A la mañana siguiente de la marcha de los persas, Alejandro de Epiro entró en la habitación de su sobrino con un envoltorio en brazos.
—¿Qué es? —preguntó Alejandro.
—Un pobre huerfanito. A su madre la mató la leona el otro día. ¿Lo quieres? Es de excelente raza, y si te encariñas de él te demostrará afecto como un ser humano.
Abrió el envoltorio y mostró un cachorro suavísimo de un bonito color leonado, con una mancha más clara en medio de la frente.
—Se llama Peritas.
Alejandro lo cogió, lo apoyó sobre sus rodillas y comenzó a acariciarlo.
—Es un bonito nombre. Y el cachorro, una maravilla. ¿De veras puedo quedármelo?
—Tuyo es —repuso el tío—. Pero debes cuidarlo. Su madre le daba aún de mamar.
—Se ocupará Leptina de él. Crecerá rápido y será mi perro de caza y de compañía. Te estoy muy agradecido.
Leptina se mostró entusiasmada por la tarea que se le encomendaba y se aplicó a ella con gran sentido de la responsabilidad.
Ahora los signos de su infancia atormentada se estaban desvaneciendo lentamente y la muchacha parecía florecer día a día. Su piel se volvía más clara y luminosa, sus ojos más límpidos y expresivos, el cabello castaño, que se iluminaba con reflejos cobrizos, más brillante.
—¿Te la llevarás a la cama llegado el momento? —le preguntó Hefestión riendo con ganas.
—Tal vez —replicó Alejandro—. Pero no fue para eso para lo que la saqué del fango en que la encontré.
—¿No? ¿Y, entonces, para qué?
Alejandro no respondió.
El invierno siguiente fue particularmente crudo y el rey acusó repetidamente agudos dolores en la pierna izquierda, donde una vieja herida continuaba dejando sentir a distancia de años sus negativos efectos.
El médico Filipo le aplicaba piedras calentadas al fuego y envueltas en paños de lana para que absorbieran el exceso de humedad y le hacía friegas con esencia de terebinto. En ocasiones le obligaba a viva fuerza a doblar la rodilla hasta tocar el glúteo con el talón; era éste un ejercicio que el soberano detestaba más que cualquier otro porque resultaba sumamente doloroso. Pero existía el peligro de que la pierna, ya de por sí algo más corta que la otra, siguiera acortándose.
No resultaba difícil saber cuándo el rey había perdido la cabeza porque rugía como un león y se oía acto seguido un ruido de platos y tazas rotas, señal inequívoca de que había estampado contra la pared todos los ungüentos, las tisanas y los fármacos de su médico homónimo.
Algunas veces Alejandro abandonaba la residencia real de Pella y se aislaba en Egas, la antigua capital, en la montaña. Pasaba allí largos períodos. Se hacía encender en el aposento un buen fuego y estaba horas contemplando caer copiosamente la nieve sobre las cimas, los bosques de abetos azules y los valles.
Le gustaba ver ascender el humo de las cabañas de los pastores hacia los montes y el de las casas en los pueblos, gustaba del silencio sepulcral que en determinados momentos de la tarde o de la mañana reinaba en aquel mundo mágico suspendido entre cielo y tierra, y cuando se acurrucaba se quedaba largas horas despierto con los ojos abiertos en la oscuridad, escuchando el aullido del lobo que resonaba como un lamento por lejanos y retirados valles.
Cuando el sol se ponía en una jornada calma, podía ver cómo la cumbre del Olimpo se teñía de rojo y las nubes, empujadas por el viento Bóreas, navegaban ligeras hacia mundos lejanos. Observaba las bandadas de pájaros que emigraban y le habría gustado volar con ellos sobre las olas del océano, alcanzar la esfera de la Luna con las alas del halcón o del águila.
Y sin embargo, justo en aquellos momentos, sentía que ello le estaba negado y que también él dormiría un día, y para siempre, bajo un gran túmulo en el valle de Egas, como los reyes que le habían precedido.
Entonces sentía que estaba abandonando la mocedad y que se hacía hombre; pensar en ello le producía melancolía y una febril excitación a un tiempo, según que contemplase la luz del ocaso invernal apagarse con un último resplandor de color púrpura sobre la montaña de los dioses o que mirase arder vertiginosamente las llamas en las hogueras que los campesinos encendían en los montes para infundir vigor al sol que iba declinando cada vez más en el horizonte.
Peritas se acurrucaba a sus pies al amor de la lumbre y le observaba aullando, como si comprendiese en aquellos momentos lo que le pasaba por la cabeza.
Leptina, en cambio, permanecía apartada en algún rincón de palacio, dejándose ver únicamente si él la llamaba, para prepararle la cena o para jugar con él una partida de batalla campal, un juego de mesa que se jugaba con soldaditos de cerámica.
Se había vuelto muy hábil, hasta el punto de que conseguía a veces ganar a su contrincante. Entonces se le iluminaba el rostro sin dejar de parpadear.
—¡Soy mejor que tú! —decía riendo—. ¡Podrías nombrarme general!
Una tarde que la vio especialmente alegre, Alejandro la tomó de una mano y le preguntó:
—Leptima, ¿no consigues recordar nada de tu infancia? ¿Cómo te llamabas, cuál era tu país, quiénes eran tus padres?
La muchacha se ensombreció de golpe, bajó la cabeza confusa y se puso a temblar como si una repentina gelidez hubiera atenazado sus miembros. Aquella noche Alejandro la oyó gritar en sueños, varias veces, en una lengua desconocida.
Muchas cosas cambiaron con la vuelta de la primavera. El rey Filipo comenzó en aquel período a mostrar un gran interés por que su hijo fuese conocido lo más posible dentro y fuera de Macedonia. Le presentó, así pues, varias veces ante el ejército formado y quiso asimismo llevárselo con él en cortas campañas militares.
En tales ocasiones le permitía hacerse construir por su propio armero las armas más hermosas y costosas, que Alejandro diseñaba personalmente, y había ordenado a Parmenio que le brindara protección con sus soldados más valerosos, pero que le dejara asomarse a primera línea de combate para que pudiera conocer, como él decía, el olor de la sangre.
Los soldados, en son de broma, llamaban a Alejandro «rey» y a Filipo «general», como si se tratara de un subalterno del hijo, cosa que le hacía enorme gracia al soberano. Filipo había invitado además a muchos artistas para que reprodujeran la imagen de Alejandro, en medallas, bustos y pinturas sobre tabla a fin de regalarlos a los amigos y sobre todo a las delegaciones extranjeras o a las de las ciudades griegas de la península. En dichas imágenes estaba siempre representado, de acuerdo a los cánones más conocidos del arte griego, como un efebo de rasgos purísimos y dorados mechones mecidos por el viento.
El joven príncipe era cada día más apuesto: la temperatura de su cuerpo, naturalmente alta, hacía que no se manifestaran en su rostro los defectos estéticos típicos de la adolescencia. Su piel era lisa, tersa y carente de imperfecciones, ligeramente sonrosada en las mejillas y en el pecho.
Tenía el pelo tupido, suave y ondulado, unos ojos grandes y expresivos y un curioso modo de ladear ligeramente la cabeza sobre el hombro derecho que confería una intensidad muy especial a su mirada, como si escrutara a su interlocutor hasta lo más profundo del alma.
Un día el padre le convocó a su despacho: una sobria habitación con las paredes recubiertas de estantes que contenían los documentos de su cancillería y las obras literarias con las que disfrutaba.
Alejandro se presentó de inmediato, dejando puertas afuera a Peritas, que le seguía ya a todas partes y dormía con él.
—Éste es un año sumamente importante, hijo mío: el año en que te harás un hombre.
Le acarició con los dedos el labio superior.
—Comienza a salirte el bozo y tengo un regalo para ti.
Cogió de una gaveta un estuche de madera de boj taraceado con la estrella argéada de dieciséis puntas y se lo entregó. Alejandro lo abrió: contenía una navaja de afeitar de bronce perfectamente afilada y la correspondiente piedra de afilar.
—Gracias. Pero no creo que me hayas llamado por esto.
—No, en efecto —replicó Filipo.
—Entonces, ¿por qué?
—Estás a punto de partir.
—¿Me envías fuera?
—En cierto sentido.
—¿Adónde iré?
—A Mieza.
—Cerca. Poco más de una jornada de viaje. ¿Por qué?
—Vivirás allí durante los próximos tres años a fin de completar tu educación. En Pella existen demasiadas distracciones: la vida de la corte, las mujeres, los banquetes. En Mieza, en cambio, he preparado un lugar hermosísimo, un jardín cruzado por un arroyo de aguas cristalinas, un bosquecillo de cipreses y de laureles, rosales...
—Papá —le interrumpió Alejandro—, pero ¿qué te sucede?
Filipo volvió en sí.
—¿A mí? Nada. ¿Por qué?
—Hablas de rosales, de bosquecillos... Me parece estar oyendo recitar a un ogro los versos de Alceo.
—Hijo mío, lo que quiero decirte es que he preparado para ti el lugar más hermoso y acogedor que me ha sido posible porque es allí donde proseguirás tu instrucción y tu formación como hombre.
—Me has visto cabalgar, combatir, cazar el león. Sé dibujar, conozco la geometría, hablo el macedonio y el griego...
—No basta, hijo mío. ¿Sabes cómo me llaman los griegos, después de que les venciera en la maldita guerra sagrada, después de que les trajera el pan y la prosperidad? Pues me llaman Filipo El Bárbaro. ¿Y sabes qué significa eso? Pues significa que no me aceptarán jamás como su caudillo y como su guía porque me desprecian, por más que me teman.
»Nosotros tenemos a nuestras espaldas interminables llanuras recorridas por pueblos nómadas, bárbaros y feroces, y enfrente tenemos las ciudades de los griegos que se reflejan en el mar, que han alcanzado los más altos niveles de excelencia en las artes, en la ciencia, en la poesía, en la técnica y en la política. Somos como los que se sientan delante del vivaque en una noche invernal: su rostro está iluminado y su pecho es calentado por el fuego, pero a sus espaldas reina la oscuridad y el frío.
»Por esto he luchado, para encerrar a Macedonia dentro de unas fronteras seguras e inexpugnables, y por esto haré cuanto esté en mis manos para que mi hijo aparezca ante los griegos como un griego, en la mentalidad y las costumbres, hasta en su misma imagen física. Tendrás la educación más refinada y completa que un hombre pueda recibir en la actualidad. Podrás beber de una de las mentes más capaces de elaborar pensamientos de cuantas existen en todo el mundo griego tanto de Oriente como de Occidente.
—¿Y quién será este extraordinario personaje?
Filipo sonrió.
—Es el hijo de Nicómaco, el médico que te ayudó a venir al mundo, el más célebre y brillante de los discípulos de Platón. Se llama Aristóteles.