–No pienso cantar esto –dijo Jaz.
Joseph suspiró interna y con toda probabilidad también externamente. Le había mandado la letra por email, el tema grabado y sus observaciones sobre cómo cantarlo, para que cuando entrara en el estudio supiera lo que tenía que hacer; en ningún momento ella le había dicho que se sintiera incómoda con algo.
–¿Qué? –dijo Jaz con agresividad, probablemente más como respuesta a la cara que puso Joseph acompañando a su suspiro interno que debido a que el suspiro hubiera llegado a ser audible. Y no es que todo el proceso hasta el momento hubiera sido un camino de rosas. En cuanto llegaron al estudio, ella se quejó de que hacía demasiado frío y tuvieron que esperar a que la calefacción se pusiera en funcionamiento antes de empezar. Entonces resultó que tenía la garganta reseca, pero no bebía jamás ni agua, ni té, ni café, que eran las tres opciones disponibles en el estudio, así que Jaz tuvo que salir a la tienda más próxima a comprarse una Coca-Cola Zero, con un billete de cinco libras de Joseph, porque ella no estaba dispuesta a pagarla de su bolsillo. Regresó con la Coca-Cola y una tonelada de caramelos, que ingirió como aporte energético, y parte de los cuales se le quedaron enganchados en los dientes y tuvieron que ser retirados mediante el uso de una uña a modo de palillo. El ingeniero de sonido, un viejo hippy llamado Colin, optó por irse a la pequeña cocina del estudio a leer el periódico para no tener que asistir al espectáculo del despegado dental de caramelos.
Y ahora para colmo la letra no le parecía buena. Eso en realidad era irrelevante, Joseph no había pretendido escribir «What’s Going On» o algo tan fluido como las letras de Kendrick. Su único objetivo era que se oyera una voz humana en el tema, con un montón de «baby» y «yeah». Cuando Jaz aceptó cantarlo, intentó adecuar la letra a ella. Hablaba, más o menos, de empoderamiento femenino, utilizando la metáfora de un coche: «Voy a conducir / voy a ponerme detrás del volante / voy a conducir / quiero descubrir cómo es la vida real.» Joseph estaba muy orgulloso de haber evitado utilizar el verbo «sentir». Seguían un par de estrofas más, pero eran pequeñas variaciones sobre lo mismo.
–¿Qué le pasa a la letra?
Se arrepintió de lanzar la pregunta en el mismo instante en que la formuló, porque sabía que se podía responder de muchas formas, la mayoría de ellas nada amables, pero las objeciones de Jaz eran de carácter literal.
–Yo no sé conducir.
–Vale, ¿y no puedes fingir que sí?
–Podría si tomara algunas clases.
–O sea que tengo que pagarte clases de conducción para que cantes.
–No estoy diciendo eso. Solo digo que no vas a sacar lo mejor de mí si me pones a cantar sobre conducir.
–La canción no va de conducir.
–¿Entonces de qué va?
–De cómo convertirse en una mujer poderosa.
–Que conduce.
–Metafóricamente.
–¿Y no puedo hacer otra cosa metafóricamente?
–¿Sobre qué quieres cantar?
–Depende de hacia dónde quieras ir. Estaba pensando en el Brexit o en el sexo oral. En recibirlo, no en darlo.
–Son dos cosas muy diferentes.
–Según la visión masculina. Una es asquerosa y la otra un derecho humano.
–Me refiero como temas para una canción.
–Ah, sí. Uno es más, ya sabes, político. Más de actualidad. Y el otro más sexual. Depende de cuál te guste más.
–Ya veo.
Joseph creía que entrar en un estudio de grabación, aunque fuera tan modesto como este, le haría sentirse más metido en su carrera musical, pero Jaz parecía empeñada en empujarlo en la dirección contraria, hacia los límites exteriores. Lo había colocado en un punto en el que casi sentía la presencia de su madre, que no tenía el menor interés en su carrera musical.
–En este preciso momento no tengo escrita una letra sobre ninguno de esos dos temas. Y estamos grabando en este preciso momento.
–Bueno, pues entonces estamos un pelín atascados.
–Vale, ¿qué te parece «volar» en vez de «conducir»?
–Pero en ese caso no hay volante, ¿verdad?
–Ya encontraremos otra cosa.
–¿Qué te parece esto? «Te quiero ahí / donde puedo sentir / quiero que saborees / mi verdadero amor.»
–Soy cristiano –dijo Joseph. La excusa le había funcionado con la excursión escolar al teatro.
–Yo también.
–Bueno, pues compórtate como tal.
Colin el ingeniero asomó la cabeza por la puerta.
–¿Ya sabéis qué queréis grabar?
–¿Sobre qué crees que debería cantar? –le preguntó Jaz–. ¿Sobre coches, sobre el Brexit o sobre sexo oral?
–Sobre coches –respondió Colin.
–¿En serio?
–Hay montones de canciones sobre coches –explicó él–. No hay ninguna sobre el Brexit. Es probable que haya canciones sobre sexo oral, pero nunca las ponen en la radio. A menos que te pongas a cantar sobre piruletas y cosas por el estilo.
–Yo estaba pensando en algo mucho más explícito –dijo Jaz.
–Ah –replicó Colin–. Vaya, pues en ese caso...
Colin no tenía nada más que añadir.
–No había pensado en la radio –confesó Jaz–. Vale, ¿pues por qué no hacemos la del coche?
Lo soltó como si fuera idea suya.
–Una cosa más –añadió Jaz–. Quizá deberías pensar en llevar el tema un poco más hacia el afro house.
–Bueno –dijo Joseph–, me lo pensaré. –Iba a tener que preguntarle a £Man de qué cojones estaba hablando Jaz. Joseph tenía que ir a más clubs.
–¿Estáis listos para empezar a grabar?
El ingeniero hizo varias pruebas para calibrar el sonido.
–¡Para! –dijo cuando Jaz se puso a cantar demasiado alto y demasiado cerca del micrófono y los medidores enloquecieron.
–Tengo una voz muy potente –se excusó ella–. No puedo hacer nada al respecto.
Pero Jaz era brillante. Dio con la melodía y a continuación dio con una variación para la siguiente estrofa, incorporó un montón de detalles sofisticados para el final y jugó un poco con el ritmo con una habilidad digna de una cantante mucho más experimentada. Cuando escucharon el tema, Joseph sintió un escalofrío de emoción y vio que a Jaz le sucedía lo mismo.
–Muy bien –dijo Colin, como si para él ese hubiera sido otro día normal y corriente en el estudio.
Fueron juntos hasta el metro.
–¿Ahora andas con tías de color gris? –soltó Jaz–. Eso al menos es lo que he oído decir.
Estaba hablando de Lucy, y por un momento Joseph se preguntó si el comentario se refería a su edad, aunque sabía que el término «gris» se utilizaba como una referencia al color de su piel. Vaya, pensó, ahora sé qué es lo que me pone más paranoico.
Hasta ese momento no se le había pasado por la cabeza que Jaz pudiera estar informada de la existencia de Lucy.
–No ando con tías de ningún color.
–Entonces lo habré oído mal.
–No entiendo quién puede ir por ahí hablando de mí.
–Cuando un chico negro sale con una profesora blanca de cuarenta años, la gente habla.
–¿Incluso con todo lo que está pasando en el mundo ahora mismo?
Era un comentario patético, como cuando su madre le decía que se acabara la cena porque había niños que se morían de hambre.
–Especialmente por todo lo que está pasando en el mundo ahora mismo –replicó Jaz–. ¿Quién tiene ganas de hablar de eso? En cualquier caso, ¿qué pasa con nosotros? Porque sabes que yo lo intenté y no llegué a ninguna parte.
–Este verano he estado saliendo con una chica negra.
–Lo sé. Yo estaba allí cuando la conociste. ¿Y ella tampoco era lo bastante buena para ti?
–No tiene nada que ver con ser lo bastante buena para nadie.
–¿Entonces con qué tiene que ver?
–Con las personas.
–¿Y eso qué quiere decir?
Lo que quería decir, claro está, era que había personas con las que tenía ganas de acostarse y personas con las que no, y eso era todo. Pero como Jaz pertenecía a la categoría de personas con las que no le apetecía acostarse, probablemente no era ese el mejor momento para abordar el tema.
–Hay personas a las que conozco en el momento adecuado y otras a las que conozco en un mal momento.
–Entonces es más una cuestión de tiempos que de personas.
–Sí, tal vez sea un modo más correcto de expresarlo. Los tiempos.
–¿Y funciona igual que con un tren? ¿En cuanto lo pierdes, ya se ha ido para siempre? ¿O puedes subirte al siguiente?
Joseph no supo qué responder ante el símil que se le planteaba. Las dos opciones funcionaban en el caso de los trenes.
–No lo sé.
–Bueno, pues ya veremos, ¿no?
Joseph le sonrió y, aunque no podía ver su propia cara, sintió por el movimiento de los músculos que era una sonrisa forzada y nerviosa. No quería seguir con eso. Le dijo a Jaz que a él le iba mejor tomar el autobús, dio media vuelta y se puso a caminar en la dirección contraria. «Tías de color gris.» Joder.
Lucy le pidió escucharla.
–Oh, ¿para qué quieres volver a escucharla?
–No estamos hablando de que hayas escrito un libro de mil páginas. ¿Cuánto dura? ¿Cinco minutos?
–No llega.
–Pues en ese caso...
–Verás, la última vez...
¿Iba a volver a sacar lo de la última vez? ¿Lo del meneo y el sincero entusiasmo? ¿De verdad había sido para tanto?
–¿Qué pasó la última vez? ¿De qué última vez me hablas?
–Cuando te puse el tema.
–¿Dije algo inapropiado?
–No.
Joseph no quería herirla, pero al mismo tiempo tenía un trabajo que hacer: el trabajo consistía en impedir que Lucy mutara hasta convertirse en alguien con quien él no pudiera acostarse. No podía acostarse con su madre, o su madrastra, o lo que fuera en que pudiera convertirse. En ese momento, la relación con Lucy era sana. Si empezaba a menearse o a asentir con la cabeza, se volvería en insana. Y ninguno de los dos quería que eso sucediese.
–¿Puedes no moverte?
–¿Qué?
–Mientras la escuchas. No te muevas.
–¿Hablas en serio?
–Sí.
–¿Qué pasa si me muevo?
–En realidad no pasa nada.
–Es un tema para bailar, ¿no?
–Sí, pero...
Joseph no veía que hubiese un modo amable o fácil de hacer esto. O bien le ponía el tema y le dejaba hacer lo que quisiera, o bien le confesaba que cuando ella quiso expresar los sentimientos que le transmitía la música, él sintió en sus entrañas cada uno de los segundos de los veinte años de edad que los separaban.
–¿Sabes qué? –dijo–. Me iré al piso de arriba mientras la escuchas.
–No hace falta que te sientas incómodo. La anterior versión sin letra ya era buena, seguro que ahora será incluso mejor.
–Todavía no sé muy bien cómo afrontar estas cosas.
–Lo entiendo.
Joseph subió al dormitorio y se echó en la cama. Oía la música a través de los listones de madera del suelo. Cuando se dejó de oír, bajó. Se encontró a Lucy con la cara enrojecida y un poco despeinada.
–Es fantástica –le comentó–. Jaz canta de maravilla, ¿verdad? Me he marcado un boogie en toda regla, no he podido evitarlo. Me alegro de que no estuvieras ahí para verlo.
–Vale –dijo él. La palabra «boogie» le puso de los nervios–. Pero gracias por escucharlo.
–A partir de ahora quiero escuchar todo lo que compongas.
En una ocasión, Joseph había roto con una chica porque llevaba un abrigo espantoso. No se dio cuenta de que ese era el verdadero motivo por el que no podía continuar saliendo con ella hasta mucho después, cuando empezó a preguntarse por qué, cuando la recordaba, ella siempre llevaba el abrigo puesto. La había visto sin nada encima, con ropa interior, con tejanos y un jersey ceñido, pero le perseguía su imagen con el abrigo. Era de piel sintética, aunque Dios sabe a qué animal pretendía imitar, y atraía la atención sobre él mismo, sobre su portadora y sobre su acompañante, y eso él no lo soportaba. Por lo demás, la chica era un encanto y estaba muy buena. Ahora Joseph no quería que los bailoteos de Lucy se convirtieran en algo similar a aquel abrigo, porque Lucy era maravillosa. Ella se había limitado a hacerle un comentario positivo, alentador y leal, y tal vez él estaba sacando las cosas de quicio. Sí, vale, ella era más mayor y él más joven, pero era su juventud lo que suponía un problema, no la edad de ella. Él era demasiado joven para dejar de lado las idioteces. Pero ¿cómo se supone que aprende uno a hacerlo?
La cosa empezó el lunes por la mañana con las palabras «no jodas» y un vigoroso gesto de asentimiento, y Lucy fue tirando del hilo hacia atrás a partir de ahí. Claro que podía estar equivocada. Los alumnos de primero de bachillerato decían «no jodas» y hacían gestos de asentimiento aproximadamente cada veinte segundos, de modo que no había por qué dar por hecho que Shenika Johnson y Marlon Harris estaban hablando de su vida amorosa. Pero le resultó fácil subtitular la escena:
Shenika: ¿Sabes que la señora Fairfax se está tirando a un chaval negro de veintidós años?
Marlon: No jodas.
Shenika asiente vigorosamente...
Y se callaron en cuanto ella entró en el aula, cosa que los alumnos nunca hacían en condiciones normales. (No eran malos chicos. Ella no era una mala profesora. Pero la clase solía tardar un par de minutos en arrancar.)
En cualquier caso, daba igual si la cosa había empezado allí o no. El viernes a media tarde, Ben Davies, el subdirector, le preguntó si era consciente de que todo el mundo hablaba de ella. Estaban en un pasillo, con chavales pasando a su alrededor, y a ella le pareció que no era ni el lugar ni el momento adecuados para hablar de eso, y así se lo hizo saber.
–¿Prefieres que lo hablemos a última hora?
–No, la verdad es que no. ¿Por qué tenemos que hablar de eso?
–No es bueno que en el colegio todo el mundo hable de la vida privada de una profesora.
–No estoy haciendo nada malo.
–No he dicho que lo estés haciendo.
Algunos alumnos se detenían para escuchar. «¡Hablad más alto!», dijo uno desde el fondo del pequeño coro que se había creado. Y todos se rieron.
–Nos vemos al acabar las clases –le dijo Lucy al subdirector, solo para terminar de una vez con la maldita conversación en público.
Lucy fue a buscarlo a su despacho. Estaba reunido con un alumno de secundaria que había falsificado un permiso para ir al lavabo que le permitía escaquearse de las clases por motivos médicos cada vez que le apetecía. Lucy se apoyó en la pared y se quedó escuchando.
–¿Te da igual que la gente sepa que estás siempre a punto de cagarte encima? –le estaba recriminando Ben. Era un profesor de la vieja escuela, en el sentido de que sus principales armas eran utilizar el sarcasmo y ridiculizar. A los chavales, en apariencia, eso parecía divertirles, para gran enojo de Lucy.
–La verdad es que no, señor –respondió el chico.
–¿Por qué no?
–Bueno, porque en realidad no es así. El permiso es falso.
–Pero tus compañeros de clase creen que tienes alguna enfermedad.
–No, no es así. Todos están al corriente.
–Pues entonces tus profesores.
–Me da igual lo que piensen ellos.
–En cualquier caso, ya he informado a todos de que no tienen que dejarte ir al lavabo en mitad de la clase, así que...
–Señor, eso no es justo. ¿Y si de verdad necesito ir?
–Eso te pasa por gritar que viene el lobo. Tendrás que apechugar con las consecuencias.
–Las va a sufrir todo el mundo –dijo el chico.
–Bueno, ya hablaremos de eso si llega a darse el caso de que te cagas encima –dijo Ben–. Aunque entonces te tocará a ti limpiar la mierda, eso está claro. Vamos, lárgate.
El chico se marchó y Lucy ocupó su lugar en la silla.
–Venga, vamos a por la siguiente regañina –dijo.
–No, no. No se trata de eso. Solo quería saber cómo lo llevas.
–Estoy bien –dijo ella, pero sin bajar la guardia.
–Antes de ir más allá, ¿es cierto?
–¿El qué?
–¿Tienes un novio de diecisiete años?
–Dios mío. No. No. ¿Es eso lo que están diciendo?
–La edad se ha ido reduciendo a lo largo de la semana. Empezó con veinte.
–Tiene veintidós. Ben, yo nunca... Por el amor de Dios, ¿diecisiete? Podría estar en el último curso. No, jamás haría eso.
–No tienes que convencerme.
–Será mejor que me vaya –dijo Lucy–. Me siento abochornada.
–Para cuando hayas logrado aclarar el tema, tu novio ya andará por los catorce años.
–¿Y qué tengo que hacer?
–No creo que puedas hacer gran cosa, aparte de empezar a salir con un cincuentón y traértelo a la próxima fiesta del colegio.
–La próxima fiesta del colegio no se celebra hasta el próximo verano.
–No estaba hablando del todo en serio –dijo Ben.
–Ah, sí, entiendo.
–Y supongo que tampoco es algo que pueda anunciar en la próxima reunión de profesores y alumnos.
–Por favor, ni se te ocurra.
–«Pese a lo que hayáis podido oír, tiene veintidós años, no diecisiete.»
Ben parecía estar dándole a entender que eso no sonaba mucho mejor, pero tal vez fuera pura paranoia.
–Si me viene alguien con algún cuento al respecto, los pondré firmes.
–¿Qué les dirás?
–Les diré..., no lo sé... «Sois tan idiotas que os creéis a pies juntillas cualquier cosa que os cuentan, ¿verdad? Si os dijeran que la señora Marks sale con Justin Bieber seríais capaces de creéroslo también.»
La señora Marks llevaba décadas trabajando a tiempo parcial en el colegio y la broma no era precisamente cariñosa con ella, aunque era harto improbable que Justin Bieber se liara con ningún empleado del colegio. Pero a Lucy le gustó el desdén y la incredulidad que demostraba Ben.
–Gracias.
–Y les diré lo mismo a tus colegas.
–Todos lo saben, ¿verdad?
–Oh, sí. Están tan necesitados de emociones fuertes como los chavales. Diría que incluso más.
A Lucy le gustaba creer que había proporcionado en algunas ocasiones emociones fuertes, pero solo a un selecto grupo de personas, reducido a amantes y niños (a sus hijos, no a sus alumnos). Pero esto era algo completamente nuevo: una sucesión de pasos, en su mayoría dados de forma ordenada y meditada, que la habían acabado convirtiendo en una celebridad menor. La situación no le gustaba nada. Se sentía como alguien que se ha hecho viral después de ser grabado cayéndose a un pozo por ir mirando el móvil.
Al salir del colegio se topó con Ahmad, uno de los compañeros de clase de Shenika.
–Hola, señora Fairfax.
–Hola, Ahmad. ¿Te han castigado?
–Sí, me he tenido que quedar un rato. Y solo para que lo sepa..., no me van las cuarentonas.
Cuando Lucy llegó a casa, ya se le habían ocurrido tres o cuatro respuestas que lo hubieran dejado fulminado.
–¿Diecisiete? –dijo Joseph–. ¿Cómo es posible?
Cogió el mando a distancia y apagó la tele. Estaban a punto de ver un nuevo episodio.
–Porque a los chavales les encanta soltar chorradas.
–¿Te ha incomodado?
–Sí.
–Yo podría haber tenido diecisiete años.
–Bueno, en algún momento de tu vida los tuviste –dijo Lucy.
–Me refiero a cuando nos conocimos.
–En ese caso no habría ido a ninguna parte contigo.
–Pero habrías entrado en la carnicería. Y quizá me habrías pedido que te hiciera un canguro.
–Bueno, eso sí.
–Pero no te habrías abalanzado sobre mí.
–«Abalanzado sobre ti.» Venga ya. Eso no es lo que pasó. Y por supuesto que no lo habría hecho.
–¿Cuál es la diferencia entre alguien a quien sacas veintiún años y alguien a quien sacas veintiséis? En ambos casos sería legal.
–¿Podemos dejar de hablar de eso? No me siento cómoda.
–Bueno, siento tener la edad que tengo.
–Es la edad que ellos creen que tienes lo que me preocupa.
–Lo siento.
–¿Te he causado algún problema?
–No –dijo Joseph–. La verdad es que no.
–¿Qué quiere decir eso?
–Jaz me preguntó si me iban las tías de color gris.
–¿Y eso qué significa?
–Gris se refiere a la piel de la gente blanca.
–¿No tenemos la piel rosada?
–Pues no.
–Entonces soy una blanquita.
–No, no lo eres. Eres una persona.
Lo dijo con picardía, en plan: sé cómo hablar a las mujeres modernas. Lucy se rió.
–Gracias. Y estás seguro de que lo de gris no hacía referencia a mi edad.
–Para nada. Se refiere solo al color de la piel.
–Porque yo no tengo ni una sola cana.
–Lo sé.
–¿Y cómo te sentiste cuando te lo dijo?
–Ya sabes: «Guau, tiene razón. Será mejor que corte la relación de inmediato.» ¿Cómo te crees que me sentí?
–No lo sé. Por eso te lo pregunto.
–Creo que todo esto es una estupidez.
–He encargado un libro americano que se llama Por qué los hombres negros no deberían salir con mujeres blancas.
–Suena a que basta con leer el título.
–Quiero saber por qué no debería.
–Puedes leértelo en tu tiempo libre, cuando ya no salgas conmigo –dijo Joseph.
–¿Por qué voy a dejar de salir contigo?
–Porque según el libro no deberías salir conmigo.
–No, según el libro eres tú quien no debería salir conmigo.
–Escucha –dijo Joseph–. A mí las mujeres blancas no me dan un morbo especial. De eso es de lo que va todo este rollo. Y hasta donde yo sé, tampoco a ti los hombres negros te dan un morbo especial.
–No.
–Racista.
–Quiero decir que...
–Era broma, joder. Pero eso es lo jodido de este tipo de gente, lo del morbo por otra raza, porque entonces no estás mirando a la persona, ¿no crees? Es improbable que yo vuelva a tener una novia blanca de cuarenta años. Al menos durante un tiempo. Hasta que cumpla los sesenta.
–Ja, ja.
Ella tendría ochenta cuando él tuviera sesenta, y para entonces ya habría dejado atrás todos los agobios de la vergüenza, la duda y el deseo. Lucy procuraría disfrutar de todas esas cosas mientras durasen.