6

La primera vez que Lucy y Joseph se acostaron recibió la denominación de la Noche Sin Jazz, aunque la expresión no tardó en modificarse y ser sustituida por otras del tipo la Noche Con Exceso de Jazz, o (cuando Joseph estaba ya seguro de que Lucy no se ofendería) Jazz FLL, variación obscena de Jazz FM. Algún tiempo después hubo un auténtico festival de jazz, un sábado por la noche y domingo por la mañana, con ambos niños durmiendo en casas de amigos. En esa época no pasaban nunca la noche con Paul, de modo que el festival fue un acontecimiento especial, para disfrutar al máximo.

–¿Hemos cometido un error? –dijo Joseph al acabar. Estaban en el sofá y Lucy, que solo llevaba encima una camiseta, reposaba la cabeza sobre su brazo a la altura del codo.

–Para mí desde luego que no –dijo Lucy.

–Para mí tampoco.

–No me importaría volver a cometer el error.

Y las reflexiones íntimas se terminaron ahí.

Al principio Lucy estaba nerviosa y se sentía vulnerable. Estaba en buena forma para sus cuarenta y dos años, pero no dejaba de tener el cuerpo de una mujer de cuarenta y dos años y la buena forma se debía a la moderación en el consumo de chocolate y a ocasionales visitas al gimnasio, más que a una intensiva disciplina de yoga y entrenador personal. Nada seguía tan terso o suave como antaño. En realidad no se habría planteado nunca nada de todo esto si Joseph tuviera su misma edad, pero, en cuanto empezó a acariciarla, no pudo evitar pensar en a qué estaría él habituado ahí, ahí y especialmente ahí. Se dejaba la camiseta puesta en un intento de «minimizar daños», pero tal vez eso fuera como cerrar los ojos y pretender que eras invisible, porque él disponía de muchas maneras de descubrir sus secretos. ¿Y qué sentido tenía en el fondo tratar de mantenerlos escondidos? Si a él no le gustaba lo que veía o tocaba, pues qué se le iba a hacer. En todo caso, parecía muy ardiente. Lucy no atisbaba en él nada que no fuera una gratificante excitación.

Al principio el sexo era grato pero no bueno, en el viejo sentido de la Cosmopolitan. Joseph era demasiado entusiasta y ella se dejaba arrastrar en exceso por hábitos y rutinas previos. Lucy no fingía que algo había sucedido cuando no era así y al final Joseph empezó a querer saber si había un modo de hacer que ese algo sucediera. Aprendió rápido y en unos pocos días o noches o citas o lo que fuera se adentraron en una Edad de Oro.

«Pero ¿es suficiente?», no dejaba de preguntarse Lucy a sí misma. «¿Suficiente para qué?», se respondía. La respuesta siempre era inmediata, como si quisiera acallar cualquier duda. Era feliz, estaba en una burbuja, y el único motivo para reventarla se basaba en la idea de que las burbujas no eran la vida real. Pero las burbujas hacían que la vida resultase tolerable y el truco consistía en crear cuantas más mejor. Había burbujas de hijos recién nacidos y de lunas de miel, burbujas de vacaciones fantásticas e incluso pequeñas burbujas en forma de serie de televisión, burbujas de cenas, burbujas de fiestas. Todas acababan reventando sin hacer nada para que eso sucediera, y entonces se trataba de seguir adelante hasta encontrar la siguiente. Y en su caso la vida llevaba ya un tiempo sin ser burbujeante. Había pasado una época durilla.

Y sí, el sexo la hacía feliz, pero la suya no era una relación puramente funcional o transaccional. Joseph no se ponía los pantalones al terminar y desaparecía en la noche, para reaparecer solo cuando volvía a necesitar desfogarse. Hablaban de cómo les había ido el día, de sus trabajos, de los niños; la juventud de Joseph no dificultaba en absoluto la conversación. Al cabo de dos semanas, Lucy tuvo claro que sucedía justo lo contrario. Joseph no paraba de hacerle preguntas y escuchaba con atención sus respuestas. Ella le hacía preguntas a él y escuchaba con atención sus respuestas. Lo cierto es que ella podía mantener muy pocas conversaciones de este tipo con personas de su misma edad. Si había personas interesadas por conocer los problemas de dirigir el departamento de inglés de un colegio del cinturón de la ciudad, se tomaban serias molestias para ocultarlo.

Joseph siempre llegaba cuando los niños ya estaban acostados, una decisión que casi de inmediato empezó a generar problemas.

–Mamá, ¿cuándo vas a volver a salir? –le preguntó Al un par de semanas después de la Noche Sin Jazz.

–De momento no tengo ningún plan. –Sabía por qué se lo preguntaba.

–No es justo. Porque si no sales, nosotros no podemos jugar a la Xbox con Joseph.

–Estoy segura de que un día de estos vendrá para echar una partida con vosotros.

–Pero tú estarás en casa.

–¿Y eso qué importa?

–Es más divertido cuando no estás.

–¿Por qué os cae tan bien Joseph?

–Es divertido.

–¿Y yo no lo soy?

–La verdad es que no. Bueno, a veces.

–¿Cuándo?

Se produjo un prolongado silencio.

–Bueno...

En ese momento Dylan entró en la cocina buscando algo que comer.

–Coge fruta.

–No quiero fruta.

–Mamá me ha preguntado cuándo es divertida.

–¿Por qué?

–Quiere saberlo.

–¿En navidades?

–¿En navidades? ¿Cuándo es divertida en navidades?

–De todas maneras, no es su trabajo.

–Los niños a los que doy clase en el colegio me consideran divertida.

–Oh, seguramente seas una profe divertida.

–¿Qué hace que Joseph sea divertido aparte de que juega a la Xbox?

–Sabe jugar superbién al fútbol de verdad, no solo al FIFA.

–Sabe hacer el arcoíris, los regates de Cruyff, todo.

–Eso solo significa que es muy bueno en algo. Pero no lo convierte necesariamente en divertido.

–No estoy de acuerdo.

–Vale. Saldré un día de estos.

–Pensaba que estabas buscando novio.

–¿Quién te ha dicho que estoy buscando novio?

–Papá. Cuando nos llevó a comer pizza.

–¿Por qué narices os dijo eso?

Paul debía de haberse enterado por alguien de que ella había tenido un par de citas. Lucy no lo había mantenido en secreto. Y él conocía a toda la gente que ella conocía.

–Quería saber si eso nos ponía tristes.

–¿Y qué le dijisteis?

–Que no. ¿Verdad, Al?

–¿Y es verdad que no os afecta?

–A mí no me pone triste.

–A mí tampoco.

–¿Estáis seguros?

–Sí. Deberías seguir buscando.

–¿Y si ya hubiera encontrado uno?

Los chicos se miraron. Era evidente que intentaban aguantarse la risa.

–No vendas la piel del oso antes de cazarlo –dijo Dylan, utilizando una de sus expresiones favoritas, que rara vez tenía ocasión de utilizar de un modo tan adecuado; a menudo lo soltaba en relación con haber ordenado la habitación y tener los deberes hechos.

–Vale, pero ¿no os molestaría?

–¿Lo dices por papá?

–Supongo que sí.

–No.

–No.

–¿Por qué no?

Nunca hay que subestimar la capacidad de los niños para tirarte de la lengua. La conversación había empezado hacía apenas un rato con una petición de poder jugar al FIFA con Joseph. Y ahora aquí estaban, hablando de la naturaleza y el futuro de su familia.

–Bueno, estamos mejor ahora, ¿no? –dijo Dylan.

–Sí –apoyó Al–. Nos gusta papá. Pero no nos gusta tener que preocuparnos por él.

–Ahora está bien –aseguró Lucy.

–Estupendo –dijo Al.

–Pero quizá sea porque ya no vive aquí con nosotros.

–No se te ocurra pensar que tiene algo que ver con vosotros –dijo Lucy.

–No lo pensamos. Lo que queremos decir es que seguramente lo mejor es seguir como estamos.

–Excepto que queréis ver más a Joseph.

–Sí, pero él no tiene nada que ver contigo.

–Porque tú sales cuando viene él.

–Así que es más amigo nuestro que tuyo.

–Vale, vale. Voy a salir más a menudo.

–Gracias.

El sábado después de su promesa se topó con Emma en la cola de la carnicería, que le hizo señales para que se le uniera en cuanto la vio.

–No puedo saltarme la cola –se excusó Lucy.

–A esta gente no le va a importar.

Sonrió a las personas que tenía detrás, dos hombres apuestos y de expresión imperturbable.

–Te veo después –le dijo Lucy, y se dirigió al final de la cola.

–Oh, prefiero charlar que comprar –dijo Emma, y la siguió.

Lucy no quería hablar con Emma. Y en especial no quería hablar con Emma sobre sexo mientras se aproximaban lentamente a la persona con la que se estaba acostando.

–¿Qué tal la semana?

–Bien. Ocupada.

De momento la cosa no iba mal.

–¿Y tú qué tal?

–Oh, estoy hundida.

–Lo siento.

–Estoy casada con un cerdo.

–Vaya por Dios. –Cerdo. Sexo. La vida amorosa de Lucy. Había que saltar, esquivar, sortear. Cambio inmediato de tema.

–¿Qué opinas del referéndum?

–Estoy tentada de votar salir, aunque solo sea para fastidiar a David. Está obsesionado con el tema.

–¿Qué le va a pasar si salimos?

–Supongo que perderá un montón de dinero. No lo sé. No se lo he preguntado. Es tan aburrido... Y cree que todo el mundo es idiota menos él.

–No votes salir.

–Al final no creo que lo haga. Pero cuanto más leo sobre el asunto, menos lo entiendo.

–Solo has de fijarte en quiénes quieren que votes salir. Farage. Boris. Gove.

–Frente a Cameron y George Osborne.

–Lo sé. También son penosos, pero un poco menos.

–Votaré quedarnos, y espero que no tengamos que volver a discutir sobre el tema.

–¿Por eso dices que David es un cerdo? ¿Por el referéndum?

–No.

Lucy la miró, pero no parecía dispuesta a darle detalles sobre comportamiento porcino.

–Vale.

–Anímame un poco. ¿Has tenido alguna cita?

Lucy se encogió de hombros, movió la cabeza para señalar a las personas que tenían delante, hizo una mueca, y todo lo posible para dar a entender sin verbalizarlo que le incomodaba hablar del tema en público.

–Ajá. Eso quiere decir que tienes algo que contarme. Y quiero que me lo cuentes. ¿Vamos a tomar un café al salir de la carnicería? ¿O una copa? Ya es mediodía. Nos lo podemos permitir.

–Tengo que volver a casa para preparar la comida a los chicos.

–Pues salgamos un día. Durante la semana. ¿Puedes conseguirte un canguro para un par de horas?

Vaya, le ponían en bandeja la solución a uno de sus problemas, pero se le creaba otro: ¿sería capaz de soportar dos horas de conversación con Emma?

–Ooh –soltó Emma cuando se acercaron a la puerta–. Ahí está mi amigo.

Joseph vio a Lucy, sonrió y movió los dedos como señalando hacia ellas. A Lucy le pareció que su mirada era muy explícita. Le devolvió la sonrisa con toda la aséptica naturalidad que se vio capaz de simular, pero tenía la sensación de que cualquier contacto visual entre dos personas que se acostaban juntas estaba condenado a revelarlo todo ante cualquiera en un radio de cincuenta metros.

–Guau –dijo Emma.

–¿Qué pasa?

–Vaya mirada que te ha lanzado Joe.

–Creo que iba dirigida a las dos.

–Ojalá. Sabes a qué se debe, ¿verdad?

–No, la verdad es que no.

–A las feromonas. ¿Se llaman así? O algo por el estilo. Has hecho el amor y a él le llegan. Por lo general hacen que resultes más atractiva.

–Me he duchado.

–Eso da igual. Las estás emanando a todas horas. Y en cambio, él percibe que yo no emano ni media.

–Hubiera jurado que el cristal del escaparate y toda la carne atenuarían un poco el efecto.

–Para nada. Lo atraviesan todo como un cuchillo.

–Y, por cierto, se llama Joseph, no Joe. –Lucy no podía dejarlo pasar.

–Yo le llamo Joe.

–Pues no se llama así.

–¿Por qué estás tan segura?

–Me ha estado haciendo de canguro.

–Pregúntale si estaría interesado en una rubia de treinta y nueve años que estaría dispuesta a hacer cualquier cosa por él.

–Pregúntaselo tú. Y no tienes treinta y nueve.

–Eso se lo confesaré cuando lo tenga desfondado, reponiéndose encima de mí. Se quedará pasmado.

–Por favor, no hables de él en este tono.

–¿Por qué no? Solo me estoy divirtiendo un poco.

–Ya, pero resulta que me estás pidiendo que le pregunte si quiere acostarse contigo.

–Eso también sería divertirse un poco.

Como de costumbre, todos los de la cola lo estaban pasando pipa con semejante conversación. Lucy era muy consciente. Los que iban juntos intercambiaban discretas miradas, y un hombre, presumiblemente después de pillar alguna frase suelta al vuelo mientras escuchaba música, había optado por quitarse los auriculares. ¿Quién iba a renunciar a escuchar a Emma haciendo el ridículo?

–¿Por qué este empeño en protegerlo?

–No lo hago.

–¿Entonces por qué no podemos hablar de él?

Ya eran las primeras en la cola.

–Vamos, Emma, entra –dijo Lucy.

–Ooh –dijo Emma–. Allá voy. El cliente al que está atendiendo Joe ya está pagando. Tengo un cincuenta por ciento de posibilidades.

Lucy estaba inquieta, y un poco harta. En parte por el puro instinto de posesión, pero había algo más: la espantosa imagen de espejo deformante que Emma generaba de su relación con Joseph. ¿Ella era igual? ¿Una mujer madura voraz y desnortada que no tenía por qué andar tonteando con alguien mucho más joven que ella? ¿Y acaso la raza de Joseph tenía algo que ver en ello? No estaba cien por cien segura, pero daba la sensación de que sí. ¿Emma se estaría relamiendo de este modo si él fuera un joven y apuesto dependiente de carnicería blanco? Tal vez sí. Se la veía tan frustrada e infeliz que cualquier jovencito podía despertar esas reacciones en ella. De modo que era probable que, como mínimo, Emma no fuera culpable de esa acusación. Lucy se preguntó si también ella podía proclamarse inocente al respecto. ¿Se había sentido magnetizada por Joseph debido a su raza? Oh, joder. Acabara como acabara lo suyo, al menos le iba a dar la oportunidad de reflexionar y reconsiderar y dudar y mortificarse cada segundo que durase.

La madre de Joseph fue la primera en dilucidar lo que estaba sucediendo; lo hizo en voz alta mientras Grace comía con ellos.

–¿Qué pasó con aquella chica? –preguntó Grace.

Estaban comiendo el guiso de pollo de su madre y Joseph quería concentrarse en el plato. Le encantaba y tenía hambre, y por algún motivo se había convertido en el menú que se preparaba cuando Grace venía a comer, y lo cierto es que no lo hacía con demasiada frecuencia.

–¿Qué chica?

–Pensaba que estabas saliendo con alguien.

–¿Y por qué piensas eso?

–Me lo contaste en un mensaje de texto.

–Oh.

¿Por qué había hecho semejante cosa? ¿Qué narices le importaba eso a ella?

–Sí, bueno. No se concretó en nada.

–Ahora anda metido en otros fregados –soltó de pronto su madre.

Joseph sintió un escalofrío.

–Oooh –dijo Grace–. Quiero oír los cotilleos.

–No hay ningún cotilleo que oír.

Grace llevaba tres años con su novio. Ninguno de los dos miraba a ninguna otra persona. Acabarían casados. Y por eso a ella le encantaban los cotilleos.

–Oh, sí que hay cotilleos –aseguró su madre.

Grace miró a Joseph.

–Vamos, suéltalo –le dijo.

–Mamá, ¿de qué estás hablando?

–De tu amiga.

–¿Qué amiga? No tengo ninguna amiga.

Trató de aparentar perplejidad, pero la interpretación no le salió muy bien. Notó el pánico en su voz.

–Bueno –dijo su madre–. Eso lo decidiré yo.

–¿Por qué vas a decidir tú si tengo o no tengo una amiga?

–Sí, mamá –intervino Grace–. No tiene sentido.

–Lo único que sé es que pasa un montón de tiempo con una mujer en concreto.

–Ooh –dijo Grace–. Así que toda una mujer.

–Ese es el tema –añadió la madre–. Que es una mujer.

–¿Cómo vas a saber tú lo que es? –preguntó Joseph.

–Bueno, pues dínoslo tú.

–Mamá, no me lo quiere contar –intervino Grace.

–Gracias –dijo Joseph.

–Así que dime tú lo que sabes.

–Hay una mujer a la que le hace canguros. Y últimamente se pasa la mitad de la noche en su casa aunque no esté haciendo de canguro.

–Tú no sabes dónde estoy cuando salgo de casa.

–Por supuesto que lo sé. Por eso que me pusiste en el móvil.

La aplicación Localiza a tus amigos. Mierda. Se la descargó para que dejase de preocuparse, pero tenía la sensación de que no la había consultado en su vida.

–¿Y cómo sabes que es la dirección de ella?

–No lo sé. Pero una noche, cuando fuiste a hacer un canguro, eché un vistazo para ver dónde vivía. Y esa es la dirección a la que vas una y otra vez. De modo que o se trata de ella o me estás mintiendo sobre adónde vas en realidad.

En estos momentos Joseph era como el protagonista de una película acorralado por la poli en un callejón sin salida. Tenía que encontrar un modo de escabullirse, pero no lo había.

–Pues te he estado mintiendo. ¿Y qué?

–¿Te has inventado todos los nombres?

–Son solo tres. El de ella y el de los dos niños.

–Y su trabajo y que su madre había sufrido una apoplejía.

Lo de la apoplejía sí que se lo había inventado. Por un momento estuvo tentado de decirle que lo de la madre de Lucy era lo único cierto.

–¿Y entonces qué has estado haciendo en esa calle noche tras noche?

–¿Vas allí cada noche? –preguntó Grace.

Últimamente sí lo hacía. No podía soportar no hacerlo. Se plantaba allí en media hora si los autobuses pasaban puntuales.

–Sí –admitió Joseph.

–¿Y entonces este sitio al que vas no tiene nada que ver con una mujer?

–Yo no he dicho eso.

–¿Quieres empezar de nuevo desde el principio? –sugirió Grace.

–Sí –aceptó Joseph.

Estaba contra la pared; había intentado trepar por ella, pero era demasiado alta y no había dónde agarrarse.

–Pues adelante, empieza.

–Estoy saliendo con la mujer a la que le hago de canguro.

–¿Y por qué es tan vergonzoso?

–No lo es.

–¿Qué edad tiene? –inquirió la madre.

–No lo sé.

–¿Qué edad crees que tiene?

–Eso resulta un poco irrespetuoso.

–¿Es irrespetuoso hacer una suposición? –dijo Grace–. ¿Sin ella presente?

–Bueno, si digo sesenta y dos y resulta que en realidad tiene treinta y nueve me voy a sentir, no sé, desleal.

–¿Crees que puedes estar acostándote con una mujer de sesenta y dos años? –preguntó Grace.

–Oh, Joseph –exclamó su madre desesperada.

–No creo que se esté acostando con una mujer de sesenta y dos años –dijo Grace–. Creo que se está inventando una excusa ridícula para no decirnos su verdadera edad. ¿Qué edad tienen sus hijos?

–Diez y ocho.

–Bueno, pues no creo que tuviera al más pequeño a los cincuenta y cuatro. Debe de tener cuarenta y tantos, ¿no?

–Tal vez.

–Es decir, mi edad –dijo la madre.

Se produjo un silencio. Grace miró a Joseph y tuvo claro que ella sabía que Lucy no tenía la misma edad que su madre, aunque hubieran nacido al mismo tiempo, el mismo día del mismo año. Ambos decidieron, telepáticamente, que esa no era una observación que hubiera que verbalizar.

–¿Es blanca? –preguntó Grace.

–Sí. Y Scott también, así que no sé a qué viene la pregunta.

Grace alzó las manos en son de paz.

–Solo intentaba imaginármela.

–Pues pide una foto.

–¿Tienes una?

–No.

–¿Tiene Instagram?

–No.

–¿Estás seguro? ¿Cómo se llama?

–¡Escucha, no necesitas una foto! –protestó Joseph–. Tiene unos cuarenta años, es atractiva y es blanca. ¿Cuál es el problema?

–¿Pero adónde te lleva esto? –preguntó la madre.

–¿Adónde me lleva nada? –dijo Joseph.

–¿No prefieres buscar una relación más estable?

–No. Tengo veintidós años. No quiero casarme. No quiero tener hijos.

–Algún día sí querrás todo eso.

–Tal vez, de aquí diez años.

–Para entonces ya estaré muerta –dijo la madre.

–¿Por qué ibas a estar muerta a los cincuenta y dos años?

–Bueno, pues seré demasiado vieja para disfrutarlo.

Grace cogió el móvil y habló acercando la boca.

–Personas nacidas en... Mierda. ¿En qué año has nacido si tienes cincuenta y dos?

–¿Cincuenta y dos ahora? –preguntó Joseph.

–Sí.

–En 1964.

–Personas nacidas en 1964.

Esto es lo que he encontrado sobre personas famosas nacidas en 1964 –informó Siri–. Keanu Reeves. Sandra Bullock. Lenny Kravitz. Michelle Obama.

–¿Te parece que Michelle Obama es demasiado vieja para disfrutar de sus nietos? –preguntó Grace.

La discusión sobre su relación con Lucy ya había concluido. Ahora estaban enfrascados en discutir sobre personas famosas diez años mayores que Lucy (y que su madre).

–Bueno, ella tiene a los del Servicio Secreto y demás –dijo la madre.

–¿Por qué ibas a necesitar a los del Servicio Secreto para jugar con tus nietos?

–Lo que digo es que ella dispone de personas que le hacen las cosas. Está menos estresada.

–¿Crees que si necesitases que el Servicio Secreto te protegiera estarías menos estresada? Ella tiene a los del Servicio Secreto porque hay un montón de gente que le quiere pegar un tiro.

Y ahora habían pasado a discutir sobre si los Obama estaban más o menos estresados que su madre. En ocasiones, cuando tenían verdaderos problemas que afrontar, la incapacidad de su familia para centrarse en el tema importante desesperaba a Joseph. Pero en ocasiones, como ahora, esa incapacidad le parecía maravillosa. Acababa de sobrevivir a la crisis que había provocado Lucy, pero eso no significaba que el asunto fuera a quedar olvidado, o que él supiera cómo afrontarlo.

En el autobús camino de la casa de Lucy, Joseph reflexionó sobre lo que le había dicho a su madre, y sobre una pregunta que había lanzado cuando no sabía qué otra cosa decir y que no se quitaba de la cabeza: ¿Adónde me lleva nada? ¿Qué habría sucedido si las cosas hubieran ido bien con Jaz y ella le hubiera quitado a Lucy de la cabeza, el corazón y el cuerpo? ¿Habría pensado entonces que esa relación iba a alguna parte? Le parecía muy poco probable. Y les habría parecido también muy poco probable a su madre y a Grace de haber conocido a Jaz. Y sí, probablemente algún día conocería a una chica con la que querría compartir la vida. Pero lo que resultaba raro a su edad era que uno se pasaba la mitad del tiempo soñando con lo que podía suceder y la otra mitad intentando no pensar en eso, y en ambos casos uno se encontraba aprisionado en un periodo vital que no parecía importar demasiado, a mitad de camino entre la infancia y lo que implicara la madurez consolidada.

Y eso era lo relevante de Lucy: lo asentaba en el momento presente. Joseph se pasaba la vida persiguiendo metas, saltando de un trabajo a otro y a otro, ganando el dinero que tal vez algún día le permitiría marcharse de casa de su madre. Y si llegaba ese momento, tendría que añadir otro par de trabajos a su lista e iría todo el día con la lengua fuera. Los únicos momentos que dedicaba a algo parecido a un sueño eran aquellos en los que intentaba montar un tema que tal vez se convertiría en un remix y en algunas actuaciones pagadas en clubs. Si alguien le hubiera preguntado antes de la Noche Sin Jazz qué le hacía feliz, no habría entendido la relevancia de la pregunta. Ahora sabía la respuesta: acostarse con Lucy, comer con Lucy, ver la tele con Lucy. Y tal vez eso no tuviera ningún futuro, pero era un presente, y en eso consiste la vida.

Lucy tenía la esperanza de que Emma se hubiera olvidado de lo de tomar una copa, pero le mandó un mensaje de texto y después la llamó y le dejó un mensaje de voz, y volvió a llamarla. Dejó caer sin entrar en detalles que estaba pasando por una crisis que solo Lucy podría entender, pese a que, dado que escuchar no era el fuerte de Emma, Lucy no sabía muy bien cómo había llegado a semejante conclusión. Fueron al restaurante italiano del barrio con la doble intención de comer un plato de pasta y beber mientras Joseph se encargaba de dar de comer a los niños y jugaba con ellos a la Xbox. Lucy salió de casa con la moral alta, aunque algo preocupada por la discusión sobre el dinero que se produciría en cuanto regresase a casa. Tenía que pagar a Joseph por su servicio y él se sentiría incómodo y se negaría a cobrarle, pero ella debía salirse con la suya. La confusión que se crearía si salía derrotada de la disputa la inquietaba. Joseph no podía convertirse en su novio; Joseph no podía convertirse en una suerte de padrastro. Era el canguro con el que ella se acostaba. Y debía pagarle por el canguro, pero no por el sexo.

–Bebamos –propuso con tono desesperado Emma en cuanto se sentaron a la mesa. Lucy sonrió con benevolencia, pero la mayor parte del contenido de la botella de vino tinto había desaparecido antes de que pidieran la comida, y ella todavía estaba con la primera copa.

–¿Un día duro? –preguntó Lucy.

–No especialmente. No peor que los demás. Por cierto, va a venir mi amiga Sophie. ¿Te acuerdas de ella? Era una de las mamás de Wyatt.

Lucy la recordó de inmediato: una rubia alta y delgada, siempre ataviada con ropa cara, cuyo rostro parecía sugerir que la vida no la podía haber tratado peor, pero cuya vida parecía de lo más placentera vista desde fuera.

–No te importa, ¿verdad?

–No, por supuesto que no.

Pero, pensó Lucy, si ya tienes una amiga a la que llorarle en el hombro, ¿qué pinto yo aquí?

–Lo que ha pasado es que le conté las últimas novedades sobre ti y resulta que ella está divorciada y no tiene demasiada suerte, de modo que quería que le dieras algún consejo.

–De acuerdo. Pero no estoy muy segura de querer hablar sobre mi... mi vida personal con una desconocida.

–¿No te acuerdas de ella?

–Sí que me acuerdo. Pero aun así...

–Oh, es encantadora. Sus hijos van al St. Peter’s con los míos.

Eso no tenía nada que ver, pero Lucy prefirió no discutir.

–No se trata de si es o no encantadora.

–No queremos detalles. Solo queremos que nos cuentes qué tal te ha ido.

–¿Y tú para qué lo quieres saber? Tú no estás divorciada.

–Estoy convencida de que no tardaré en estarlo. Y aunque no sea así...

Lanzó a Lucy una mirada que pretendía dejar clara su predisposición a aventuras extramatrimoniales.

–Escucha, mi lo que sea, mi relación... No hay ninguna lección que sacar de ella. Simplemente pasó.

–Pero ¿cómo? Mira, ahí llega.

Sophie parecía muy diferente. Tal vez Lucy la había confundido con otra persona.

–Está estupenda, ¿verdad? –dijo Emma.

–Pues sí –reconoció Lucy.

Empezó a ver algunos rasgos de la mujer a la que recordaba. Tenía la cara reluciente y estirada, y aunque el trabajito parecía de los caros, la había transformado en otra persona. Tal vez fuera eso lo que quería. Lucía también un canalillo que antes no estaba ahí. Lucy cayó en la cuenta de que no conocía a nadie como Sophie. Lucy pertenecía a una tribu en la que las mujeres a las que les salían canas prematuras no se teñían, y aunque esas mujeres la hacían sentirse triste y a la defensiva (ella se pondría tanto tinte como hiciese falta en cuanto le asomase la primera cana), compartía sus mismas ideas sobre lo que era de verdad importante: los libros y las películas serias, la política, el medio ambiente, el referéndum. Pero en la jungla urbana habitaban todo tipo de tribus, y que Lucy no hubiera conocido hasta entonces a nadie como Sophie –con sus cuatro por cuatro, sus colegios privados y sus pechos nuevos– no significaba que no existieran allí fuera, viviendo cerca, en calles por las que nunca pasaba.

–¿Qué le pasa a la gente? –preguntó en voz alta Emma.

Lucy entendió que gente, en este contexto, se refería a los hombres que no salían con Sophie. Lucy negó con la cabeza en un gesto de solidario desconcierto.

–¿Todavía sigues haciendo ese trabajo maravilloso? –le preguntó Sophie a Lucy.

–No creo que mis alumnos estuvieran de acuerdo en llamarlo así –respondió ella.

–Lo que quiere decir –le aclaró Emma– es que eres maravillosa por hacerlo.

–Y Emma también me ha contado que has pasado por un pequeño drama.

–¿En serio?

–Con tu marido. Se llamaba Paul, ¿verdad?

–Oh, no sé si puede calificarse de drama.

–Escúchala –le dijo Emma.

El colegio la había ayudado a poner en perspectiva el calamitoso colapso de su matrimonio. Tenían mil quinientos alumnos que representaban a mil y pico familias, y llevaba en el colegio más de una década. La historia de Lucy podía resultar dramática si se comparaba con las de amigas de la universidad o las de las madres de clase media que esperaban a la puerta de la escuela primaria, pero sus estudiantes contaban, o a menudo se negaban a contar, historias de violencia familiar, encarcelamiento, deportación, pobreza y hambre. Tenías que hablar de algo que no fuera algún tipo de adicción o un divorcio para captar su atención. Dos de esos alumnos habían fallecido asesinados, uno mientras estudiaba en el centro y el otro justo después de dejarlo. Los dos apuñalados. ¿Quién conocía a alguien al que hubieran asesinado? Muchos profesores de colegios de barrios problemáticos conocían casos así. ¿Cómo iba una a regresar a casa sintiéndose como si el mundo se acabara cuando no era así?

–Siento lo de tu divorcio –le dijo Lucy a Sophie.

–Es lo mejor que me ha pasado en la vida –respondió ella.

–Ah, vaya.

–Mírala –intervino Emma, como indicando que sin divorcio no habría habido bótox ni implantes mamarios, ¿y qué habría sido de ella entonces?

–Este comentario ha sido una estupidez –dijo Sophie.

–¿El tuyo o el mío? –preguntó Emma, un poco dolida.

–Lo que has dicho ha sido un poco tonto. Pero hablaba de mí. Lo del divorcio fue horrible. Y ahora soy más infeliz que antes, que ya es decir.

–¿Por qué eras infeliz antes del divorcio?

–No era feliz con mi marido. Un día encontró a otra y entonces empecé a ser todavía menos feliz con él.

–Parece lógico.

–Todas las personas que conozco son infelices –sentenció Sophie–. Todas.

Lucy se lo creía, pero esa infelicidad habría dejado perplejo a cualquiera que no se moviera en ese ámbito. Era primavera. No les faltaba el dinero. En un par de meses estarían viajando a Francia o España por dos, tres o cuatro semanas. Pero resulta que estaban hundidas y aburridas. Creían que el sexo, el tipo de sexo que tenían y con quien lo tenían, les ofrecía algún tipo de escapatoria. Su aburrimiento resultaba irritante, y Lucy empezó a preguntarse cómo podía desconectar de esas mujeres. Sin duda una de las ventajas de enviar a los niños a un colegio de secundaria público era que podías dejar de ver a los padres de los niños con los que jugaban tus hijos cuando eran más pequeños.

–Excepto tú, por lo que parece, Lucy –dijo Sophie–. Por eso estamos aquí. Queremos saber por qué no eres infeliz.

–Necesitamos una clase magistral.

–Que nos des esperanza.

–¿Todo esto viene de que puede que esté acostándome con alguien o no?

–Daba por hecho que lo estabas haciendo –dijo Emma.

–Y además –intervino Sophie–. Si no lo sabes tú, ¿quién lo va a saber?

–Claro que lo sé –dijo Lucy–. Pero no quería hablar de ello en plena calle, con un montón de gente escuchando. Y ahora tampoco me apetece hablar del tema.

–Esto no funciona así –le recriminó Emma–. Estás actuando.

–Yo creo que encontrar a alguien me ayudaría –dijo Sophie–. Aunque no fuera nada serio. Sobre todo si no fuera nada serio.

–Tú lo que necesitas es alguien que te dé un repasito, ¿verdad, cariño?

Lucy sintió hartazgo. Ese par y sus penosos eufemismos, de los que se había extraído quirúrgicamente cualquier vestigio de erotismo, la deprimían. Sin duda resultaban mucho más adecuados para cualquier otra área de actividad humana, como el boxeo o la equitación.

–¿Has probado las citas por internet? –preguntó Lucy.

–Sí –dijo Sophie–. Tres veces. Con tres personas diferentes. Todas un desastre.

Lucy trató de no pensar en qué podía significar eso, aunque estaba segura de que el nuevo escote habría sido utilizado como señuelo al inicio de las escaramuzas. Tal vez resultase un arma demasiado potente, utilizada demasiado pronto, y de escasa ayuda en el momento de emprender la retirada.

–¿Tú también utilizaste las citas por internet?

–No. Tuve una cita a ciegas que no funcionó, y después conocí a un hombre en una cena, pero la cosa no llegó a ningún lado, y entonces... Bueno, conocí a otra persona.

–¿Cómo?

–Supongo que podríamos llamarlo un amigo de la familia. Pero no quiero seguir hablando de eso. Y no es que pretenda que la relación vaya a más. Nos limitamos a... vernos sin compromiso.

–¡Eso es lo que quiero! ¡Exactamente eso!

Puede que sea lo que quieras, pensó Lucy, pero no es lo que necesitas. Necesitas libros, música, quizá a Dios. Pero un tipo que esté en tránsito entre dos esposas no te va a ayudar en nada.

–¿Qué tal la cena? –le preguntó Joseph.

Lucy llegaba demasiado pronto como para ahorrarse acostar a los niños, pero ellos ya le habían pedido a Joseph que los acostara. Se había inventado un montón de voces para leerles unos cómics antes de que se durmieran y los intentos de Lucy de imitarlas fueron recibidos con desdén.

–Un horror –dijo Lucy–. Emma ha invitado a una amiga y se han pasado toda la noche lamentándose.

–Odio que la gente haga eso.

–¿Tienes amigos lloricas?

–No. Pero mi padre era especialista.

–¿Ya no lo es?

–No sé cuánto tiempo va a durar. Pero ahora se ha involucrado en la campaña del referéndum. Y está exultante.

–Mejor para él.

–Sí, pero va a votar salir.

–¿Qué? ¿Por qué?

–Dice que le subirán el sueldo. Por lo de la oferta y la demanda.

–Trabaja en la construcción, ¿verdad?

–Toda su vida. Subido a los andamios. Quiere que todos los europeos del Este vuelvan a sus países y así tendrán que pagar sueldos más elevados a los trabajadores británicos.

–Me parece que la cosa no funciona así.

–¿No? ¿Entonces cómo funciona?

No pretendía ser agresivamente retórico. Buscaba respuestas de Lucy. Era mayor que él. Era profesora. Sabía de estos temas.

–Bueno, si abandonamos la Unión Europea lo más probable es que entremos en recesión.

–Vale. ¿Y eso va a ser diferente que la austeridad?

–Supongo que traerá más miseria.

–Vale. ¿Y por qué vamos a sufrir una recesión?

–Porque... Bueno, ahora tenemos acceso a quinientos millones de personas. Ese es nuestro mercado interno. Pero las empresas extranjeras empezarán a marcharse del Reino Unido porque dejarán de tener acceso a ese mercado.

–¿Y eso por qué va a significar que deje de haber trabajo en la construcción?

–Obviamente no dejará de haber trabajo en la construcción. Pero habrá menos.

A Lucy se le podía preguntar cualquier cosa sobre los poemas de Hardy o las tragedias de Shakespeare y sabría cómo responder. Pero si le hacían dos preguntas consecutivas sobre las consecuencias económicas del Brexit empezaba a titubear. ¿Qué sabía ella de recesiones y empresas de construcción?

–¿Y por eso tú vas a votar quedarnos?

–Creo que, sopesándolo todo, es más seguro. Y me gustaría que mis hijos pudieran trabajar en el continente, que pudieran ir a universidades europeas, si eso es lo que quieren. Además, yo me siento europea, ¿sabes?

El argumentario empezaba a sonar un poco endeble. No parecía muy lógico pensar que al padre de Joseph pudiera importarle demasiado preservar las oportunidades académicas en el extranjero de su hijo si él conseguía que le subieran el sueldo.

–¿En serio?

–Desde luego que sí. ¿Tú no?

–Nunca he estado en el continente. Bueno, pasamos un día en París en un viaje del colegio. Pero en el trayecto de regreso no me sentí más europeo.

–Eres europeo.

–Ya lo sé. Pero en realidad no. Soy británico. ¿Por qué tengo que ser otra cosa?

–¿Te gusta ser británico?

–No se trata de si me gusta o no. Lo soy y punto.

Lucy sabía a qué se refería exactamente. En realidad ella no se sentía europea. Leía periódicos y novelas británicos y estadounidenses, escuchaba música estadounidense y británica, veía programas de televisión británicos y estadounidenses y películas de todo el mundo. Le gustaba la comida italiana, pero también la china y la india, como a todos los británicos. Le gustaba ir al continente de vacaciones, pero iba porque hacía más sol y estaba a solo un par de horas de viaje. Si pudiera llegar a la playa de Bondi en una tarde y el desplazamiento le costase solo cien libras, ¿le diría a Joseph que se sentía australiana?

–Bueno –concluyó–, sigo pensando que tu padre comete un error.

–Se lo diré.

–Si quieres, se lo puedo explicar yo.

No lo decía en serio. Prefería limitarse a temas de los que pudiera hablar con conocimiento de causa.