A Joseph le habían pedido que llevara a su padre de compras de traje, y, si había descodificado bien el mensaje de su hermana, compras de traje significaba comprarle un traje a Chris. El Brexit no había mejorado su situación económica, pero no porque no hubiese trabajo en la construcción –lo había a puñados– ni porque los salarios hubieran caído –habían subido, tal como había previsto Chris–. Históricamente en el sector de la construcción escaseaban los trabajadores cualificados de todo tipo, y el referéndum había empeorado las cosas. Pero Chris estaba tan indignado con que el Brexit no se implementase que había aparcado el trabajo para tomar cartas en el asunto. Joseph no tenía muy claro qué significaba eso exactamente, pero decidió no preguntar.
–Hijo, gracias por ayudarme –le dijo su padre después de que se hubieran decidido por un traje gris oscuro de ochenta libras en el Fashion Man de Wood Green.
–De nada –dijo Joseph.
De hecho, había descodificado correctamente el mensaje de su hermana. Llevaron el traje a la caja para pagarlo. Los pantalones había que acortarlos un poco, pero eso ya lo solucionaría Chris por su cuenta.
–Pero es muy barato –dijo Chris–. Si lo pagara yo, me habría gastado más dinero. ¿No habías conseguido un ascenso?
A Joseph hacía un par de meses que lo habían ascendido a subdirector en el centro deportivo. Había dejado la carnicería y, aunque seguía haciendo algunas cosillas relacionadas con la música, ya no soñaba con tener una carrera profesional.
–Sí, y me lo he currado para conseguirlo.
–A largo plazo, un buen traje acaba saliendo más barato.
Cierto, ese era el tipo de consejo que se suponía que un padre debía darle a su hijo, pero no se solía ofrecer en unas circunstancias como estas.
–Bueno, a ti te va a salir bien barato, ¿no crees?
–Ya sabes que, si pudiera permitírmelo, me lo pagaría yo.
–Podrías habértelo pagado tú –dijo Joseph. Debería haber sido más contundente en la respuesta, pero se contuvo.
–¿Cómo?
–Podrías haber cogido algunos trabajos.
–¿Cómo iba a hacerlo con todo lo que está pasando?
–Eso es lo que no acabo de entender –dijo Joseph–. Votaste a favor del Brexit porque los polacos y demás inmigrantes te quitaban el trabajo. Pero ahora que ya no están: ¿por qué no estás trabajando sin parar?
–El Brexit todavía no se ha implementado, ¿verdad que no?
–¿Y eso qué importa? La situación que a ti tanto te preocupaba sí ha cambiado.
–Importa porque salir significa...
–Oh, por favor, no me vengas con que «Salir significa salir» o que «Brexit significa Brexit». Querría poder pasar un solo día sin tener que oír que algo significa exactamente esa palabra. Por supuesto que es así, joder. Queso significa queso. Navidades significa navidades. Pero ¿adónde nos lleva esto?
Joseph seguía sin saber gran cosa de la mayoría de los temas. No le interesaban las uniones aduaneras ni las salvaguardas, pese a que oía esos términos a diario. Pero el Brexit había acabado mostrando su verdadera faz. Ahora era como una religión. Estaban los que creían en él y los que no, y en ambos lados había pirados, que se manifestaban y gritaban, y uno jamás podía demostrar que tenía razón y el adversario estaba equivocado, porque no sucedía nada, ni hacia un lado ni hacia el otro. Joseph se empezaba a preguntar si el asunto no estaba empezando a desquiciar a todo el mundo y el país iba perdiendo poco a poco cualquier atisbo de sensatez.
–Nos han traicionado. A ti y a mí.
–A mí no.
–¿Vives en Gran Bretaña? ¿Fuiste uno de los diecisiete punto cuatro millones?
–Sí, pero...
Joseph nunca le había contado que era uno de los diecisiete punto cuatro, pero también de los dieciséis punto uno. Chris se sentiría traicionado y todo lo demás.
–Pues entonces te han engañado.
–Mientras tú no has ganado ochenta libras para pagarte el traje.
–Hay cosas más importantes que el dinero.
–Tienes razón, Chris. Voy a dejar el trabajo para luchar a tu lado.
Su padre lo miró con cautela.
–Pero entonces no voy a poder comprarte esto, porque tendré que tirar de mis ahorros.
–Ya sé lo que me estás diciendo –replicó Chris.
Según la experiencia acumulada por Joseph, la expresión «Ya sé lo que me estás diciendo» iba siempre seguida de una contrargumentación, pero Chris se detuvo ahí. Joseph sacó la tarjeta de crédito. Su padre no pareció sentirse incómodo.
El motivo de la compra del traje era la boda de Grace, que se iba a celebrar en la iglesia de su madre, que Joseph ya hacía tiempo que no consideraba su iglesia. Hacía meses que no la pisaba, tal vez ya años, a estas alturas. Los domingos por la mañana, prefería quedarse en casa, y además lo de ir a misa cada vez le parecía más raro. Su madre se lo tomó de un modo sorprendentemente razonable cuando un día él le comunicó que tenía cosas mejores que hacer y que además no creía en Dios.
–La verdad es que no me gustaba que me acompañaras –le dijo ella–. Te comportabas siempre como si no quisieras estar allí.
–No quería.
–Él lo sabía.
–¿Quién?
–¿Quién crees?
–No me dirás que Dios.
–Sí, Dios.
–¿Dios sabía que me comportaba como si no quisiera estar allí?
–No. A él no le interesaba tu comportamiento –dijo la madre con desdén–. Él ya sabía que no querías estar allí. Él ve lo que hay en tu corazón.
Sin embargo, a Joseph no le importaba volver allí para la boda. No se toparía con la parroquia habitual, aquella tropa de muertos vivientes que lo deprimían hasta sacarlo de quicio. Algunos de sus amigos de la infancia estaban entre los invitados, los hijos y las hijas de los amigos de la parroquia de su madre, los chavales con los que Grace y él habían crecido. Y a Joseph le caían bien Scott y su familia y amigos. Había estado en el viaje de despedida de soltero de Scott a Bratislava, donde se había emborrachado con los hermanos y colegas de Scott y, a falta de otra cosa mejor que hacer, había disparado un AK-47 en un campo de tiro.
Y además, estaba bastante entusiasmado con el hecho de que iba a ir con Lucy y los niños, probablemente porque Lucy estaba entusiasmada con todo: con la ceremonia en sí, por supuesto (adoraba a Grace y Scott), pero también con la iglesia. Ella siempre había querido ir, pero a Joseph le parecía que había algo sospechoso en ese interés, algo romántico e incluso tal vez condescendiente.
–Es una iglesia normal y corriente, como tantas otras –le dijo, cuando ella le preguntó qué ropa debía ponerse–. Nadie es poseído por el espíritu, ni empieza a revolcarse por el suelo.
–Por favor –dijo ella–. No me trates de idiota.
–Nadie se pone a bailar. La mayoría de los feligreses ni siquiera pueden cantar. Son demasiado viejos. Gorjean y croan. Si tienes suerte, los verás balancearse un poco al ritmo de la melodía. Y normalmente está medio vacía. En cualquier caso, la hermana de Scott va a cantar «Perfect» de Ed Sheeran, acompañada al piano por su madre.
–Fantástico –dijo Lucy, pero Joseph vio que estaba un poco decepcionada.
Sin embargo, mientras esperaba el autobús con los niños, Lucy no podía dejar de pensar que asistir a esa boda era todo un triunfo. Para empezar, hacía dos años que Joseph se había acostado con Jaz, y hasta donde ella sabía, no se había producido ningún otro desliz desde entonces. Vivían juntos, iban juntos a las celebraciones familiares y nunca hablaban de lo que pasaría el próximo año, pero sí hablaban de la próxima semana y de las vacaciones de verano, si no quedaban muy lejos. Ella no lo presionaba en absoluto, pero tal vez las personas funcionaban mejor sin presión, y como consecuencia cada día les regalaba los placeres de la compañía mutua y las tareas parentales compartidas, y cada semana les regalaba los placeres del sexo, en ocasiones más de una vez.
La boda de Grace marcaba un hito. No serían necesarias muchas presentaciones, ni los nervios y cohibiciones que iban asociados a ellas. Ella iba a ser Lucy, la novia de Joseph (la terminología que prefería él, no ella), y nadie iba a pensar mal.
Cuando llegaron a la iglesia, Joseph estaba enfrascado en una animada conversación con Chris.
–Hola –dijo Lucy con una sonrisa.
Joseph la besó y Chris saludó a los niños chocando los puños.
–Danos un par de minutos –le dijo Chris a Lucy–. Estamos en mitad de una discusión familiar.
–No es cierto –dijo Joseph.
–Estamos muy en desacuerdo –dijo Chris–. Tenemos una relación familiar. Por tanto, esto es una discusión familiar.
–Chris quiere acompañar a Grace al altar –dijo Joseph–. Y está aquí plantado esperándola.
–Oh –dijo Lucy.
Grace le había pedido a Joseph que la acompañara él, porque no soportaba a su padre.
–Le he dicho que podemos compartir la tarea –aseguró Chris–. Pero él no quiere.
–El problema es que ella no quiere verte ni en pintura –dijo Joseph–. La han tenido que convencer para que te incluyera en la lista de invitados.
–Se avergüenzan de mí –le dijo Chris a Lucy.
Lucy puso cara compasiva.
–No te dejes engatusar –le dijo Joseph.
–¿Por qué no entras y te sientas con nosotros? –le propuso Lucy a Chris.
–Buena idea –dijo Joseph.
–No, gracias –respondió Chris–. Me sentaré con la familia.
–Ella es familia.
Lucy apreció la buena intención del comentario, pero aun así habría preferido que Joseph se lo hubiese ahorrado.
–Ella no es lo que yo llamo familia.
No elaboró más el argumento.
–Será mejor que entres –le dijo Joseph a Lucy.
Ella hubiera preferido no dejarlo allí, pero eran los últimos que faltaban por entrar y no quería atraer la atención hacia ella y los niños llegando tarde. Encontraron un banco medio vacío en la parte posterior y se sentaron, y un par de minutos después Chris se les unió, después de buscar sitio infructuosamente en cualquier otro lado.
–Me ha amenazado –le dijo a Lucy, a un volumen que sabía que iba a provocar que la gente se volviese a mirar–. Mi propio hijo –añadió después de haberse garantizado una audiencia lo bastante amplia como para quedar satisfecho.
–Es muy fuerte –dijo Al–. Nos ganaría a los dos juntos luchando contra él.
–Sí –dijo Dylan–. Yo no me metería con él.
–Va al gimnasio –dijo Al–. Trabaja en un sitio que tiene gimnasio, así que va casi todos los días.
–No deberíamos haber llegado a esta situación –dijo Chris–. No deberíamos haber llegado a esta situación.
–¿Y qué opinas de Hitler? –preguntó Dylan, que ahora ya estaba en secundaria.
–Oh, teníamos que frenarlo –dijo Chris–. Pero fue él quien lo empezó.
–Joseph también iba a empezar una guerra –señaló Al.
–Tienes razón, hijo –dijo Chris–. Debería haberme plantado. Como hicimos en 1940.
–Pero te habría dado una paliza –dijo Dylan–. Es muy fuerte.
La conversación en bucle le recordó a Lucy la mayoría de las conversaciones que había escuchado durante los dos últimos años. Por suerte el pianista empezó a tocar la marcha nupcial y Joseph y Grace hicieron su entrada en la iglesia. Lucy observó, escuchó y pensó. Pensó en su propia boda y en su matrimonio, que la había hecho feliz y después muy infeliz, y de pronto le pareció absurdo haber pasado tantos años con alguien que la había arrastrado tan bajo, todo por los votos que ella había hecho en otro tiempo a una persona que en ese momento era totalmente distinta. Y, por algún motivo, eso la llevó a pensar en Chris y la madre de Joseph, y en la peculiar obsesión de Chris con el Brexit, y en su infeliz país. Todo parecía girar alrededor de matrimonios y divorcios, hasta que de pronto la hermana de Scott se puso a cantar la canción de Ed Sheeran y Lucy se vio superada por el bochorno y por un poco de rabia, y entonces todo pensamiento se detuvo.
Acabada la ceremonia, Lucy y los chicos fueron testigos de todas las permutaciones de la sesión fotográfica: la novia, la novia y el novio, los amigos de la novia, los amigos del novio.
El fotógrafo llamó a gritos a la familia de la novia. Nadie impidió a Chris que se uniera a los otros tres miembros.
Joseph se volvió hacia Lucy y los niños.
–Quiere que también salgan en la foto las parejas.
Lucy se quedó petrificada.
–Tranquila –dijo Joseph.
–Vamos, mamá –dijo Al.
–¿Estás segura? –dijo Lucy–. ¿Y si nosotros...?
Joseph se apartó un momento del grupo familiar.
–Oh, y si y si... –se burló.
–No quiero que un día en el futuro alguien piense: oh, qué cosa más rara que la dejaran posar en esa foto familiar.
–Ahora eres mi vida –dijo Joseph–. Con eso basta.
De modo que Lucy se colocó en los escalones con Joseph, su madre, Chris, los niños y Grace, e intentó disfrutar del momento, con esas personas, en ese lugar. Joseph tenía razón. Ya no había más obstáculos que superar. Ahora lo único que tenían que hacer era caminar, e ir viendo hasta dónde llegaban.