Cuando Joseph llegó al trabajo el sábado por la mañana, se encontró a Cassie plantada en la acera, mirando el escaparate.
–¿Qué pasa?
–¿Por qué lo ha hecho? –preguntó ella.
–¿El qué?
Señaló con un movimiento de la cabeza hacia el cartel. Era el tipo de cosas en las que Joseph nunca se fijaba. Era un cartelito muy soso. Tan solo aparecía el mensaje EL 23 DE JUNIO VOTA SALIR con letras negras sobre una bandera del Reino Unido de fondo.
–Bueno –dijo Joseph–, supongo que considerará que deberíamos votar por la salida el 23 de junio.
–A los clientes no les va a gustar.
–A los clientes les va a dar igual.
–¿En este barrio? Estás de broma.
–¿En serio? ¿Por la jodida Unión Europea?
Lo cierto es que Joseph no había pensado en ello hasta ese momento. Estaban en abril y para el referéndum todavía faltaban varias semanas. Lo más probable es que votara por la salida, como su padre, aunque no creía que el resultado, fuera cual fuese, pudiera cambiarle la vida. Seguiría habiendo carne, clubs sociales, niños y fútbol.
–Mis padres no comprarían aquí si vieran este cartel –comentó Cassie–. Detestan a Nigel Farage y Boris Johnson.
–Pero tus padres no viven por aquí cerca, ¿verdad que no?
–No. Viven en Bath. Que es muy parecido a esto.
–¿Bath es como Londres?
–Esta zona de Londres es muy similar a la zona de Bath en la que viven. Papá enseña teatro. Mamá enseña escritura creativa. Bueno, no se podrían permitir vivir aquí, pero muchos de los clientes a los que atendemos me recuerdan a ellos.
–¿Y ellos jamás votarían por la salida?
–No, por supuesto que no.
Joseph no tenía ni idea de qué significaba aquí «por supuesto». Pensaba que cada cual votaría lo que le pareciera. Obviamente, solo había dos opciones, pero él hubiera dado por hecho que, por ejemplo, la madre de Cassie podía votar lo contrario que el padre. Pero parecía que la cosa iba a generar dos bandos muy definidos, solo que él no tenía muy claro quién estaba en cada lado.
–Debo admitir que había olvidado a Nigel Farage –dijo Joseph.
–Todo el mundo lo odia –comentó Cassie.
–¿Os vais a pasar todo el día mirando el escaparate? Porque no os pago para eso –dijo Mark desde la puerta.
Entraron en la carnicería.
–¿Seguro que quieres poner este cartel en el escaparate? –preguntó Cassie.
–¿Qué problema hay?
–A mucha gente de este barrio no le va a gustar –dijo Cassie.
–¿Debería colgar el otro cartel?
–¿Qué dice el otro cartel?
–«Somos más fuertes en Europa.» Con las dos primeras letras de Europa en rojo, para que destaque lo de E.U. Una genialidad.
Solo a alguien como Mark se le podía pasar por la cabeza que eso fuera una genialidad, pensó Joseph. No había que ser un superdotado para deducir que las dos primeras letras de la palabra «Europa» se podían usar para resaltar lo de E.U.
–Un momento –dijo Cassie–, ¿estarías dispuesto a cambiar un cartel por el otro, así sin más?
–La verdad es que todo esto me importa un carajo.
–¿No sabes a quién vas a votar?
–Voy a votar por la salida. Tenemos demasiados trámites burocráticos. Y demasiados albaneses.
–Albania no está en la Unión Europea.
–¿Entonces quién está?
–España, Francia, Polonia, Irlanda, Alemania, Italia... ¿Quieres que te nombre todos los países?
–Pues entonces tenemos demasiados polacos.
–¿Y por qué estás dispuesto a colgar en el escaparate un cartel que pide lo contrario de lo que piensas?
–Si me estás diciendo que va a ser bueno para el negocio, ¿por qué no iba a hacerlo?
–Porque tú eres partidario de lo contrario.
–Escúchame. Detesto el hígado, pero lo vendo, y quiero que todo el mundo lo compre. ¿Qué problema hay?
–El hígado no es una filosofía personal.
–Para mí sí lo es, más o menos.
–¿Detestar el hígado es una filosofía personal?
–Yo diría que sí. Pero yo soy primero hombre de negocios y en segundo lugar filósofo.
¿En segundo lugar?, pensó Joseph. Eso era organizar el ranking de un modo muy generoso. Mark sería antes bailarín de ballet que filósofo, y eso que medía casi un metro noventa, pesaba más de cien kilos y era cincuentón.
Cassie decidió dejar por imposible la conversación y Joseph no podía culparla por ello. Se dirigieron a la trastienda para ponerse los delantales.
A media mañana recibió un mensaje de texto de Lucy. Hacía unas tres semanas que no hablaban, no habían vuelto a encontrarse desde la noche del canguro. Ella ni siquiera había pasado por la carnicería, a menos que lo hubiera hecho calculando con extrema precisión el momento para no cruzarse con él. Ella le había mandado un mensaje de disculpa y él había respondido con otro en el que le decía que no se preocupase, pero ahí acabó todo. Lo más probable es que ella estuviera abochornada por lo sucedido. Pero él la echaba de menos. Tuvo un subidón cuando le llegó el mensaje, un chispazo que le iluminó la mañana. Se metió en el lavabo para leerlo, porque a Mark no le gustaba que utilizaran los móviles durante el horario de trabajo.
Lucy le preguntaba si disponía de un descanso para comer y, de ser así, si le apetecía pasarse por su casa, le prepararía unos huevos con beicon. Los niños tenían muchas ganas de verlo.
Vivía a un par de minutos de la carnicería, de modo que él podía desplazarse sin perder tiempo.
tengo que hacer de canguro, le escribió él. Era una broma.
Oh. No. Lo siento.
Ella mandaba los mensajes así. O mayúscula N mayúscula L mayúscula, con todos los puntos. Se notaba a la legua que era profesora de Lengua y Literatura, pero a Joseph ese detalle le gustaba, por encima de todo lo demás. No sabría explicar muy bien el motivo. No recibía nunca mensajes de texto tan precisos como este, de modo que en parte el entusiasmo se debía a la sensación de haber conocido a alguien diferente. Y además tenía su puntito sexy. No era capaz de explicar por qué utilizar puntuación en un mensaje de texto era sexy, pero se encontró preguntándose a sí mismo cómo sería acostarse con alguien así. Trataría de ser igual de cuidadoso con los mensajes, al menos en los que le mandara a Lucy. No concebía que ella pudiera encontrar tan seductora la ausencia de puntuación como a él le resultaba su uso. Ya tenía hijos. No iba a querer uno más.
Salgo a las 12.30. ¿Ella quizá esperaría «12.30 am»? ¿O se escribía «a.m.»? Solo que no era esto, ¿verdad? Era «pm» o «p.m.» Decidió dejarlo como estaba. Lucy ya lo pillaría.
¿Te van bien huevos fritos?, respondió ella.
Sí. Y decidió añadir una exclamación: Sí!
Pensó que sonaría más amigable.
Hasta luego.
Abrió la puerta Al. Llevaba una bandeja con un vaso de zumo de naranja y una servilleta colgada del brazo como si fuera un camarero.
–Pasa –le dijo.
Joseph cogió el vaso y Al desapareció.
Hasta entonces los sábados a mediodía nunca había hecho otra cosa que comprarse un sándwich en alguna tienda cercana y comérselo en el camino de vuelta a la carnicería. Pero al entrar en la sala le llegó el olor de café y beicon. Brillaba la luz del sol, sobre la mesa había tostadas y mermelada y en el altavoz Bluetooth sonaba jazz. Lucy estaba en la cocina, con el cabello recogido con una goma de pelo. Un paseo de tres minutos había trasladado a Joseph a otra dimensión. Ella se volvió y le sonrió.
–Hola. ¿A Al se le ha derramado el zumo?
Joseph señaló con un movimiento de la cabeza el vaso que llevaba en la mano. Estaba intentando dilucidar por qué Lucy parecía tan diferente de todas las personas que conocía. Apenas iba maquillada. Y llevaba una rebeca larga y gris que en principio no tendría que sentarle muy bien. Pero resultaba que le quedaba de maravilla, sin que él supiera explicar muy bien el porqué. No era en exceso ceñida, ni tampoco demasiado holgada, y no se veía por ningún lado la marca. Oh, y las cejas: no se las había depilado y pintado con una gruesa línea oscura. Joseph no tenía claro si todo esto le gustaba porque era diferente o porque se trataba de ella. Era consciente de que resultaba un poco raro fijarse en las cejas, pero las cejas habían ganado protagonismo los últimos dos años y a él le volvían loco. No sabía qué función se suponía que tenían, pero fuera la que fuese, no estaban ahí para que uno las contemplara. De modo que si acababas haciéndolo, le parecía que algo andaba mal.
–Bueno –dijo Lucy–. ¿Tienes hambre? No te he preguntado si eres vegetariano, o musulmán o alguna otra cosa.
–Nada que me impida comer huevos y beicon.
–Pero ¿eres algo?
–Sí. Más o menos. Supongo que sí. Soy cristiano.
–Oh. ¿Y eso qué te impide hacer?
Joseph no estaba seguro de si la pregunta de Lucy pretendía sonar insinuante. Ella no apartó la vista de la sartén y lo que él distinguió en su voz fue curiosidad. Pero al responder notó que se le trababa la lengua y lo que se suponía que debía ser una respuesta neutra y amistosa emergió en forma de desesperado ladrido.
–Nada.
Ella se rió y comentó:
–Ese es el tipo de religión que me gusta.
–Bueno, me impide quedarme en la cama los domingos por la mañana, pero...
–¿Vas a misa cada domingo?
–Lo intento. –Prefería ahorrarse las inacabables trifulcas dominicales con su madre.
–Y crees en Dios.
–La respuesta corta es...
No tenía claro si la respuesta corta era sí o no. Tal vez creyese que Dios creó el universo, pero no sabía adónde le llevaba eso. Y cuando en la misa de los domingos veía a las ancianas de las dos primeras filas, se preguntaba si Dios había dejado a demasiada gente olvidada. Los que llegaron a este país décadas atrás habían tenido vidas difíciles y deprimentes, y sin embargo seguían yendo a la iglesia semana tras semana para dar gracias a Dios. Él no tenía tiempo para pensar en los idiotas que habían saqueado las tiendas de electrónica de Wood Green cinco años atrás, la única noche que su madre había cerrado la puerta con llave para impedir que él o su hermana salieran de casa. Pero si tuviera que elegir entre lanzar un ladrillo contra un escaparate o quedarse sentado esperando a morirse para poder entrar en el reino de los cielos, no le llevaría demasiado tiempo tomar una decisión.
–Perdona. Solo has venido a comerte unos huevos con beicon. ¡Chicos! ¡La comida está lista!
Los niños entraron en la sala, chocaron los cinco con Joseph y se sentaron. Querían hablar de fútbol, del real y del virtual, y querían saber cuándo les volvería a hacer de canguro Joseph.
–Nadie me lo ha pedido –comentó él.
–Nosotros te lo pedimos –dijo Dylan.
–Primero tengo que tener alguna cita nocturna a la que acudir –informó Lucy.
–¿Qué tal esta noche? –propuso Al.
–Esta noche no tengo ningún sitio adonde ir –respondió Lucy.
–Entonces la semana que viene.
–De acuerdo, la semana que viene –dijo Lucy–. Si no estás ocupado.
–No –le aseguró Joseph.
–Yo tampoco –dijo Lucy, y se rió.
Se servían el café de una cafetera, el beicon estaba crujiente y la mermelada era casera, la preparaba una colega de Lucy en el colegio.
–Esta invitación es para pedirte disculpas –le dijo Lucy–. Y esperamos que nos des otra oportunidad.
Joseph la miró y abrió mucho los ojos en un gesto de perplejidad, como preguntando: ¿podemos hablar de esto delante de los niños?
–Los niños ya están enterados –le tranquilizó Lucy.
–Oh –dijo Joseph aliviado.
–Papá se emborrachó y empezó una pelea –dijo Al–. Y tú lo empujaste.
Joseph no sabía muy bien cómo actuar.
–Sí, bueno –titubeó–. No debería haberlo hecho.
–Oh, desde luego que sí –intervino Dylan–. Cuando papá se emborracha, se pone horrible. Si yo fuera lo bastante fuerte, también lo empujaría.
–Nunca lo serás –comentó, realista, Al. Al era el pequeño y sin embargo era mucho más corpulento que su hermano mayor.
–Ya, pero voy a clases de judo. Así que puedo machacar a gente más grande que yo.
–Tío, a mí no me vas a machacar. Puedo levantarte del suelo con una sola mano.
–Hemos invitado a Joseph para pedirle disculpas –intervino Lucy con tono firme.
–No tenéis por qué disculparos –dijo Joseph–. Ninguno de vosotros.
–No queremos que pienses que siempre va a ser así si decides volver a cuidar de los niños.
Los chicos ya habían acabado de comer y su entusiasmo por ver a Joseph ya se había diluido.
–¿Podemos seguir jugando? Estamos en mitad de un partido de FUT Draft.
–Ah, bueno, en ese caso... –dijo Lucy–. ¿Te parece de mala educación que lo hagan, Joseph?
–Por mí no hay problema.
No quería parecer demasiado encantado de que se largaran, de modo que trató de decirlo en tono relajado. Los niños ya habían desaparecido antes de que tuviera tiempo de terminar la frase. Lucy se encogió de hombros.
–¿Un poco más de café antes de marcharte?
–Gracias. –Tendió la taza. Era naranja y blanca, y llevaba impreso en un lado GRANDES ESPERANZAS CHARLES DICKENS. No pensaba comentar nada sobre Charles Dickens. Ya cruzaría ese puente si es que llegaba a tenderse. De momento ni siquiera había nada sobre lo que elevarse.
–No sé casi nada de ti, ¿qué haces el resto del tiempo?
–Oh, un montón de cosas. Cuido niños, entreno a un equipo de fútbol, trabajo un par de días a la semana en un centro deportivo, hago de DJ.
No debería haber mencionado lo de DJ. Era al mismo tiempo lo más interesante de la lista y lo único que no era estrictamente verdad. Pero era lo que impedía que se convirtiese en un simple tipo que enlaza un trabajo con el siguiente sin llegar a ningún lado.
–¿Oh, haces de DJ? Genial.
Mierda.
–Soy más bien... Todavía no actúo mucho en clubs y fiestas. –No actúo casi nada–. Paso la mayor parte del tiempo trabajando para crear mi propio material.
Eso era cierto. O al menos estaba más cerca de la verdad que lo de actuar como DJ en clubs y fiestas.
–¿Y entonces qué haces con ese material?
–Se lo pones a gente. Te creas unos seguidores. Alguien lo oye y te ofrece un trabajo.
–¿Estas cosas todavía pasan?
–Sí.
–Vaya, pues buena suerte.
–Seguramente nos volveremos a ver antes de que lo consiga.
Sabía lo que estaba pensando ella: todo el mundo quiere ser una estrella. Era probable que sus hijos quisieran ser YouTubers, con millones de seguidores; era probable que diera clases a chavales que querían aparecer en The X Factor o Love Island. Y ahora aparecía por allí uno más. Joseph sabía que era bueno y sabía que tenía ideas. Pero no era idiota. También sabía que dentro de quince años, si tenía suerte, lo nombrarían gerente del centro deportivo.
–¿Cómo es que no te pasas por la carnicería últimamente?
–Estaba avergonzada. Pensaba que antes de volver tenía que darte las gracias de manera adecuada, no con un mensaje de texto o desde el otro lado del mostrador.
–¿Cómo se han enterado los niños del... altercado?
–Se lo ha contado Paul.
–Vaya. ¿Y por qué?
–No lo sé. Bueno, sí lo sé. Para él ser sincero es muy importante, por el programa que está siguiendo. Tiene un mentor y todo eso. Lo ha hecho por él, no por los niños. Pero a ellos no les ha traumatizado. Ya le han visto hacer estupideces en otras ocasiones.
–Debe ser duro para ti.
–Creo que para él es peor. Ha destrozado su matrimonio y su papel de padre.
–¿Ya es tarde para arreglarlo?
–El matrimonio sí. Lo de hacer de padre no. O al menos eso espero. Quizá cuando los niños crezcan se pondrán furiosos. Ahora no es más que algo que sucede y al poco tiempo olvidan. ¿A ti te gustaría tener hijos algún día?
–Supongo que sí. La verdad es que no me lo planteo.
Era absurdo, pero no quería hablar de lo que haría o dejaría de hacer con otra mujer. (Estaba bastante seguro de que tendría que ser con otra mujer. Si iba a ser con Lucy, tendrían que darse prisa.) Consultó el móvil.
–Tengo que irme.
–Gracias por haber venido.
–Ah, no. Ha sido muy agradable. La mejor comida de sábado que he tenido en mi vida. Eh, ¿puedo preguntarte una cosa?
–Por supuesto.
–En el referéndum, ¿qué vas a votar?
–Jovencito, esa es una pregunta muy personal.
–Oh. Claro. Perdóname.
–Voy a votar por la permanencia.
–¿Conoces a alguien que vaya a votar por la salida?
–Mis padres. Pero ellos leen el Daily Telegraph y viven en Kent.
–¿Nadie más?
–Creo que no.
–Vale. Gracias. Esta mañana hemos estado hablando sobre esto en la carnicería.
Por un momento Joseph se preguntó si debería comentarle las intenciones de voto de la gente que conocía, su padre y algunos tíos del gimnasio, pero ella parecía pensar que le había dado la respuesta adecuada, una visión de la mente de los pobladores del mundo de los adultos, así que para qué insistir en el tema.
Lucy lo acompañó hasta la puerta y cuando él se disponía a salir le plantó un par de besos en las mejillas. Olía a algo que ninguna de las chicas a las que había besado se hubiera puesto. Probablemente ni siquiera era un perfume; no se te clavaba en las fosas nasales como ocurría con los perfumes. Sería más bien una loción, o un jabón, y su sutileza y ligereza expresaban madurez. Los besos y el olor eran como la rebeca gris y las cejas. Lo sacaban de su mundo. Durante el camino de regreso a la carnicería estaba un poco tembloroso. Si no empezaba a salir con alguien ya mismo, acabaría desquiciado. Ya había empezado a desquiciarse mentalmente. Tenía que olvidarse de las cejas. Y no iba a ponerse a leer a Charles Dickens por una taza de café.
Se topó con Jaz precisamente porque no la estaba buscando, aunque muchas otras veces puede que sí lo hubiera hecho. Estaba en el centro deportivo, sacando las redes de bádminton y colocando las porterías de fútbol sala cuando ella se le acercó para preguntarle si había liga de fútbol sala para mujeres.
–Lo pregunto para una amiga –le dijo.
–Bueno, pues dile que de momento no, pero estamos intentando poner en marcha una.
–Yo soy la amiga –dijo ella.
–¿De quién eres amiga?
–Eso es lo que la gente suele decir, ¿no? –comentó ella–. Lo pregunto para una amiga. En plan: «¿Sabes cómo puedo entablar conversación con el tío cachas que trabaja en el gimnasio y nunca se fija en mí? Lo pregunto para una amiga.»
–Me he perdido.
En realidad no era cierto.
–Vale, pongamos que hay un tío bueno que trabaja en el gimnasio.
–Sí.
–Bueno, pues, ¿cómo podría entablar conversación con él?
–Te lo puedo presentar.
–¿Y si fueras tú?
–¿Yo?
–Joder, sí.
–¿Y conozco a la amiga?
Le estaba tomando el pelo y disfrutaba tanto del flirteo como de la irritación que estaba provocando.
–La jodida amiga soy yo.
–¿Eres la amiga Y su amiga?
–No hay ninguna otra persona. Hablo todo el rato de mí. Yo soy quien se pregunta cómo puedo entablar conversación con el tío cachas, o sea tú, del gimnasio.
–Pues resulta que ya llevamos un buen rato hablando.
–No de lo que me gustaría hablar.
–¿Y de qué te gustaría hablar?
–De cuándo podemos salir.
Solo entonces Joseph empezó a fijarse de verdad en ella. Lo normal era empezar por fijarse en los ojos, y no solo porque eran los ojos los que hacían seductor un rostro. Los ojos lo eran todo, contenían la primera indicación de si una persona era lista, simpática, divertida, hambrienta de experiencias en el buen sentido y también en algunos de los sentidos no tan buenos. Jaz tenía unos ojos maravillosos, enormes, marrones y vivos. Pero el resto del cuerpo debía estar a la altura y, sin examinar a Jaz muy de cerca, ya podía intuir que lo estaría.
–El jueves –le dijo.
–¿Me propones ese día porque tienes una novia con la que sales los fines de semana?
–No, es porque estoy pluriempleado y el viernes por la noche trabajo.
–Buena respuesta.
Jaz llevaba las cejas depiladas, pero no de un modo exagerado. Joseph acababa de percatarse, lo cual quería decir que no era algo tan ostentoso. Ella parecía más preocupada por acentuar lo bien proporcionado que tenía el cuerpo, aunque quizá era solo que la ropa de gimnasia tendía a evidenciarlo. En cualquier caso había decidido acercarse a él luciendo esas prendas, así que seguro que no intentaba ocultar nada.
–Quedo con mi novia los miércoles y los sábados.
Jaz se rió y le dio un leve puñetazo en el brazo. Ese gesto parecía una buena señal.
–Por cierto, me llamo Jaz.
–Hola, yo soy Joseph.
–¿No Joe?
–Jamás.
–Entendido.
Se guardaron los respectivos números de móvil y Jaz se dirigió hacia su sesión de bici estática.
Lucy no pensaba volver a tener noticias de Michael Marwood después de su súbita fuga de aquella cena, pero una tarde recibió una llamada suya mientras estaba preparando la merienda para los niños.
–Oh, hola.
Tuvo la templanza necesaria para no alargar la última vocal. Tenía la sensación de que haberla alargado habría dado a entender un entusiasmo y una emoción que prefería no mostrar. Se dio cuenta de que en cuanto oyó la voz de Michael la invadió la emoción, aunque no necesariamente porque fuera él quien llamara; sin embargo, Lucy sabía que Michael debía haber telefoneado a Fiona para pedirle su móvil y seguro que Fiona habría soltado alguna maldad sobre su petición, pero él había pasado el mal trago y ahora estaba hablando con ella. Había un empeño detrás de esa llamada, y eso siempre resultaba seductor, o al menos así era antaño cuando alguien mostraba interés al telefonearla.
–¿Mañana estás ocupada? Quería invitarte a un acto. A la gala de estreno de una película. Aunque debo advertirte que no creo que sea muy buena.
–Oh.
–Por tanto, la gala de estreno no será muy glamourosa.
–Oh.
–¿Te he convencido?
Ella se rió.
–Me has convencido.
–Pero, por favor, no me juzgues por las malas adaptaciones que se hacen de libros de amigos míos.
–¿Es eso lo que vamos a ver? ¿Una mala película basada en un libro de un amigo tuyo?
–Yo no pienso ir a ver eso –dijo Al, que estaba sentado en la mesa de la cocina haciendo los deberes.
Lucy negó con la cabeza y le dirigió una mueca.
–¿Quedamos allí? –le preguntó Michael–. Es en Belsize Park. El pase es a las siete.
–Vale, nos vemos mañana.
Joseph estaba en el centro deportivo, sentado en la silla de socorrista, cuando recibió el mensaje. Se suponía que allí no debía distraerse con el teléfono, pero solo había una señora en la piscina y hacía largos caminando. Mucha gente mayor hacía ese tipo de ejercicio para recuperarse de alguna contusión. No parecía que fuera a ahogarse de un momento a otro.
Estás libre mañana por la noche?
Y antes de que le diera tiempo a responder:
Tengo una cita de verdad.
Ja, respondió él. Yo también.
Una chica simpática?
La verdad es que no lo sé. Y añadió: Pero es sexy.
Qué bien que sea sexy.
Oh, sí que estoy libre pc... por cierto.
Vale, ya sé lo que es pc! Mi cita no es sexy. Demasiado mayor. Pero es atractivo.
Entonces es sexy.
Sexy de mediana edad. Sugestivo.
Qué edad tiene?
No lo sé. Cincuenta y tantos?
Qué edad tienes tú?
Ja. Qué? Bueno, qué edad tienes tú?
Veintidós.
Oh, esperaba que no me lo dijeras. Y a continuación, tras una breve pausa: Yo tengo cuarenta y dos.
Joder. Mejor pasarlo por alto.
A qué hora?
Te va bien pronto? 17.30/18?
Joseph empezó a teclear un chiste sobre las citas de gente de mediana edad, pero lo borró.
Perfecto.
Estaba a punto de guardar el móvil cuando sonó otra campanita.
Qué hace que sea sexy? Me interesa saberlo.
Ah, lo típico. Y añadió: No es que esté orgulloso.
Pero es simpática?
Todavía no lo sé.
Tenía que decir algo, ahora que estaban a punto de tocar el tema. Tenía que decir algo, aunque ya sabía de antemano que, dijera lo que dijese, lo lamentaría amargamente en cuanto mandara el mensaje. El truco consistía en ser lo más vago posible.
Se puede ser sexy de muchas maneras.
No estaba tan mal. Al menos no sintió el impulso de salir corriendo hacia donde quiera que estuviese ella para arrancarle el móvil de la mano.
Se puede ser sexy de muchas maneras.
¿Era patético imaginarse que estaba expandiendo la definición para incluirla a ella? ¿O estaba hablando de Michael? Pero eso no tendría ningún sentido. Ya habían dejado aparcado el tema de Michael, ¿no? Si él estaba hablando de ella, diciéndole que, en su opinión, era sexy a su manera, y su cita del jueves por la noche de otra... Bueno, eso no significaba nada, ¿no? ¿Si la madre de Joseph tuviera una cita y se mirara al espejo, un hijo devoto no le diría algo tipo «Mamá, se puede ser sexy de muchas maneras»? Con toda probabilidad. Lucy imaginó que Joseph sería un hijo amable dispuesto a animarla.
Pues eso. Lucy era sexy como la madre de Joseph. Inevitablemente, la conclusión la deprimió. Ella no quería ser como la madre de Joseph en este ni en ningún otro contexto. Volvió a leer el hilo para asegurarse. Lo típico... no es que esté orgulloso... todavía no sé si es simpática... se puede ser sexy de muchas maneras. Si le mostraba esta conversación virtual a una amiga, estaba segura de que esta le desmontaría de inmediato la teoría de que la estaba animando como animaría a su madre, en parte debido a la evidencia de que ella no era la madre de Joseph. Pero ese era el problema con las amigas. Que su deber era también animar. Y era imposible determinar cuál de las dos actitudes dando ánimos se acercaba más a la sinceridad. Lo importante de dar ánimos es precisamente que lo de menos es si se dice o no la verdad.
Estaba más o menos a solas en su despacho: Missy, una alumna de quince años a la que una colega había expulsado de clase por lanzarle un libro a una rival amorosa, estaba sentada en una esquina, en apariencia repasando. Sin duda Missy sería capaz de interpretar el conflictivo texto dando en el clavo sobre su verdadera intención, pero resultaría del todo inapropiado hacerle semejante consulta.
Cuántas maneras hay de ser sexy?, escribió. Ya habían pasado unos minutos desde la conversación virtual que habían mantenido, así que pensó que debía repetir varias palabras clave para recordarle el asunto. Estaba a punto de evidenciar su ansiedad.
Borró lo que acababa de escribir y se limitó a preguntar: Cuántas? Pero Joseph no lo entendería. Cuántas maneras diferentes de ser sexy hay?, escribió. Volvió a borrarlo. Cuántas?, escribió de nuevo. Si él no lo entendía, ella no pensaba explicárselo, a menos que se lo pidiera; muy bien. Y de repente lo envió y enseguida sintió el impulso de salir corriendo hacia donde quiera que estuviese él para arrancarle el móvil de la mano.