tiene mi mano bien agarrada a la suya. La otra la tiene bajo su cabeza. No se ha quitado nada, solo las sandalias, y se ha soltado el pelo, que en la calle, hace un rato, se lo había recogido en una coleta muy divertida.
¡Qué guapa es y cuánto la quiero! Me vuelven loco su dulzura y su carácter aparentemente retraído, pero tan abierto cuando se entrega, su mirada penetrante, sus ojos verdes, su flequillo liso y brillante, su voz susurrante, su firmeza, su cuerpo esbelto, su generosidad, su discreción, su olor a jabón ligero y a fruta dulce, sus argumentos siempre tan certeros, su fragilidad en algunos momentos, sus pies perfectos, sus rodillas, sus labios, sus mejillas, todo.
¡Que pase pronto el primer día de nuestras vidas, venga ya! Y que llegue ya el segundo, por la puerta grande, con orquesta, con un sol radiante, con un cielo limpio, con una alegría y una emoción infinitas.
No sé ni lo que me digo. Estoy cansado después de este largo día lleno de emociones a raudales. ¡Y queda tanto todavía, tantos rotos por recomponer, tantas conversaciones pendientes, tantos reproches por limar! Y saber cómo evoluciona mi pequeña Mafalda.
Estoy cansado y también quiero dormir. Me lo merezco, como diría Marlene. El recuerdo de esta mujer increíble ensombrece un poco mi descanso, porque no me he sentido suficientemente valiente para decirle que cuando vuelva con sus hijos ya no habrá espacio para ella en esta casa. No sé si no me he visto con la suficiente valentía o es que, en el fondo, todavía no me lo creo.
Algo más oscurece mis pensamientos en esta madrugada insólita, algo que ha dicho el doctor sobre mi padre esta tarde. Pero ahora ya no recuerdo qué era. Tengo sueño.
Se me cierran los ojos y siento como si mi cuerpo pesara el doble.
24. Mensajes
Domingo, 24 de junio. 07:45 h. Casa de Diego, cocina.
–Oye tú, quien quiera que seas, estoy en un rincón perdido del mundo, llena de polvo, despeinada, con el traje hecho una pasa y el coche como si acabara de cruzar el desierto bajo una tormenta de arena, en un bar de abuelos centenarios y desdentados que toman carajillos uno tras otro, huele a cebolla y a sardinas, y aquí nadie sabe quién diablos es la mujer del pelo rojo. Llámame. No sé, tal vez no apunté bien el nombre del pueblo. Llámame o… o… o… ¡Llámame!
Eugenio, Gabriela y yo nos partimos de risa con los mensajes de María Elena Campuzano, con su voz chillona y su desesperación. Hay dieciocho. También hay un montón de llamadas perdidas que he ignorado.
Otro mensaje dice:
—No hay secretaría general de Turismo y Economía en Brasil. Hay un secretario de Turismo y una secretaria de Planeamiento, una mujer de sesenta años, sin hijos, que vive en un apartamento de cincuenta metros cuadrados en el centro de Río y no en una mansión con piscina y caballerizas. ¿Podrías darme más datos, por favor? El compañero que está a punto de viajar hacia allá no sabe ni por dónde debe empezar. ¡No le cuadra nada!
Y otro:
—He hablado con mis jefes y ya han cambiado los planes de Nápoles. Estamos buscando vuelos para Viena esta misma tarde. Espero que sea cierto lo que me has contado, porque en Nápoles nadie sabe nada y todo el mundo está preparando y esperando la boda del sábado. ¡Llámame!
Al oír este, he caído en la cuenta de que tal vez mi madre ya esté haciendo las maletas para irse a Viena.
—Tengo que llamar a mi madre.
Pero sigue sin responder y no tengo ningún mensaje suyo.
Eugenio ha hecho café y Gabriela está tostando pan. Yo saco unos zumos de la nevera, y también mantequilla, mermelada, queso y tres yogures de frutos rojos. Veo el pollo con salsa de almendras intacto, en una fiambrera de plástico, tal como lo dejó Marlene.
—¿Alguien quiere pollo con almendras?
Prefieren las tostadas con algo, y lo entiendo.
Llamo a tía Anabel, que me dice que Mafalda está mucho mejor, que ella se va a su casa, porque la canguro de Toni tiene que marcharse, y que mi padre se queda con Mafalda.
—Por cierto, creo que te espera —me dice muy seria—. ¿Pasó algo ayer, Diego?
—Más bien sí.
—Pues ven y lo habláis, porque estas cosas son como las tracas de los fuegos artificiales, ¿sabes? Se enciende una y luego ya no se puede parar.
—Desayuno, me visto y voy. Gracias por todo, tía.
—¿Gracias de qué? Anda, no tardes.
—No.
Cuelgo y entra otro mensaje de la dichosa Campuzano contándome que le han dicho que en el pueblo de al lado sí que hay una mujer con el pelo rojo que nadie sabe muy bien de dónde ha salido. ¡Dios!
—¿Qué vas a hacer con esa loca? —me pregunta Eugenio.
—No lo sé.
—¿La vas a dejar todo el día allá arriba? —insiste mi amigo.
—¿Y qué quieres que haga? ¿Que la llame y que le diga que todo ha sido una broma?
—Por lo menos que el de Brasil no se vaya, tío —dice.
—Y desmiente lo de Viena, que, como le toque a tu madre, vete a saber cuándo vuelve —añade Gabriela, llena de sentido común.
Y, justo en este momento, me llama mi madre. ¡Por fin!
25. Mamá
Domingo, 24 de junio. 07:55 h. Casa de Diego, salón.
–¿Diego?
—¡Mira quién llama! ¡Una aparición!
Me levanto de la mesa de la cocina y me voy al salón para hablar con más libertad y no incomodar a mis amigos.
—Ironías, las justas, Diego, que las he pasado canutas en el maldito avión.
—¡Qué pena me das!
—Venga, dime, ¿qué le ha pasado a Mafalda? ¿Dónde estás? ¿Cómo está la niña? No he podido ver tus mensajes hasta ahora, después de horas y horas encerrada en el avión, y volando en círculos, yo creo que hasta que se les ha acabado el combustible, porque entre la tormenta y la huelga de controladores…
—Mamá…
—Y ahora encima me dicen que me tengo que ir a Viena, un lío del trabajo, que quizás no se celebra la boda en Nápoles, y que si habrá comunicados que serán como una bomba… En fin, tu padre también me ha dejado un mensaje asegurando que la niña está mejor y que su amigo Jorge se encargó de todo. Es un cielo ese Jorge. Tan estirada que es su mujer, que parece que se haya tragado un palo de escoba, y en cambio él, tan sencillo, tan generoso, tan educado, tan profesional…
—Mamá, escúchame…
—¿Y tía Anabel qué pinta en el hospital? También tengo mensajes suyos. ¿Se puede saber para qué la has llamado? ¿No sabes que no nos hablamos? ¡Con lo que me soltó el día de Nochebuena, que parecía una vieja amargada! Y doña Remedios, y Marlene… Oye, ¿de verdad había para tanto? Por un simple resfriado has movilizado a medio mundo, cariño, que parece que haya estallado una guerra. Me voy por unos días y mira la que lías…
—¡Mamá, o te callas, o te cuelgo! —grito.
De pronto, se hace el silencio al otro lado, cortito, sin demasiada pausa.
—A ver, dime.
—Primero, no te vayas a Viena, todo es un engaño.
—¿Qué?
—Y llama a tu amiga María Elena Campuzano para que no envíen a nadie a Brasil y dile también que ella se vuelva, que no va a encontrar nada de nada donde está. Si quieres, cuéntale que he sido yo, que me lo inventé todo, lo de Brasil, lo de Viena y lo de mandarla al quinto pino. Me da igual. Y tú vuelve de una vez. Mafalda te necesita a su lado y no a un montón de kilómetros de distancia y con la cabeza más pendiente de unos asuntos idiotas que de la vida de tu propia hija.
—¿Dónde dices que está María Elena?
No me lo puedo creer. En lugar de hablar de Mafalda, solo me pregunta por esa idiota de su trabajo. ¿Es que es lo único que le importa? Resoplo.
—Está buscando a alguien que no va a encontrar. La he mandado a aquel pueblo perdido donde papá nos llevó un verano para crear un perfume nuevo, ¿te acuerdas? Sí debes de acordarte, porque dijiste que no volverías allí ni por un millón de dólares. Recuerdo lo del millón de dólares porque me sonó a frase de película barata. Por cierto, tu amiga es superfácil de convencer, tan incauta, tan imprudente, tan imbécil, que se ha tragado todo lo que le he contado.
Se inicia un silencio al otro lado, esta vez más largo, como si mamá intentara digerir lo que acabo de soltarle a bocados enormes, sin pausa.
—Diego, tú y yo hemos de hablar muy seriamente —dice al cabo de unos instantes.
—A ver si es verdad —le suelto—. Y ya de paso me cuentas el problema de papá —digo, acordándome de pronto.
—¿De qué hablas? ¿Qué sabes de lo de papá?
—pregunta, con voz alterada.
—Nada. Por eso digo que…
—Mira, Diego —responde, como ahogando un suspiro de alivio—, olvídate de eso de papá. Yo ahora voy a arreglar como pueda el lío que has montado. Llamaré a María Elena y a ver cómo me disculpo. Estará hecha una furia. Me estoy jugando mi trabajo, que es de lo que depende tu futuro, y tú haciendo payasadas como si fueras un crío de cinco años. Estoy muy disgustada contigo, Diego. Esto no va a quedar así, ¿me oyes? Te has pasado una barbaridad. ¡Ah! Y si ves a Gabriela, dile que siento mucho lo del aborto de su madre. ¿Todavía sois muy amigos, no? ¿Cómo está? ¿Te ha dicho algo? ¿Está muy apenada? ¿Crees que su hermana Sofía dará su fiesta igualmente?
Cuelgo con rabia. A los cinco segundos, vuelve a llamar.
—Oye, a tu madre no se la cuelga.
—Y a una hija pequeña y enferma no se la abandona.
Vuelvo a colgar.
Y esta vez, ya no hay más llamadas.
26. Mejoría
Domingo, 24 de junio. 09:15 h. Hospital de la Virgen Blanca, habitación 512.
Papá tiene ojeras y el rostro serio y cansado. Está echado en un sillón al lado de la cama de Mafalda, que tiene los ojos abiertos y me sonríe al verme. Ya no lleva la mascarilla de oxígeno ni el suero y tiene entre sus brazos su hipopótamo azul, al que besa y achucha sin cesar. Mi padre me mira inexpresivo, sin dirigirme ni un amago de sonrisa. Consulta su móvil. Para él, es como si no hubiera entrado nadie. Y no puedo evitar que me duela el corazón.
Eugenio y Gabriela se han ido cada uno a su casa. Me ha costado convencerlos, porque querían seguir conmigo, pero siento que ha llegado el momento de hacer unas cuantas cosas yo solo. Les agradezco de corazón su compañía de esta noche, su complicidad y su afecto, son unos amigos inigualables, pero ahora toca que me adentre sin guardaespaldas en mi batalla particular contra mi padre. «Pero llama para lo que sea, ¿me oyes?, para lo que sea, a cualquier hora», me ha dicho Eugenio antes de despedirse, envolviéndome en un abrazo fuerte y contundente en mitad de la calle, ante la puerta de mi casa, bajo un sol del color de los huevos fritos. La despedida de Gabriela ha sido más sutil, más dulce, como un destello fugaz que se desprendiera de un amasijo de emociones. «Cuídate mucho», me ha susurrado, mientras me acariciaba la mejilla con sus labios. Y doña Remedios, plantada en la acera con una regadera con la que inundaba los arbustos que flanquean la rampa de la entrada, no se perdía detalle. «¿Así que habéis dormido un poco, los tres, en tu casa…?, pues me parece fantástico, que bien merecido lo teníais, sí, señor, y suficientes habitaciones hay en ese piso para descansar tranquilamente. Dale muchos besos a la niña y, cuando puedas, me dices cómo sigue, que esto es un sin vivir. ¡Qué angustia, Virgen Santa! ¡Qué pena! ¡Y tu madre sin aparecer! ¡Y Marlene volando ya para su país! ¿Quieres que compre algo, el pan, o comida hecha, lo que sea?»…
—Si te quedas un rato, me voy a tomar un café —me dice mi padre finalmente, con los ojos clavados en la ventana—. Papá se va un instante, cariño —le dice a Mafalda, aunque tampoco la mira.
Y sale despacio, arrastrando los pies y el alma, con un aire de desconcierto.
Entra una enfermera que trae consigo un biberón y un halo de frescura.
—¿Cómo sigue esta preciosidad? —pregunta, sonriente.
—Parece que está mejor —digo.
—Dentro de un rato pasará el doctor y os contará lo que hay. ¿Se lo das tú? —y me ofrece el biberón.
—Por supuesto.
Mafalda abre unos ojos inmensos al ver la leche. Debe de tener apetito, porque alarga los brazos y mueve las piernas. Le doy el biberón y ella misma lo agarra y se lo lleva a la boca. Yo la veo bien. ¡Qué lejos queda ya esa niña adormecida, con fiebre, sin apenas poder respirar, que Gabriela y yo acompañamos en la ambulancia! A ver qué nos explica el médico.
27. Amapolas
Domingo, 24 de junio. 09:50 h. Hospital de la Virgen Blanca, habitación 512.
–¿Y Mafalda? —pregunta papá, entrando en la habitación.
—Ha pasado el médico y un enfermero se la ha llevado para hacerle unas placas y no sé qué más. Cuando vuelvan, nos informan. Y se ha tomado todo un biberón con muchas ganas.
—Bien.
Y ahora sí. Ahora se inicia un silencio de esos tan tremendos, con perfume de reproche y con la misma incógnita que envuelve a la amapola cuando todavía está cerrada. ¿Saldrá blanca, saldrá roja, saldrá rosada? De pequeño, me gustaba recoger todos los capullos de amapola que encontraba en nuestras esporádicas salidas al campo, aplastarlos contra mi mano cerrada y ver qué color escondían en su interior. Cada capullo de amapola era una sorpresa, un grito, un espasmo de diversión, un aleteo de misterio.
¿Quién debería empezar?, me pregunto. ¿Quién debería articular el primer reproche o la primera disculpa? Y no lo sé. Soy incapaz de analizar fríamente la situación, aunque no me arrepiento de todo lo que dije e hice ayer. Tal vez no supe ponerme en la piel de papá y no entendí que volvía cansado del viaje, sin saber nada, totalmente ajeno a lo que había ocurrido. Pero por la misma regla de tres, él debería haber entendido que yo estaba angustiado, hundido, desesperado y solo. Bueno, solo, no. Lo que quiero decir es que ellos no estaban. Mis padres. El viaje de papá era algo previsto y anunciado, pero lo de mamá…
—Tu amigo se portó de fábula —empiezo.
—¿Qué amigo? —pregunta, algo desorientado, como si lo sacara de no sé dónde.
—Jorge, el médico. Porque era sábado por la tarde, estaba en su casa y lo dejó todo para atender a Mafalda. Ya me lo encontré aquí cuando llegamos en la ambulancia.
—Sí, Jorge, claro, ya he hablado con él, y se lo he agradecido.
—Me dijo una cosa…
—¿De tu hermana?
—No, sobre ti.
No puedo quitarme de la cabeza que mi padre tiene un problema que Jorge y mamá saben y yo no. Y necesito saber si es un problema de salud. Es que soy algo hipocondríaco, me asusta estar enfermo o que alguien cercano pueda enfermar. Quizás por eso ayer me puse más nervioso de la cuenta en la ambulancia con todo lo de Mafalda.
—Me dijo que tienes un problema.
—¿Y qué?
Papá se ha puesto a la defensiva enseguida.
—Que querría saber qué problema es.
—¿Tú?
—Sí, papá, yo, soy tu hijo y me gustaría saber si estás enfermo o qué te pasa.
Mi padre siempre ha sido un hombre fuerte, que se cuida mucho, con sesiones diarias en el gimnasio, alimentación controlada, respeto por sus horas de descanso, poco alcohol y nada de tabaco ni de otras adicciones que yo sepa, e intenta mantener ese control incluso en sus múltiples viajes de trabajo.
—Ahora mismo no creo que sea el momento de hablar de mis problemas.
—¿Por qué?
—Pues porque tenemos a Mafalda ingresada, y eso es prioritario. Además, mis problemas son cosa mía.
Se cierra en banda, lo noto, y eso no hace más que alimentar mis dudas.
—Pero si estás enfermo...
—¡Que no estoy enfermo! Haz el favor de quitarte esa idea de la cabeza. No entiendo por qué Jorge te sacó el tema.
—Creo que se le escapó sin querer.
—Ya.
—Entonces, ¿qué te ocurre?
—A ti te lo voy a contar… —chapurrea.
Las amapolas, con estrujarlas en mi mano, me mostraban sus secretos. Mi padre, sin embargo, no me va a desvelar nada.
—Pues hablemos de lo que pasó anoche —propongo.
—Anoche no pasó nada —ataja, contrariado—. Tú estabas nervioso por lo que viviste y yo me puse nervioso por no haberme enterado. Procuremos que no se repita. Punto final.
Ni disculpa, ni reproches, ni quejas, ninguna explicación más. Quiere olvidarlo y que yo también lo haga.
Agarra el periódico que ha traído cuando ha vuelto de tomar el café, lo abre y hunde la vista en unas noticias que sospecho que no lee. Con su silencio y su actitud me indica que ya no tiene nada más que hablar conmigo.
Yo enciendo el móvil, salgo al pasillo y oigo un mensaje muy desagradable de María Elena Campuzano: «Eres una persona desleal, traidora y con mal corazón. Te has aprovechado de mí y de mi generosidad. Te has divertido de lo lindo conmigo. Solo espero que rectifiques tu manera de ser o lo vas a pasar muy mal en la vida. Lamento profundamente que mi amiga Mónica tenga un hijo como tú».
Que la zurzan.
28. Robots
Domingo, 24 de junio, 13:05 h. Casa de tía Anabel.
–¿Y a Mafalda? —me pregunta tía Anabel nada más abrir la puerta y verme.
—Mucho mejor. Seguramente mañana ya nos la podremos llevar a casa.
—Fantástico.
Y me da dos sonoros besos.
—Entra, vamos, no habrás venido solo para decirme algo que podías contarme en un Whatsapp y te quedabas tan ancho.
Mi primo Toni se está peleando con un ejército de robots en la Play. De la cocina sale un olorcillo a sofrito del bueno. Las persianas están medio bajadas y se respira un aire fresco, confortable y reconfortante en este piso diez veces más pequeño que el nuestro y mil veces más apacible y familiar.
—Voy a hacer paella —me anuncia mi tía—. Si me dices que te quedas, echaré un puñado más de arroz.
—Me quedo.
No sé cuántas veces le he dicho a papá que se fuera a descansar un rato a casa, que ya me quedaba yo con Mafalda, que le daría la comida y lo que hiciera falta. Y no sé cuántas veces él me ha contestado que no, que no quiere dejar a la niña. Me he sentido inútil, como que sobraba, como un crío pequeño a quien no se le puede dejar a cargo de nada. «Pues ayer bien que me ocupé de todo», le he dicho en un momento de nuestro rifirrafe. «Ayer, por desgracia, yo no estaba», me ha respondido, y se notaba que lo lamentaba de verdad.
Le cuento todo esto por encima a tía Anabel en la cocina, mientras ella remueve el sofrito y abre una lata de calamares en su tinta y una de aceitunas rellenas para el aperitivo.
—Debe de sentirse mal consigo mismo —deduce—, y ahora quiere rectificar. No se lo tengas en cuenta.
—¿Se ha pasado toda la mañana con la Play?
—¿Quién? ¿Toni? Sí.
—Parece mentira que seas maestra —le recrimino.
—Y tú, que solo tengas quince años.
—Ya estamos.
—¿Y qué querías? No he dormido en toda la noche. He llegado, me he dado una ducha, me he echado un rato en la cama y luego me he metido en la cocina. No he tenido tiempo de nada más. Los domingos, generalmente, vamos al parque a jugar al béisbol; a Toni le chifla ese deporte, no sé muy bien por qué; o salimos de excursión con unos amigos. Bueno, y ahora, cuando llega el verano, nos metemos en la piscina municipal. Pero, hijo, hoy se me cierran los ojos, después de estar toda la noche en vela.
—Claro, claro. Perdona.
—Pues no.
Pero se ríe. Mi tía Anabel es increíble. Hablar con ella es lo más fácil del mundo. Por eso he venido.
—¿A qué has venido exactamente? —me pregunta.
Toni, por fin, ha dejado la Play y pone la mesa.
—A hablar contigo.
—Pues con Toni por aquí será difícil, porque es una esponja, lo absorbe todo, y después lo elabora y lo digiere a su manera. Espérate un momento.
Tía Anabel busca su móvil y mantiene una breve conversación con alguien que le ha respondido enseguida.
—Toni —le pregunta, cuando cuelga—, ¿qué te parece pasar la tarde con Arturo y sus papás? Dicen que se acercarán a la granja de sus abuelos, y podrás montar a caballo si quieres. Y dar de comer a las gallinas. A ver si me recoges unos huevos bien bonitos.
—Prefiero montar a caballo. Las gallinas huelen mal.
Comemos los tres con ganas, zampándonos la paella en un abrir y cerrar de ojos. Toni nos cuenta cómo ha sido su lucha contra los robots con todo lujo de detalles. Hace cuatro días que han empezado las vacaciones escolares y está eufórico con los casi tres meses que se le abren por delante. Sin embargo, tía Anabel ya lo ha apuntado a un campamento de quince días en julio y a clases de inglés casi todo el resto del verano.
—¿Y con su padre no irá unos días? —pregunto, aprovechando que Toni ha ido hasta el baño a lavarse los dientes.
—¿Tú sabes dónde está ese hombre? Porque yo no.
Y descubro una ráfaga de amargura muy profunda en los ojos de mi tía.
29. Nocturno para Mafalda
Domingo, 24 de junio. 16:50 h. Casa de tía Anabel.
–En el fondo, creo que te ha ido bien la experiencia de esta noche.
Toni se ha ido hace un rato y estamos los dos sentados en el sofá. Tía Anabel ha puesto una música muy dulce, clásica, que acompaña sin marear; al contrario, apacigua.
—Nocturno opus 9 número 2 de Chopin —me apunta, con los ojos cerrados, siguiendo el ritmo con la cabeza—. Un tranquilo andante dentro de un rondó, ya sabes, un tema principal que se alterna con otros intermedios, lo cual aquí resulta un tanto chocante.
Yo no sé qué es un rondó; soy bastante negado para la música clásica.
—El resultado es una melodía suave que fluye lentamente, sin agobios —sigue—, aunque transmite, atiende bien, una especie de angustia subyacente, como en toda la obra de Chopin. La sección final, concretamente desde el último pentagrama, se debe tocar con un extraño senza tempo, es decir, sin tiempo.
Tía Anabel lleva la música en las venas. Tiene talento para tocar el piano y ahora se ha apuntado a clases de violín y de arpa.
—Esta pasada noche, querido, ha sido esto para ti, un nocturno, llámalo Nocturno para Mafalda, si quieres. Tu noche ha ido fluyendo lentamente, alternando temas superpuestos, con una angustia subyacente que iba sacando la cabeza en medio de los salvavidas que te has buscado. Mafalda te ha compuesto sin querer un nocturno maravilloso para que te rebelaras contra unas cuantas cosas que hacía demasiado tiempo que llevabas dentro.
—¿Tú crees? No sé, yo no lo veo así. Para mí ha sido una noche nefasta.
—Ya verás que no. Deja pasar un poco de tiempo.
Sin embargo, hay algo para lo cual el tiempo es apremiante.
—¿Tú sabes algo del problema de papá? ¿Está enfermo? ¿Se va a morir?
Tía Anabel se incorpora y me mira fijamente, con el semblante muy serio.
—¿Se puede saber de qué estás hablando? —me pregunta, con su voz dulce un tanto alterada.
—Que papá tiene un problema y no me lo quiere contar. Mamá, a quien se lo he comentado por encima cuando hemos hablado por teléfono esta mañana, tampoco me ha querido decir nada. Y tengo derecho a saber si a mi padre le sucede algo malo. ¿O no?
Tía Anabel se levanta para desentumecer un poco las piernas. Pasea por el saloncito a pasos cortitos, coloca bien un jarrón encima del mueble, pasa la mano por un portarretratos con una foto de Toni con una pelota de béisbol en las manos y un cielo de azul fulgurante de fondo.
—Creo que tendrás que esperar a que te lo cuenten ellos mismos —me dice al cabo de unos instantes.
—¡Lo sabes!
—No insistas.
—¿Para qué crees que he venido?
—¿Tal vez para saludarme y pasar la tarde juntitos?
—¡Tía!
—No es asunto mío, o no debería serlo.
—Sí que lo es. Eres lo más parecido a una madre que tengo ahora mismo. Bueno, sin olvidar a Marlene.
—No vayas por ahí.
—Ellos no quieren decírmelo.
—Ya encontrarán el momento.
—¿Cuando papá ya esté muerto?
Tía Anabel agarra un almohadón del sofá y me lo tira a la cabeza.
—¡Que tu padre no está enfermo!
—Entonces, ¿qué le sucede?
—¡Que está arruinado!
Ha pasado una nube gorda, fea, tenebrosa y torpe por delante de la ventana, y se ha entretenido más de la cuenta frente a nuestro horizonte. El saloncito está en penumbra. Todavía suena Chopin, pero lo oigo lejos, como si me llegara a través de un túnel muy largo y oscuro.
—Si arranca a llover, Toni no podrá montar a caballo. Llegará con media depresión encima —murmura tía Anabel—. Tocará pizza para cenar y contarle un montón de cuentos antes de acostarlo.
—¿Del todo? —solo acierto a preguntar.
—¿Cómo del todo? —pregunta mi tía, plantada ante la ventana, contemplando el cielo oscurecido de repente.
—Que si está arruinado del todo.
—Si te arruinas, te arruinas. Si solo pierdes algo, solo pierdes algo, pero no te arruinas. Cuando te arruinas, es que no tienes nada, que te lo han sacado todo, que debes un montón de dinero, que están a punto de embargarte, que todo se va a paseo. Arruinarse es eso, quedarse con los bolsillos vacíos, estar sin…
—¡Vale! Ya lo he pillado.
Tengo de nuevo la sensación de mareo de ayer en la ambulancia, la piedra en medio del pecho, el aire que cuesta que fluya a mis pulmones.
—Diego, ¿estás bien?
—¿Cómo lo sabes? ¿Y cómo lo sabe Jorge?
—Supongo que Jorge lo sabe porque tu padre le debe de haber pedido dinero, como a todos sus amigos, para hacer frente a los pagos más urgentes. Yo lo sé de casualidad. Mi profesora de violín es una prima de tu padre y un día lo dejó caer cuando tomábamos un café después de la clase.
—Pero ¿qué ha ocurrido para llegar a esto?
—El negocio de los perfumes ya no iba bien desde hace tiempo. Con la crisis, mucha gente ha optado por comprar chuletas y habichuelas antes que un frasco de perfume con aroma a azahar, a lavanda provenzal o a melocotones de la Guayana. El perfume no se come. Toma, bebe un poco.
Me ofrece un vaso de agua muy fría que ha ido a buscar a la cocina mientras me contaba lo del azahar y los melocotones de la Guayana. Y me da aire con una revista. Tengo las sienes húmedas y me cuesta respirar.
—¿Cómo te encuentras?
—Mal.
—Tu madre me va a matar cuando sepa que te lo he contado.
—Me da igual.
—Y a mí. Solo que tendrás que ocuparte de Toni si yo falto.
—¿Y llevarlo los domingos a jugar al béisbol?
—Y contarle cuentos antes de dormirse los días que esté un poco blando, y permitirle de vez en cuando que mate robots en la Play, y comprarle plantillas que absorben el olor de los pies. El farmacéutico de mi barrio sabe cuáles son.
—Vale.
Bebo el agua con ansia.
—Si papá se ha arruinado, tendremos que cambiar de casa, supongo, y muchas cosas más.
Estoy pensando en Marlene. Si nos hemos arruinado, no podremos tener servicio y se irán al traste todas mis estratagemas para que Marlene continúe en nuestra casa. Pienso también en las vacaciones de verano, en el apartamento de la playa en el que pasamos casi un mes todos los años, un apartamento que quizás deberemos vender. Tal vez tampoco vuelvan las semanas blancas por Navidad en los Alpes, ni tantas otras cosas a las que hasta ahora apenas he dado importancia, porque las tengo desde siempre, siempre han estado ahí, como las aplicaciones que vienen de serie con el móvil.
—No avances acontecimientos —me avisa tía Anabel—. Tu madre gana bastante dinero con sus programas de televisión y sus escritos y sus reportajes en las revistas del corazón. Se tendrá que ver todo con calma.
Hablamos un poco más, pero ya de otras cosas, pasando de largo por el tema del descalabro económico de mi padre. Entiendo que mi tía ya ha hecho demasiado contándomelo y, cuando llegue el momento, ya lo hablaré con mis padres. Tía Anabel aplaude sin decirlo mi decisión de no tratar más el tema. Y yo también, porque hablando de otras cosas la piedra de mi pecho se va reblandeciendo.
—¡Qué maja es Gabriela! —suspira tía Anabel, con los ojos centelleantes.
—Es un sol.
—Esta noche te ha ayudado a componer tu Nocturno para Mafalda.
—Seguro que sí —admito.
Me voy antes de que llegue Toni. No tengo ánimos para ayudar a mi tía a solucionar las decepciones de mi primo.
Ha terminado por llover a cántaros. Cuando salgo a la calle, el suelo huele a mojado y una brisa refrescante mece una tarde que se va muriendo muy despacio, como repleta de nostalgia.
Y entiendo que, en pocas horas, mi vida puede que haya cambiado radicalmente de rumbo.
30. Ira
Domingo, 24 de junio. 21:15 h. Hospital de la Virgen Blanca. Habitación 512.
En el hospital me encuentro con mamá, que sorprendentemente ha adelantado su regreso.
—Acabo de llegar. Papá se ha ido un rato a cenar y a descansar a casa, luego volverá. ¿Y tú de dónde sales?
—De casa la tía Anabel.
—¿Se puede saber por qué vas a su casa, si sabes que no lo apruebo?
—Porque me escucha.
—No empecemos.
—No empieces tú.
No me sale ni darle un beso. Sin embargo, sí se lo doy a Mafalda, que juega con el hipopótamo azul y tiene las mejillas sonrosadas y la mirada sonriente.
—Una vez al mes voy con la niña a merendar a su casa.
—¿A casa de quién?
—De tía Anabel.
—Muy bonito —dice mi madre, con ironía.
—Y me llamó para felicitarme por el premio.
—¿Qué premio?
No sé ni por qué me esfuerzo en intentar darle explicaciones.
—¿Qué tal el viaje? —pregunto.
—Nefasto.
—¿Y la boda de Nápoles?
—No me hables de la boda, no me hables. ¡Menudo lío que has armado! ¡Qué vergüenza, hijo! Suerte que María Elena es muy amiga mía y muy comprensiva, y nadie excepto ella sabe que tú eres el responsable de este caos monumental. Si no, yo ya estaría en la calle. Eres un insensato.
—¿Y por qué todo el mundo me felicita por la manera en que actué ayer con Mafalda menos tú y papá?
—¿Todo el mundo? ¿La impresentable de tu tía Anabel, la chismosa de la portera y la comecocos de la asistenta son todo el mundo? ¡Madre mía! ¿En qué planeta vives, hijo?
Tengo que controlarme mucho para no contestarle con desprecio. Tengo que repetirme que, para bien o para mal, es mi madre, y que debe de estar cansada del viaje, como papá ayer. No quiero provocar un nuevo desastre emocional en nuestras vidas, al menos por el momento. Pero me indignan sus comentarios, sus pensamientos y su actitud.
—Papá me soltó una bofetada y tú solo me reprendes.
—Una cosa no quita la otra. Que hayas actuado como lo hiciste con Mafalda no justifica que puedas insultar a tu padre o tomar el pelo a mi amiga de una manera tan cruel.
—¿Sabes lo de la bofetada?
—Claro. Tu padre está muy abatido. Es que esas no son maneras, hijo. Las cosas se hablan.
—¿Cuándo? ¡Si no nos vemos nunca!
—¿Qué parte de la frase «tenemos que trabajar» no entiendes?
—Papá ahora ya no, por lo que me han contado.
Mi madre palidece y los ojos se le llenan de ira.
—¿Y quién te lo ha contado, si puede saberse?
—Pues no, no se puede.
—La bruja de tu tía, seguro.
—Tía Anabel no es ninguna bruja. Me iré a vivir con ella si puedo y me llevaré a Mafalda conmigo.
—Tú estás loco de remate.
No es el momento ni el lugar, pero ya no puedo más.
—¿Y quién me lo va a impedir? —pregunto, desafiante.
—Mira, Diego, tenemos problemas muy gordos ahora mismo. Por favor te lo pido: guárdate tus reproches y tus amenazas para cuando hayamos solucionado la que se nos viene encima. O si no, si no…
—Si no, ¿qué?
—Pues ya que estamos, te lo digo. Tu padre y yo lo hemos hablado y el próximo curso te irás a estudiar a un internado inglés, en Edimburgo. Lo hemos estado mirando y pensamos que allí recobrarás la calma que pareces haber perdido.
—¿Te estás oyendo, mamá? No soy yo quien ha perdido nada. Más bien creo que es papá. Ha perdido su empresa y sus bienes. Y tú has perdido el mundo de vista. ¡Dejarme solo con Mafalda enferma! ¿A quién se le ocurre? Seguro que ni te acordabas de que Marlene se iba a su país.
Mafalda nos mira con los ojos asustados. Estamos gritando demasiado. Pero mamá y yo ya estamos lanzados.
—Además, yo no quiero irme a ningún internado. No quiero dejar mi colegio ni mis amigos, y he decidido volver a jugar al fútbol.
—¿En aquel club lleno de chicos sin recursos? ¡Ni lo sueñes!
¡Me ofende tanto su desdén! Sin embargo, ahora no quiero entrar en más polémicas. Ya tenemos suficientes frentes abiertos.
—¿Y cómo pensáis pagar el internado ese si ya no tenemos dinero?
—Lo de tu padre se arreglará.
—¿Sí? ¿Cómo? ¿Pidiendo dinero a los amigos, como al doctor González-Peiró?
—Tu padre se asustó y se puso nervioso ante los embargos, pero ya lo solucionaremos. En unos días, todo volverá a ser como antes.
—¡Pero si lo ha perdido todo! ¿Cómo pensáis remontar la empresa?
—No es cosa tuya.
—¿Ah, no? Yo creía que éramos una familia. Bueno, en el fondo hace tiempo que ya no lo tengo tan claro.
No sé qué hago aquí, discutiendo con una pared. Las paredes no oyen, no escuchan, no razonan, no sienten.
—¡A Edimburgo no pienso ir! —añado, amenazando a mi madre con el dedo extendido—. Ya os lo podéis quitar de la cabeza.
—Tú harás lo que nosotros decidamos, estaría bueno. ¡Y baja ese dedo de una vez! El internado es lo que más te conviene ahora mismo para recobrar algo de la sensatez que has perdido.
—¡Ni muerto!
Y me voy.
Lo último que oigo es el llanto asustado de Mafalda que dejo tras la puerta de la habitación 512.
Pero no retrocedo.
31. Desenlace
Luego, todo fue muy rápido, apenas unas horas más.
Salí del hospital con una indignación que me rezumaba por todo el cuerpo. La notaba en los ojos encendidos, en el corazón alterado, en las mejillas acaloradas, en las manos temblorosas, en el estómago cerrado, en los pulmones desbocados, en las piernas atenazadas, en la frente húmeda, en la cabeza a punto de reventar, en la piedra en medio del pecho, que había vuelto a aparecer. Me sentía incapaz de razonar con calma, pero conservaba un extraño sentido de la prudencia que me indicaba que no debía actuar a lo loco. Porque a lo loco, me hubiera ido a casa, hubiera recogido cuatro cosas, las hubiera metido en una maleta y me hubiera plantado en casa de tía Anabel.
Sin embargo, todo estaba demasiado embrollado. Y me sucedía algo raro. Dudaba. Mis dudas eran superiores a todo lo demás. No estaba convencido de nada. ¿Y si era yo quien estaba equivocado y mis padres hacían lo imposible para que Mafalda y yo mantuviéramos una vida cómoda? Pero no, me rebelaba, me pesaban demasiado el abandono, la dejadez, el olvido. Mamá no sabía ni qué premio había ganado yo aquel invierno.
Ya era de noche y no sabía qué hacer. Detestaba volver a enfrentarme con papá y decidí no ir a casa. Sin embargo, me avergonzaba volver a refugiarme en el calor y en la paciencia de tía Anabel. También tenía miedo de hacerme pesado con Eugenio y con Gabriela, así que no llamé a nadie. Simplemente me dediqué a pasear por calles y plazas hasta medianoche, sin rumbo, sin sentir el cansancio ni el sueño ni el hambre, como un fantasma. De vez en cuando me asaltaba una pena muy grande y se me humedecían los ojos. Otras veces era poseído por la incertidumbre más voraz y me sentía pequeño y desvalido. Y en otras, en cambio, me acometía de nuevo la indignación y hervía de rencor y de furia.
Mamá me llamó unas cuantas veces al móvil. Y me mandó algunos mensajes. Quería saber dónde estaba, por qué no había ido a casa; al parecer ella había ido a casa, mientras que papá había vuelto al hospital para pasar la noche con Mafalda. En uno de los mensajes, mi madre me decía:«Diego, tenemos que hablar antes de que amanezca». Y me sonó muy extraño, pero no le contesté. De papá no había nada, ni mensajes ni llamadas.
A medianoche me llamó Gabriela.
—¿Dónde estás? ¿Por qué no vienes? Eugenio y yo hemos ido a la fiesta de mi hermana. Esto está muy animado.
—¿De verdad estás en la fiesta de Sofía? Creía que estas cosas no iban contigo.
—Es para vigilarla de cerca, y porque mi madre me lo ha pedido.
—¿Te ha pedido que la vigilaras?
—No, me ha pedido que venga.
Desconocía totalmente la relación de Gabriela con su madre, porque jamás me hablaba de ella. Pero en aquel momento entendí que debían de tener una especie de pacto que hacía que su relación funcionara de alguna manera y no se hundieran, como en mi caso, en una espiral de reproches mutuos y constantes, de resentimientos y de amargura.
—Vale, voy.
A la entrada del local, una sala de fiestas muy de moda en la ciudad, me esperaban Gabriela y Eugenio. Había un montón de gente, muchos focos, muchos fotógrafos y muchas cámaras, todo lo que yo más detestaba desde el fondo de mi corazón. ¿A quién le podía importar que Sofía Woodworking cumpliera dieciocho años? Pues por lo visto le interesaba a mucha gente. Y, de pronto, sentí repugnancia.
—No sé qué hago aquí —les dije a Eugenio y Gabriela en cuanto llegué junto a ellos.
—Pasarlo bien un rato —me contestó Gabriela—. Vamos a reírnos un poco y ya está.
—Yo nunca he estado en un evento así —dijo Eugenio—. De todo se aprende, ¿no?
Me arrastraron dentro del local, después de superar una barrera de guardias de seguridad que, como iba con Gabriela, me dejaron pasar sin ningún problema. Se suponía que la madre de mi amiga había alquilado la sala para una fiesta privada y estábamos autorizados por ella a entrar a pesar de nuestra edad.
Había música estridente, bebidas y un sinfín de corros de gente hablando y riendo. En la pista de baile, muchos jóvenes, y otros no tan jóvenes, bailaban.
Sofía estaba delante de un photocall lleno de anuncios de marcas publicitarias que, supuse, serían las que pagaban la fiesta.
—Fijaos —nos dijo Gabriela—, esos que posan ahora junto a mi hermana han venido cobrando.
—¿Cobran por asistir a una fiesta? —se asombró Eugenio.
—Pues claro, si no, ¿por qué iban a estar aquí?
—Supongo que para salir en las revistas.
—También, pero si se pueden ir a casa con un buen cheque en el bolsillo, mejor que mejor.
—Es todo humo —afirmé.
—Y pasta —añadió Eugenio.
Entonces se me acercó la madre de Gabriela. Estaba radiante, con un vestido muy ajustado de lentejuelas y luciendo un escote que mareaba.
—¡Qué lástima que Mónica no pueda venir! Seguro que le encantaría la fiesta —me dijo—. Gabriela ya me ha contado lo de tu hermana. ¿Está mejor?
—Mañana ya nos la llevamos a casa.
—Me alegro. Y ahora os dejo, que hay un montón de gente a quien debo saludar. Gabriela, cuida de tus amigos.
Gabriela quería presentarme a Sofía, pero fue imposible acercarse a ella. Estaba constantemente rodeada de invitados y de fotógrafos.
Y nos fuimos los tres a sentarnos en un rincón apartado.
—No sé qué hago aquí —repetí al cabo de un rato de estar sentados sin hablar de nada.
Todo aquello me parecía un sinsentido, algo tremendamente superficial y profundamente nefasto para Sofía. Seguro que al día siguiente aparecería en todas las revistas, luciendo su figura, su sonrisa, su aparente candidez y su recién estrenada popularidad. Era muy guapa, muy parecida a Gabriela pero con un rostro algo más hecho, y se la veía muy acomodada a su papel de hija de famosa, como si lo hubiera estado esperando durante años. Y seguro que era así, por lo que me había contado Gabriela. ¿Pero para qué le serviría?
—¿Para qué le va a servir todo esto? —pregunté en voz alta.
—Pues para vivir —contestó Eugenio—. A partir de ahora, si como dice Gabriela este es su objetivo, ya tiene la vida solucionada, al menos mientras siga siendo joven y guapa. ¡Qué lástima!
—¡Qué asco! —dije, sin poder reprimirme.
—Parecemos tres viejos cotilleando —protestó Gabriela—. Yo tampoco estoy de acuerdo con lo que hace, pero no me hundo. Aprovechemos este momento, ¿no? ¿Quién viene a bailar?
Eugenio se levantó y se fue tras ella hasta la pista de baile.
Justo entonces la vi. María Elena Campuzano se acercaba a mí, encaramada en unos tacones de vértigo y con una falda negra de tubo que le llegaba a la pantorrilla. Llevaba una blusa blanca de escote palabra de honor (conozco estos detalles por mi madre) y unos enormes pendientes que parecían las cataratas del Rin. Nadie diría que solo era una periodista. Parecía la mismísima reina de la fiesta.
—Mira a quién tenemos aquí —me dijo, sentándose a mi lado—. El recién nombrado campeón de la payasada. ¿Cómo estás, cariño?
Creo que llevaba unos cuantos gin-tonics de más.
—Déjame en paz.
—¡Uy, qué aires! ¿Sabes? Nunca pensé que nos encontraríamos en un sitio como este. Un chico tan íntegro como tú, al que le repugna toda esta movida, y míralo, ahí está, tan feliz.
Me levanté, furioso, ella me hizo sentar de un manotazo.
—¿Qué haces? —me asusté.
—Ahora me vas a oír.
—¡Porque tú lo digas!
—No te pierdas mañana las portadas de las revistas ni nuestro programa de la noche —continuó.
—¿Para ver a Sofía? Ya la veo y me da mucha pena.
—Olvida a Sofía. Es algo mucho más jugoso.
La miré atentamente y se me pasó por la cabeza que me estaba devolviendo la broma de lo del conde, lo de Brasil y lo del pueblo perdido de la mujer del pelo rojo.
—Se trata de algo, o de alguien, mucho más cercano a ti —susurró casi en mi oreja.
Olía a alcohol y a perfume, y el conjunto me resultaba profundamente desagradable.
—No sé de qué me hablas. Estás bebida.
E intenté ponerme de nuevo de pie, pero María Elena Campuzano me tenía agarrado del brazo.
—¿Te has parado a pensar qué será de ti ahora que tu padre ha perdido su empresa? ¿Cómo puede cambiar tu vida cuando se acaban los lujos y los privilegios a los que estás acostumbrado? ¿No lo has pensado?
—Déjame en paz.
—Sin embargo, tu madre es muy astuta. ¿Por qué van a beneficiarse de este negocio solo los personajes de los que hablamos en nuestros medios? ¿Por qué no saltar ella misma a la palestra? ¿Por qué no puede una periodista ponerse al nivel de Patricia Halcón, por ejemplo? No sería la primera vez que alguien como ella, quiero decir como tu madre, actúa así. Y ya te aseguro yo que tampoco será la última.
—No sabes lo que dices —me enfadé—. Mi madre nunca se avendría a esta monstruosidad. Una cosa es hablar de los famosos y otra muy distinta es hablar de uno mismo.
María Elena Campuzano soltó una carcajada que hizo centellear las cataratas del Rin que llevaba colgadas en sus orejas.
—¡Qué poco la conoces! —lanzó, casi ahogada por las risas.
Y entonces sí, entonces me solté, me levanté y la dejé allí, con sus sórdidas y repugnantes insinuaciones.
Me fui de la sala de fiestas sin despedirme de Gabriela ni de Eugenio. Estaba harto de todo aquel montaje, de ver cómo una chica joven estaba a punto de vender su presente y destrozar su futuro. Parecía mentira que nadie se diera cuenta. O tal vez sí lo veían, pero para la mayoría de ellos significaba alargar su nómina a final de mes.
No quería pensar en las palabras de aquella mujer abominable, pero me volvían a la mente una y otra vez. ¿Acaso tendrían relación con el intrigante mensaje de mi madre? «Diego, tenemos que hablar antes de que amanezca».
Y me propuse esperar en la calle hasta que abrieran los quioscos.
Me dormí echado en un banco de una de las plazoletas de la Avenida de las Palmeras, como un vagabundo. Me despertó el hocico húmedo de un perro al que una mujer tiraba de la correa.
—Suelta, vamos —le decía, para que dejara de olisquearme.
Había salido el sol, pero todavía era temprano. Entré en una cafetería que tenía el suelo mojado, recién fregado, y pedí un café con leche y un cruasán. Y me esperé allí, sin hacer nada, hasta que vi que el quiosquero del otro lado de la calle levantaba la persiana. Tenía los periódicos y las revistas atados en montoncitos con cordeles en el suelo, y tuve que esperarme todavía un rato más para que los colocara en su sitio.
Cuando vi que el quiosco estaba en orden, pagué el desayuno, crucé la calle y me acerqué a ver las portadas de las revistas llamadas del corazón. En casi todas aparecía la imagen de Sofía y un titular parecido: «Puesta de largo de la hija mayor de Patricia Halcón en una fiesta multitudinaria». No debía de haber vendido ninguna exclusiva, porque salía en todas. Seguro que después ya dosificaría más sus apariciones, si quería vivir de ello.
Como en las portadas no leía nada más, compré cuatro revistas distintas para sumergirme en su interior y descubrir qué habría querido decirme María Elena Campuzano.
Con las revistas bajo el brazo, me fui de nuevo al banco de la plaza y empecé a hojearlas con un cierto nerviosismo. Ya en la primera que consulté apareció lo que tanto temía, aunque hasta aquel momento no había sabido qué era. Y entonces todo encajó, las palabras de Campuzano y el mensaje de mi madre, que quería hablar conmigo antes de que yo descubriera lo que estaba leyendo en aquel momento: «Sale a la luz el idilio entre Patricia Halcón y Fernando Márquez, el marido de la conocida periodista de temas del corazón, Mónica Escrivá. La periodista no ha querido hacer declaraciones, pero próximamente aparecerá en su programa de televisión para contarlo todo. ¿Era de su marido el hijo que esperaba Patricia Halcón?».
La noticia era aproximadamente la misma en las cuatro revistas.
Hacía horas que sospechaba algo, pero nunca llegué a imaginar que fuera tan bajo, tan ordinario, tan insultante, tan horrible y tan mezquino. Porque estaba convencido, vamos, hubiera puesto la mano en el fuego, de que todo aquello era mentira, que mi padre y la madre de Gabriela no estaban juntos para nada, y que todo, por lo que me insinuó Campuzano, era para obtener dinero. ¿Cómo lo llaman en los medios esos? ¿Un montaje?
Entonces, cuando todavía estaba aturdido por aquellos titulares odiosos que aireaban detalles tan personales, y falsos, de mi familia, sonó el móvil.
—Diego, soy mamá. ¿Dónde estás? ¿Qué haces?
—Ahora voy para casa.
—Bien.
Nada más entrar, lancé con rabia las cuatro revistas encima de la mesa del comedor, ante la mirada horrorizada de mi madre, y me fui a mi habitación.
—¡Diego! ¡Escúchame! Todo tiene una explicación. Por eso quería contártelo antes de que lo descubrieses tú.
Entró en mi cuarto detrás de mí.
—Lo de tu padre es muy serio. O remontamos el negocio de los perfumes o nos hundimos en la ruina. Y tú no querrás que, de repente, nos quedemos sin nada. ¿Me oyes? Es solo una mentirijilla para salir del paso. Dentro de un tiempo, lo desmentimos y ya está. Sin embargo, mientras tanto, con lo que nos habrán pagado, habremos salido del agujero. ¿Se puede saber qué haces?
Había sacado mi maleta del armario y empezaba a poner en ella, de cualquier manera, mi ropa, mis libros, mis cosas.
—¿Qué haces? —repitió—. Atiende un minuto, tenemos que hablar. Al mediodía llegará tu padre con la niña, que ya nos la podemos traer a casa, y entonces hablaremos los tres. ¿Quieres deshacer la maleta, por Dios? ¿A dónde te crees que vas? Tienes quince años, recuérdalo, no puedes ausentarte del domicilio paterno por las buenas.
—No encuentro el desodorante, no encuentro el desodorante —me repetía yo, sin saber siquiera lo que decía ni lo que buscaba.
—¡Te digo que todo es una mentira! —gritó mi madre, fuera de sí.
Me detuve un instante, la miré, pero no me salían las palabras. No me salía nada. Apenas sentía nada, tampoco. Solo una imperiosa necesidad de alejarme. Cerré la maleta con un golpe fuerte, salí de mi habitación y salí de mi casa, dejando atrás las súplicas y las amenazas de mi madre.
—Volverás, por las buenas o por las malas, ¿me oyes? Y algún día lo entenderás todo.
Di un portazo como despedida.
Doña Remedios fregaba el suelo de la portería. Vi una de las revistas en el alféizar de la ventanilla de su garita.
—Diego, ¿qué ha ocurrido? Por Dios, dime algo. Tu padre, por favor, tan buen hombre, tan educado siempre, tan señor…
—¿De verdad lo cree así, doña Remedios? —le pregunté, mirándola a los ojos.
No esperé su respuesta.
Tía Anabel y Toni se preparaban para salir a comprar al mercado. Cuando me vieron aparecer con la maleta en el umbral de su puerta, se quedaron paralizados.
—Toni, vete a cambiar de camiseta, que esa está manchada.
—Que no.
—¡Que sí!
Toni desapareció por el fondo del pasillo, camino de su habitación.
—¿No sabes nada, verdad? —pregunté a mi tía.
—¿De qué me hablas?
Le conté lo de la falsa noticia que aparecía en todas las revistas y se llevó las manos a la cabeza.
—Esto ya es el colmo.
—¿Me puedo quedar?
—¿Y todavía lo preguntas?
—Seguramente te ocasionará problemas.
—Bienvenidos sean.
Al cabo de un rato, se fueron los dos al mercado y me instalé en la habitación de Toni, en una cama plegable. Después llamé a Gabriela.
—No sabía nada —me dijo, desolada—. Creo que lo han montado todo muy rápido.
—Te creo.
—¿Qué vamos a hacer, Diego?
—Sobrevivir como podamos.
El programa de televisión de la noche se ve que fue un circo. No quise verlo, aunque tía Anabel sí y, a la mañana siguiente, me dijo que no pensara más en ello, que viviera mi vida, que fuera feliz, que me olvidara de todo. Luego, me llevó con ellos a pasar una semana en un camping de playa, lejos de todo, en un sitio recogido y tranquilo lleno de abuelos tostados por el sol y de familias confiadas y bonachonas que andaban todo el día en bañador y con cara de despreocupación. Allí aprendí a jugar un poco al béisbol con mi primo.
Ahora estoy a punto de empezar el nuevo curso. En mi colegio. Continúo viviendo con tía Anabel y con Toni, pero cada tarde voy a casa a ver a Mafalda. Si Marlene me llama o me envía un mensaje para avisarme de que están mis padres, voy a esperarla al salir de la guardería. Juego con ella, le doy la merienda y mientras tanto hablo un poco con Marlene. La he ayudado a hacer los papeles para que sus tres hijos entren en la escuela pública más cercana y se siente muy feliz por ello. Viven todos en mi casa, bueno, en casa de mis padres, aunque sus dos habitaciones están en el ala del servicio y casi no se ven. No sé muy bien cómo es esta convivencia, pero, por lo que me cuenta Marlene, los niños saben comportarse de maravilla y, además, mis padres están fuera la mayor parte del tiempo.
Algunos domingos vamos todos a algún sitio a pasar el día: tía Anabel, Toni, Mafalda, Marlene, sus tres hijos y yo. A veces también vamos al parque a jugar al béisbol. El hijo mayor de Marlene, Bryan, tiene la misma edad que Toni y se han hecho muy amigos.
He vuelto al club de fútbol, con Eugenio. Me va bien correr un poco todos los días, cansarme, preparar partidos, disfrutar de la camaradería que se respira allí.
Con mis padres tengo un montón de conversaciones pendientes. Todavía no me he visto con ánimo de encararlas todas y ellos tampoco no me apremian para que lo haga.
Mi padre paga mis estudios y me ingresa cada mes un dinero en mi cuenta. La primera vez se lo devolví. Luego vi que lo necesitaría para la cuota del club, cosas de los entrenamientos, gastos de clase, libros o compras mías, además de aportar una parte a tía Anabel para cubrir los gastos que le ocasiono, a pesar de que ella sistemáticamente me lo rechaza y me lo está metiendo en una cuenta.
Lo que sí hice fue regalarle seis pares de plantillas devoraolor y un par de desodorantes para los pies de Toni. ¡Dios, es inaguantable!
En cuanto a Gabriela, digamos que estamos intentando pasar deprisa el primer día de nuestras vidas para llegar al segundo cuanto antes, y creo que ya no va a tardar mucho.
Tal vez por Navidad.
Sería espectacular.