10

En agosto, Hanna sugirió que se fueran de viaje a algún lado, solo un par de días, para tener la sensación de que habían disfrutado de unas vacaciones de verano. Los dos estaban trabajando muy duro. Joseph se dedicaba a lo de siempre y Hanna estaba de camarera en un asador de la City. Estaba siendo una semana muy calurosa y estaban ambos desnudos en la cama de Joseph, oyendo la música de algún vecino por la ventana abierta.

–¿Adónde te gustaría ir? –preguntó Joseph.

–A nadar en el mar, donde sea.

–¿En Gran Bretaña?

–En Inglaterra probablemente. En Brighton o un sitio similar. Sussex, Dorset...

–Dorset, vaya.

–¿Qué pasa con Dorset?

–No pasa nada con Dorset. De hecho, alguien me acaba de invitar a ir.

–¿En serio? Pues yo quiero ir. Es el mundo de Hardy.

–No sé qué quiere decir eso.

–Thomas Hardy, el escritor.

–No sé quién es.

–Dios mío.

Hanna se estaba riendo, pero Joseph sabía que no había quedado muy bien. Aunque ¿qué le iba a hacer?

–Escribió Jude el oscuro y Tess, la de los d’Uberville. Escribió sobre Dorset. Bueno, da igual, el hecho es que me gustaría pasar un par de días allí. No he estado nunca.

–Sí, pero...

–Pero ¿no estoy invitada?

–Te ha invitado de forma específica.

–¿Quién?

–¿Te he hablado de Lucy y sus hijos, a los que les hacía de canguro? Les han dejado una casa allí.

Hanna sí estaba informada de la relación de Joseph con Lucy y sus hijos, pero no de su relación con Lucy, y él no tenía intención alguna de contársela.

–¿Y te ha preguntado si yo también quería ir?

–Sí.

–¿Entonces cuál es el problema?

–¿Quieres pasar varios días con un par de críos?

–Me encantan los niños.

–Ya, pero no sé si la madre te va a caer bien.

–¿Qué le pasa?

–Nada, es encantadora.

Hanna emitió una versión burlona de una carcajada indignada.

–Oh, ¿entonces qué problema tengo yo?

–Que intuya que no os vais a llevar bien no quiere decir que ninguna de las dos tenga algún problema.

–¿Entonces qué quiere decir?

–Solo que sois muy diferentes. Como la noche y el día, como agua y aceite.

–¿Y cómo es que tú eres capaz de llevarte bien con las dos?

–Porque soy justo el punto intermedio.

Todo eso era una completa estupidez. Y si al final Hanna acababa conociendo a Lucy, pensaría que Joseph estaba como un cencerro. Hanna era más joven y Lucy más mayor. Lucy tenía hijos y Hanna no. Dejando de lado esos dos detalles, eran muy parecidas. Las dos eran personas tranquilas y divertidas, las dos amaban los libros, y probablemente ambas habían leído más durante las dos últimas semanas que Joseph desde que salió del instituto. Las dos eran atractivas; las dos eran sociables, pero, por lo que Joseph había podido observar, parecían mantenerse al borde de sus respectivos círculos sociales, lo cual les permitía adentrarse en o distanciarse de ellos a conveniencia. Si Joseph llevaba a Hanna a Dorset era muy posible que acabaran siendo amigas para toda la vida.

–¿La casa es bonita?

–Se la ha dejado un amigo. Está cerca del mar y tiene piscina. Y un granero reconvertido en pabellón de invitados en el que nos alojaríamos.

–Vaya amigo más estupendo.

–Es el tío con el que sale de vez en cuando. Es escritor. Y tiene bastante pasta.

–¿Cómo se llama?

–Michael.

–Oh, el nombre de pila me es de gran ayuda.

–¿Acaso me sé el nombre de algún escritor?

–¿Y él estará allí?

–Creo que no. Está en Francia con sus hijos. Lo que pasa es que Lucy teme que sus hijos se acaben aburriendo y quería que fuera yo para jugar al fútbol con ellos.

–Y yo me quedaré leyendo junto a la piscina. ¿Quieres que te sea sincera? Aunque esa mujer fuera peor que Hitler, incluso peor que Boris Johnson, seguiría queriendo ir. ¿Qué me puede hacer? ¿Tirarme el libro al agua? No he estado en mi vida en una casa con piscina. ¿Y tú?

–No, pero...

Esperaba que el «pero» resultase revelador, pero no tenía ni idea de qué se suponía que podía revelar. Nunca había estado en una casa con piscina, pero... Algún pero tiene que haber, ¿no? Pues no. No se le ocurría nada. Joseph empezaba a ser consciente de que decidiera lo que decidiese hacer con su vida en el futuro, más valía que no implicase el uso de estrategias. Era un pésimo estratega. Todo le parecía una brillante idea hasta que aparecía la siguiente, opuesta a la anterior. Le acababa de decir a Hanna por qué no le parecía una buena idea ir a Dorset (algo que tenía claro), pero a continuación le había expresado lo estupendo que sería (algo que también tenía claro). Empezaba a ser obvio que iban a ir a Dorset.

Tuvo claro que su siguiente decisión estratégica resultó ser sensata, justa y apropiada. Pensaba comunicársela a Hanna antes de que partieran. Pero como esto no se produjo por diversos motivos, todos ellos relacionados con la incomodidad de Joseph, se le hizo evidente que no tenía otra opción que contárselo en el tren. Sin embargo, en el tren se dio cuenta de que lo más fácil habría sido decírselo antes de subir, porque resultó que iba hasta la bandera. Al parecer un montón de gente había tenido la misma idea de hacer una escapada desde Londres a la costa en ese caluroso mes de agosto. Al final encontraron dos asientos libres, el uno frente al otro, pero tenían a otras personas sentadas al lado, una madre y su hija adolescente. La chica llevaba auriculares y la madre estaba resolviendo una sopa de letras en una revista, pero los oiría a la perfección si se ponían a hablar, cosa que no hicieron. Joseph sacó el móvil y se puso a juguetear con él. Hanna estaba leyendo uno de los libros de Michael Marwood. (Había obligado a Joseph a mandarle un mensaje de texto a Lucy para preguntarle el apellido de Michael. Hanna aseguró que le sonaba, pero Joseph albergó sus dudas respecto a su sinceridad. ¿Cómo se podía haber oído hablar de alguien que aparecía en las cocinas de las casas de gente normal y corriente?)

–¿No te has traído nada para leer? –le preguntó Hanna al cabo de un rato.

–El móvil.

–¿No vas a leer nada los días que pasemos allí?

–Pues no.

Joseph quería zanjar ya mismo esa conversación. Ninguno de los restantes viajeros estaba leyendo y no quería que Hanna los pusiera en evidencia. Jugó al Candy Crush durante un rato, echó un vistazo a Instagram y después leyó un par de artículos sobre fútbol en la web de deportes de la BBC. Tenía dificultades para concentrarse. ¿Lucy iba a hacer algún comentario indiscreto? Nunca había actuado así, pero también es cierto que él nunca la había visto en acción con dos copas de más. ¿Sospecharía algo Hanna? Eso ya parecía más probable. Podía descubrir ciertos detalles de su lenguaje corporal de los que él tal vez no fuera consciente. Repasó los mensajes de texto, borró los latosos de su madre sobre la cena y respondió a un par relacionados con su trabajo de entrenador que había olvidado contestar. El mensaje más reciente era de Hanna, de esa mañana, preguntándole en qué punto concreto de la estación de Waterloo quedaban. Él lo respondió y, sin pensarse dos veces la información no relacionada con Waterloo que había introducido, lo envió.

Durante un rato Hanna hizo caso omiso de la campanita. Ella era así. Joseph, en cambio, en cuanto recibía un mensaje tenía que mirarlo de inmediato. Intentó no observarla de manera demasiado evidente y volvió a concentrarse en Instagram. Se quedó embelesado con unas fotos de Islandia colgadas por un jugador islandés de la Premier League al que le había gustado la foto colgada por otro jugador de la Premier al que seguía, y aparcó los nervios por lo que acababa de mandar. De pronto recibió una contundente patada en la espinilla. La madre alzó la vista ante su reacción, de modo que volvió a concentrarse en mandar otro mensaje.

Eso ha dolido.

TUVISTE UN LÍO CON LUCY?

.

Y ME LO CUENTAS AHORA?

Lo siento.

Hanna no lo miró. Siguió tecleando a toda velocidad con los pulgares, sin levantar la vista del regazo.

Cuándo pasó?

Antes.

Los dos tecleaban de modo tan acelerado que debía resultar obvio que se estaban peleando. Joseph desactivó la campanita.

Antes de qué?

De ti. Y a continuación añadió: Mejor silencia tu móvil.

Ella no le hizo caso, pero al menos Joseph consiguió reducir a la mitad los campanilleos.

Lo mío contigo es de ahora. Así que no iba a ser después.

No. Y luego: Esconde el móvil. Está intentando fisgártelo.

Me importa una mierda.

Se terminó.

ESO ESPERO.

También emocionalmente. Solo amigos.

Eso parecía ser cierto. Nunca había logrado algo así, pero Lucy ponía las cosas muy fáciles. Dejaron de verse un par de semanas y después ella lo invitó a cenar un domingo con los niños, él jugó con ellos a la Xbox y después se marchó a su casa. Y a la semana siguiente le hizo un canguro la noche que ella salió a cenar con Michael Marwood. Regresó sola, le preparó a Joseph una taza de té y conversaron sobre qué tal les iba a los dos. Él sacó de manera sucinta el tema de Hanna y ella no se puso a destrozar la sala de estar. Se limitó a asentir, dándole ánimos. Y ahora aquí estaba él, en un tren para hacerle una visita con su nueva novia, a menos que su nueva novia optase por apearse en la próxima estación.

Estás leyendo el libro de su nuevo novio, por si eso te ayuda.

No estaba muy seguro de si era una descripción precisa del estatus de Michael, pero había cierta posibilidad de que lo fuera, y en esos momentos le convenía compartir esa información, que tenía posibilidades de ser cierta.

Espero que sea más divertido que su libro.

Joseph respondió con un emoticono de llorar de risa, aunque Hanna lo tenía delante y podía ver a la perfección que no lloraba de risa, ni siquiera daba muestras de haber encontrado el comentario muy divertido. Joseph cayó en la cuenta de que cuando recibía el emoji de la cara sonriente con lágrimas, con frecuencia imaginaba que la otra persona estaba literalmente llorando de risa, pero este intercambio de mensajes le había demostrado que eso era algo que uno hacía para reconocer el intento fallido de ser gracioso del otro. No recibió respuesta, y tuvo la esperanza de que el asunto hubiera quedado zanjado. Volvió a Islandia, a una impresionante cascada llamada Gulfoss. Hizo una búsqueda de Islandia y empezó a ver imágenes del país. Era alucinante. Le vinieron ganas de visitarlo. De pronto, otro mensaje.

Quién es mejor en la cama?

La respondió con el emoji de los ojos en blanco.

Qué es eso?

Ojos en blanco.

Eso no es una respuesta.

Entre tú y yo? Yo.

Ja, ja. ??

Tú por supuesto.

Por qué por supuesto?

La respuesta más honesta habría sido: Porque estaría como una puta cabra si te respondiese de otra manera, pero eso no habría permitido zanjar la conversación.

Porque... ya sabes.

Qué sé?

Tecleó la palabra avergonzado con la esperanza de que apareciese un emoji de cara sonrojada. Le aparecieron varias caritas de aspecto peculiar y eligió una al azar.

Qué es esto?

Vergüenza.

Parece una cara sexual. Y luego: Qué sentido tiene mandar emojis si después los tienes que explicar? Y luego: Por qué vergüenza?

Porque preferiría hablar de esto cara a cara. En nuestro granero.

Hanna sonrió, con su cara de verdad. Le mandó un Ok con unos cuantos corazones. El tren se vació mucho en Bournemouth, y la madre y la hija también se apearon. Joseph se sentó al lado de Hanna.

–Lo siento –le dijo–. Por no habértelo comentado antes.

–¿Por eso me soltaste el rollo de que no me llevaría bien con ella?

–Sí. Era mentira.

–Bueno, pues es un alivio. ¿Cómo pasó?

–Pasó. No sé cómo.

–¿Fue raro?

–¿El qué?

–No lo sé. La diferencia de edad.

–La verdad es que no. Pero lo viví como... algo distinto. Un paréntesis.

–Oooh. Un paréntesis. Tranqui, colega, no te me pongas tan culto.

–¿Entiendes la idea?

–Sí, claro. Todos hemos tenido historias entre historias.

El problema era que a Joseph también Hanna le parecía un paréntesis. La relación había empezado en pleno verano, mientras ella tenía vacaciones en la facultad; estaba trabajando de camarera en un asador, lo cual no era su vida real. No le había contado nada a Joseph sobre posibles ex, pero él tenía la sensación de que Hanna había roto con alguien al final del curso académico, y estaba seguro de que aparecería algún otro tío cuando se reincorporase a las clases. Él era parte de su etapa temporal en el norte de Londres, donde se había reencontrado con amigas con las que acabaría perdiendo el contacto. Hanna no iba a pasarse la vida en Tottenham. Joseph era nuevo, pero también un retroceso. Lo suyo no iba a durar. Él no iba a durarle a ella.

Y en cuanto a la pregunta a la que jamás respondería: el sexo con una y otra era diferente. En un par de ocasiones había elaborado sus propias teorías al respecto, pero ni él quería escucharlas. No tenía ningún sentido sacarlas a colación.

Lucy y los niños fueron a recibirlos a la estación. Se presentaron con un dos caballos que Michael Marwood tenía en la casa, con la capota abierta por el calor. Hanna tendió la mano para saludar y Lucy se inclinó para darle un beso. Aquello parecía porno ceremonial, si es que tal cosa existe: dos mujeres espléndidas que a Joseph le gustaban mostrándose encantadoras la una con la otra.

Metieron las bolsas en el maletero y contemplaron el coche con suspicacia.

–Siéntate tú delante –dijo Joseph.

–Tú tienes las piernas más largas –comentó Hanna.

–Sí, pero yo conozco a estos dos sinvergüenzas y tú no. A mí no me importa aplastarlos.

Los niños se rieron y Joseph se sentó entre los dos.

–Os lo aviso –dijo Lucy–, por aquí conduzco bastante nerviosa. Las carreteras son muy estrechas y hay animales, y al dar marcha atrás siempre te topas con algún seto.

–¿Tú sabes conducir? –le preguntó Joseph a Hanna–. Nunca te lo he preguntado.

–No. ¿Y tú?

–No. No le veo el sentido en Londres.

–Espera a que tengáis que ir a recoger a vuestros hijos a algún campo de fútbol en el quinto pino –dijo Lucy.

–De eso te podrás encargar tú –le dijo Hanna a Joseph.

Lucy se rió. Joseph emitió un sonido similar a un ladrido. Vaya comentario más raro que acababa de hacer Hanna. Jamás había hecho el más mínimo comentario que indicara que quería seguir viéndolo la semana siguiente, y ahora de pronto estaba sugiriendo que iban a tener una familia. Después de soltar el comentario, Lucy y Hanna se pusieron a hablar, sin que Joseph pudiera oír con claridad lo que decían, y además los niños querían jugar a un juego que se acababan de inventar y que era una mezcla de Veinte Preguntas y El Ahorcado y cuya respuesta era siempre el futbolista más desconocido de la liga europea más desconocida. Nunca la acertaba nadie.

El trayecto duró media hora por carreteras, tal como les había advertido Lucy, estrechas y sinuosas, hasta que giró por un camino de acceso y llegaron a una casita de campo de cuento, con hiedra en los muros y vacas en los prados que había detrás; Joseph se avergonzó de que se le pasara por la cabeza la idea de no ir. No era la primera vez que salía de Londres, pero tampoco lo hacía muy a menudo, y nunca había estado en un sitio como ese. Y no recordaba haber estado jamás en una casa tan aislada. Hasta donde alcanzaba la vista, no había ni un solo vecino. Aunque probablemente no era en eso en lo que se suponía que uno debía ponerse a pensar, sino más bien en poesía o en Dios; pero Joseph lo que deseó tener a mano fue un amplificador, una tabla de mezclas y un QSC K12.2 de 2.000 vatios. Eso significaba para él la libertad del campo: la posibilidad de poner sus putos aparatos a todo volumen sin tener que preocuparse por nadie.

–Os voy a enseñar vuestro dormitorio –les dijo Lucy.

El granero era en parte oficina y en parte dormitorio de invitados. La cama doble estaba sobre una plataforma elevada bajo el tejado y se accedía a ella por una escalera de mano. En la parte inferior había un escritorio, una pequeña cocina, un par de sillones y un enorme altavoz bluetooth Bang & Olufsen. Por norma general, Joseph no se fijaba en cosas como las alfombras, pero la que había extendida en el granero era preciosa y reluciente, con una combinación de rectángulos de colores primarios. Joseph empezó a pensar en qué trabajo podía aplazar y qué mentiras podía contar para alargar la estancia un par de noches más.

–¿La casa es tan bonita como esto? –preguntó Hanna.

–Es bonita –dijo Lucy–, pero me encanta esta parte. Los niños no me dejarían instalarme aquí, y los tres no cabríamos.

–Si quieres, podemos cambiarnos –le propuso Hanna.

–Oh, qué amable –dijo Lucy, pero no añadió nada.

Joseph estaba seguro de que habría un «pero». ¿Dónde estaba el «pero»? Vamos. «PERO.» Miró a Lucy y ella se rió.

–Pero mira la cara de Joseph.

–¡Uf! –dijo él–. Pensaba que nos la ibas a quitar.

Hanna le pegó un puñetazo en el brazo.

–Eres un cabronazo egoísta.

Él se encogió de hombros.

Lucy y los niños fueron con el coche a comprar fish and chips para cenar, mientras Hanna y Joseph nadaban en la piscina de la parte trasera de la casa. Hanna nadaba largos con ritmo regular y al principio Joseph optó por imitarla, aunque lo que en realidad quería hacer era comprobar cuántos largos era capaz de hacer bajo el agua y cuánto tiempo podía aguantar haciendo el pino sumergido. Pensó que Hanna lo consideraría un inmaduro si se ponía a hacer esas cosas, de modo que no las hizo, pero de pronto recordó que esa relación no parecía destinada a alargarse en el tiempo, de modo que sí las hizo. ¿Cuándo volvería a tener una piscina casi para él solo? Tal vez no volviera a sucederle en toda su vida. Aunque ese no era el modo más razonable de pensar en el futuro. Trató de imaginar una casa en Ibiza, con una piscina más grande que esa, adquirida con las ganancias de su carrera como productor y DJ, o gracias a ser el inventor de algo en lo que todavía no se había puesto a pensar, o a sus éxitos como emprendedor tecnológico. Y no se trataba de toda una carrera, sino tan solo de sus prometedores inicios.

–Eres como un niño –comentó Hanna, tal como él ya había predicho, cuando paró un momento para recuperar el aliento.

–Y tú eres como una de esas señoras mayores que aparecen por el centro deportivo –dijo Joseph–. Aunque ellas no suelen llevar bikinis como el tuyo.

–¿Esto es un cumplido?

Lo era. Ese bikini le sentaba de fábula.

–No, solo una constatación. Ellas llevan bañadores.

–Escucha, lo que he dicho en el coche –comentó Hanna– sobre que irías tú a recoger a los niños al fútbol...

–Ah, sí. ¿Crees que mejor deberíamos turnarnos?

Se la lanzó sin contemplaciones, para hacerle creer que su comentario lo había animado a pensar en un futuro juntos hasta el último microdetalle.

–No quería...

–Muchas mamás recogen a los niños después de los partidos. Aunque normalmente son las que se han divorciado.

–No quiero pensar en tener hijos hasta dentro de muchos años.

–Entendido. Me parece bien. Yo tampoco tengo prisa.

–Ya sabes a lo que me refiero.

–Sí, solo te estaba tomando el pelo.

–Quiero hacer un doctorado, quizá en el extranjero.

–Escucha, no tienes que darme explicaciones. Y yo tampoco a ti.

Por un momento pareció ofendida, como si fuera razonable que ella no quisiera tener hijos, pero no lo fuera a la inversa.

–Pero puedo explicarte por qué lo he dicho.

–Adelante.

–Bueno, Lucy es bastante intimidante, ¿no te parece?

–¿Lucy? ¿En serio?

–Es solo que..., puedo entender qué es lo que te atrajo de ella.

–Así que pensaste que era mejor hacer una declaración de intenciones.

–Ha sido raro, lo admito. De pronto me puse en modo territorial, marcando el perímetro alrededor de mi novio. Me sentía insegura.

–No tenías por qué.

–Ya lo sé, pero podría pasar que..., ya sabes.

–Eso llegó todo lo lejos que pudo llegar y se terminó. No hay vuelta atrás.

–¿Por qué no? Eso no es lo que suele pasar con las cosas que llegan todo lo lejos que pueden llegar. Coches, trenes, personas. Después vuelven atrás.

–Oh, joder, ¿qué quieres que te diga?

Joseph hizo otra vez el pino, para dejar claro tanto que la conversación se había terminado como que era una pareja imposible para una mujer mentalmente madura de cualquier edad.

No hubo sexo en el granero; Joseph lo esperaba, y, cuando Hanna se metió en la cama, la besó de un modo que en otras ocasiones siempre había llevado a otras cosas. Pero Hanna se puso rígida y Joseph optó por dejarlo correr, y le sorprendió la sensación de alivio que le invadió.

–Se me hace raro.

–¿Por qué?

Se alegró de que fuera ella la que lo decía, no él. A él también se le hacía raro, por motivos obvios. Eran invitados de Lucy. Hacía poco él se acostaba con Lucy. Y ahora iba a acostarse con otra persona. Pero hubiera sido muy mal negocio para él bloquearse. No podía haber dicho: «Se me hace raro», porque Hanna le habría soltado: «¡Lo sabía!» y todo lo que venía después. Por un lado, deseaba que su cuerpo fuera más sensible ante situaciones complicadas. Su evidente erección resultaba embarazosa y mecánica. Por otro, le alegraba que la cosa funcionara como de costumbre, porque de este modo podía probar que era Hanna y no él quien se sentía incómoda, aunque, de cintura para arriba, él se sentía igual. Tal vez con la edad el cuerpo empezaba a aprender a escuchar al resto de tu ser. En plan: no, esto resulta raro, me voy a limitar a seguir aquí tumbado hasta que te aclares.

–No lo sé. Me parece irrespetuoso, o algo así.

–Estoy seguro de que ella contaba con que sucedería.

–Vale, pero eso no significa que tengamos que hacerlo. No era parte del trato. Al menos, espero que no lo fuera.

–Ya sabes a qué me refiero. Ella es una persona adulta.

–¿Y yo no?

–¿Cuándo he dicho yo eso?

–A ella le parece estupendo que hagamos el amor y en cambio a mí no.

–¡Oh, venga ya, Han! A mí me parece estupendo que todo el mundo haga el amor. Si hablamos de adultos que dan su consentimiento y demás, claro. Pero a algunos de ellos tal vez no les apetezca hacerlo. Es tu cuerpo, joder. Olvidémoslo y abracémonos.

–No con esa cosa clavándose en mi pierna. Eso no está en modo abrazo.

–Dame un minuto.

Hanna reposó la cabeza sobre el pecho de Joseph y se quedó dormida. Joseph siguió despierto un buen rato.

Durante la cena a base de fish and chips, Lucy había descubierto que a Hanna le gustaba Hardy, y decidieron que había que ir a visitar al día siguiente sin falta Max Gate, la casa que Hardy se había hecho construir.

–Y no voy a llevar a los niños –dijo Lucy.

–¿Por qué? –protestó Al.

–Porque nos fastidiaríais la visita.

–No es verdad.

–Yo pienso ir –aseguró Dylan.

–Y yo –se sumó Al–. ¿Qué es eso?

–¿No estabais escuchando?

–Estabais hablando de la casa de un escritor.

–Es allí adonde queremos ir.

–Pues yo no pienso ir –dijo Dylan–. Ni de coña.

–Yo tampoco –se sumó Al.

Joseph se puso de su lado, así que al día siguiente los chicos se quedaron en la casa y las amantes de los libros se subieron al coche. Según la experiencia de Lucy, la humanidad se dividía en dos géneros: los chicos y las lectoras. Le gustaría que hubiera tanta fluidez de género como la gente solía creer.

Ninguna de las dos abrió la boca durante un rato. Hanna contemplaba por la ventanilla los campos y las verjas de entrada de algunas casas que iban apareciendo de cuando en cuando; Lucy mantenía la mirada al frente, atenta a la carretera. Y de pronto, las dos hablaron al mismo tiempo.

–Y dime, ¿cómo descubriste a Hardy? –dijo Lucy.

–Joseph me ha contado lo vuestro –dijo Hanna.

Ambas se rieron.

–Son temas diferentes –dijo Lucy.

–Muy diferentes –dijo Hanna.

–Creo que el tuyo gana. No creo que Hardy pueda convertirse nunca en el elefante en la habitación.

–Ese sería un buen ejercicio de escritura –dijo Hanna–. Escribe un relato en el que uno de los personajes tiene que decir en algún momento: «El elefante en la habitación es Thomas Hardy.»

–Lo propondré en el colegio. Primero tendré que explicarles qué quiere decir la expresión y después quién fue Thomas Hardy. Y me entregarán un montón de narraciones sobre peleas de bandas o sobre terribles venganzas infligidas a novios infieles, en las que en algún momento, sin que parezca venir a cuento, alguien dirá: «El elefante en la habitación es Thomas Hardy.»

De nuevo se produjo un silencio.

–Vale, pues contesto a tu pregunta –dijo Hanna–. Tuve una profesora de literatura maravillosa.

–¡Hurra!

–Me pedía que esperara un momento al acabar la clase y me pasaba libros. Me dio a leer Chico negro de Richard Wright. Y me dio El color púrpura. Yo tenía unos catorce años. Me dio Todo se desmorona y Ve y dilo en la montaña y Sus ojos miraban a Dios. Y después me dio Jude el oscuro y me dijo que esa era su novela favorita.

–Guau.

–Y lo curioso es que entendí por qué, en relación con las otras. Porque iba de marginados y pobreza y clase social y demás.

–Esa profesora tenía madera de estrella. ¿A qué colegio fuiste?

–Al St. Thomas à Becket de Edmonton.

–A cualquiera que dé a leer Thomas Hardy a los niños en Edmondon deberían nombrarlo ministro de Educación.

–Sí, lo que no sé es si lo hacía con todos los niños. Yo era un bicho raro.

De nuevo se puso a mirar por la ventanilla.

–El problema es que yo no te he hecho una pregunta sobre Joseph. Tú sí me has hecho una pregunta sobre Hardy y yo la he respondido.

–Bien visto. Bueno, pues ¿hay algo en concreto que quieras saber?

–No. Cuéntame tú alguna cosa.

–Ummm... Fue bonito y se acabó de una manera natural, por un montón de razones obvias. Y me alegro mucho de que tenga una novia mucho más adecuada para él.

–El problema es que yo tampoco soy apropiada para él. O él no es apropiado para mí.

–Sí, eso salta a la vista.

–Pobre Joseph. No es apropiado para ninguna de las dos.

Lucy se rió. Quería asegurarle a Hanna que eso no era cierto.

–Lo de Joseph y yo... no es una relación del todo satisfactoria –dijo Hanna–. Aunque estamos pasando un verano estupendo.

No parecía querer seguir con el tema, así que Lucy optó por cambiar de asunto.

–¿Te gusta algún otro escritor victoriano aparte de Hardy? Oh, ¿quieres saber cuál es mi anécdota favorita sobre Hardy? Bueno, tengo dos. La primera: está enterrado en dos lugares. Le sacaron el corazón y lo enterraron por aquí. El resto del cuerpo está en la abadía de Westminster.

–Guau.

–¿Te lo puedes creer? Eso sucedió en el siglo XX. Y la otra: fue en coche, conduciendo él mismo, a ver en un cine la adaptación de una de sus novelas.

–No me lo creo.

–Es cierto.

Y el resto del trayecto fue una amena sucesión de tramas, personajes y escenas.

Recorrieron la casa, aunque ninguna de las dos sintió que emanara magia alguna del mobiliario de color marrón; compraron unas postales en la tienda y fueron a visitar la tumba del perro Wessex. Cuando ya se marchaban, una anciana con un anorak en el que llevaba prendida una chapa de la Unión Europea, miró a Hanna y se detuvo.

–Disculpe.

–Hola –dijo Hanna–. Me gusta su chapa.

–Oh, gracias. Vaya pandilla de idiotas. En fin... ¿Me permites decirte que es maravilloso ver a alguien como tú por aquí?

–¿Disculpe?

–Me parece fantástico.

–Oh, gracias.

La anciana se volvió hacia Lucy.

–Bien hecho.

Saludó y siguió su camino. Lucy se quedó mirándola.

–Joder –dijo Lucy.

Hanna se encogió de hombros.

–Supongo que en otra época me habría parado para decirme que no le gustaba ver por aquí a gente como yo –dijo–. Así que, bueno...

Durante el camino de regreso, Hanna le preguntó a Lucy por su matrimonio y oyó la triste historia de Paul.

–Pero ¿y si se mantiene sobrio...?

–Tal vez de aquí a veinte años lo podemos hablar.

–¿Volverías a vivir con él pasados veinte años?

–Es el tiempo que necesitaría para volver a confiar en él. Pero la verdad es que ya no queda nada entre nosotros. Él acabó con todo.

–Pero no era él.

–Lo sé. Pero él es una única persona. De modo que eso no ayuda. El hombre con el que me casé es el mismo hombre que se convirtió en un alcohólico y adicto a la coca. Ahora, cuando lo veo, ya no siento nada por él, y tiene suerte de que lo que sienta sea nada.

–¿Y qué me dices de Michael?

–Oh, él es...

La relación que mantenían era de simple amistad, pero Michael no parecía enterarse. Bueno, tal vez eso fuera injusto: tal vez no lo parecía desde el punto de vista de él, pero eso dificultaba el desarrollo de la amistad. Lucy no tenía ningún otro amigo que esperase que de pronto la relación diera un giro y acabase en la cama. Tuvo esa clase de relaciones en el pasado, pero todo eso se acabó apaciguando. La relación con Michael era tan educada y afable que a ella le era imposible imaginar el tipo de erupción o disrupción que requería el sexo.

–¿Complicado? –dijo Hanna.

–No exactamente. Es simpático, y me gusta.

–¿Y eso no es suficiente?

–Sí, por supuesto.

–Entonces...

–No hay ningún «entonces». Eso es todo. ¿De dónde sacas que hay algún «entonces»?

–Parece que podría haberte ido mucho peor.

–Oh, podría. Y me ha pasado en ocasiones. Pero tú cumplirás los cuarenta antes de que te des cuenta, jovencita. Y te aseguro que tampoco te sentirás preparada para aceptar la opción menos mala.

Enfilaron el camino de acceso, aparcaron y se dirigieron hacia la parte trasera de la casa, donde Joseph y los niños estaban jugando a una violenta y por lo visto muy divertida versión del waterpolo con una pelota de fútbol, y Lucy se preguntó cuántas versiones de una vida maravillosa tenía derecho a esperar.

Joseph salió de la piscina y se sentó con Hanna y Lucy, y contemplaron a los niños, que seguían jugando.

–No me puedo creer lo fantástico que es este sitio –dijo Hanna.

–No me puedo creer que esta casa haya salido de la mente de ese tío –dijo Joseph.

–¿Qué quieres decir? –preguntó Lucy.

–Quiero decir que a ese tío se le ocurren unas historias y va y se compra esta casa con piscina.

–Además de su casa de Londres –añadió Hanna.

–¿Eso os da rabia? –quiso saber Lucy.

–No –dijo Hanna.

–A mí tampoco –dijo Joseph–. ¿Por qué iba a darme rabia? ¿A ti sí?

–No. No ha hecho nada malo para conseguir todo esto. Pero...

De nuevo estaba a punto de meterse en un lío.

–Tú me das más rabia que él –dijo Hanna. Y acompañó sus palabras con risotadas.

–¿Yo? –dijo Lucy.

–Sí. ¿Cómo es que conoces a personas como él?

–Es verdad –dijo Joseph–. Nosotros no tenemos amigos que nos inviten a su segunda residencia.

–Con piscina –añadió Hanna.

–Yo tampoco, cuando tenía vuestra edad –matizó Lucy, pero mientras lo decía se dio cuenta de que no era cierto. Su amiga de la universidad Joanna pasaba todos los veranos en Francia, en una casa que alquilaban sus padres en Niza. A Lucy la invitaron en una ocasión.

–Tienes razón –dijo Joseph–. Es algo solo relacionado con la edad. Mi padre y mi madre van a sitios como este continuamente.

Hanna se rió.

–Los míos también –dijo–. Ya están aburridos.

Lucy no había pensado en eso. Era profesora –jefa de departamento–, sí, pero seguía ganando menos que mucha de la gente a la que conocía. Y, sin embargo, no era la primera vez que tenía acceso a una piscina privada. A ella, Paul y los niños los habían invitado un par de veces a pasar unos días en villas en el extranjero, en Italia, Francia y España. Tenía la suerte de conocer a Michael, por supuesto, pero tampoco había sido un milagro. Conocía a más gente como él, personas con el mismo nivel de ingresos y el mismo tipo de vida. Lucy pensó que tener amigos con dinero no la hacía sentirse resentida, más bien le proporcionaba una vía de escape ocasional, un espacio mental extra, en el que no se sentía encerrada, y lo cierto era que no se había dado cuenta hasta entonces.

–Disculpad –dijo Lucy–. Ha sido un comentario fuera de lugar.

El domingo fueron a la costa. Nadaron en un mar de aguas gélidas, buscaron fósiles y comieron en un chiringuito de la playa: más fish and chips para los chicos y cangrejo para Hanna y Lucy.

–¿Entonces tú eres la novia de Joseph o qué? –le soltó Al a Hanna.

–Qué –dijo Hanna.

–¿Y eso qué significa?

–Me has dado dos opciones.

–No es verdad.

–Sí que lo has hecho –terció Dylan–. ¿Novia o qué? Primera opción: novia. Segunda opción: qué.

–Ah, ya lo pillo –dijo Al, decepcionado.

–No has estado muy fino –le dijo Dylan.

–Vale, pero ¿por qué es qué?

–¿Por qué es qué el qué? –inquirió Dylan.

–Estoy hablando con Hanna. No entiendo por qué es qué y no novia.

–Quizá a Hanna no le apetece hablar de eso –terció Lucy.

El chiringuito estaba a rebosar. Había gente moviéndose arriba y abajo con bandejas repletas de bebidas que estaban siempre a punto de caerse y gente buscando mesa, con lo que constantemente tenían a personas a su alrededor. Las camareras acaloradas y estresadas no paraban de sacar platos y cantar números a los clientes que, enfrascados en sus conversaciones, no las oían, o bien habían extraviado los tickets, o bien se habían ido hasta la orilla para contemplar el mar. No era el mejor sitio para ponerse a discutir sobre asuntos del corazón.

–Bueno –dijo Hanna–. Esto de novio o novia... Es algo más bien permanente, ¿no?

–¿Lo es? –preguntó Dylan–. No tengo ni idea.

–Bueno, ya sabéis, no permanente, esa no es la palabra más adecuada: digamos oficial.

–¿Oficial? –preguntó Al–. ¿Cómo?

–Bueno, no oficial como el matrimonio.

–Que, por cierto, no es permanente –terció Dylan–. Lo sabemos muy bien.

–Entonces no es ni permanente ni oficial –reflexionó Al.

Joseph rompió a reír.

–¿Qué es lo que te hace tanta gracia? –protestó Hanna.

–No deberías haber empezado esto.

–Si no es ni permanente ni oficial, ¿por qué no es tu novio? –inquirió Al.

–Dormís juntos –dijo Dylan.

–Setenta y DOS –gritó una chica plantada junto a ellos con una langosta en una bandeja como si estuviera a punto de ponerse a llorar.

–Quizá os lo explico más tarde –dijo Hanna.

–¿Tú dirías que es tu novia? –le preguntó Dylan a Joseph.

–Pues la verdad es que no lo sé –respondió él–. Porque eso tiene que ser mutuo.

–¿Qué quiere decir? –preguntó Dylan.

–Bueno, si ella no es mi novia, entonces yo no puedo ser su novio.

–¿Por qué rompisteis tú y mamá? –quiso saber Al.

Los dos niños se pusieron a reírse entre dientes sin poder controlarlo.

–Oh, Al, eres idiota –dijo Dylan.

–Tú también lo querías saber –protestó Al.

–Por el amor de Dios –intervino Lucy–. ¿De qué estáis hablando?

–No somos tontos –dijo Dylan.

–¿Por qué demonios creéis que rompimos?

–Porque estabais juntos y ahora ya no lo estáis.

Joseph la observaba atentamente, esperando algún tipo de indicación de cómo actuar. También Hanna la miraba, pero Lucy imaginó que en su caso era con simple curiosidad. Si estuviera en la posición de Hanna, ella también se mostraría curiosa.

–No estábamos juntos. Solo nos hacíamos compañía.

–¿Y por qué dejasteis de haceros compañía?

–Porque Joseph se echó una novia.

–Pero ella no es su novia –dijo Dylan triunfante.

Lucy sintió un escalofrío y un ligero mareo. Obviamente, los niños se habían percatado de algunas cosas. Tal como acababa de decir Dylan, no eran tontos. Lo que esperaba era que se hubieran percatado de pequeñas pistas y no de alguna cosa más explícita. La primera vez habían hecho el amor en el sofá. ¿Y si uno de los niños había bajado por la escalera y ante el espectáculo había huido aterrorizado?

–¡Sesenta y OCHO!

–Yo estaría indignado si fuera el sesenta y ocho –dijo Joseph.

–¿Quieres decir porque ya han llamado antes al setenta y dos? –preguntó Lucy.

–No vamos a cambiar de tema y ponernos a hablar de números –dejó claro Al–. Buen intento.

–Y por cierto, tú nos caes bien –le dijo Dylan a Hanna–. No estamos protestando ni nada por el estilo. Y además, mamá no puede salir con Joseph.

–¿Por qué no? –preguntó Hanna.

–Eso plantea un montón de problemas.

Lucy estaba casi tentada de ponerse a discutir con ellos, pero se controló. Si consideraban que había un montón de problemas, lo mejor era no entrar al trapo. Y además, era cierto que había un montón de problemas.

–¿A qué hora sale el tren? –preguntó Hanna.

–Hay uno a las cinco y diez. Tenéis todavía mucho tiempo. Os acompañaremos a la estación.

–Nosotros vamos a jugar otra vez a ese juego en la piscina –dijo Dylan–, así que no vamos a venir.

–No os puedo dejar solos en la piscina –dejó claro Lucy.

–Joseph se queda –dijo Dylan.

–¿En serio?

–Oh –dijo Joseph–. Sí, vale, de acuerdo.

–Por mí ningún problema.

Lucy miró a Hanna.

–He sido yo la que le ha dicho que se quede –dijo ella–. Esto le encanta.

Al final Hanna acabó pidiendo un taxi. Ninguna de las dos mujeres quería tener otra conversación en el coche, aunque obviamente ambas estaban preparadas para pasarse todo el recorrido hasta Crewkerne charlando de modo amistoso y evitando los temas que fuera aconsejable evitar. Hanna comentó que, si la acompañaba, Lucy se iba a pasar la mejor parte de la tarde sentada en el coche, y Lucy le preguntó si no le importaba ir en taxi y Hanna dijo que por supuesto que no, y Lucy comentó que tenía descargada en el móvil una app de una empresa local, que era barata, y Hanna le dijo que no pensaba aceptar que la carrera la pagara ella. Cuando llegó el taxi, Hanna y Lucy se abrazaron y después Lucy condujo a los niños hacia la casa para que se pusieran los bañadores.