15

Invitó a Pete y Fiona en primer lugar, porque se lo debía. Y después, tras una cuidadosa valoración, decidió llamar a Nina e invitarlos a ella y su novio, Rav. Lucy había trabajado con Nina, hasta que dejó la enseñanza, y la quería mucho, aunque apenas se veían.

–Sería estupendo –le dijo Nina.

–Seremos solo Pete y Fiona, tú y Rav, y... Bueno, yo estoy saliendo con alguien, se llama Joseph.

–Antes de que me hables de Joseph... Rav y yo ya no estamos juntos.

–¡Oh, no!

–Sí. Es triste, pero es lo que hay.

–¿Qué pasó?

–Ufff.

–Vale.

–Pero ¿puedo llevar a Andy?

–Por supuesto.

–Fantástico.

Lucy sintió deseos de preguntarle si Andy era blanco, pero se contuvo. No podía retirar la invitación si lo era.

–Bueno –dijo Nina–. Pues vamos con Joseph.

–Sí.

–¿Dónde lo conociste?

–Trabaja por la zona.

–¿Por la zona en la que vives?

–Sí.

–Vale. –Y pasados unos segundos–: ¿Y cómo funciona eso?

–¿El qué?

–Lo de conocer a alguien que trabaja por la zona. Tú estás en tu trabajo, él está en su trabajo...

–Oh, ya entiendo lo que quieres decir –respondió Lucy, y esperó que con eso Nina se diera por contestada, pero seguía esperando más.

–Él trabaja los sábados.

–Ah, vale. ¿Es florista o algo por el estilo?

¿Un florista era más adecuado para ella que un carnicero? ¿Esa era la lectura que había que hacer? ¿Un florista resultaba más artístico que un carnicero? Ella misma se respondió a sus preguntas. Lo de carnicero no sonaba muy bien.

–Es una larga historia.

–Estupendo. Espero oírla y conocerlo en persona el próximo sábado.

Joseph no había estado nunca en una cena con invitados. Había tenido cenas familiares, y a veces con la familia al completo, y todos hacían un esfuerzo y daban conversación y demás. Pero nunca había estado en el interior de una casa con un grupo de amigos comiendo lo que uno de ellos había cocinado sin uno de sus padres presente. ¿Era esa la definición de una cena con invitados? No se oponía a ellas por principio, como harían algunos; Jaz, por ejemplo, se hubiera reído un montón ante la idea de que él acudiera a una cena con invitados con su novia blanca. «¿Vas a beber vino blanco y a hablar sobre el Brexit?» Y no es que fuera a una cena con invitados, es que encima era él quien la daba, si es que se decía así. Él era el anfitrión.

Ahora ya prácticamente vivía con Lucy y los niños. Al principio, se quedaba a dormir cuatro o cinco noches por semana, pero hacía ya algún tiempo que ya no dormía en casa de su madre ni un solo día, y ella había dado por hecho que su hijo se había marchado de casa y ella vivía sola. Sin embargo, todavía no conocía a Lucy, y cuanto más se quejaba al respecto, menos inclinado se sentía Joseph a ir a verla. En estos últimos meses, él se había dado cuenta de que no tenía muchas posesiones. Las cosas que había dejado en casa de su madre eran básicamente ropa que no se ponía, juegos a los que ya no jugaba y libros infantiles que no volvería a leer en su vida. La mayor parte de su guardarropa había acabado, pieza a pieza, en casa de Lucy. Y ahora que vivía con Lucy, iba a acabar haciendo lo que ella hacía, incluido lo de cenar con gente a la que no conocía de nada.

Obviamente no le asustaba el hecho de cenar, sino ese evento en concreto. Ya tenía claro que el vino no le gustaba demasiado, y aunque tal vez se tomaría un par de cervezas, no bebería mucho más, para mantenerse despejado. Pero ni eso le ayudaría con las conversaciones.

–¿De qué vais a hablar? –le preguntó a Lucy mientras ella preparaba la mesa. Los niños estaban con Paul y Daisy, y los echaba de menos. No le hubiera importado ocuparse de ellos mientras los demás charlaban. Se podría haber levantado de la mesa para jugar una partida rápida del FIFA, perseguirlos escaleras arriba y estar y no estar al mismo tiempo en la cena, mitad pareja, mitad canguro. Pero esa noche Lucy no quería mitades de nada. Esas eran las normas: o todo o nada, aunque nada hubiera resultado embarazoso.

–No decidimos los temas de conversación por adelantado –le dijo Lucy.

–Pero la última vez que los viste, ¿de qué hablasteis? ¿De libros?

–¿Es eso lo que te pone nervioso?

–Un poco. De películas. Bueno, del tipo de películas que veis vosotros.

–Todavía no hemos visto ninguna película juntos. Así que por aquí no veo tema de conversación.

–Pero lees mucho.

–Quizá les recomiende un libro.

–¿Y yo qué hago mientras tanto?

–Diría que puedes recomendar un libro que a ti te guste, hablar con alguno de los invitados, o estarte callado y escuchar. La velada no se alargará mucho.

–¿Y si se habla de política? Yo no tengo ni idea.

–Me hiciste pensar en el referéndum más que ninguno de mis conocidos. Eso les interesará.

–No puedo hablar en nombre de nadie.

–Nadie te va a pedir que lo hagas.

–Mierda.

–¿Y eso qué quiere decir?

–Solo... pánico general.

–¿De qué hablas con tus amigos?

–No lo sé. Lo he olvidado. Los temas salen solos. Aparece algo en Instagram y se lo enseñas a los demás.

–Bueno, pues esta noche ya irán saliendo los temas.

–Mierda –repitió Joseph.

–Eres un tío listo e interesante –le dijo Lucy–. Nunca me he aburrido hablando contigo. Y ellos tampoco se van a aburrir.

Eso, pensó Joseph, era más fácil que sucediera cuando te acostabas con esa persona. Había que dar con algo de que hablar, antes y después, porque de otro modo no funcionaría. El sexo forzaba la fluidez conversacional. Sin embargo, el propósito último de una cena con invitados era la conversación, y cuando se terminaba la conversación, todo el mundo se iba a su casa. Nada de sexo, nada de móviles, nada excepto el contenido de la cabeza de cada uno de los comensales.

–Todos saben que te llamas Joseph –le dijo Lucy–. Así que, cuando vengan, ¿les abres tú la puerta y te presentas? Así dejaremos zanjado el tema de manera inmediata.

Sin embargo, olvidó las instrucciones. O más concretamente, abrió la puerta y les dijo: «Hola, pasad.» Iba a añadir: «Ah, por cierto, soy Joseph» una vez que hubieran entrado, pero ya era tarde. Fiona soltó de sopetón: «Supongo que tú no serás Joseph» y se rió, y él dijo que sí era Joseph, y Fiona fue presa del pánico y replicó: «Por supuesto», y se quedó mirándolo mientras le daba la mano. Pete hizo el gesto de pegarse un tiro en la cabeza con dos dedos de la mano, puso los ojos en blanco y dijo: «Hola, colega.» Joseph ya tenía la lección aprendida cuando llegaron Nina y Andy. Nina trabajaba en revistas y era muy glamourosa, y cuando él le dijo: «Soy Joseph», ella respondió con un «Oh. GUAU» y casi se puso a chillar de entusiasmo, y dijo: «Bien por Lucy», y añadió: «Y bien por ti también, claro.» Su novio parecía incómodo. Joseph estaba medio esperando que también se disparara en la cabeza con un par de dedos, de manera que ya habría dos cadáveres antes de que comenzase la velada.

En la sala de estar había una botella de prosecco abierta esperándoles, y se sentaron en círculo en el sofá, los sillones y un par de sillas de cocina incorporadas para la ocasión. En la mesa también había una cerveza para Joseph, pero Pete la cogió y empezó a dar tragos. Joseph se sintió aliviado. Pensaba que todos optarían por el vino y él quedaría como el rarito ya de entrada. Fue a la nevera y se cogió otra.

–¿Te vas a coger una cerveza? –preguntó Andy.

–¿Quieres una?

–Sí, por favor.

–Temes quedarte al margen del grupo de los chicos –le dijo Nina.

–Es un sistema de elegir bebida tan bueno como cualquier otro –replicó Andy.

Una vez sentados todos, brindaron y se produjo un silencio incómodo. Joseph se preguntó si se hubieran puesto a charlar de inmediato si él no estuviera allí. El móvil le ardía en el bolsillo. Nunca hasta entonces se había considerado a sí mismo un adicto al aparato, pero recordaba cómo describió su padre en una ocasión su adicción a los cigarrillos: «Bajo la mirada y tengo un pitillo en la mano y ni siquiera sé cómo ha llegado allí.» Era algo que Joseph hacía, que todo el mundo hacía, cuando no se sentía cómodo. Tal vez debería empezar a fumar. Si fumara, podría levantarse y salir al jardín trasero. O tal vez encontrar uno de esos trabajos en que tu jefe te llama un sábado porque ha surgido un problema en la filial de Estambul. Eso había sucedido una vez en la carnicería. Empezó a sonar el móvil de un cliente que, al descolgar, dijo: «Hola, Steve. Tendrás que disculparme, pero me están atendiendo en la carnicería.» Y a continuación añadió: «¿Estambul? ¿Cuándo ha sucedido?» Había vuelto a ver más de una vez a ese cliente después y siempre le venían ganas de preguntarle qué había sucedido en Estambul.

–Bueno, ¿y cómo os conocisteis? –le preguntó Lucy a Nina. No era una pregunta ni razonable ni meditada, porque sin duda Nina se la iba a devolver y se vería obligada a hablar de la carnicería y toda esa gente seguro que tenían un trabajo bien pagado e interesante.

–Andy es fotógrafo. Vino a sacar unas fotos de una cocina sobre la que yo tenía que escribir.

Eso no sonaba muy interesante, pero Joseph sospechó que sí estaba bien pagado.

–Lo sé, lo sé –dijo Nina–. En estos momentos el trabajo freelance escasea. Y el dinero que tengo es el que reuní a finales de los noventa, cuando dejé la enseñanza. Quizá tenga que volver a la profesión.

–Oh, Dios mío, ¿tan mal está la cosa?

–Yo ni siquiera tengo un título que me permita dar clases de fotografía –dijo Andy.

–¿La cosa también está tan mal para los fotógrafos? –dijo Joseph. Se sorprendió al oír su propia voz, pero ya lo había soltado y parecía una pregunta pertinente, y Andy la respondió explayándose, y Joseph le hizo otra que, a él y a todos los presentes, les pareció tan pertinente como la anterior, y de este modo la primera parte de la velada ya había arrancado y estaba fluyendo bien. Cuando surgió el tema de cómo se habían conocido Lucy y Joseph, todo parecía manejable.

Y Joseph empezó a ver cómo funcionaba el asunto: la conversación no era algo impuesto desde arriba, como un examen. Era más bien como un sofá que colegía la forma de tu trasero y se amoldaba a ella, solo que, en el caso de la cena, lo que colegía era la forma de tu cabeza. Hubo una conversación sobre libros, breve, en la que participaron solo Fiona y Lucy, y parte de la cual se centró en Michael, en cuya casa habían pasado unos días en verano, de modo que fue más chismosa que cultural. Mientras esto sucedía, Pete le contaba a Nina cosas sobre sus hijos, y resultó que Andy, sentado al lado de Joseph, tenía un abono de temporada en el campo del Orient, de modo que Joseph le preguntó sobre un chaval que acababa de debutar en el primer equipo y que era el hermano pequeño de un compañero de colegio suyo.

Vino después una conversación sobre el Brexit. Joseph supuso que las conversaciones sobre el Brexit serían inevitables hasta que todo quedase encarrilado. Había un acuerdo generalizado en que era un lío y un desastre y el país pagaría el error durante años; Joseph había oído todo eso. Pero de pronto Fiona le preguntó qué había votado.

–¡Hala! –dijo Pete–. No puedes hacerle esta pregunta.

–Él sabe lo que hemos votado todos los demás –se defendió Fiona–. Y en cualquier caso, si nos dice que prefiere no decirlo, aquí se cierra el tema.

–Y todos sabremos qué ha votado –dijo Nina.

Esa fue la primera vez durante la velada que Joseph se sintió diferente de los demás. Estaban por un lado ellos cinco y por el otro él, y la mera suposición de que podía no formar parte de su clan, de que podía haber votado lo contrario, era suficiente para segregarlo.

Joseph miró a Lucy y la expresión de su cara le hizo sonreír. Intentaba decidir si había algo ofensivo en lo que estaba sucediendo.

–No pasa nada –le dijo Joseph.

–¿Seguro?

–Sí. Bien, pues yo tenía un problema. Mi padre votó por la salida. E hizo campaña por la salida.

–¿Por qué?

–Porque cree que él estará mejor fuera de la unión.

–¿A qué se dedica?

–Trabaja en la construcción.

–Vale.

–Y mi madre votó por la salida porque trabaja en el Sistema Nacional de Salud y se creyó lo del autobús y demás.

Se oyeron suspiros de fastidio alrededor de la mesa.

–Pero Lucy es una defensora apasionada de la permanencia.

–¿Soy apasionada? –le preguntó a Joseph.

El comentario produjo risas.

–Sí, Joseph, cuéntanos. ¿Es apasionada?

–Me refería a apasionada de la permanencia –aclaró Lucy.

Hubo más risas, por la obviedad y debilidad de la aclaración.

–Así que... En fin, llegué a una decisión lógica.

–¿Que fue...?

Joseph se encogió de hombros.

–Voté las dos opciones.

–¿Cómo? –dijo Lucy.

–Oh, no hice ninguna trampa. Me limité a poner la cruz en las dos casillas.

Nina y Andy se rieron y aplaudieron. Fiona, Pete y Lucy trataban de no parecer escandalizados.

–No sabía que habías hecho eso –dijo Lucy.

–No te lo conté.

–Vaya tontería de decisión –opinó Fiona.

Joseph sintió una pequeña punzada. Y vio que Lucy también la había sentido, o al menos había reconocido el potencial peligro.

–¿Y si no se hubiera tomado la molestia de ir a votar? –dijo Lucy–. ¿Cuál es la diferencia?

Pete se encogió de hombros.

–No hay ninguna diferencia –dijo.

–No –añadió Fiona–. Si esas son las opciones, apatía o no sé cómo lo has llamado, vaya mierda de rebelión juvenil sin pies ni cabeza.

–Tienes razón –dijo Joseph–. Debería haber votado por la salida. Estaba al cincuenta y uno por ciento por el Brexit y al cuarenta y nueve por la permanencia.

–Oh, vaya, eso es todavía peor –dijo Fiona.

–De modo que la única decisión que podía tomar era votar por la permanencia –dijo Lucy.

–En mi opinión sí –dijo Fiona. Y no parecía estar bromeando.

–El problema es que se trataba de mi voto –protestó Joseph.

–Y literalmente lo tiraste a la basura –dijo Fiona.

–¿Y qué piensas ahora del tema del Brexit? –quiso saber Pete.

–Bueno, ya se ha terminado, ¿no? Ahora toca aceptar el resultado.

Eso pareció llevar la conversación hacia su conclusión, y Joseph creyó detectar un alivio colectivo.

–Aunque yo te aconsejaría andar con más cuidado –dijo Nina. Se dirigía a Fiona.

–¿A qué te refieres?

–Has empezado diciendo que querías escucharle. Y has acabado diciéndole que no te interesaba nada de lo que pudiera explicarte.

–¿Cuándo he hecho eso?

–Le has dicho que tomó la decisión errónea. Y después le has dicho que la segunda opción que tenía hubiera sido igual de errónea.

–¿Y qué se supone que debo hacer? Creo que se equivoca de principio a fin.

–«MUJER DE CLASE MEDIA DEL NORTE DE LONDRES ESCUCHA A LA GENTE Y DECIDE QUE SE EQUIVOCA EN TODO.» Esta es tu manera de proceder.

–Como si tú no fueras una mujer de clase media del norte de Londres.

–Motivo por el cual ni se me pasaría por la cabeza decirle a Joseph que ha tomado la decisión incorrecta.

–¿Y qué habrías dicho si hubiese votado a favor de restituir los ahorcamientos?

–No lo he hecho –dijo Joseph–. Y no lo haría. Son dos cosas muy distintas.

Dicho lo cual se rió, y esta vez todos se tomaron el cambio de humor como una indicación de que tocaba pasar a otro tema: la comida, los colegios o más fútbol.

–¿Te ha parecido muy horrible? –le preguntó Lucy cuando ya todos se habían marchado y estaban llenando el lavaplatos.

–En general ha sido divertido. Y el momento tenso ha resultado interesante –dijo Joseph.

–¿En serio? ¿Interesante? ¿No insultante y jodidamente irritante?

–Oh, a mí no me ha importado. Creo que estabas más fastidiada tú que yo. Soy mucho más joven que todos vosotros. ¿Qué sé yo de todas esas chorradas? Por supuesto que esta gente va a hablarme con paternalismo.

–En realidad, ¿qué sabemos todos nosotros de esas cosas?

–Pero deja que te diga una cosa: nunca había tenido una discusión sobre política con mis amigos. Y no creo que vaya a tenerla nunca.

–¿En serio?

–Sí. Laboristas, conservadores, Brexit... A nadie que conozca le importa un carajo todo eso. Nadie parece creer que las cosas puedan cambiar.

–Tu padre sí.

–Oh, él. Él no es un amigo. Es de tu generación. Además, nunca discutiría con él. Para qué. No le veo el sentido.

–¿No le ves el sentido a pensar en el futuro del país?

–La verdad es que no. ¿Al final no vamos a seguir todos jodidos?

–¿Por qué?

–¿No va a subir medio metro el nivel del mar y vamos a acabar todos bajo el agua? Eso es lo que me preocupa.

–Pues quizá deberías votar por alguien que esté dispuesto a hacer algo al respecto.

–¿A quién, al Partido Verde? ¿No es ya un poco tarde para eso?

–Eres listo. Haces preguntas en lugar de dar tu opinión.

–Eso no es porque sea listo. Es porque nunca tengo las cosas cien por cien claras. Quisiera que alguien me diera las respuestas. Quiero decir que, vale, de acuerdo, esa Fiona no es muy simpática. Pero parece saber de qué habla. Está muy segura de lo que dice.

–Sí. Eso es el efecto de la educación universitaria.

–¿Qué, te lo enseña todo?

–No, solo hace que estés seguro de todo.

–¿Y entonces por qué tú no estás tan segura?

–No lo sé. Cuanto más mayor me hago, más me doy cuenta de que no sé gran cosa sobre muchas cosas.

Cuando se metieron en la cama, Joseph se quedó dormido casi de inmediato. Lucy siguió despierta a oscuras, todavía indignada con Fiona, y preguntándose cuántos de sus amigos le caían de verdad bien y cuántos le seguirían cayendo bien cuando el Brexit y Joseph ya fueran cosa del pasado.

El domingo era el cumpleaños de Joseph, lo cual significaba que su madre lo esperaba a cenar en casa, con su hermana. Ninguna de las dos conocía todavía ni a Lucy ni a los niños. Ambas partes habían pedido dar el paso, pero él no había movido un dedo, y sus excusas y bloqueos, que siempre sonaban débiles, incluso para él, eran recibidos a esas alturas con burlas amistosas (en el caso de Lucy) y abierta hostilidad (en el de su madre).

«¿Te avergüenzas de nosotros?», le decía Lucy, segura del orgullo y amor que sentía por ellos.

«¿Te avergüenzas de nosotros?», le decía su madre, que desde la desaparición de Joseph vivía con el permanente miedo de que se avergonzase de ella, o de la casa, o del vecindario, o de alguna otra cosa sobre la que ella no podía hacer nada. «Sí», le respondía él a Lucy. «Por supuesto que no», le respondía a su madre.

–Saldremos con los niños el sábado por la noche para celebrarlo –le dijo Lucy–. Y así puedes ir a cenar a casa de tu madre el día de tu cumpleaños.

–Querrá saber por qué no vas tú también.

–Tengo que quedarme con los niños.

–Querrá saber por qué no van también ellos.

–Le dices que esa noche se celebra una fiesta en el colegio.

–Pero ella querrá cenar a las seis.

–Pues entonces vamos.

–Por Dios, no –dijo Joseph.

–¿Por qué no?

¿Por qué no? A los dos se les ocurrían un montón de razones para no hacerlo. Lucy quería evitar la desaprobación de una mujer que tenía su misma edad. Y, por algún motivo, temía que se juzgase también a sus hijos. Probablemente tenían demasiadas cosas, hablaban demasiado y utilizaban un lenguaje que podía horrorizar a la madre de Joseph, una señora que iba a misa todos los domingos. (Lucy se preguntaba hasta qué punto lo de ir a misa marcaba la diferencia, y si era eso lo que hacía mucho más probable que ella se mostrase reacia a la relación. En teoría, eso podía tener su peso en uno u otro sentido, pero los fieles a los que ella había conocido, en su mayoría amigos de sus padres, no parecían haber sufrido un estrechamiento de sus mentes debido a la fe.) Joseph temía que su madre se sintiera intimidada por Lucy, por su confianza en sí misma, por la ropa que vestía, por su físico, por su curiosidad. (Joseph se preguntaba si Lucy era curiosa debido a la confianza que tenía en sí misma. No se cortaba un pelo a la hora de mirar hacia todos lados y preguntaba todo lo que quería saber. Joseph deseaba que su madre se comportase de modo distinto en el trabajo a como lo hacía en casa. Deseaba que supiera lo que estaba haciendo, y que su competencia como enfermera le diera los ojos, las orejas y la voz que Lucy poseía.)

–Entonces, ¿cuándo voy a conocer a tu madre?

–No lo sé.

–¿La conoceré algún día?

–Supongo que sí.

–Pero no en alguna fiesta familiar.

–Si mi hermana se casa, en la boda conocerás a todo el mundo.

–¿Algún indicio al respecto?

–No.

–¿Qué te parece si organizo un encuentro con tu madre en algún sitio para tomar una taza de té?

–¿Qué?

Joseph se había quedado desconcertado de verdad, y Lucy se rió.

–Una taza de té –insistió ella–. Tu madre y yo.

–Bueno... ¿Con qué propósito? ¿Qué le vas a decir?

–No le voy a decir nada. Simplemente charlaremos.

–¿Qué tipo de charla mantendréis?

–Una de esas que, cuando termina, te permite conocer mejor a la persona con la que has conversado de lo que la conocías antes de empezar.

–Oh, Dios mío. ¿Y sin que esté yo presente?

–Sí. Aunque, si quisieras venir, serías bienvenido.

–¿Por qué no limitamos la cosa a que yo le pase un mensaje de tu parte?

–No tengo ningún mensaje que pasarle –dijo Lucy–. Lo único que quiero es entenderte mejor conociendo a tu familia.

–No –dijo Joseph–. Lo siento, pero no.

–¿Lo dices en serio?

–Sí. Antes preferiría romper.

–El tema es –dijo Lucy– que ella quiere conocerme, ¿no?

–Sí.

–Y yo quiero conocerla a ella.

–Eso dices tú.

–Y tú, hace siglos, cuando me hacías de canguro, me diste el teléfono de casa de tu madre.

–Esto no funciona así. No se trata de ti, se trata de mí. Si la llamas, rompo contigo y quedamos simplemente como amigos.

–Pero ¿por qué? ¿Lo dices en serio? ¿Qué es lo que te da tanto miedo?

–Es una reacción normal. Nadie quiere que sus amantes conozcan a sus madres.

–Vaya chorrada.

–¿Perdón? Tú en su momento me dejaste bien claro que yo no podía ir a casa de tus padres.

–Te estaba protegiendo.

–Vaya, pues ahora te estoy protegiendo yo.

–¿De qué?

Joseph estaba protegiendo a todo el mundo: a Lucy, a su madre y a sí mismo. Era incapaz de explicar de un modo razonado qué le hacía sentirse tan incómodo. Lo único que sabía era que Dios había puesto todas esas paradas de autobús entre su antiguo hogar y su nuevo hogar por algún motivo. Pero al final resultó irrelevante lo que pensara Joseph, porque Lucy se lió la manta a la cabeza e hizo la llamada.