11

–Es encantadora –comentó Lucy después de acostar a los niños.

–Sí –dijo Joseph.

Estaban tomando una copa en el jardín, junto a la piscina, el uno al lado del otro. Joseph se sentía más cómodo mirando el agua o el cielo estrellado que a Lucy.

–Deberías intentar conservar esta relación.

–Hanna ya se ha ido.

–Solo hasta el martes.

–No estoy tan seguro.

–¿Tan seguro de qué?

–De si se ha ido hasta el martes o para siempre.

–¿Habéis roto mientras ella se metía en el taxi? Joder.

–No, no.

–¿Entonces qué ha pasado? Yo me lo he pasado fenomenal con los dos aquí.

–Ha sido todo un poco más raro de lo que había imaginado.

–¿Raro en qué sentido?

–No lo sé. Bueno, sí lo sé.

–¿Raro por mí?

–Sí, más o menos. A Hanna le ha encantado conocerte, pero se ha sentido rara. Como prisionera. No se ha sentido cómoda... En fin, dejémoslo correr.

–Pues lo siento.

–Y yo..., yo también me he sentido un poco raro contigo aquí. Un poco incómodo.

–Tal vez organizar esto no ha sido tan buena idea –dijo Lucy.

–¿Tú te has sentido incómoda?

–No.

–Oh.

–¿Ha sido demasiado brusco?

–No. Bueno, sí que ha sido un poco brusco, pero tampoco tanto.

–Pero parecía ir todo bien –dijo Lucy.

–¿El qué?

–Tú y ella, una joven pareja encantadora, los dos tan guapos.

–¿Podemos hablar de otra cosa?

–Por supuesto. ¿Se te ocurre algún tema?

–No, es solo que no quiero que te pases el resto de la noche martilleándome con que debería seguir con Hanna. Porque esta relación no va a durar mucho más, así que no merece la pena que malgastes saliva.

–Ha sido muy raro –dijo Lucy de pronto.

–¿El qué?

–Que hayas venido aquí con ella.

–¡Pero si eso es lo que te acabo de preguntar! ¡Y me has dicho que no te habías sentido incómoda!

–Lo sé. Pensaba que sería más fácil no decir la verdad.

–Bueno, pues yo sí que me lo he pasado estupendamente bien –dijo Joseph con remordimiento.

–¿Crees que deberíamos dejar de vernos? –preguntó Lucy.

–No, pero sí creo que deberíamos dejar de vernos con nuestras nuevas parejas.

Lucy se rió.

–No me puedo imaginar a Michael charlando contigo durante una cena.

–Yo tampoco –dijo Joseph.

–¿Estás siendo cruel?

–¿Y tú? Y por cierto, ¿estás saliendo con Michael de manera oficial?

–De manera oficial no hasta el miércoles. Va a aparecer una nota en el Telegraph.

–Siempre me he preguntado cómo hacen estas cosas los que son como tú.

–«Los que son como tú», ¿desde cuándo me he convertido en parte de «los que son como tú»? ¿Y tú te excluyes?

–Porque yo no formo parte de los que son como tú.

–¿Y por qué?

–Porque si digo «los que son como tú» no me estoy incluyendo.

–¿Y por qué no hablas de «nosotros»?

–¿Tú crees que tú y yo pertenecemos a la misma clase social? Nunca ha sido así. Ese fue el gran problema. Solo estábamos juntos en la cama o delante del televisor.

Joseph no sabía por qué se estaba alterando tanto, pero había subido el tono y notaba que le ardían las mejillas.

–¿Tú hubieras querido más?

–¿Y tú?

–Yo he preguntado primero –dijo Lucy.

–Ni siquiera lo pensé. Sabía que era imposible. He pensado más en eso desde que rompimos que entonces.

–¿Y por qué crees que te ha pasado eso?

¿Por qué? Porque Joseph se había pasado los últimos meses pensando en el pasado, incapaz de centrarse en querer a la chica con la que estaba saliendo, y tal vez tampoco a la mujer que la había precedido, aunque se trataba de dos imposibilidades muy diferentes. Lucy era más mayor y tenía dos hijos, de ahí venían ciertos conflictos; Hanna estaba en la universidad, tratando de llegar a alguna parte a la que Joseph sospechaba que no podría acompañarla, de ahí otro montón de conflictos. ¿El problema era que él no había ido a la universidad? No era del todo cierto, porque sí había ido aunque solo unas semanas. Se suponía que iba a estudiar Ciencias del Deporte, pero el préstamo que necesitaría para los tres años de carrera le pareció disparatado cuando ni siquiera tenía muy claro para qué podía servirle el título, y aunque su madre lo animó a seguir, él se sintió muy aliviado cuando decidió dejarlo. Sin embargo, ahora le agobiaba la idea de que solo le atraían mujeres que o bien estaban estudiando o bien habían estudiado muy por encima de su escaso nivel académico.

Aunque en realidad había algo más, y era grave en todos los sentidos. Nunca le había dicho a la mujer con la que salía que la quería. Simplemente no lo había hecho. Si le decías a una mujer que la querías, ella se podía hacer una idea equivocada, aun en el caso de que estuviera muy claro que sí había amor, fuera del tipo que fuera. Hasta donde sabía, esas palabras carecían de fuerza legal, pero parecía desprenderse de ellas algún tipo de compromiso, lo cual las convertía en inutilizables. Ahora tenía claro que amaba a Lucy, y podía ver que la seguía amando cuando empezó a salir con Hanna; simplemente dio por hecho que podía amarla de un modo que no implicaba la monogamia, o el sexo, u otro tipo de compromisos. En fin, esa era la verdadera respuesta a la pregunta de Lucy.

–La verdad es que no lo sé.

Esa era, sin embargo, la respuesta más práctica.

–Oh –dijo Lucy–. La verdad es que eso no me anima mucho a hablar sobre por qué yo he estado pensando en ello.

–No tienes por qué hacerlo.

–Lo sé.

–¿Has nadado desnuda en esta piscina? –preguntó Joseph.

–No estoy muy segura de que esa pregunta sea el cambio de tercio que crees que es.

–Ah, ya lo pillo. Bien, pues, ¿hay un backgammon en la casa?

Lucy se rió.

–No pienso ponerme a jugar al backgammon. O sigo charlando contigo o me voy a dormir. No tenemos por qué llenar el tiempo con cualquier cosa.

–Tienes razón.

Se produjo un largo silencio. Joseph se levantó y levantó con el pie la pelota de fútbol que había junto a la piscina. Hizo un par de malabarismos y la dejó suavemente sobre la hierba.

–Te voy a contar en qué he estado pensando –dijo Lucy–. Y si mañana quieres tomar el primer tren de vuelta, puedes hacerlo.

–Vale, pero no lo haré –dijo Joseph.

–Gracias.

–Lo que quiero decir es que nada de lo que me puedas decir me hará marcharme de aquí tan rápido. Si no me gusta lo que me dices, mañana me limitaré a coger la tumbona y colocarla al otro lado de la piscina. Esto es demasiado maravilloso como para renunciar.

–De acuerdo. Aun así, tu decisión resulta tranquilizadora, aunque sea de un modo un poco peculiar.

Joseph estaba nervioso. Tenía la sensación de que fuera lo que fuese lo que iba a decirle Lucy, no podía eludirse, como la mayoría de las cosas que se habían dicho en la conversación en la que se habían enfrascado.

–Me es imposible imaginarme con Michael.

–Oh.

–Superficialmente todo va bien. Es perfecto. Puedo salir con él por ahí y pasármelo en grande. Buenos restaurantes, cine y todo lo demás.

–Conversaciones sobre libros...

–Supongo que también. Me habla de novelas traducidas que cree que me pueden gustar. Y seguro que tiene razón. Pero no me veo leyéndolas. En una de ellas, francesa, no aparece la letra «e» ni una sola vez.

–¿En serio?

–Parece ser que sí.

–¿Y es deliberado?

–No creo que sea accidental. No se habrá olvidado de utilizar palabras como «él» o «ella» durante cientos de páginas.

–Pero en francés «él» es «il», ¿no?

–Sí, pero qué me dices de «elle».

–Ah, sí.

–Y «el» es «le». En cualquier caso, yo la leería en inglés.

–¿La traducción inglesa también es sin palabras que contengan la «e»?

–Parece que sí.

Joseph sacó el móvil del bolsillo.

–¿Cómo se llama este escritor chiflado? Quiero buscar información sobre él.

–¿Podemos dejar este tema para más tarde?

–Oh, sí. Disculpa.

Joseph sabía que la conversación que iban a mantener resultaría complicada, o peligrosa, o algo por el estilo. Pero lo cierto es que no hablaba a menudo con Lucy sobre libros, y menos de libros franceses. Por eso pensó que tal vez podía mostrarle que era capaz de mantener ese tipo de conversación literaria, aunque no tuviera la menor intención de ponerse a leer ese puto libro.

–Te es imposible imaginarte con Michael.

Lucy lo miró sorprendida.

–Exacto –dijo.

–No soy yo quien lo dice –aclaró Joseph.

–¿Entonces qué me estás diciendo?

–No... Me refiero a que lo has dicho tú. Antes de que nos pusiéramos a hablar del libro francés.

–Oh, vale, sí.

Parecía decepcionada. Tal vez había imaginado que él aprovecharía el momento para decirle que Michael no le convenía en absoluto.

–Es algo que no logro quitarme de encima, no sé cómo llamarlo –dijo Lucy–. Una sensación extraña, de que voy a tener que estar permanentemente portándome bien, siempre rodeada de adultos.

–Tú eres una adulta.

–Pero no soy ese tipo de adulta, ¿no crees? No puedes serlo cuando tienes dos hijos. Te arrastran a su mundo de bromas tontas y pedos y peleas. La vida ya es bastante complicada sin ponerse a leer libros que no contienen la letra «e».

Ahora mismo Joseph no sabía si retomar al escritor francés o no. Decidió no hacerlo.

–En cualquier caso, poca cosa puede hacer una por su mundo interior, eso también es importante –dijo Lucy.

–Pero es muy pequeño. En contraste, el mundo exterior es inmenso.

–Creo que no me estoy expresando muy bien.

–No, no, ya pillo lo que quieres decir.

–¿Seguro?

–Sí. Necesitas a un hombre un poco más divertido que Michael.

–Sí. –Y añadió–: Y ese hombre eres tú.

–¿Yo?

–Pensaba que habías pillado lo que estaba diciendo.

–He pillado la parte de Michael. Creo que no he pillado la parte que me concierne. O tal vez sí, pero he pensado: es imposible que esté diciendo eso.

–Bueno, pues sí, estoy diciendo eso.

–Pero la elección no es entre él y yo. Es entre él, yo y todos los demás solteros de Gran Bretaña. O de Europa, ya puestos, si utilizas Skype y los vuelos baratos.

–No me gusta ningún otro soltero europeo.

–¿Cómo puedes decir eso? No has conocido...

–Oh, ni lo menciones. Esa es la base de todo.

–¿El qué?

–Conoces a alguien, te enamoras y ya no quieres conocer a nadie más. No necesitas conocer a todos los solteros europeos para comparar. De otro modo, nadie volvería a tener sexo en la vida.

Joseph tuvo la impresión de que el tema amoroso se había deslizado en la conversación en el momento menos adecuado, y eso lo ponía a él en una situación muy incómoda. Decidió ignorar el tema por el momento. Todavía cabía la posibilidad de que estuvieran hablando en términos solo teóricos.

–A menos que te acuestes con todos los hombres europeos para aclararte.

–Joder, Joseph...

Probablemente era un error ignorarlo. Lucy empezaba a mostrarse frustrada y un poco molesta con él.

–¿Por qué sigues empeñado en que me relacione con todo el mundo excepto contigo?

–Sigo sin estar seguro de lo que me quieres decir.

–Quiero estar contigo. En el mundo interior y en el exterior.

–Oh.

Lucy le concedió unos segundos y se levantó.

–Bueno, ya lo he dicho. Me voy a dormir.

–Espera, espera.

Ella volvió a sentarse.

–¿Has pensado bien lo que me has dicho?

–¿Podemos primero aclarar si es algo en lo que estás siquiera remotamente interesado?

Joseph sospechó que no podía limitarse a decir sí. La situación requería algún tipo de comentario más extenso, o como mínimo una sincera expresión de emotividad. La relación interior/exterior parecía más a su alcance que las palabras que necesitaba encontrar, pero su incapacidad para dar con ellas empezaba a provocar alarma e incomodidad en Lucy.

–En primer lugar y muy rápido: sí.

–Vale. ¿En serio? Vale.

–Y... Bueno, hay más cosas que decir, aparte de sí. Cosas que no interfieren en absoluto con que la respuesta sea sí. Son más bien un añadido. Pero, ya sabes, no me es fácil, a menos que estuviéramos en otra situación. ¿Te importaría ponerte de pie y repetir lo que me acabas de decir?

Lucy lo miró perpleja durante unos instantes.

–Oh.

Se levantó y dijo:

–Me voy a dormir.

–¿Vendrías un rato a mi cama en el granero?

–¡No!

–¿Qué?

–Has estado en ella con tu novia hasta esta mañana.

–Fantástico.

–¿No es verdad?

–Sí, pero ella no ha querido acostarse conmigo porque andabas tú por aquí. Y ahora tú no quieres acostarte conmigo porque ha estado ella.

–¿No habéis hecho el amor?

–No, ya te lo he dicho.

–Me has dicho que Hanna no se sentía cómoda. Yo no puedo saber si era antes, durante o después.

–Antes.

–De acuerdo. Pero tú en cambio sí te has sentido cómodo.

–Los hombres estamos mal hechos.

–Me voy a la cama.

–Buenas noches.

Lucy no le respondió con otro «buenas noches». Se limitó a desaparecer. Al cabo de un rato, Joseph la siguió hacia la casa principal, por si era lo que ella esperaba. Y en efecto, así era. Y esa noche, más tarde, Joseph descubrió que hablar no era tan difícil.