Alejandro fue a visitar a su madre el día siguiente al anochecer. Estaba acabando de cenar y las doncellas retiraban ya la mesa. La reina le hizo detenerse con un gesto y mandó traer una silla.
—¿Has cenado? —preguntó—. ¿Puedo hacerte traer algo?
—He cenado ya, mamá. Se ha celebrado el banquete de despedida por tu hermano.
—Lo sé, pasará a despedirse antes de irse a la cama. Entonces, mañana será un gran día.
—Eso parece.
—¿Estás triste?
—Un poco.
—No deberías. ¿Sabes cuánto gasta tu padre para llevar a Mieza a media Academia?
—¿Por qué a media Academia?
—Porque Aristóteles no está solo. Con él están su sobrino y discípulo Calístenes, y Teofrasto, el gran científico.
—¿Cuánto gasta?
—Quince talentos al año durante tres años. Se lo puede permitir, por Zeus, las minas del Pangeo le proporcionan mil al año. En oro. ¡Ha puesto tal gran cantidad de oro en el mercado ayudando a amigos, corrompiendo a enemigos y financiando sus proyectos que en los últimos cinco años los precios en toda Grecia se han quintuplicado! También los de los filósofos.
—Veo que estás de mal humor, mamá.
—¿Acaso no debería? Tú te vas, mi hermano también. Yo me quedo sola.
—Tienes a Cleopatra. Te quiere, y además me parece que se parece mucho a ti. A pesar de su juventud, tiene un carácter fuerte y decidido.
—Sí —asintió Olimpia—. Es cierto.
Siguieron algunos instantes de silencio. En el patio resonaban los pasos cadenciosos de la guardia que comenzaba su turno de noche.
—¿Tú no estás de acuerdo?
Olimpia sacudió la cabeza.
—No, no se trata de eso. Mejor dicho, de todas las decisiones de Filipo ésta es sin duda la más prudente. Es que mi vida es difícil, Alejandro, y empeora de día en día. Aquí en Pella he sido considerada siempre como «la extranjera»: no me han aceptado nunca. Mientras tu padre me amó, todo resultó llevadero. Más aún, bonito. Pero ahora...
—Yo creo que mi padre...
—Tu padre es un rey, hijo mío, y los reyes no son como el resto de los humanos: deben casarse cuando lo exige el interés de su pueblo, una, dos, tres veces, o bien repudiar a sus mujeres por igual motivo. Deben guerrear interminablemente, deben tramar, hacer y deshacer alianzas, traicionar a amigos y hermanos, si ello fuera preciso. ¿Crees que hay espacio para una mujer como yo en el corazón de un hombre de esta clase? Pero no me compadezcas. También yo soy una reina, y la madre de Alejandro.
—Pensaré en ti todos los días, mamá. Te escribiré y trataré de verte cada vez que me sea posible. Pero recuerda que mi padre es mejor que otros muchos hombres. Que la mayor parte de los que yo conozco.
Olimpia se levantó.
—Lo sé —dijo, y se acercó a él—. ¿Puedo abrazarte?
Alejandro la estrechó contra sí y sintió la tibieza de sus lágrimas en las mejillas, luego se volvió hacia la puerta y salió. La reina tomó de nuevo asiento en su silla de brazos y permaneció inmóvil largo rato, con la mirada clavada en el vacío.
Cleopatra, apenas le vio, se le arrojó al cuello llorando.
—¡Bueno, bueno! —exclamó Alejandro—. Que no me voy al destierro, sólo a Mieza: son pocas las horas de marcha y podrás venir a verme de vez en cuando, así lo ha dicho nuestro padre.
Cleopatra se secó las lágrimas y se sonó la nariz.
—Dices eso para animarme —lloriqueó.
—En absoluto. Y además estarán también los chicos. Sé que alguno de ellos ha tratado de hacerte la corte.
Cleopatra se encogió de hombros.
—¿Quieres decir que no te gusta ninguno?
La joven no respondió.
—¿Sabes qué se dice por ahí?
—¿Qué? —preguntó de repente llena de curiosidad.
—Que te gusta Pérdicas. Alguno va diciendo también que te gusta Eumenes. ¿No te gustarán, por casualidad, los dos?
—Yo sólo te quiero a ti. —Y de nuevo le arrojó los brazos al cuello.
—Una bonita mentira —objetó Alejandro—, pero haré como que me lo creo porque me complace. De todas formas, aunque te gustase alguno no habría nada de malo en ello. Es verdad que no debes hacerte ilusiones: será nuestro padre quien decida acerca de tu boda y elija a tu esposo, cuando sea el momento, y si estuvieses enamorada sólo sufrirías por ese motivo.
—Lo sé.
—Si fuera yo quien tuviese que decidir, te dejaría casarte con quien quisieras, pero nuestro padre no dejará escapar la ventaja política de tu matrimonio, si le conoceré yo. Y no hay nadie que no hiciera cualquier cosa por casarse contigo. ¡Eres tan hermosa! Entonces, ¿me prometes que vendrás a verme?
—Te lo prometo.
—¿Y que no llorarás cuando dentro de un momento salga por esa puerta?
Cleopatra asintió, mientras dos lagrimones surcaban sus mejillas. Alejandro le dio un último beso y se fue.
Pasó el resto de la velada con los amigos, que le habían preparado un festín de despedida, y se emborrachó por primera vez en su vida. Lo mismo hicieron todos los demás, pero, al no estar habituados, vomitaron y se sintieron mal. Peritas, por no ser menos, se orinó en el piso.
Cuando trató de llegar a su dormitorio, Alejandro se dio cuenta de que la cosa no era tan sencilla. Pero, en un determinado punto, alguien apareció en la oscuridad con un velón, le sostuvo, le ayudó a meterse en el lecho, le pasó un paño húmedo por la cara, le mojó los labios con jugo de granada y se fue. Volvió a aparecer al cabo de un rato con una taza humeante, le hizo beber una infusión de manzanilla y le arregló las mantas.
En un atisbo de conciencia, Alejandro la reconoció: era Leptina.
Mieza era de por sí un lugar encantador, que se extendía a los pies del monte Bermión en una cuenca verdísima, atravesada por un arroyo y rodeada por bosques de encinas. Pero la residencia que Filipo había preparado era tan hermosa que Alejandro pensó que su jardinero había aprendido algún secreto de los huéspedes persas, para crear también en Macedonia un «paraíso» como los que ellos tenían en Elam o en Susiana.
Una vieja residencia de caza había sido completamente restaurada y modificada con objeto de disponer en su interior los aposentos para los huéspedes, las salas de estudio con las bibliotecas anexas, el odeón para la música y hasta un pequeño teatro para la representación de dramas. Era perfectamente conocida la altísima consideración que Aristóteles sentía en especial por la tragedia, pero también por la comedia.
Había un estudio para la clasificación de las plantas y un laboratorio farmacéutico, pero lo que más asombro causó a Alejandro fue el estudio de dibujo y pintura, así como el taller anexo de fundición dotado con el instrumental más avanzado y con los mejores materiales perfectamente ordenados en los anaqueles: panes de arcilla, cera, estaño, cobre, plata, todos con el distintivo argéada de la estrella de dieciséis puntas que garantizaba el peso y el título.
Alejandro sabía que era bastante bueno en dibujo y se esperaba un pequeño estudio luminoso con alguna mesa con albayalde y algún carboncillo. Pero aquel imponente instrumental le pareció un derroche excesivo.
—Esperamos a un huésped —explicó el intendente—, pero tengo órdenes terminantes de tu padre de no decirte nada. Debe ser una sorpresa.
—¿Dónde está? —preguntó Alejandro.
—Ven. —Fue conducido a una ventana de la planta baja que daba al patio interior del edificio—. Ahí lo tienes.
El vigilante señaló a la de más edad de entre un grupito de tres personas que paseaban bajo el ala de poniente del pórtico.
Era un hombre de unos cuarenta años, seco, de porte erguido y ademanes mesurados, casi estudiados. Tenía unos ojos pequeños y vivacísimos que seguían los gestos de sus interlocutores y poco menos que las palabras en el movimiento de sus labios, pero al mismo tiempo no se perdían nada de cuanto había o sucedía a su alrededor.
Alejandro se dio cuenta inmediatamente de que le estaba ya observando sin haberle mirado fijamente un solo instante. Entonces salió al aire libre y se quedó de pie ante la puerta aguardando a que él hubiese recorrido la mitad del pórtico hasta llegar a donde se encontraba él.
Al poco le tuvo delante: los ojos de Aristóteles eran grises, plantados bajo una frente alta y despejada, surcada por dos profundas arrugas. Tenía los pómulos salientes, acentuados además por una marcada delgadez de las mejillas. La boca, regular, estaba sombreada por unos poblados bigotes y una barba muy cuidada, que le enmarcaba el rostro confiriendo a su expresión un aire de profunda reflexión.
Alejandro no pudo evitar notar que el filósofo se peinaba para delante el pelo de la nuca a fin de cubrir la amplia calvicie de la parte superior de la cabeza. Aristóteles lo advirtió y por un momento su mirada se tornó gélida. El príncipe bajó inmediatamente los ojos.
El filósofo le dio la mano.
—Me siento dichoso de conocerte. Quisiera presentarte a mis discípulos: mi sobrino Calístenes, que estudia literatura y cultiva la historia, y Teofrasto —añadió señalando al compañero que tenía a su izquierda—. Tal vez hayas oído hablar de su destreza como zoólogo y botánico. La primera vez que vimos a tu padre en Asso, en Tróade, se distrajo inmediatamente poniéndose a observar las largas astas de las sarisas de sus lanceros. Y cuando el soberano hubo terminado de hablar, Teofrasto me susurró al oído: «Estacas de cerezo silvestre macho, cortadas en agosto y con luna nueva, puestas a secar, grabadas con piedra pómez y tratadas con cera de abeja. Lo más duro y elástico que existe en el mundo vegetal». ¿No es extraordinario?
—Lo es, en efecto —confirmó Alejandro y estrechó la mano primero a Aristóteles y luego a sus ayudantes, en el mismo orden en que su preceptor los había mencionado—. Bienvenidos a Mieza —continuó acto seguido—. Sería un honor para mí si quisierais comer conmigo.
Aristóteles no había dejado de observarle desde el mismo momento de verle y se había quedado profundamente admirado. El «muchacho de Filipo», como le llamaban en Atenas, tenía una mirada de una profunda intensidad, unos rasgos de una armonía maravillosa, una voz de timbre vibrante y sonoro. Todo en él revelaba un ardiente deseo de vivir y de aprender, una gran capacidad de compromiso y de aplicación.
El ladrar festivo de Peritas, que irrumpía en aquel momento en el patio y comenzaba a morder las cintas de las sandalias de Alejandro, interrumpió aquella silenciosa comunicación entre preceptor y discípulo.
—Es un hermosísimo cachorro —observó Teofrasto.
—Se llama Peritas —dijo Alejandro, agachándose para cogerlo en brazos—. Me lo regaló mi tío. A su madre la mató una leona en la última cacería en que tomamos parte.
—Te quiere mucho —le hizo notar Aristóteles.
Alejandro no replicó y les llevó al comedor. Les hizo tomar asiento delante de las mesas y se recostó a su vez con gracia. Tenía a Aristóteles exactamente enfrente.
Un siervo trajo el aguamanil y la jofaina para las abluciones y le entregó una toalla. Otro comenzó a servir la colación: huevos duros de codorniz, caldo y cocido de gallina y a continuación pan, carne asada de pichón y vino de Tasos. Un tercer sirviente depositó en tierra, cerca de Alejandro, la escudilla con la sopa de pan de Peritas.
—¿De veras crees que Peritas me quiere? —preguntó Alejandro mirando a su cachorro, que meneaba la cola feliz con el morro dentro de la escudilla.
—Seguramente —repuso Aristóteles.
—Pero ¿no implicaría ello que un perro tiene sentimientos, y por tanto un alma?
—Es una pregunta que te supera —observó Aristóteles quitándole la cáscara a un huevo—. Y también a mí. Una pregunta para la que no puede haber una respuesta cierta. Recuerda una cosa, Alejandro, un buen maestro es aquél que da respuestas honestas.
»Yo te enseñaré a reconocer las características de los animales y de las plantas, a subdividir en especies y géneros unos y otras, a hacer uso de tus ojos, de tus oídos, de tus manos para reconocer la naturaleza que te rodea de modo profundo. Lo que significa reconocer también las leyes que la rigen, en los límites de lo posible.
»¿Ves este huevo? Tu cocinero lo ha cocido y por tanto ha detenido su devenir, pero dentro de esta cáscara existía, en potencia, un pájaro en condiciones de volar, alimentarse, reproducirse, emigrar a decenas de miles de estadios de distancia. En cuanto huevo no es nada de todo eso, pero lleva impresas en él las características de su especie, la forma, podríamos decir.
»La forma actúa dentro de la materia con diferentes resultados o consecuencias. Peritas es una de dichas consecuencias, como lo eres tú, como lo soy yo.
Mordió el huevo.
—Y como lo hubiera sido este huevo de haber podido convertirse en pájaro.
Alejandro le miró. La lección había comenzado.