La obra empezaba antes de que sucediese alguna cosa en el escenario. Había actores repartidos entre el público, gritándose de una fila a otra, lanzándose besos, riéndose, correteando de un lado a otro. A Lucy este tipo de experiencia inmersiva nunca le había gustado; consideraba que una necesitaba un poco de tiempo de aclimatación para pasar de bajarse del autobús a meterse en una velada teatral. Había que hacer la cola para ir al lavabo y la cola para comprar helados y chocolatinas, y lo más normal era que tuvieras que decir «disculpen» a la pareja de ancianos que dejaba escapar sonoros suspiros y te miraba de forma recriminatoria por no haber tomado ya posesión de tu butaca, mientras cogían los abrigos y se levantaban lentamente para dejarte pasar. Además, a Lucy la intimidaba que uno de los actores del patio de butacas pudiera soltarle que era una moza muy pícara o guiñarle el ojo o pedirle que le comprara una jugosa y dulce naranja. Nunca sabía qué había que hacer en estos casos. ¡Y las luces de la platea seguían encendidas! Todavía no se había creado la magia, pero te la intentaban meter de manera forzada.
Entretanto, Joseph pensaba que todos sus peores miedos se estaban haciendo realidad. Si Dios hubiera deseado que la gente siguiera yendo al teatro, no habría inventado la televisión. Y cuando uno veía la tele, los actores no salían de la pantalla y empezaban a pasearse por tu sala de estar, violentándote. De pronto cayó en la cuenta de que precisamente eso era lo mejor de la televisión. Había una barrera física inamovible entre los espectadores y los personajes. Tal vez incluso fuera por eso por lo que se inventó la tele. «El teatro es estupendo, pero ¿hay algún modo de impedir que los actores se dirijan a nosotros directamente? Es horrible cuando lo hacen.» Cuando pensaba que ya se había librado de ser interpelado y se disponía a seguir a Lucy por la fila de butacas hasta las suyas, se le plantó delante un tipo con camisa con chorreras y una bandeja y le preguntó si quería probar un pastel de carne de venado y riñones. En la bandeja llevaba auténticos pasteles de carne, cortados en pequeños trozos y que apestaban. Joseph le lanzó una mirada fulminante que habría resultado disuasiva en Tottenham, no digamos aquí, y el tipo decidió ir a dar la lata a alguien que no amenazara con soltarle un puñetazo. Una vez que tomó asiento, Joseph miró a su alrededor para comprobar si había alguna otra persona negra entre el público. Había dos chicas.
Había intentado prepararse. Las obras de Shakespeare se podían descargar de forma gratuita en el iPad, de modo que lo había hecho y había empezado a leer la que iban a ver, pero no hubo manera de que lograse concentrarse. La obra empezaba con un monólogo que parecía no terminar nunca y no tenía ni pies ni cabeza. Empezaba así: «Según recuerdo, Adán, fue de este modo como me llegaron en testamento un pobre millar de coronas», y Joseph entró en pánico de inmediato. ¿Cuánto dinero era un millar de coronas? ¿Era una buena cantidad? ¿O no? Lo de «pobre» hacía que la cosa no pintase muy bien. Escribió en Google «¿Cuánto era un millar de coronas en la época de Shakespeare?» y dio con una web que lo explicaba pero que le generó más confusión. Decía que tres millares de coronas era un montón de dinero, pero un millar eran tan solo doscientas cincuenta libras, lo cual sería el equivalente a veinticinco mil libras de hoy. ¿Veinticinco mil libras no era mucho? Eso no te daba para vivir toda la vida, pero sin duda te sacaría de un apuro hasta que encontraras un trabajo. Y a continuación venían una serie de referencias a bueyes, muladares y elegancia. Si le dedicaba varias horas, seguro que acabaría desentrañando el significado, pero estaba solo en la primera página. ¿Cuánto tiempo podía llevarle entender la obra entera? Decidió que leer antes el texto era un propósito demasiado ambicioso y optó por el resumen del argumento en la Wikipedia: Rosalinda, disfrazada de Ganímedes (el paje de Júpiter), y Celia, disfrazada de Aliena (término latino para desconocida), llegan al bosque arcádico de Arden, donde vive el exiliado duque con algunos de sus fieles, entre ellos el melancólico Jacques, un personaje insatisfecho, al que se presenta llorando por la matanza de un ciervo. ¿Qué cojones era esto? Era un párrafo detrás de otro de ese rollo, tan soporífero que por un momento valoró la posibilidad de volver al iPad. Alguien había dicho que Como gustéis era un divertimento para las masas, no una obra seria de Shakespeare, lo cual, de haberse mirado ya el argumento, habría dado a Joseph cierto ánimo. Pero le resultaba difícil imaginarse a una masa entusiasmada por la matanza de un ciervo, los bosques de Arden y el paje de Júpiter.
Sabría soportar la obra, se dedicaría a observar a los actores y al público y pensaría en otra cosa. Se las apañaría para lidiar con el aburrimiento. Era el camino de regreso a casa lo que lo inquietaba. ¿Qué se suponía que debía decir? ¿No tendría otro remedio que dar su opinión? ¿Sobre qué? ¿Los actores? ¿La producción? No conocía ninguna otra con la que compararla. Hizo otra búsqueda en Google y encontró un cuestionario para estudiantes. ¿La vida pastoral que aparece en Como gustéis tiene la pretensión de resultar ideal? Busca citas en el texto que sirvan para argumentar tu respuesta. Tal vez sería mejor dejar la segunda parte. Se suponía que era una velada para pasárselo bien.
Una vez que empezó la obra, la verdad es que no estaba tan mal. No era necesario saber el valor de una corona, y además reconoció a una de las actrices de la serie Sherlock. No sabía muy bien por qué eso le pareció importante, pero lo cierto es que no esperaba ver a ningún actor casi famoso. El problema fue que no había pensado en los entreactos, de modo que la temida conversación se adelantó.
–¿Qué te parece? –dijo Lucy.
Sabía que era una pregunta del todo inocente, pero fue como si le clavaran una daga en el corazón.
–No me esperaba ver a una actriz de Sherlock.
–¿Cuál es?
–La... –No estaba seguro de cómo se llamaba el personaje. Era una de las mujeres que al empezar la obra tenían un nombre y después se lo cambiaban, pero no se acordaba de ninguno de los dos. De momento, eso era todo lo que se le ocurría como comentario.
–Pero ¿te estás aburriendo?
–No.
–¿De verdad?
Joseph pasó revista a su experiencia de la hora previa. Le había pasado razonablemente rápido y se había reído un par de veces, más que nada por mostrarse predispuesto y apoyar a los actores.
–De verdad. ¿Y tú?
–Es buena. Me gustaría comentar más cosas, pero necesito hacer una visita al lavabo con urgencia.
Joseph le dio calladas gracias a la vejiga de Lucy. Ella se levantó y se abrió paso entre la pareja gruñona, que en esta segunda ocasión se mostraron todavía más gruñones, y lo más probable es que subieran un peldaño más cuando llegara la tercera. Joseph echó un vistazo a los espectadores que se habían quedado en sus asientos. Leían el programa o conversaban en voz baja. Nunca había estado sentado entre una multitud como esa.
El tipo que tenía delante, un cuarentón trajeado, se volvió y le dijo algo.
–¿Disculpe? –dijo Joseph.
–Mis gafas. Creo que se me han caído a tus pies.
Joseph echó un vistazo y las localizó. Las recogió y se las devolvió a su propietario.
–Gracias –le dijo el hombre. Y añadió–: Cuesta lo suyo seguir este texto tan antiguo, ¿no te parece? Yo solo entiendo una de cada tres palabras.
–¿Y entonces por qué viene?
–Es ella la que me arrastra. –Señaló con la cabeza hacia el bar o el lavabo o dondequiera que estuviera su mujer.
Joseph sonrió. Estuvo tentando de pedirle al tipo el número de teléfono para seguir en contacto.
En la cola del lavabo, Lucy observó a la mujer que tenía delante. Le había dado a entender a Joseph que, aunque era él quien había comprado las entradas, ese era su mundo, pero ahora estaba empezando a preguntarse si de verdad tenía algo en común con esa gente. Supuso que de entrada estaba Shakespeare, pero ¿cuántos de estos espectadores amaban de verdad a Shakespeare? ¿O incluso el teatro sin más? ¿Cuántos de ellos venían aquí porque creían que debían hacerlo, o porque los habían educado para hacerlo? En la cola no había ni una sola persona joven, pero eso tal vez se debiera a que no tenían una necesidad tan perentoria de orinar, y tampoco se veía a gente negra por ningún lado. Lucy escudriñó los rostros, tratando de discernir si alguno de ellos había votado a favor del Brexit y la conclusión fue que era muy difícil poder aventurarlo. Algo más de la mitad del país había votado por el Brexit, y algunos de ellos debían de andar por allí. ¿Qué hubiera votado Shakespeare? Supuso que dependería de la edad que tuviera en el momento del referéndum. Con su edad actual, lo más probable era que hubiera votado a favor de la salida. Cuanto más mayor se hacía uno, menos tolerante se volvía, de modo que a esa edad sería muy intolerante. Sin embargo, lo lógico era que el hombre que había escrito Romeo y Julieta y Los gentilhombres de Verona fuera más tolerante con los extranjeros. Pero ¿qué pensaría de toda esa gente que tomaba su nombre en vano? Para cierto número de ingleses, Shakespeare era la justificación para mantenerse aislados del resto del mundo. Era la confirmación de la superioridad de la patria. Aunque lo más probable era que a él ese tipo de gente no le cayera especialmente simpática. Aunque, por otro lado, Lucy imaginó que era difícil resistirse a ese tipo de deificación. En realidad, no se habría puesto a pensar en todo eso si hubiera venido acompañada por Paul. (Algo harto improbable; no recordaba haber ido ni una sola vez al teatro con él.) En ese caso, habría pensado yo soy yo y no tengo nada que ver con esta gente. O, más bien, no habría pensado en nada, aparte de ¿qué hace tanto rato esa mujer ahí metida? ¿Quién se pone a hacer caca en el intermedio de una obra de teatro?
–Con suerte esta será la última vez –dijo el señor gruñón mientras cogía su abrigo y se incorporaba con dificultad.
–Eso espero –replicó Lucy con una sonrisa. Cuando llegó a su butaca, Joseph estaba hablando con el tío de delante sobre si Arsène Wenger, el entrenador del Arsenal, debía largarse. Los dos estaban de acuerdo: su etapa en el equipo ya había llegado a su fin.
Al salir del teatro se plantearon si ir a tomar una copa a algún sitio (prefirieron regresar a casa) y se preguntaron dónde estaba la parada de autobús más cercana (un poco más allá, en la misma calle). Pero una vez en el autobús, la conversación fue ya ineludible.
–¿Ha estado bien? –preguntó Joseph.
Lucy se rió.
–Dímelo tú.
–No –replicó él, demasiado rápido.
–Tienes derecho a expresar tu opinión.
–Lo sé. Pero el hecho de que tenga derecho no significa que merezca la pena que pierdas el tiempo escuchándola.
–Es un buen montaje –dijo ella–. En mi opinión, vibrante y ágil. Y Julianne Lawrence estaba espléndida.
–¿Qué papel hacía?
–El de Rosalinda.
Joseph se detuvo a tiempo antes de pedir una aclaración. Rosalinda tenía que ser la protagonista.
–Ah, sí; muy buena.
–No sé si Orlando resultaba un poco demasiado adusto, pero al final me ha convencido. Una actuación cocinada a fuego lento, en el buen sentido de la expresión.
–Estoy de acuerdo.
A Joseph le gustaba escuchar a Lucy dando sus opiniones. Por algún extraño motivo, resultaba sexy. Tal vez se debiera a que hasta entonces nunca había conocido a nadie que describiera a un actor como «un poco demasiado adusto». Era un recordatorio de que esa experiencia teatral era para él novedosa y diferente. Lucy había estado sentada en su butaca, elaborando sus ideas y haciendo juicios de valor, y tener acceso ahora a todo eso le recordaba a Joseph que ella era al mismo tiempo muy diferente y muy próxima a él. Quería volver ya a casa de Lucy.
–¿Querrás ir a ver otra obra conmigo? –le preguntó ella.
–¿Otra de Shakespeare u otra obra de teatro? Sí, me gusta ir a cualquier sitio contigo.
Lucy sintió el impulso de besarlo allí mismo, en el autobús, como era debido, pero se contuvo.
–Ese tío con el que estabas hablando de fútbol...
–Ah, el pobre hombre lo estaba pasando mal. Las entradas las había comprado su mujer.
–¿Crees que cuando yo he vuelto a la butaca se habrá hecho algunas preguntas sobre nuestra relación?
–No.
–¿Simplemente no?
–Simplemente no. Tú te has puesto a pensar si él se había puesto a pensar en nosotros, pero eso es lo único que alguien ha pensado.
Tal vez se tratase de eso, pensó Lucy. Tal vez una se pusiera a pensar en si los demás estaban pensando en una, lo cual era una definición tan buena como cualquier otra del sentirse cohibido.