La iglesia a la que asistían no tenía aspecto de iglesia. Mucho tiempo atrás, había sido una biblioteca, pero era un edificio viejo, del siglo XIX, y eso era suficiente para la madre de Joseph. Los techos altos y las victorianas paredes de ladrillo bastaban para que pudiera despreciar los lugares de culto, sobre todo africanos, que se habían instalado en casas de apuestas y supermercados por todo Tottenham. «Pobre gente», decía cuando pasaban por delante de ellos en el autobús, pero no había ni una pizca de lástima en su voz, solo altiva superioridad. Necesitaba remarcar su estatus.
Joseph siempre lamentaba ir a la iglesia. No creía en Dios, pero la Iglesia Baptista del Reino de los Cielos no creía en dejar que uno llevara discretamente su agnosticismo en los bancos del fondo, y su madre tampoco estaba por la labor. Tenía que permanecer de pie, alabando a Dios a voz en grito, porque, si no lo hacía, recibía un codazo. Algún día se atrevería a confesarle a su madre que no tenía devoción suficiente para soportar el esfuerzo que requerían las visitas a la iglesia.
Su móvil emitió un silbido durante el sermón y de inmediato le pidió disculpas en voz baja a su madre, pero ella no quedó satisfecha y no pensaba olvidar esa falta de respeto. Joseph sacó el aparato del bolsillo y lo silenció, no sin antes comprobar que el mensaje de texto que le había llegado era de Lucy: Estás libre esta noche? Qué tal tu cita? Le respondió en cuanto salieron de la iglesia, mientras su madre conversaba, como hacía todos los domingos por la mañana, con una anciana en silla de ruedas. Si quisiera ponerse cínico, se permitiría observar que su madre se preocupaba de escenificar de forma ostensible la atención que le prestaba a la mujer de la silla de ruedas, como si se tratara de un enorme gesto de caridad cristiana.
La cita mal. A qué hora?
Quieres cenar con nosotros? 18.30?
Estupendo.
–Esta noche viene a cenar tu hermana –le comentó su madre mientras esperaban el autobús.
–Dile que antes vaya a ver a Chris.
–No quiere verlo.
–Ahora está en un buen momento. Me pasé el otro día a verlo. Está obsesionado.
–¿Obsesionado con qué?
–Con el referéndum. Está convencido de que si salimos de la Unión Europea va a ganar mucho más dinero.
–Dios nos asista.
–¿No quieres que gane más?
–En estos momentos soy la única enfermera de nacionalidad británica en el hospital. Las demás son polacas, húngaras y españolas. Si las mandamos de vuelta a sus países, entonces también vamos a tener que largarnos nosotros.
–¿Así que tú vas a votar que nos quedemos?
–Sí, por supuesto.
–Según él, la llegada de centroeuropeos hace que bajen los sueldos.
–Eso dicen.
–¿Y quién tiene razón?
–No lo sé. Pero hay más pacientes en el Sistema Nacional de Salud que obreros de la construcción. En fin, cenaremos a las seis.
–Oh –dijo Joseph, que de pronto cayó en la cuenta–. Esta noche ceno fuera.
–No, para nada. Vas a cenar con tu hermana.
–Tengo canguro. Para Lucy. No la puedo dejar colgada. Me tendrías que haber avisado antes.
–No lo sabía.
–¿Y entonces cuándo te lo ha dicho? Porque no me lo has comentado antes de entrar en la iglesia, y después has tenido el teléfono apagado.
–¿Por qué tienes que saltar cuando esa tal Lucy te dice que saltes?
–No me ha dicho que salte. Me ha preguntado si le puedo hacer un canguro. Siempre puedo decirle que no.
–Pues dile que no.
–Ya le he dicho que sí. Además, quiero ganar dinero.
–¿A qué hora tienes que irte?
–A las seis.
–¿A las seis? ¿Un domingo? ¿Qué va a hacer un domingo a las seis?
–Mamá, no se lo he preguntado. ¿Cambiaría algo si lo averiguara?
Los domingos por la mañana su madre iba directamente a la iglesia al salir de su turno de noche y había que armarse de paciencia para soportar su irritabilidad, situación de la que Joseph solía salir airoso. Después de comer se pasaba la tarde durmiendo, pero antes de sentarse a la mesa y poder después acostarse estaba agotada y de mal humor. Si algún día él lograba ganar dinero con la música, intentaría que su madre dejase de trabajar, pero a ella le encantaba su oficio de enfermera, que implicaba tener que bregar con horarios irregulares.
–Mucha diferencia. Resulta que tienes un compromiso familiar.
–¿Hablas en serio?
–No sé por qué no puede llevarse a sus hijos con ella a donde sea que pretenda ir. Es una hora temprana. O tal vez podría posponer unas horas su cita. Creo que merece la pena preguntárselo.
Joseph telefoneó a Lucy.
–Hola –dijo ella–. ¿Sigue en pie lo de esta noche?
–Bueno, mi madre me ha pedido que te pregunte si podrías llevarte a los niños contigo a donde sea que vayas, porque había prometido cenar con ella.
–No pensaba llevármelos a ningún lado. Tú ibas a venir aquí a cenar y después yo iba a salir.
–Oh, ya veo.
–Pero ya lo sabías, ¿no?
–Sí.
–¿Está escuchándote?
–Por supuesto.
–Pues deberías cenar con tu madre.
–No, no. Eso ya lo sé.
No sabía hacia dónde iba la conversación ni cómo reconducirla, pero si colgaba ahora, la velada se iría a pique y por algún motivo no quería que eso sucediera. Algo estaba sucediendo.
–No sé qué decir –comentó Lucy.
Hubo una pausa.
–De acuerdo –dijo Joseph por fin, y esperó que sonara afable.
–¿Qué te parece esto? –dijo Lucy–. Si no puede ser esta noche, quedaremos otra noche, pronto. Porque teníamos verdaderas ganas de verte. Los tres. Ojalá yo no hubiera quedado para salir.
Era suficiente. Era más de lo que esperaba o necesitaba.
–Oh, no –dijo Joseph–. Siento oír eso. Espero que ella esté bien. Nos vemos después.
–Es su madre –informó después de colgar–. Se ha puesto enferma.
–Entonces debes ir.
Joseph sabía que su madre le diría esto.
–Lo sé.
–Y no llegues tarde.
–Desde luego que no.
A Joseph se le hacía difícil imaginar que se pudiera dar alguna ocasión en que su madre tuviera la oportunidad de hablar con Lucy y descubrir que lo de la madre enferma era una engañifa. Aunque si llegaran a conocerse, se llevarían bien, de eso estaba seguro. Maestra y enfermera eran profesiones en las que había que llevarse bien con todo el mundo. De pronto Joseph cayó en la cuenta de que su madre y Lucy tenían más o menos la misma edad y sintió náuseas. ¡Tenían más o menos la misma edad! ¡Quería acostarse con una mujer de la edad de su madre!
–Mamá, voy a jugar un rato con la Xbox. Vete a dormir.
–Primero tengo que desayunar.
Joseph se metió en su cuarto, sacó el móvil y se puso a buscar en Google personas nacidas entre 1973 y 1974, gente de la misma edad que Lucy y su madre. Victoria Beckham. Penélope Cruz. Kate Moss. Tyra Banks. Un montón de actrices porno de las que no había oído hablar en su vida, pero que eran actrices porno, lo cual era un dato que dejaba claro que no había en ellas ningún atisbo de aires maternales. A juzgar por estas fotos, no había nada malo en encontrar atractiva a una mujer de cuarenta y dos años. El problema no era Lucy, sino su madre. ¿Por qué ella parecía veinte años mayor que todas las demás? Había decidido dejar de lado ese aspecto de su vida, el universo de los hombres, el sexo y las citas, y no parecía echarlo de menos. Era corpulenta, y rodillas y tobillos le daban problemas. ¿Era solo la falta de dinero lo que la hacía parecer tan vieja? ¿O él y Grace habían contribuido a ello de algún modo? En general, cuando eran niños se portaban bien. Su padre no ayudaba en nada. Pero lo cierto es que Joseph no creía que el aspecto de su madre tuviera nada que ver con los comportamientos de quienes la rodeaban. Aunque tal vez si su madre hubiera sido una Spice Girl y se hubiese casado con un jugador de la selección inglesa ahora se parecería más a Victoria Beckham. Se le hacía muy raro pensar en estos términos y no quería seguir dándole vueltas al asunto.
Mientras ella cocinaba y los niños jugaban a la Xbox, Lucy pensaba de vez en cuando en algún sitio al que pudiera ir esa noche. Le había dicho a Joseph que ojalá no tuviera que salir, así que como mínimo debía hacer el esfuerzo de pensar en alguna cita. Mandó mensajes de texto a un par de amigas que seguro que no estarían disponibles un domingo por la noche avisándolas con tan poco tiempo, amigas que estarían bregando con niños lloriqueantes y respondones que todavía no habían hecho los deberes o que estaban regresando, agotados e irritados, de una visita a los abuelos. Estás bien? Puedo salir si se trata de una emergencia, le respondió Chrissy con un mensaje. No es ninguna emergencia, replicó ella. Se me ha ocurrido que nos lo pasaremos bien si vamos a escuchar música o hacemos alguna otra cosa. Chrissy pensaría que la mera existencia de estos mensajes demostraba que estaba deprimida. ¿A quién en su sano juicio le parecería divertido salir un domingo por la noche?
Y aunque alguien hubiera aceptado su invitación, era casi seguro que Lucy la cancelaría en el último momento, lo cual no habría hecho más que incrementar la impresión de que actuaba de un modo irritantemente desquiciado. Quería mantener una conversación con Joseph, aunque no tenía claro ni el formato ni el contenido. O tal vez tan solo simulaba no saberlo. Estaba enviando estos mensajes de texto porque de algún modo quería autoengañarse con la idea de que llamarlo para que le hiciera de canguro no era del todo un embuste.
El único problema fue que perdió los papeles. Debería haberle dicho a Joseph, en cuanto entró, que tenía que cancelar la cena, pero no lo hizo; y entonces, cuando terminaron de cenar y él consiguió que los niños no solo colocaran los platos en el lavavajillas sino que empezaran a recoger la mesa, le preguntó adónde iba y ella respondió que a un concierto con una amiga.
–Fantástico –dijo Joseph–. ¿Qué tipo de música?
Lucy, claro está, podría haberle dicho sin más que había quedado a tomar una copa, y de ser necesario pasarse una hora sola en el pub. O podría haberle dicho que iba al cine, e irse a ver una película. Pero el absurdo mensaje que le había mandado a Chrissy se había quedado merodeando por su cabeza y se reactivó sin previo aviso.
–Es eso que tocan en Islington.
–Ah –dijo Joseph. No quería presionarla, porque se olía que le estaba ocultando algo.
–No es nada secreto –dijo ella.
–No me importa que vayas a escuchar música secreta.
–No es la música lo que no es secreto. Me refiero a que no es ninguna cita secreta ni nada por el estilo.
–Vale.
Joseph había optado por dejarla hablar y seguirle la corriente. Le estaba siguiendo la corriente un chaval de veintidós años.
–He quedado con mi amiga Chrissy. Para ir a ver a un saxofonista amigo nuestro.
–Qué bien.
Lucy no sabía de dónde iba sacando los detalles. Con cada palabra que decía, parecía complicarse la vida un poco más. Chrissy no estaba libre. De jazz no tenía ni idea, mucho menos dónde se tocaba un domingo por la noche. Lo del saxofonista amigo era particularmente bochornoso, la patética fantasía de una mujer de mediana edad cuyo círculo de amigos se limitaba a abogados, profesores y propietarios de empresa de diseño de interiores.
–Uy –dijo–. Será mejor que me vaya ya. No volveré muy tarde.
Se puso la chaqueta tejana, cogió las llaves del coche y se marchó.
Se metió en el coche, enfiló hacia el sur y acabó siguiendo las señales que indicaban el camino hacia Regent’s Park. Se alegró de que se hubiera adelantado la hora hacía poco y ahora oscureciera más tarde. Aparcó en la calle que circunvalaba el parque y se adentró en él. Era un alivio estar sola. Mientras conducía, se había dado cuenta de que estaba en blanco, no tenía ningún plan, y ella siempre tenía un plan, al menos desde los últimos cursos en el colegio. Quiso ser delegada de clase y después decidió que quería ir a la universidad, y así sucesivamente fueron llegando el matrimonio, los hijos, los ascensos..., obstáculos que fue superando con relativa comodidad. Pero dos hombres la habían sacado de la pista, primero Paul y ahora Joseph, y no sabía cómo reincorporarse a la carrera ni dónde estaba la meta si lo hacía.
El empujón de Paul había sido el más violento, de eso no había duda. Nadie hubiera sobrevivido a eso sin un par de huesos rotos y la nariz sangrando. Pero la reacción de mujer con iniciativa fue retirarse por un tiempo para reponerse y después encontrar alguna salida, tal vez saliendo con algún divorciado, tal vez incluso buscando un segundo matrimonio. Pero lo que sentía hacia Joseph la descolocaba, porque resultaba demasiado extravagante. ¿Qué se suponía que iba a hacer con un chaval de veintidós años? ¿Adónde la llevaría? Por culpa de Joseph, Lucy no sabía lo que iba a hacer en los próximos cinco minutos, no digamos ya en los próximos cinco años. Iba tomando decisiones sobre la marcha, y la historia que acababa de inventarse era endeble y nada convincente. Su amigo el saxofonista era una mera representación tragicómica de su imaginación de tercera regional.
Paseó alrededor del lago y miró la hora: solo eran las 19.15. Quería que Joseph acostara a los niños, no solo porque le estaba pagando para que lo hiciera y porque agradecería el descanso, sino porque si volviera a casa no habría ningún motivo para que él siguiera allí, a menos que ella le pidiera que se quedara. Volvió al coche, se detuvo a comprar un periódico y se sentó tranquilamente en un pub tranquilo de Primrose Hill a leerlo con una copa de vino blanco. Y después volvió a casa.
–¿Qué tal el concierto de jazz?
Joseph estaba viendo fútbol americano en la tele. Los niños ya estaban dormidos y todo estaba recogido y en su sitio. Lucy trató de no quedarse embelesada. Tal vez el secreto de una relación exitosa era pagarle a alguien diez libras la hora, cada hora.
–Oh –dijo–. Bien.
Tenía claro que ya era hora de dejar de mentir con el tema del jazz, aunque la mera idea de hacerlo le aceleraba el corazón.
–Ah, vale –dijo Joseph, y sonrió con aire comprensivo.
–En realidad no he ido a un concierto de jazz.
–Oh, vaya. ¿Qué ha sucedido?
Se levantó, tal como hacen los canguros cuando la persona que los ha contratado vuelve de su velada fuera. Un par de minutos de charla sobre la cena/película/obra de teatro/concierto de jazz, una rápida puesta al día sobre los niños, dos o tres billetes de diez libras y se acabó.
–Por favor, no te levantes en plan canguro.
Joseph parecía desconcertado, y tenía todo el derecho a estarlo.
–¿Quieres que me siente? ¿O... que no vuelva a levantarme de este modo?
Ella se rió.
–Debe de haber sonado a lo último. Pero no hay un modo censurable de levantarse.
–¡Uf!
–¿Te importaría quedarte un rato para que hablemos?
–Oh, por supuesto.
Volvió a sentarse en el sofá.
Ella se sentó a su lado, manteniendo cierta distancia.
–Lo que ha pasado es que quería verte, pero no tenía adónde ir, así que te he pedido que vinieras a hacerme un canguro y te he contado un montón de mentiras sobre amigos saxofonistas. No conozco a nadie así. He ido con el coche hasta Regent’s Park, he dado un paseo, después me he puesto a leer el periódico en un pub y aquí estoy.
–Vale.
–Puedes meter baza cuando quieras.
–Gracias.
Sin embargo, él no parecía tener muchas ganas de meter baza, y Lucy recordó lo joven que era. ¿Cómo va a meter baza en una conversación como esta una persona joven? ¿Significaba eso que no debería haberla iniciado? ¿Por las dinámicas de poder y demás?
–Creo que se ha producido una extraña sintonía entre nosotros y quería, ya sabes...
Joseph no iba a echarle un cable.
–Tal vez tratar de averiguar qué está pasando.
–Es culpa mía –dijo Joseph.
–¿Por qué va a ser culpa tuya?
–Bueno, pues porque dije aquello de que se puede ser sexy de muchas maneras. Fue inapropiado.
–En fin, ese es el problema. Creo que me gustó oírlo.
–Pero no estás segura –dijo Joseph con remordimiento.
–Solo porque no estaba cien por cien segura de lo que querías decir.
–Cuando dije que hay muchas maneras de ser sexy... Estaba equivocado. O se es sexy o no se es.
–Ya lo pillé.
–Oh.
–Pero no era tan difícil. Dijiste que había muchas maneras de ser sexy. Lo sé.
–¿Pues de qué no estás segura?
–Supongo que de por qué es inapropiado.
–Porque estaba tratando de decirte que eres sexy. Estuve horrible.
Negó con la cabeza, para recalcar lo inadecuado de su comentario.
Habían llegado a un cruce de caminos. No había nada más que decir, a menos que decidieran llevar la conversación hacia territorios inexplorados. Era como una partida de ajedrez, pero solo tal como ella jugaba al ajedrez: buscaba un nuevo movimiento que mantuviera viva la partida.
–Eres un encanto. Gracias.
Lucy había hecho la jugada. Podían alargar la cosa un rato más.
Joseph volvió a levantarse.
–Tal vez debería marcharme.
–De acuerdo. ¿Por algún motivo en especial?
–No quiero quedarme aquí escuchando cómo me llamas encanto.
–Oh, no. No quería decir eso.
–¿En qué sentido?
–¿Te ha sonado condescendiente?
–Sí.
–Pues no lo pretendía.
–No sé qué pretendes.
–¿En serio? No sé cómo puedo ser más explícita sin... Bueno, sin ir directa al grano.
Joseph se sentó y la besó, y ese fue el pistoletazo de salida.