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La corriente del Tigris era más bien fuerte, incluso en el punto del vado, y los infantes que fueron los primeros en intentar su paso pronto encontraron dificultades porque, en el centro del río, el agua llegaba hasta la altura del pecho. El impedimento eran sobre todo los escudos. Si se mantenían bajos, ofrecían excesiva resistencia y los hombres se veían obligados a abandonarlos; si trataban de mantenerlos altos, los soldados perdían el equilibrio y eran arrastrados aguas abajo.

Parmenión dio orden de tender dos cuerdas entre una y otra orilla y formar dos dobles cordones de hombres sin escudos atados los unos a los otros, uno vado arriba para romper la fuerza del agua y otra vado abajo para recoger a aquellos que eran arrastrados por las impetuosas olas del río. Al amparo de aquella barrera humana, el general hizo pasar al resto de la infantería pesada. La última en atravesar fue la caballería y a continuación los carros con las vituallas, los pertrechos, las mujeres y los niños. La cabeza del ejército llegó a la vista de las posiciones enemigas a primeras horas de la tarde, pero la cola estaba aún en la orilla del Tigris y se requirió lo que quedaba de la jornada para que también los últimos se juntaran con el resto del ejército.

Tal como había prometido, el rey celebró un consejo de guerra después de la puesta del sol, con los dos ejércitos tan cerca que de un extremo al otro de la vasta llanura de Gaugamela los centinelas macedonios podían oír las llamadas de los escuchas persas.

A la caída de la noche, al montar el primer turno de guardia nocturna, se encendió un velón en la tienda de Alejandro y comenzaron a llegar, uno tras otro, los compañeros y los generales del alto mando, Koinos, Simias, Meleagro, Poliperconte, al mando de Parmenión y de Clito, llamado El Negro. Todos saludaron al rey y le besaron en la mejilla; luego se reunieron, de pie, alrededor de la mesa en la que los oficiales de marcha habían dibujado el esquema del plan de batalla. Las diferentes unidades de infantería y caballería estaban representadas por las piezas de distinto color del ajedrez del rey.

—Casi con toda seguridad Darío lanzará contra nosotros a los carros de guerra —comenzó diciendo Alejandro— para desbaratar nuestra formación y crear la confusión entre las filas de la falange. Pero nosotros avanzaremos en orden oblicuo respecto al frente enemigo, que seguramente nos superará por la aplastante superioridad numérica, y trataremos de rodear la zona que el Gran Rey ha hecho allanar para lanzar la carga de los carros. Tan pronto como los veáis moverse, deberéis dar la señal a los hombres de hacer el mayor ruido posible golpeando las espadas contra los escudos y gritando fuerte para espantar a los caballos. Luego, cuando estén a tiro, los arqueros y los honderos dispararán contra los aurigas, tratando de abatirles. Esto debería poner fuera de combate a muchos de ellos, pero los carros que continúen su carrera podrán causar aún mucho daño. En ese momento, los comandantes de compañía harán una señal a las trompas de abrir brechas en la formación para dejarles pasar y dispararles luego por la espalda.

»Una vez terminada la carga de los carros de guerra, la falange avanzará por el centro, precedida por la caballería pesada de los hetairoi y por los tracios y agrianos y yo mandaré La Punta a través de la formación de Darío. Deberemos penetrar a través de ella y aislar su ala izquierda, converger en el centro y empujar a Darío y a la guardia real de los Inmortales contra la falange. Los batallones de Crátero y de Pérdicas tendrán que aguantar el impacto y contraatacar. El general Parmenión se mantendrá de reserva detrás de nuestro flanco izquierdo con tres batallones de pezetairoi y la caballería tesalia para asestar el golpe definitivo. El ala derecha de nuestra formación será ocupada por los aliados griegos y los mercenarios coordinados por El Negro: su tarea consistirá en realizar eventuales maniobras envolventes del ala izquierda persa para dar tiempo a La Punta a fragmentar el centro enemigo. ¿Alguna pregunta?

—Una —dijo Seleuco—. ¿Por qué aceptamos el combate en un terreno elegido por el adversario?

Alejandro pareció inseguro de responder o no, luego se le acercó y le miró directamente a los ojos.

—¿Sabes cuántas fortalezas hay repartidas por el imperio de Darío de aquí a las montañas del Paropámiso? ¿Sabes cuántos pasos fortificados, cuántas plazas fuertes y ciudades amuralladas? Encaneceríamos en un esfuerzo inútil, mortal de necesidad, perderíamos nuestra patria privándola de toda su juventud y condenándola a un rápido declinar. Ha sido un plan de Darío hábilmente maquinado para atraerme a este lugar y aniquilarme. Yo he fingido haber mordido el anzuelo. Él no sabe que lo he decidido por mi propia voluntad y que en el último momento le derrotaré de todos modos.

—¿Y con qué? —siguió preguntando Seleuco sin bajar los ojos.

—Lo verás al amanecer —replicó Alejandro—. Esto es todo. Ahora, reuníos con vuestras tropas y tratad de descansar, porque mañana tendréis que exprimir hasta la última gota de sudor y hasta el último resto de energía. Que la fortuna y los dioses nos sean propicios.

Todos saludaron y se alejaron. Alejandro les acompañó hasta la puerta y, cuando hubieron salido, fue al corral de Bucéfalo para darle personalmente de comer y de beber. Mientras el caballo hundía el morro en la alforja llena de cebada, él le hablaba, acariciándole las crines:

—Hermoso, mi buen amigo... Mañana será tu última batalla, te lo prometo. Después aparecerás solamente en las paradas, me llevarás cuando entremos triunfalmente en las ciudades o cuando tú y yo nos vayamos a correr por las colinas de Media o por las riberas del Tigris y del Araxes. Pero antes tendrás que conducirme a la victoria, Bucéfalo, mañana deberás correr más rápido que el viento, más rápido que las flechas y los dardos persas. Nada deberá resistirse a tu ímpetu.

El animal levantó la cabeza orgullosísimo, bufando y sacudiendo las crines.

—¿Entendido, Bucéfalo? Aplastarás bajo tus cascos a los jinetes medos y ciseos, a los hircanios y corasmios, lanzarás fuego por los ollares como una quimera, arrastrarás en tu carga furibunda a todos tus compañeros, serás el trueno que sacuda las montañas y los quinientos caballos de La Punta harán temblar la tierra detrás de ti.

El semental raspó el terreno con el casco y se encabritó de repente con un largo relincho de desafío; luego pareció calmarse y acercó el morro al pecho de su amo en busca de una caricia. Le quería decir que estaba dispuesto y que nada en el mundo detendría su galope.

Alejandro le besó en la frente y se fue, dirigiendo sus pasos hacia la tienda de la reina madre Sisigambis, que se alzaba a la sombra de un grupo aislado de sicómoros en las márgenes del campamento. Se hizo anunciar y un eunuco le introdujo en el pabellón, donde la soberana le recibió sentada en su trono.

Alejandro esperó a que le diera licencia para acomodarse, tal como era la costumbre de la corte, y acto seguido se puso a hablar:

—Gran Madre, he venido a decirte que nos disponemos a enfrentarnos con Darío en un encuentro decisivo, casi sin duda el último. A la caída del sol, sólo uno de nosotros dos habrá sobrevivido y yo haré todo lo que pueda para vencer en esta jornada.

—Lo sé —repuso Sisigambis.

—Esto podría significar la muerte de tu hijo.

La reina asintió gravemente con la cabeza.

—O la mía —añadió poco después Alejandro.

Sisigambis levantó los ojos húmedos de lágrimas y suspiró:

—En cualquier caso, será para mí una jornada funesta. Vayan como vayan las cosas, cualquiera que sea el resultado del combate. Si vences tú, habré yo perdido a mi hijo y a mi patria. Si pierdes o caes muerto tú, habré perdido a una persona a la que he aprendido a querer. Me has tratado con el mismo afecto que un hijo y has respetado a todas las personas de mi familia como ningún otro vencedor habría hecho jamás. También tú, muchacho, te has ganado un lugar en mi corazón. Por eso no podré más que sufrir y ni siquiera me será concedido el consuelo de rezar con el corazón sereno a Ahura Mazda para que incline la victoria a favor de mis soldados. Ve, Alejandro, y ojalá puedas ver indemne la puesta de sol de mañana. Es ésta la única bendición que puedo darte.

El rey hizo una inclinación y salió, dirigiéndose nuevamente hacia su tienda. El campamento hervía de actividad a la hora que precedía el reposo nocturno: los soldados, reunidos en círculo y sentados en el suelo, estaban tomando su cena y se daban ánimos unos a otros ante la inminencia del choque mortal. Se contaban baladronadas, bebían, se jugaban a los dados el dinero que ahora recibían en abundancia de las arcas de Eumenes, se divertían viendo danzar a las hetairas que seguían a un ejército con medios de fortuna. Otros también pasaban aquella velada en el campamento de los mercaderes, donde muchos tenían ya una compañera fija y a veces hijos pequeños por los que sentían cada día más cariño.

En aquella hora crucial, la existencia de afectos profundos era para ellos un motivo de consuelo y, al mismo tiempo, de angustia por la incertidumbre del choque que se preparaba, por la inmimencia de una batalla que podría depararles gloria y riqueza o bien la muerte o, peor aún, una esclavitud ultrajante para el resto de sus días.

Alejandro llegó a su alojamiento después de haber atravesado casi todo el campamento de un extremo al otro. Leptina salió a recibirle al umbral y le besó las manos.

—Mi señor, ha habido una extraña visita. Un hombre ha venido y te ha traído un plato de comida para la cena. Yo no le había visto nunca antes, no me fiaría, pues podría estar envenenada.

—¿La has tirado?

—No, pero...

—Déjame ver esa comida.

Leptina le acompaño a la dependencia destinada a los banquetes y le mostró un plato sobre la mesa real. Alejandro sonrió y sacudió la cabeza.

—Tordo a la parrilla. —Lo tocó—. Está aún caliente. ¿Dónde está él?

—Se ha ido, pero ha dejado esto.

Le mostró un minúsculo rollo de papiro. Alejandro le echó una rápida ojeada, luego salió deprisa y llamó a su escudero:

—Haz que me preparen el bayo sármata, rápido.

El escudero corrió hacia los corrales y poco después volvió con el caballo enjaezado. El rey montó y partió al galope sin que su guardia pudiera darse cuenta de lo que había sucedido. Cuando los soldados estuvieron listos para salir en pos de él, había ya desaparecido en el desierto.