11

Apeles llegó la tarde siguiente, junto con un gran séquito de esclavos, mujeres y niños de hermoso aspecto. Era elegantísimo, con un toque de excentricidad en sus collares de ámbar y lapislázuli que llevaba al cuello y en las vestiduras de vivos colores. Corrían rumores de que Teofrasto había escrito un librito satírico titulado Los caracteres y que se había inspirado precisamente en Apeles para el carácter del exhibicionista.

Alejandro le recibió en sus habitaciones privadas juntamente con la hermosísima Kampaspe, que iba vestida aún con el peplo de las jovencitas, único modo de descubrir generosamente sus hombros y su soberbio pecho.

—Tienes un aspecto muy saludable, Apeles, y estoy contento de que el esplendor de Kampaspe sea fuente aún de inspiración para ti. Es un privilegio de pocos poder convivir con semejante musa.

Kampaspe se ruborizó y se acercó para besarle la mano, pero Alejandro le abrió de par en par los brazos y la estrechó contra sí.

—Tus brazos siguen igual de fuertes que siempre, señor —le susurró ella al oído en un tono de voz que habría despertado la lujuria de un viejo muerto desde hacía tres días.

—Y tengo otras cosas no menos fuertes, por si lo has olvidado —le murmuró él.

Apeles carraspeó sintiéndose ligeramente incómodo y afirmó:

—Señor, este cuadro deberá ser una obra maestra digna de perdurar a lo largo de los siglos. Mejor dicho, estos cuadros, porque quisiera pintar dos.

—¿Dos? —preguntó Alejandro.

—Si estás tú de acuerdo, naturalmente.

—Oigamos.

—El primero debería representarte de pie, en actitud de desencadenar un rayo como Zeus. Y a tu lado tendrías un águila, que es también uno de los símbolos de la dinastía argéada.

El soberano sacudió la cabeza dubitativo.

—Señor, quisiera que tuvieras presente que tanto Parmenión como Eumenes están de acuerdo en que deberías aparecer en esa actitud, sobre todo por el efecto que ello puede tener sobre tus súbditos asiáticos.

—Si ellos lo dicen... ¿Y el otro cuadro?

—El otro te mostrará montando a Bucéfalo con la lanza empuñada, en actitud de lanzar una carga. Será una obra memorable, te lo aseguro.

Kampaspe dejó escapar una risita.

—¿Qué pasa? —preguntó Apeles con mal disimulado fastidio.

—Yo hubiera pensado en un tercer cuadro —repuso la joven.

—¿Cuál? —preguntó Alejandro—. ¿No basta con dos? No puedo pasarme el resto de la vida posando para Apeles.

—No a solas —explicó Kampaspe con otra risita más maliciosa aún—. Estaba pensando en un cuadro con dos figuras, donde el rey Alejandro estuviera representado con los rasgos del dios Ares en reposo tras la batalla, con todas las armas esparcidas por el suelo en un bonito prado florido, y yo podría hacer de Afrodita dándole placer. ¿Sabes?, algo parecido a lo que hiciste en casa de aquel general griego... ¿cómo se llamaba?

Apeles palideció y le dio a escondidas un codazo.

—Vamos, el rey no tiene tiempo para todos estos cuadros. Dos bastan y sobran, ¿no es cierto, señor?

—Así es, amigo mío, así es. Y ahora os ruego que me disculpéis, pero Eumenes me ha llenado la jornada de compromisos. Posaré para ti antes de la cena. Elige tú con qué asunto quieres empezar. Si es el ecuestre, haré preparar el caballo de madera, pues dudo que Bucéfalo tenga paciencia para dejarse reproducir, aunque sea por el gran Apeles.

El pintor se retiró con una reverencia llevándose con él a la reluctante modelo y Alejandro oyó que le echaba una buena reprimenda mientras se alejaban por el pasillo.

Inmediatamente después Eumenes introdujo nuevos visitantes: eran una docena de jefes de tribus del interior que, tras haber sabido que habían cambiado de amo y señor, venían a prestar acto de pleitesía.

Alejandro se levantó y fue a su encuentro, estrechando a todos la mano calurosamente.

—¿Qué piden? —preguntó al intérprete.

—Quieren saber qué deseas que hagan.

—Nada.

—¿Nada? —repitió estupefacto el intérprete.

—Pueden volver a sus casas y vivir en paz igual que antes.

El que parecía el jefe de la delegación murmuró algo al oído del intérprete.

—¿Qué es lo que dice?

—Pregunta por los tributos.

—Ah, en cuanto a los tributos —intervino Eumenes rápidamente—, quedan igual que estaban. También nosotros tenemos nuestros gastos y...

—Eumenes, por favor —le interrumpió Alejandro—. No hace falta que entres en detalles.

Los jefes de tribu se consultaron un momento entre sí y a continuación afirmaron que estaban muy contentos; le deseaban todo tipo de venturas al poderoso señor que tenían delante y le expresaban su gratitud por su benevolencia.

—Pregúntales si quieren quedarse a cenar —dijo Alejandro.

El intérprete así lo hizo.

—¿Y qué?

—Te están muy agradecidos por la invitación, señor, pero dicen que les queda un largo camino y que les esperan en sus casas para ordeñar el ganado, ayudar a las yeguas a parir y...

—Entendido —cortó Eumenes—. Urgentes asuntos de Estado.

—Dales las gracias por su visita —concluyó Alejandro— y acuérdate de darles los presentes de hospitalidad.

—¿Qué presentes?

—No lo sé. Armas, ropas, lo que tú juzgues conveniente, pero no le dejes marcharse con las manos vacías. Es gente a la antigua, que sabe apreciar aún las buenas costumbres. Y en sus casas son unos reyes, no lo olvides.

La cena fue servida tras la puesta del sol, cuando Alejandro hubo terminado la primera sesión de posar para Apeles, montado en el caballo de madera, dado que el sumo maestro había decidido empezar por el asunto más difícil.

—Mañana me iré a las caballerizas y haré que me traigan a Bucéfalo. También deberá posar para mí —afirmó el pintor echando una mirada compasiva al armatoste de madera con dos patas que Eumenes había conseguido que le construyera un tramoyista.

—Entonces te aconsejo que pases a coger de la cocina unas cuantas galletas con miel para hacerte amigo suyo —sugirió Alejandro—, pues le encantan.

El maestresala vino a anunciar que las mesas estaban servidas. Apeles estaba completando el esbozo general de la figura. Alejandro desmontó y se acercó al pintor.

—¿Puedo verlo?

—No puedo negártelo, señor, pero un artista no debería mostrar jamás su propia obra inacabada.

El soberano echó una ojeada a la gran mesa y cambió de repente de humor. El maestro había hecho al carboncillo apenas unas líneas esenciales de la imagen, con trazos rápidos, vertiginosos, deteniéndose a perfeccionar pocos detalles: los ojos, algunos mechones de pelo, las manos, los ollares dilatados de Bucéfalo, los cascos pisoteando el terreno.

Apeles espiaba de reojo sus reacciones.

—No está completo, señor, no es más que un esbozo. Con los colores y los volúmenes cambiará todo y...

Alejandro levantó una mano para interrumpirle:

—Es ya una obra maestra, Apeles. Es aquí donde has dado lo mejor de ti mismo; el resto cualquiera puede imaginarlo.

Llegaron juntos a la sala del banquete donde les esperaban los notables de la ciudad, los jefes de los colegios sacerdotales y los compañeros del rey. Alejandro había dado orden de que no se pasaran de la raya porque no quería que los efesios se hicieran una falsa idea ni de él ni de sus amigos. Las hetairas que los huéspedes habían hecho venir se limitaron a tocar, a danzar y a hacer algun jueguecito inocente y el vino fue servido a la manera griega, con tres partes de agua.

Apeles y Lisipo fueron el centro de conversación, porque su fama era ya grandísima.

—¡Yo he oído una anécdota de veras curiosa! —dijo Calístenes volviéndose hacia Apeles—. La del retrato que le hiciste a Filipo.

—¿Ah sí? —repuso Apeles—. Bueno, pues cuéntamela porque en este momento la verdad es que no lo recuerdo.

Todos se echaron a reír.

—Voy a contártela —prosiguió Calístenes— tal como me la contaron a mí. Bien, el rey Filipo te manda llamar porque quiere un retrato de él para colgarlo en el santuario de Delfos, pero dice: «Hazme un poco más apuesto... en una palabra, no me cojas del lado del ojo tuerto, y auméntame un poco la estatura; el pelo lo quisiera algo más negro, pero sin exagerar, ¿eh?, ya me entiendes...».

—Me parece estar oyéndole —dijo burlonamente Eumenes, e imitando el vozarrón de Filipo agregó—: Pero ¿qué es esto?, ¿hago venir a un pintor tan bueno para luego tener que decírselo yo todo?

—¡Ah, ahora lo recuerdo —dijo riendo de gusto Apeles—, sí, eso fue lo que dijo!

—¡Entonces sigue tú! —le exhortó Calístenes.

—No, no —rehusó el pintor—, encuentro muy divertido oírlo contar.

—Siendo así... Entonces, el maestro, una vez terminado su cuadro, se lo hace llevar al patio, a plena luz del día, para que el augusto comitente pueda admirarlo. Quien de vosotros haya estado en Delfos lo habrá visto. ¡Una preciosidad, algo espléndido! El rey aparecía con la corona de oro, el manto rojo, el cetro, se hubiera dicho casi la viva imagen del gran Zeus. «¿Te gusta, señor?», le pregunta Apeles. Filipo mira a un lado, luego al otro, no parece convencido. «¿Debo decir lo que pienso?», pregunta. «¡Por supuesto, señor!», asiente el pintor. «Pues bien, en mi opinión no se parece a mí.»

—¡Es cierto, es cierto! —aprobó Apeles riendo cada vez más a gusto—. El hecho es que al haberle hecho el pelo más negro, la barba más cuidada, el colorido más sonrosado, al final no se reconocía ya en él.

—¿Y entonces que pasó? —preguntó Eumenes.

—Ahora viene lo bueno —prosiguió diciendo Calístenes—, siempre y cuando la historia sea cierta. Pues bien, dado que el cuadro estaba en el patio para poder ser admirado a plena luz del día, pasaba en aquel momento un caballerizo llevando del ronzal el caballo del rey. El animal, cuando pasa por delante del cuadro, se para, se pone a menear la cola, a sacudir la cabeza y a relinchar sonoramente entre el estupor de los presentes. Entonces Apeles mira primero al rey, luego al caballo y, finalmente, dice: «Señor, ¿puedo decir también yo lo que pienso?». «Por Zeus, claro que sí», dice él. «Siento decírtelo, pero mucho me temo que tu caballo entiende de pintura mucho más que tú».

—Es la pura verdad. —Apeles rió—. Juro que fue precisamente así.

—¿Y él? —preguntó Hefestión.

—¿Él? Se encogió de hombros y dijo: «¡Ay! Siempre os salís con la vuestra. Por esta vez, haz que te paguen, de todas formas. Ya que lo has hecho, me lo quedo».

Todos aplaudieron, y Eumenes confirmó el pago convenido por el cuadro, cuya excelente factura todos elogiaron, incluso aquellos que no lo habían visto.

Apeles se sentía ya el centro de la atención y seguía dominando la escena como un consumado actor.

Alejandro se excusó aduciendo como pretexto el madrugón que le esperaba al día siguiente para una inspección de las fortificaciones costeras y se retiró, mientras la velada proseguía con nuevas libaciones de vino algo más puro y nuevas hetairas algo más audaces.

Cuando entró en su aposento, encontró a Leptina que le esperaba con un velón encendido, pero con una expresión evidentemente de despecho. Alejandro la observó mientras le precedía para darle luz hasta el aposento y no consiguió adivinar la razón de aquel enfado, sin hacerle no obstante ninguna pregunta.

Pero, una vez abierta la puerta de su habitación, lo comprendió todo. Kampaspe estaba tumbada en su lecho, desnuda y en una pose que recordaba a una heroína mítica cualquiera: a Dánae, tal vez, en espera de la lluvia dorada, o a Leda en espera del cisne; no habría sabido decir a cuál de ellas.

La muchacha se levantó, se le acercó y le desnudó, luego se arrodilló sobre la alfombra delante de él y comenzó a besarle los muslos y el vientre.

—El punto vulnerable de tu antepasado Aquiles era el talón —susurró alzando hacia su cara sus ojos pintados con bistre—. El tuyo, en cambio, veamos si me acuerdo aún.

Alejandro le acarició los cabellos y sonrió: a fuerza de frecuentar a Apeles, la muchacha no conseguía hablar más que en términos de historias mitológicas.