No sabía si despertarla. Pero estaba indignado y no le apetecía indignarse a solas.
–Lucy.
Ella lo miró y se incorporó en la cama.
–No.
–Sí.
–Dios mío, lo siento –dijo Lucy.
–¿Por qué lo sientes por mí y no por ti? Es horrible para todo el mundo –dijo Joseph–. Horrible para el planeta entero. Horrible para las mujeres. El tío sigue con lo de agarrar por el coño.
–Lo sé. Pero supongo que será como con el Brexit. La gente que ha votado por él estará encantada.
–No se parece en nada al Brexit. El Brexit puede acabar siendo algo positivo. Este hijoputa retuitea proclamas de supremacistas blancos.
–Los racistas votaron a favor del Brexit.
–¿Racistas como mi padre? Es diferente.
–Lo sé –admitió Lucy.
–Acabas de decir que es lo mismo. Trump retuiteó una cosa con el hashtag «Genocidio Blanco Ahora». El Ku Klux Klan lo ha apoyado. No tienes ni idea de lo que significa eso.
Joseph estaba indignado y con ganas de pelearse con la primera persona blanca que se le pusiera a tiro. Esa mañana, como todas las demás, esa persona era Lucy. Ese asunto lo sentía como algo personal, algo que era la primera vez que le sucedía con un acontecimiento político. Y si Trump era presidente, vendría a Inglaterra en viaje oficial, le estrecharía la mano a la primera ministra, y se suponía que ella lo representaba a él, ¿no era así? Más tarde, Joseph deseó no haberse peleado con Lucy. Deseó no haber tenido una excusa para hacerlo.
El éxito, cuando llegó, resultó que no se parecía en nada a como lo había imaginado. Por lo que había podido comprobar hasta entonces, era rápido y apenas significaba nada. £Man había remezclado el tema que había grabado con Jaz y lo había colgado en Spotify, y como £Man se convirtió en un fenómeno, resultó que, sin comerlo ni beberlo, J. y J., como se hacían llamar, habían acumulado noventa mil reproducciones en unos pocos días. A £Man le pidieron que remezclase otro par de temas de gente que lo estaba petando y, de pronto, Joseph se vio montado en la estela del fenómeno. Una marca de tejanos le pidió que compusiera un tema para un anuncio. «Gonna Drive», que es como titularon la canción, acabó de forma inesperada en las ondas gracias a Rinse F. M., donde la pusieron varias veces. El día que Joseph despertó a Lucy para contarle las novedades sobre Trump, él y Jaz tenían una actuación en un club superfamoso de Leeds.
Nada de todo esto daba dinero, aunque tal vez la marca de tejanos acabaría pagándole algo si al final utilizaban el tema, y tal vez el club de Leeds le ofreciera para más adelante una sesión pagada como DJ, y tal vez la discográfica que había contratado a £Man podía llegar a estar interesada en firmar un contrato similar con Joseph, si la canción seguía funcionando. Seguro que alguien en algún lado estaba ganando algún dinerillo, pero J. y J. no habían visto todavía ni una libra. Así funcionaban las cosas en la actualidad. Pese a todo, Jaz estaba encantada.
–Nunca pensé que tendría un trabajo en el que me alojaría en un hotel y otros se encargarían de pagar la cuenta –dijo Jaz cuando ya se habían acomodado en sus asientos en el tren.
–Sí, aunque todavía no estoy seguro de que esto sea un trabajo –opinó Joseph. Y lo cierto es que los alojaron en un hotel cutre de una cadena barata, lejísimos del centro, de modo que la experiencia fue todo menos glamourosa.
–Aun así –dijo Jaz–. Es increíble lo que nos está pasando. ¿Qué ropa llevas?
–¿Qué quieres decir? –preguntó Joseph.
–¿Qué ropa llevas? –repitió ella, con más incredulidad.
–Ya ves lo que llevo puesto.
–Me refiero para esta noche.
–Ah, bueno, pues ya ves lo que llevo puesto.
–¿No te has traído nada más?
–Una camiseta y una muda de ropa interior para mañana. No vienen a verme a mí. –Llevaba unos pantalones Nike, sus Adidas Gazelle y una camiseta retro amarilla de Adidas.
–Podrías intentar sumar alguna marca más –dijo Jaz–. ¿No te puedes poner también unas gafas Puma, con PUMA en letras bien grandes en los cristales?
Estaba siendo sarcástica y Joseph no le hizo ni caso.
–¿No quieres saber qué me voy a poner yo?
–¿Por qué? Ya lo veré después.
–Creo que será mejor que te prepare, porque si no podrías tener un ataque al corazón. Es un mono ceñido negro. Sin nada debajo.
Joseph se zambulló en sus propios pensamientos y sacó el móvil.
Cuando fueron al hotel para dejar las mochilas, descubrieron que el promotor había reservado una habitación en lugar de dos.
–Ya lo resolveremos después –dijo Jaz.
Cuando llegaron al club, ninguno de los dos se acordó de comentar el problema al promotor. Aunque Joseph sospechaba que ninguno de los dos se había olvidado del problema.
La actuación fue al mismo tiempo emocionante y absurda. La gente los vitoreó cuando salieron al escenario, pero Joseph se tuvo que sentar detrás de unos teclados fingiendo que tocaba y Jaz tuvo que hacer como que cantaba. Lo cierto es que se le daba bien, sin asomo de nerviosismo, como si llevase toda la vida esperando ponerse a bailar en un escenario delante de una multitud y no supiera por qué había tenido que esperar tanto tiempo. El mono ceñido negro era tal como se lo había descrito a Joseph, ella se movía bien y al público le encantó. Cuando bajaron del escenario, Jaz estaba en éxtasis y besó a Joseph en los labios mientras se dirigían al repugnante y minúsculo camerino.
–Ha sido increíble –dijo ella.
–Sí.
Joseph se sentía desanimado. La cosa se podía ver de dos maneras: montones de tíos a los que ahora les iba de maravilla habían empezado en ese plan, con actuaciones en playback en clubs. Por otro lado, montones de tíos de los que nadie había oído hablar en la vida habían empezado en ese plan, y acababan también en ese mismo plan, y este segundo grupo era mucho mayor que el primero.
–Tengo hambre –dijo Jaz–. Y quiero emborracharme. Y quiero emborracharte a ti.
–No hará falta –dijo Joseph con un gesto de impotencia.
Después Joseph se sentía tan mal que pensó que podía acabar vomitando.
–¿Estás bien? –dijo Jaz.
–Sí, estoy bien.
–Podemos volver a hacerlo por la mañana.
Él no dijo nada. ¿Para qué? Podía o no volver a hacer el amor con Jaz. Ahora mismo no creía que fuera a repetir, porque ya estaba saciado y ahora mismo se sentía horriblemente culpable y miserable. Pero hacía unas horas también estaba convencido de que no lo haría, y al final había acabado cediendo a la tentación.
–¿Adónde te has ido? –preguntó Jaz.
–Sigo aquí –dijo él, pero deseaba estar en cualquier otro lugar.
–Estaba segura de que al final acabaríamos haciéndolo –comentó Jaz–. Y sabía que tú acabarías hartándote de las tías de color gris.
Cuando Jaz se quedó dormida, Joseph se vistió y salió a buscar algo para comer. Se moría de hambre. Parecía una metáfora: estaba revuelto por lo sucedido, pero se moría de hambre y tenía que comer algo. No tenía ningún control sobre sus apetitos.
De vuelta en Londres, Joseph se fue directamente a casa de su madre. Ella estaba en el trabajo. Ya no tenía nada de ropa allí, de modo que puso a lavar todo lo que llevaba puesto y lo que había llevado el día anterior, y se sentó cubierto con una vieja bata a esperar a que se secara. No sabía cuándo tendría acceso al resto de su ropa.
Encendió el televisor y vio las noticias de Sky Sports, después una vieja antología de los goles de la Premier League y después un concurso de media tarde. Lucy le envió un mensaje de texto mientras estaba viendo Eggheads.
Estás bien? A qué hora vuelves?
Esta noche me quedo en casa de mi madre. Escribir la frase sin saltarse el verbo, con la pulcritud de Lucy, ya le puso triste.
Por qué?
Te lo explicaré pronto.
Va todo bien?
Nadie enfermo. Ya no quería seguir escribiendo frases completas con el verbo.
Pero va todo bien?
Quitó el sonido del móvil y lo dejó boca abajo en el sofá unos minutos, y después se quedó dormido.
Su madre lo despertó dos horas después.
–¿Qué haces aquí?
–Esta noche me quedo a dormir.
–¿Por qué?
–Por nada en particular.
–¿Te ha echado de casa?
–No. –Y, como el desprecio que sentía por sí mismo ya era incontrolable, añadió–: Pero debería.
–¿Por qué? ¿Qué has hecho?
Joseph suspiró.
–Lo de siempre.
–¿La has engañado?
–Sí.
No es que se sintiera precisamente bien confesándoselo a alguien, pero era un alivio poder descargar parte de su vergüenza. Empezaba a temer que, de no darle salida, explotaría.
–Joseph.
–Lo sé.
–No, no lo sabes. No tienes ni idea.
Joseph había utilizado esas mismas palabras cuando se enfadó con Lucy a propósito de Trump. De modo que él estaba pensando en Lucy y sabía que su madre estaba pensando en su relación más reciente, o tal vez la última, con un hombre que la había engañado un montón de veces, igual que antes había engañado a su esposa mientras se veía con la madre de Joseph. El tipo había roto su matrimonio y no lo había reemplazado por nada que mereciese la pena.
–¿Se lo has contado? –le preguntó su madre.
–Todavía no.
–¿Y cuándo piensas hacerlo?
–No lo sé. Supongo que durante el fin de semana.
–Ahora mismo te vas a su casa.
–No puedo.
–¿Por qué?
–Porque no puedo.
–Porque tienes miedo. Pero no voy a permitir que te quedes aquí.
–Estupendo, gracias.
–Puedes volver después. Pero primero se lo tienes que contar.
–No tengo ropa.
–¿Dónde está?
–En la lavadora.
Pero hacía horas que la había puesto en la secadora. La ropa no le iba a sacar del apuro, a menos que se hubiera encogido tanto que literalmente no se la pudiese poner, pero aun así lo más probable era que su madre le obligase a ir en autobús con la bata puesta.
Estuvo a punto de bajarse del autobús casi en cada parada. Se sentó cerca de las puertas y se levantaba cada vez que se abrían. Iba orquestando mentalmente planes alternativos: iría a casa de su hermana, aunque lo más probable es que no le dejara pasar si se enteraba de por qué se presentaba allí. O a casa de su padre: a su padre le importaría un pito qué había hecho, lo cual era uno de los motivos por los que le resultaba insoportable la idea de quedarse con él. O podía pasarse toda la noche vagando por las calles. Recibió tres mensajes de texto de Jaz durante el trayecto, pero no respondió a ninguno. Ella parecía dar por hecho que la noche que pasaron juntos en Leeds marcaba el inicio de una larga relación. El primer mensaje decía: Qué hacemos mañana?
Joseph pensó que ojalá fumase. Pensó que ojalá fuera un bebedor consumado. Pensó que ojalá tomase drogas. En ese caso al menos debería buscar alguna tienda o a algún camello, y eso le ayudaría a pasar un poco de tiempo. Tal vez Lucy se acostase pronto, si él se pasaba una eternidad buscando a un camello. Seguro que no abundaban por los alrededores de su casa. Tendría que desplazarse hasta Camden o algún otro lugar. ¿A qué elegiría hacerse adicto? Escribió en Google «Mejores drogas» y encontró un montón de sugerencias que fueron de gran ayuda. Le gustó el aspecto de la ketamina. Conocía a alguna gente que la tomaba, pero no sabía muy bien qué efectos provocaba. Según la Wikipedia, inducía un estado similar al trance, aliviaba el dolor, sedaba y causaba pérdida de memoria. Se la podía tomar justo antes de llegar a casa de Lucy, decirle lo que tenía que decirle y acto seguido caer desplomado. Y cuando despertase, no se acordaría de nada. Aunque Lucy, sí. No existía una droga para neutralizar esa realidad.
No hizo nada de todo eso. No se apeó del autobús y no tomó ninguna droga. Sin embargo, sí llegó a casa de Lucy en un estado muy similar al trance. No se creía lo que había hecho, ni lo que estaba a punto de hacer. Y ella no se había acostado todavía.
Joseph tenía llave, pero aun así llamó. Lucy abrió con cautela y, al verlo, lo recibió con una enorme y maravillosa sonrisa.
–¡No contaba con que vinieras! ¡Por qué no me has enviado un mensaje! ¿Has perdido la llave? ¡Qué estupendo que al final hayas venido!
Lucy dio un paso adelante para besarle, pero él la detuvo y ella se quedó desconcertada y después se mostró inquieta.
–Tengo que hablar contigo.
–Oh –dijo ella, y su expresión cambió de inmediato. Lo sabía. ¿De qué otro tema podía querer hablar Joseph?
Lucy lo hizo pasar y él se lo contó antes de que llegaran a sentarse. Ella iba caminando delante y él se lo soltó desde detrás, justo entre los omoplatos. Esa era la última oportunidad para la cobardía, el confesárselo sin mirarla a la cara, y Joseph decidió utilizarla. De todos modos, era mejor que otras opciones en las que había estado pensando.
–¿Jaz? –dijo ella.
–Sí.
Lucy se sentó en el brazo de una silla y lo miró. Él trató de sostenerle la mirada.
–¿Y ahora?
Joseph no se esperaba la pregunta. Pensaba que ya no habría ningún ahora del que hablar, pero por lo visto no era así.
–¿Ahora qué?
–¿Estás saliendo con Jaz? ¿Es eso lo que me estás diciendo?
–No.
–¿Entonces qué me quieres decir?
Estaba claro que Joseph había olvidado que a Lucy le gustaba hacer preguntas directas.
–¿Tiene alguna importancia lo que te pueda decir?
–Por supuesto que sí.
–¿Entonces estás dispuesta, bueno, a olvidarlo todo?
–No –respondió ella–. Por supuesto que no. Pero no tiene ninguna relevancia que yo decida no olvidarlo si tú te marchas.
–No me quiero marchar.
–Vale.
Por un feliz instante, Joseph pensó que tal vez ya había quedado zanjado el tema, que, en el mundo de Lucy, la gente decía «Vale» y todo volvía a ser como antes, pero él había ido demasiado lejos en la dirección opuesta. Las cosas no eran tan sencillas ni se resolvían con tanta facilidad.
–Creo que lo mejor es que ahora te marches a casa de tu madre.
Joseph no intentó discutir, entre otras cosas porque tampoco tenía argumentos para hacerlo.
Lucy no sabía cuándo volvería a pasar por la carnicería de Joseph, pero de momento había decidido no comprar la carne allí. Se acercaba al supermercado con el coche. De modo que esa era la verdadera razón por la que la gente del barrio no iba a las tiendas del barrio, pese a todas las proclamas en sentido contrario: la gente del barrio se acostaba con la gente que trabajaba en las tiendas del barrio y después, cuando la cosa se torcía, les daba demasiada vergüenza volver a aparecer por allí. Lucy no se había acostado con nadie del Sainsbury’s, y por lo que había visto hasta entonces por allí, no creía que llegara a hacerlo. Ahora tenía como canguro a una chica que vivía un poco más abajo en la misma calle, a la que llamaba para las contadas ocasiones en que salía: una noche que fue al cine y una noche que fue a tomar unas copas en el Three Crowns, muy cerca del colegio, para celebrar el cumpleaños de un compañero.
Se sentía herida, pero no amargada; triste, pero no rabiosa. Por encima de todo, se sentía idiota. Se había embarcado en una relación estable con un veinteañero. ¿Qué hacían los veinteañeros? Se acostaban con otras personas. Por eso nadie se casaba con veintitrés años: todavía no habían madurado. Por supuesto que también había personas que no maduraban ni con treinta y tres ni con cuarenta y tres ni con ochenta y tres, pese a que ellas creyeran que sí, pero lo relevante es que se lo creían, y la vida –las adicciones, nuevas relaciones, lo que fuera– se les cruzaba en el camino. En el fondo Lucy sabía que la relación con Joseph no sería eterna, porque él era inmaduro todavía. Y, por lo tanto, si lo sabía, ¿por qué lo presionaba? Él era una mesa que se tambaleaba, una claraboya de cristal, una capa de hielo fino. ¡Pero la gente adoraba el hielo fino! ¡Les encantaba contemplarlo, deslizar piedras por encima, quebrarlo! Eso sí, evitaban caminar sobre él cuando sabían que la capa era muy fina (cosa que Lucy sabía). De modo que ¿había una manera de deslizar piedras por encima de Joseph metafóricamente? ¿O de arrojarle piedras, solo por diversión, sin que pudieran causarle daño alguno? ¿Aunque ella sí quisiera hacerle un poco de daño? No tenía ni idea.
Casi cada día él le mandaba algún mensaje y ella respondía, pero las conversaciones eran breves, tensas y educadas. Hasta que un día él la llamó y le pidió que fueran a cenar a algún sitio.
–Solo para hablar –le dijo.
–¿En lugar de...?
–Sí, perdona. Ha sido un comentario idiota.
–Da igual. De acuerdo, vamos a cenar.
–Reservaré en algún sitio.
–Vale.
–¿Será necesario?
–Si me vas a llevar al Ivy, sí. Si me vas a llevar al Pizza Express, no.
–¿El Ivy es muy caro? ¿Y dónde está?
–No quiero ir al Ivy.
Lucy nunca había estado en el Ivy, pero había oído hablar mucho de él. ¿Era esa la diferencia entre ellos dos? Ninguno de los dos se podía permitir comer en ese restaurante y ninguno de los dos habría podido conseguir una mesa, pero ella conocía su reputación y su inaccesibilidad. No parecía una gran ventaja.
–Y además, no quiero que invites tú.
–Pero te lo he propuesto yo.
–Sí, pero eso ya es suficiente.
Fueron a un restaurante italiano no muy lejos de casa de Lucy, un sitio al que había ido con Paul y los niños. Cuando llegó, Joseph ya estaba sentado esperándola, y llevaba traje y camiseta blanca. A Lucy se le hizo un nudo en la garganta cuando vio el evidente esfuerzo que había hecho.
–Ni siquiera sabía que tenías un traje –le dijo.
–Sí. Para bodas y funerales, ya sabes. Se celebran a montones en nuestra familia.
–Bueno, te queda muy bien.
–Gracias. Tú también estás estupenda.
Iba con tejanos, jersey y nada de maquillaje. Había estado pensando qué quería transmitirle, y lo que quería transmitirle resultó ser que no quería que él pensase que esa velada iba a ser algo especial. Ahora se sentía un poco tonta y un poco cruel, algo que no pretendía en absoluto.
–Pues no me siento así –replicó.
Joseph se quedó desconcertado.
–No me hagas caso –dijo ella–. Olvídalo.
Pidieron las bebidas y miraron la carta.
–Pide lo que quieras –dijo Joseph.
–Ya te lo dije. Pagamos la mitad cada uno.
Pero Lucy recordaba lo que era salir con amigos que cobraban más que ella cuando era una joven profesora: la ansiedad mientras los demás dudaban si pedir entrantes, el pánico cuando el vino empezaba a volatilizarse cada vez más rápido. Añoraba un poco a Joseph, y se preguntaba si algún día se le pasaría.
–¿Qué tal la música?
–No he vuelto a ver a Jaz, si es eso lo que quieres saber.
Lucy se rió.
–No. De verdad quiero saber cómo te va con la música.
Y él le contó que tenía otro tema casi acabado, pero £Man le había pedido escucharlo y no le había gustado mucho, con lo cual había perdido confianza y además no sabía cómo reemplazar a Jaz. Y después hablaron del trabajo de Lucy y de los niños. Sabían mucho el uno del otro. Tenían un montón de preguntas que hacerse.
–Me gustaría ver a los niños un día de estos –dijo Joseph–. Los echo de menos.
–Ellos también a ti.
Pero Lucy había decidido que Joseph sería el último ex de los chicos. Si entraba alguien más en la vida de su madre, tendría que ser permanente o secreto. No podía seguir presentándoles a alguien que les caía bien y de repente hacerlo desaparecer de sus vidas. Lucy no veía en el horizonte a una retahíla de jóvenes entusiasmados con jugar al FIFA en la Xbox con ellos, pero en algún momento podía aparecer alguien que les diera buenos consejos y les ayudara con los deberes de matemáticas. Aunque, por otro lado, no parecía muy probable que entablaran una profunda relación emocional con un genio de las fracciones. (Lucy tampoco estaba segura de que a ella le tentase sacarle los calzoncillos tirando de ellos con los dientes, si ese era su principal hobby o interés.) En cualquier caso, el tema era complicado, y tenía que darle más vueltas de las que le había dado hasta entonces.
–¿Qué les dijiste?
–Que de momento habíamos dejado de vernos y tú habías vuelto a casa de tu madre.
–¿Lo entendieron?
–Entienden que las parejas se separan.
–Pero ¿no les contaste el porqué?
–No. Solo les dije que ya no nos llevábamos bien. Y ellos dijeron que eso no era cierto. Y yo les respondí que había muchas cosas que ellos no veían. Y ellos dijeron que eso tampoco era cierto. Al final les concedí que tenían razón en lo primero.
–Que sí nos llevábamos bien –dijo Joseph.
Lucy no dijo nada.
–¿No era cierto?
–¿Qué quieres que diga? Sí. Nos llevábamos bien. Aparte de nuestra pequeña discusión sobre Trump.
–Eso lo habríamos olvidado.
–¿Si qué?
–¿Qué quieres decir?
–Si utilizas un condicional, eso presupone que a continuación viene un «si».
Joseph suspiró.
–Has dicho «habríamos». Lo habríamos olvidado... ¿si qué? –insistió Lucy.
–Bueno, supongo que si yo no me hubiera acostado con otra persona.
–Creo que era solo cuestión de tiempo que lo hicieras.
–No es cierto.
–Pero lo hiciste.
–Sí, pero...
No había ninguna justificación, de modo que dejó de pensar posibles peros.
–¿Has pensado cómo te lo habrías tomado tú si yo me hubiera acostado con otro? –dijo ella.
–Sí, por supuesto. Solo que..., bueno, más después de lo sucedido que antes. Me hubiera dolido. Lo siento.
–No pasa nada. Pero volvería a suceder.
–No.
–Por supuesto que sí.
Eran tiempos en que todo el mundo juraba que nunca perdonaría. A los políticos no se les iba a perdonar por lo que habían hecho, a los familiares y amigos no se les iba a perdonar jamás por lo que habían votado, por lo que habían dicho e incluso tal vez por lo que habían pensado. La mayoría de las veces a la gente no se le perdonaba ser lo que era. A los políticos que habían mentido todos y cada uno de los días de su vida profesional no se les perdonaba haber mentido. A la gente que vivía en las grandes ciudades no se le perdonaba ser urbanita, a los pobres no se les perdonaba expresar su descontento, a la gente mayor no se le perdonaba ser mayor y tener miedo. Pero ¿esa era la única opción? ¿Y uno solo podía querer a quien pensaba como él, o era posible construir puentes sobre el río? ¿Se podía incluso cavar un túnel para atravesar tanto caos? Lucy no había sido capaz de perdonar a Paul por lo que les había hecho a ella y a los niños. Ahora tenía que decidir si podía perdonar a un joven por comportarse como un joven, y si decidía que sí era capaz de hacerlo, ¿lo llevaría a término? Al fin y al cabo, decidir perdonar no era lo mismo que hacerlo.
–¿Qué tal está tu madre? –dijo Lucy. Quería cambiar de tema.