9

La fiesta del viernes por la noche se celebró en un local llamado God’s Village, propiedad de una iglesia de Tottenham. Era un laberinto de salones, capillas, salas de conferencias y pasillos, consagrados a la gloria de Nuestro Señor todos los días de la semana excepto este, cuando se consagraba a la música a todo trapo, las Adidas Yeezy y las latas vacías de NOS. A Joseph le costó un rato localizar a Jaz y a Darcy. Estaban en una esquina de la sala principal, alejadas de los altavoces, en medio de un corrillo de gente, mayormente tíos. Mientras se acercaba a ellas, Joseph se percató de que conocía a la mayoría de esos tíos del colegio, del fútbol o de compartir los mismos espacios a las mismas horas. Hacía años que no los veía. ¿Quién había cambiado? No le parecía que él lo hubiera hecho.

–¿No bailáis? –dijo, con la intención de evitar que las chicas soltaran de buenas a primeras alguna maldad o hicieran un comentario agresivo, insinuante o sexualmente explícito.

Los chicos, Cody, Josh L., Xavier y otro par a los que solo reconoció a medias, lo saludaron entrechocando puños e inclinándose para darle un fugaz abrazo. Disfrutó de la sensación de intercambiar saludos con gente a la que conocía y comprendía. Disfrutó incluso del mero hecho de saludarse.

–Estamos esperando –le comentó Jaz–. Va a empezar la sesión de ese DJ que se hace llamar PoundMan.

–Yo conozco a PoundMan.

–Alguien nos ha dicho que es estadounidense.

Joseph no le preguntó por qué un estadounidense iba a cruzar en avión el Atlántico hasta Tottenham para hacer una sesión en la fiesta de celebración de los veintiún añitos de Alexa y hacerse llamar £Man.

–Para nada. Es del norte de Londres.

No le iba a decir a nadie que £Man era en realidad Zech. Algunos de ellos podían acordarse de él, sobre todo si Joseph cometiera el cruel desliz de describir sus peculiaridades físicas y escasas dotes sociales. Si Jaz creía que £Man era estadounidense, tal vez eso fuera un indicativo de que la transición estaba funcionando, pese a que en algún momento de la noche Zech se vería obligado a mostrarse tras la mesa de mezclas.

–¿Qué tal te va? –le preguntó a Josh.

–Bien.

–¿Estás trabajando?

–Estoy en el último año de universidad.

–¿Dónde?

–En South Bank. Diseño y desarrollo de juegos.

–¿En serio?

–Sí.

–¿Y es tan chulo como suena?

–Es una locura. Y ya tengo una oferta de trabajo para cuando acabe.

Por algún motivo, a Joseph se le había metido en la cabeza la idea de que escucharía historias sobre desempleo y trabajos en supermercados, y eso le haría sentirse bien. De pronto se le hizo evidente que a él las cosas no le iban tan bien y que buena parte de su autoestima le venía del sentido que parecía darle a su vida Lucy. Al conversar con Josh se dio cuenta de que Lucy no era como un buen trabajo. Ella parecía ofrecerle una posibilidad de escape. Una posibilidad de escape que no le ofrecía ninguno de los trabajos que estaba realizando.

–¿Y a ti qué tal te va, tío? –le preguntó Josh.

–Bien. Estoy muy ocupado.

–Eso es bueno.

–Sí. –Pensó que debía ampliar un poco la explicación sobre sus actividades, sin entrar en demasiados detalles–. Decidí que lo mejor era ponerme a trabajar cuanto antes, ¿sabes?

–Te entiendo.

–Empezar a ganar pasta.

–Me parece cojonudo. Yo me voy a pasar los próximos años pagando el préstamo que he recibido para estudiar.

–Exacto. Yo en cambio no tengo que preocuparme por eso.

Nunca hasta entonces había valorado su situación en esos términos. En realidad era rico, en comparación con algunos de ellos, por el mero hecho de que su cuenta bancaria no estaba en números rojos. Tenía más o menos quinientas libras, mientras que Josh debía cuarenta o cincuenta mil.

–¿Y todavía vives en casa de tus padres? –quiso saber Josh.

–De momento sí. Pero estoy buscando a alguien con quien compartir piso para independizarme.

Mientras pronunciaba estas palabras, sintió un impulso de barrer con la mirada la sala, probablemente para asegurarse de que no lo podían acusar de mentir como un bellaco ante un tribunal. Miró hacia todos lados. Era obvio que no iba a meterse en ningún lío legal, pero lo cierto es que la conversación le estaba empujando hacia territorios en los que se sentía incómodo. Si se le presentaba una oportunidad para decir alguna verdad, estaba decidido a aprovecharla.

–¿Has visto a alguien que te guste? –le preguntó Josh.

Joseph había echado un vistazo a la sala, no en busca de chicas, sino para escenificar que estaba buscando piso para compartir. Sin embargo, explicarlo resultaba complicado, tal vez incluso disparatado.

–Por aquí hay tías que están muy buenas –dijo Joseph. Tenía que localizar con rapidez algunos ejemplos, por si a Josh le daba por pedirle que le señalara alguna.

–Si tuviera que llevarme a una a casa, ¿cuál me recomendarías?

–A esa de ahí –dijo Joseph. No había divisado a ninguna en concreto, se limitó a señalar en una dirección con la esperanza de que por ahí hubiera alguna chica que respondiera vagamente al ideal de ligue de una noche o potencial esposa, dependiendo de a qué se refiriese Josh con lo de llevársela a casa. ¿Eso implicaba madres y tartas? ¿O tan solo camas y condones?

–¿Hanna Johnson?

Probablemente sí, pensó Joseph. Es tan buena como cualquier otra.

–Sí.

–¿La conoces?

–La verdad es que no.

–Venga, vamos a hablar con ella.

Oh, mierda. ¿Por qué le había dicho que estaba buscando a alguien con quien compartir piso? Era una mentira patética, y como consecuencia iba a terminar acostándose o iniciando una relación para toda la vida con una chica a la que no conocía y que, encima, no era su tipo.

Al final resultó que Hanna era exactamente su tipo, un tipo en el que ni siquiera sabía que estaba interesado. Era guapa, callada e inteligente, y la inteligencia no solo se desprendía de las gafas que llevaba. (Las gafas podían muy bien ser una consecuencia de su inteligencia. Quizá se le había fatigado la vista de tanto leer.) También ella iba a la universidad, estudiaba literatura en el University College de Londres. Joseph no conocía a nadie que hubiera estudiado allí. Más tarde, se preguntó si era Lucy quien le había generado ese repentino interés, si era debido a ella que ahora le atraía la gente que leía libros. Hizo preguntas, escuchó, no mencionó la carnicería ni el centro deportivo (ni a Lucy) y, para su sorpresa, le propuso a Hanna que fueran a tomar una copa. El problema inmediato que eso creó vino de Jaz, que parecía saber de la invitación incluso antes de que él se la hubiera planteado, y que le espetó a Joseph a la cara comentarios poco amables sobre Hanna y sobre él, y antes de que terminase la velada también le espetó a Hanna a la cara comentarios poco amables sobre Joseph.

Oh, y por cierto, £Man arrasó.

La cola ante la carnicería la mañana del sábado era distinta: se hablaba en voz más alta y las conversaciones eran más animadas. La gente hablaba con los que tenía delante y con los que tenía detrás, y las charlas seguían en el interior de la tienda. Este bullicio ralentizaba la venta: los compradores tenían que acabar sus argumentaciones antes de pedir. Si este fuera el primer día tras el mostrador de Joseph, se habría imaginado que toda esa gente acababa de apearse de un autocar, que por razones solo por ellos conocidas se habían desplazado desde algún pueblecito a la gran ciudad para comprar carne. Entre el sábado pasado y este, el país había votado a favor de la salida de Europa y el primer ministro había dimitido, motivos más que suficientes para que el botón del audio hubiera girado para subir el volumen de las conversaciones matutinas de ese sábado. Lucy estaba entre el grupo de presuntos apeados del autocar. Joseph la vio a través del escaparate, hablando con el hombre que tenía detrás, y cuando entró en la tienda, trató de enterarse bien de lo que decía, rebatiendo las opiniones del resto.

–No lo entiendo. ¿De qué va a servir una recogida de firmas cuando acabamos de votar?

Lucy sonrió a Joseph y él le devolvió la sonrisa.

–Esta mañana ya se han recogido ochocientas mil firmas.

–Pero ¿cuánta gente votó por la salida? ¿Diecisiete millones?

–Algo así.

–Pues yo firmaré cuando se llegue a los diecisiete millones.

–Si todo el mundo pensara igual que usted, no iríamos a ningún lado.

–La mayoría de la gente piensa igual que yo. Por eso solo han conseguido ochocientas mil firmas.

–En veinticuatro horas.

–Hola. Cuatro bistecs, por favor.

A Lucy la atendía Cass. Joseph se preguntó si el cuarto bistec era para él.

–¿Entonces no piensa mover un dedo?

–Oh, probablemente voy a refunfuñar un montón.

–Buenos días.

A Joseph le tocó atender al hombre que conversaba con Lucy, lo cual le parecía preferible. Solo había atendido a Lucy una vez desde que empezaron a acostarse, y resultó muy raro, los dos a punto de echarse a reír en cualquier momento. Él tenía la sensación de llevar puesto un gorrito en el que se leía: «Me he follado a Lucy.»

–¿Qué desea?

–Ponme doce salchichas sin gluten.

–Serán veinte libras con cuarenta –dijo Cass.

–También me llevaré unos cuantos dados de cordero, por favor. La gente votó lo contrario que yo. ¿Qué más puedo decir, aparte de desear que no lo hubieran hecho?

–Va a ser un auténtico desastre. Es una locura.

–¿Algo más?

–Y unos pinchos de pollo marinado. ¿Seis? Sí, seis.

–¿Va a organizar una barbacoa esta noche?

–Mañana a mediodía. Si el tiempo lo permite.

Joseph se preguntaba si el tipo le pediría que firmase la petición. Pensó que no. Todos los que hacían cola eran del mismo perfil. Pero los de detrás del mostrador, aparte de Cass, la estudiante universitaria, estaban en las antípodas.

–¿Has firmado? –le preguntó el tipo a Cass. Guau, pensó Joseph. Guau.

De hecho, Joseph se alegró de que a él no se lo hubiera preguntado. ¿Qué habría dicho el individuo que había marcado las dos casillas? Sí y no, probablemente.

–Sí –dijo Cass–. Por supuesto. Pero no sé para qué me he molestado.

¿A qué se debía esa discriminación? ¿Era por el acento de Cass? ¿Por sus cejas? ¿Por el pequeño tatuaje que lucía en la mano? En muchos aspectos, pensó Joseph, él tenía tantas cosas en común con el tipo de las firmas como este tenía con Cass. Había hablado con él de fútbol cuando la última Copa del Mundo, y el tío tenía un hijo que jugaba en la liga en la que entrenaba Joseph. Pero el tipo de las firmas había visto algo en Cass que lo había animado a creer que, al menos en relación con ese asunto, ella y él pensaban lo mismo. Y resulta que tenía razón. ¿A Joseph eso le fastidiaba? Pues sí, pensó. Alguien que no le caía especialmente bien no lo había invitado a una fiesta a la que no tenía ningunas ganas de ir. Pero el hecho de que no lo hubieran invitado le escocía.

En el Uber de camino a la fiesta en casa de Fiona, Lucy sintió una punzada con la que no supo qué hacer. Era como la que se produce al hojear un álbum de fotografías, o el último día de unas vacaciones maravillosas o, como madre, en ese momento en que tu hijo hace algo que no volverá a hacer nunca más, al menos no del mismo modo, y una siente deseos de detener el tiempo. O como en ese otro caso: cuando una se muda y abandona una casa en la que ha sido feliz. Ahora no iba a abandonar su casa, y regresaría a ella en un par de horas, pero cuando el conductor del Uber la llevara de vuelta allí, la estaría llevando a un lugar nuevo. Su casa había sido un espacio de felicidad, después de absoluta desolación y, recientemente, con Joseph, había vuelto a reinar en ella la felicidad. Pero intuía que los días con Joseph estaban llegando a su fin. Hoy, cuando ella regresara, él estaría allí, porque le estaba haciendo de canguro. Había incluso la posibilidad de que acabasen acostándose. Pero la relación se estaba desvaneciendo, dulce y tristemente, y la tristeza era apropiada e inevitable, el final de una película.

Ni siquiera habían hablado. Joseph había aparecido al salir del trabajo, Lucy había preparado bistecs en la barbacoa, que había encendido una hora antes de que él saliera del trabajo, para poder cenar los cuatro juntos antes de que ella se marchara, y había dejado a Joseph jugando al FIFA con los niños. De modo que no se trató de una conversación o de una decisión. Fue todo lenguaje corporal y señales difusas y una amabilidad un poco rígida que nunca antes había hecho acto de presencia. ¿De dónde había salido ahora? Algo tendría que ver con los acontecimientos de la semana, de eso Lucy estaba segura. La pasada noche Joseph había querido salir con gente que no iba a hablar de ellos. Hoy ella tenía ganas de estar con gente que sí lo iba a hacer. No es que ella creyese que estaban divididos como el resto del país. Pero, aun así, estaban divididos.

Y cuando Lucy llegó a la fiesta, se percató de cuánto echaba de menos salir; llevaba muchísimo tiempo encerrada en casa. Era como si el hogar, con los niños y Joseph, le hubiera estado proporcionando todos los nutrientes necesarios, pero obviamente eso no era cierto. Por sí solo, no era una dieta sana. Incluso cuando iba sola al cine, algo que hacía de forma ocasional, se sentaba con personas a las que les gustaban las películas que a ella le gustaban. Y a veces una necesita eso.

La primera persona a la que vio fue Michael Marwood.

–Hola –saludó él y le plantó un par de besos en las mejillas y le dio un fugaz abrazo. Lucy se dio cuenta de que él se alegraba de verla, pero ella todavía se sentía un poco incómoda. Se preguntó si Michael recordaba todos los detalles de la noche que pasaron juntos, o si algunos de ellos los había perdido de vista entre una neblina de incapacidad mental temporal.

–Recuerdo que me dijiste que nadie votaba jamás contra sus propios intereses económicos –le comentó Lucy.

–¿Sabes? Es lo primero que me vino a la cabeza cuando se dio el resultado. La absoluta seguridad que tenía yo en aquella cena.

–Y bien, ¿se te ocurre alguna explicación?

–No, ¿y a ti?

–Sí.

Le habló del trabajo sobre los andamios y de las casas a una libra de Sam en Stoke, y él escuchó con interés. Otra pareja, que trabajaba en el mundo de la edición, se acercó para saludar a Michael y él les habló del trabajo sobre los andamios y de casas a una libra, y también ellos escucharon. La pareja del mundillo de la edición se alejó para charlar con otras personas, pero fueron apareciendo más amigos, de Lucy y de Michael, y todos hablaban del referéndum y de lo deprimidos que estaban, y a Lucy le resultó fácil imaginarse que ella y Michael pudieran ser pareja y comprender por qué ella y Joseph no podían serlo. Ella no hubiera podido acompañarlo a la fiesta de cumpleaños de la noche anterior y escuchar la sesión de DJ de £Man, rodeada de veinteañeros. Se habría sentido fuera de lugar. Y Joseph no podría haberla acompañado esa noche. Se hubiera aburrido y sentido incómodo.

Y entonces, de pronto, vio a Paul, que entraba acompañado por una mujer. Lucy se quedó pasmada unos instantes, sintió un mareo y un acceso de pánico, y se recompuso.

–Hola.

–Oh –dijo Paul–. Hola. Guau.

¿Guau? ¿A qué venía el guau? Salir con un guau en ese contexto no tenía ni pies ni cabeza. La fiesta la daban unos amigos de Lucy. Paul solo había estado en esa casa anteriormente con ella. Ya podía imaginar que se la encontraría aquí, incluso en el caso de que no se le hubiera pasado por la cabeza hasta el último minuto, al plantarse ante la puerta.

Lucy dedicó una educada sonrisa a la acompañante de Paul. Era más joven que él (y por tanto que Lucy), pero sin llegar a ser escandaloso. Paul se quedó como un pasmarote y no hizo las presentaciones.

–Soy Lucy –se presentó ella, y se dieron la mano. Lucy no consideró que se hubiera presentado de un modo muy enfático, aunque de inmediato fue consciente del peso de su nombre, y la mujer o chica abrió unos ojos como platos antes de recuperar la compostura.

–Yo soy Daisy.

–Hola, Daisy.

–Bueno.

–Bueno.

–¿Cómo es que has venido?

–¿Yo? –preguntó Daisy.

–Supongo que no te ha traído Paul. A él no creo que lo hayan invitado.

–Nosotros... hemos venido juntos.

–No, eso ya lo entiendo. Lo que intentaba preguntarte con cierta torpeza es quién te ha invitado. –Demasiado agresivo–. ¿A quién conoces?

–Lo siento –dijo Daisy–. No debería haber venido.

–No, no... En serio, no me importa. ¿Eres amiga de Pete? ¿O de Fiona?

–Oh –dijo Daisy–. Ahora entiendo lo que me preguntas.

Sonrió con expresión circunspecta, como si no quisiera responder o la pregunta fuera demasiado complicada para ella.

–Daisy es investigadora freelance –intervino Paul–. Se dedica sobre todo a los documentales.

Paul trataba de dejar claro que Daisy no era lerda ni estaba chiflada, pese a que las apariencias parecían indicar lo contrario.

–Qué bien –dijo Lucy–. ¿Estás trabajando en alguno en estos momentos?

–A veces trabajo con Pete –dijo Daisy de pronto–. El marido de Fiona.

–Es a él a quien conoce –volvió a intervenir Paul–. A Pete.

–Sí –confirmó Daisy.

Lucy se percató de que los dos bebían agua. Se preguntó si ambos eran alcohólicos y gracias a eso se habían conocido. O si bien Daisy se limitaba a mostrar su solidaridad, o no bebía, o simplemente esa noche no le apetecía beber. Sin duda, Lucy se estaba haciendo demasiadas preguntas. Pero ¿cómo no iba una a interesarse por la nueva novia del marido del que se había separado? (Y era su novia, eso estaba clarísimo. La chica mostraba demasiada incomodidad y terror como para ser otra cosa.)

–¿Joseph no ha venido? –inquirió Paul.

–¿Quién es Joseph? –quiso saber Daisy.

–Ya te hablé de Joseph –le dijo Paul.

A Lucy se le erizó el vello.

–¿Estamos hablando del Joseph al que conocí? –preguntó Michael, que seguía ahí plantado, sin que nadie le hubiera presentado a nadie.

–Perdón –dijo Lucy–. Él es Michael. Michael, él es Paul, mi ex. Y ella Daisy.

–Técnicamente todavía no soy su ex –corrigió Paul.

Daisy y Lucy lo miraron al unísono.

–Técnicamente no eres mi exmarido –dijo Lucy–. Pero eres mi ex. Técnicamente y en todos los demás sentidos.

–Eso nos exonera a Daisy y a mí –comentó Michael, y sonrió a Lucy con cariño. Se acababa de equiparar a Daisy, quien sin duda estaba acostándose con Paul. No había ni punto de comparación, pero Michael, por motivos desconocidos, quería que pareciese que sí. Dios mío, pensó Lucy, ¿qué le pasa a todo el mundo?

–¿Por qué te exonera? –preguntó Daisy.

–Y en primer lugar, ¿qué culpa estamos presuponiendo? –dijo Paul.

–Supongo que tienes razón –dijo Michael.

–¿En qué? –quiso saber Paul.

–El término «exonerar» implica que alguien es culpable de algo. Si no, no habría nada de lo que ser exonerado.

–Todavía no acabo de entender de qué culpa estamos hablando –dijo Paul.

–Déjalo correr –le pidió Lucy.

–En cualquier caso –dijo Michael–, tiene sentido lo que he dicho. En lo de ex, parecía haber cierto subtexto.

–¿Dónde conociste a Joseph? –le preguntó Paul a Michael.

–Estaba haciendo de canguro la noche que Lucy y yo salimos a cenar.

–Oh –dijo Paul–. ¿Así que Joseph ha regresado a su papel primigenio?

–Ah –intervino Daisy de pronto–, estáis hablando de ese Joseph. –Y añadió–: He oído hablar de él. Pero no mucho, solo lo básico.

Lucy miró a Paul y enarcó una ceja tratando de transmitirle su serena desaprobación por sus chismorreos.

–No, no –rectificó a toda prisa Daisy–. Lo que quiero decir... No creo que sepa nada, ya sabes, inapropiado. Paul solo lo mencionó de pasada, en serio. Y sí, Alec Guinness y David Lean. Perdón por responder a todas las preguntas tarde.

–¿Y eso es la respuesta a qué pregunta en concreto?

–La de si estoy trabajando en un documental.

–Lo conocí en una ocasión –dijo Michael.

–Sí –replicó Paul–, ya lo has dicho.

Ahora Paul parecía dar por hecho que Lucy y Michael eran pareja y que Michael estaba senil, lo cual le hizo manifiestamente feliz.

–¿Ya lo he dicho? –preguntó Michael.

–Sí –respondió Paul–. Nos has contado que lo conociste cuando Lucy y tú salisteis a cenar.

–Oh –dijo Michael–. Ahora no me refería a Joseph, hablaba de Alec Guinness.

Era casi imposible que a lo largo de la vida de Joseph se produjera otra situación en la que esa aclaración fuera necesaria.

–¿Conociste a Alec Guinness? –dijo Daisy.

–Sí, a principios de los noventa. Una productora estaba interesada en adaptar una de mis novelas y se la mandaron, y se organizó un encuentro entre los dos.

–¿Eres escritor? ¿Conozco tus libros? –quiso saber Daisy.

–No sé mucho de ti –dijo Michael con tono afable–. Depende de si lees mucho o poco.

–Eres Michael Marwood, ¿verdad? –dijo Daisy. Se la veía emocionadísima.

–Tengo que ir al lavabo –se excusó Lucy y, tras localizarlo, optó por ir a otra sala a conversar con otra gente.

¿Era esa su gente? Aparte de escritores, documentalistas, diseñadores gráficos y amigos de Alec Guinness, estaban los editores y los productores de cine independientes, los profesores universitarios, los miembros de un think tank, los críticos teatrales y los presentadores radiofónicos. Una pareja que acababa de abrir una tienda de quesos, un importador de vino, un director de colegio. A algunos de ellos los conocía, y había hablado con todos sobre el referéndum, que era la conversación inevitable. Les contó a todos lo de las casas a una libra de Sam y lo del padre de Joseph, y sus conocimientos sobre otros entornos sociales la dotaron de una autoridad temporal como experta en el modo de pensar del otro cincuenta y dos por ciento de la población. Aunque, en general, los invitados de la fiesta preferían quedarse con la explicación del cóctel de mentiras, miedo, estupidez y racismo. Habían perdido un combate, y ellos nunca perdían un combate. Estaban desconcertados e irritados.

De regreso a casa, Lucy recibió un mensaje de texto de Michael: Disculpa que no me haya despedido. Me das otra oportunidad?

–¿Qué tal ha ido todo?

–Bien –dijo Joseph. Estaba viendo la televisión. Lucy hubiera podido sentarse a su lado y darle un beso en la mejilla, o tal vez inclinarse hacia él para dárselo, pero Joseph parecía un poco ausente.

–¿Te apetece una taza de té?

–Creo que me iré a casa. He tenido una semana muy cargadita.

–¿Todavía te estás recuperando de la fiesta?

–No suelo salir los viernes por la noche.

–Últimamente no has ido de fiesta ninguna noche.

–No.

Lucy se sentó en el sillón, en ángulo recto con respecto a él. Ahora los dos miraban la tele.

–¿Echas de menos salir con tus colegas?

Joseph se rió.

–¿Qué sabes tú de colegas?

–Oh, oigo hablar de colegas a todas horas, todos los días. No es como lo de cantar, ¿verdad?

–¿Como lo de cantar?

–Ya sabes, cuando te dije que seguro que conocías gente que sabía cantar.

–Oh, no, todo el mundo tiene colegas. Aunque no todo el mundo los llama así. Pero la verdad es que yo no los tengo. ¿Y tú?

–En la fiesta de esta noche estaban los que podríamos llamar mis colegas, pero lo cierto es que hoy me he sentido bastante rara entre ellos, de manera que ahora mismo no lo tengo claro.

–Anoche conocí a alguien.

–Oh.

–Bueno, no es nada serio, pero vamos a quedar un día.

–Gracias por contármelo.

Joseph la miró.

–¿Qué? –dijo Lucy.

–No sé.

–¿Pensabas que reaccionaría de otra manera?

–Supongo que sí. No sabía si te enfadarías.

–Oh, venga ya, ¿cómo me voy a enfadar? Esto ha sido maravilloso mientras ha durado y ya sabía que un día u otro íbamos a tener esta conversación.

Lucy estuvo tentada de apagar el televisor y poner música, algo tranquilo, hermoso, pesaroso y meditabundo. ¿Qué escuchaba la gente joven si quería todo eso? Ellos no tenían a su disposición a k.d. lang, Nina Simone o Leonard Cohen. Ellos tenían la música chill out. Se relajaban con ella. Tal vez lo de los tranquilos y meditabundos lamentos ya no estaba de moda. Y tal vez estuvieran mejor sin uno de ellos. Así que Lucy optó por dejar el combate de boxeo en la pantalla.

–¿Cómo sabías que esto iba a llegar? –le preguntó Joseph.

–No quiero decir que sospechase nada. Pero siempre he tenido claro que esto para los dos era un paréntesis.

–Un paréntesis.

–Disculpa. Es un modo tonto de hablar propio de profesoras de lengua.

–Ahí está el problema.

–No –dijo Lucy–. No pienses eso. Nunca ha habido un problema. Y sigue sin haberlo.

Le sonó como algo que debería haber dicho la primera noche, no la última. Bueno, tal vez no exactamente la primera noche, porque en ese momento no se hubiera puesto a hablar como una profesora de lengua. Pero no había caído en la cuenta de que era por encima de todo la inseguridad de Joseph lo que convertía su relación en algo tan delicado, como una planta de interior, incapaz de sobrevivir fuera. Y ahora, cuando resulta que ya era demasiado tarde, ella se ponía a hablar más de la cuenta, como si quisiera derribar una por una todas las dudas y objeciones de él. Pero en realidad no lo hizo. Ya había llegado el momento.

–Lo que quería decir es que esto ha sido solo una etapa.

–Sí, supongo que tienes razón. Lo ha sido para los dos.

–Por supuesto que para los dos. Me estaba incluyendo en la relación –dijo Lucy.

–Quiero decir que también tú encontrarás a alguien.

–Sí.

Sabía que, en efecto, acabaría siendo así. En alguna parte tenía que haber alguien –un propietario de una tienda de quesos o un abogado especializado en derechos civiles– para ella. Joseph la había ayudado a tener claro que no iba a estar sola para siempre.

–Tengo dos preguntas –dijo Lucy.

–Vale.

–¿Alguna vez piensas en la noche en que íbamos a jugar al backgammon?

Joseph la miró perplejo.

–No. ¿Por qué? ¿Tú sí?

–Sí, he pensado en ella una o dos veces. Me he preguntado si tuvo algo que ver con todo esto.

–No que yo sepa. ¿Crees que me molesté porque no tenías todas las piezas?

Ella se encogió de hombros.

–No. Da igual.

–Vale.

–¿Querrás seguir haciendo de canguro? A los niños les sabrá muy mal que lo dejes.

–La verdad es que adoro a esos niños –dijo Joseph–. Y a su madre.

–Me alegro. Nosotros también te queremos. Ahora solo hace falta que yo encuentre algún motivo para salir por la noche.

Lucy se dio cuenta de que ninguno de los dos había dicho la frase «Te quiero», y sin embargo cada uno había encontrado el modo de decirle al otro que lo quería. Parecía un buen modo de terminar.