Alejandro llegó a una aldehuela de pocas casas de adobe y bitumen situada a medio camino entre su campamento y el río que habían cruzado aquel mismo día. Se dirigió hacia el pozo que se encontraba cerca de una agrupación de palmeras, desmontó y esperó.
La luna asomó poco después detrás de un grupo de montículos que cerraban la llanura hacia levante y difundió su claridad sobre las amplias rastrojeras que rodeaban la aldea a modo de un anillo dorado y en el desierto que se extendía, en el exterior de aquel breve espacio cultivado, en todas direcciones. Dejó que su caballo paciese entre las ralas matas de hierba que crecían entre las palmeras y esperó hasta que vio una forma ondulante perfilarse en una pista, poco más que un sendero en dirección sur: Eumolpo de Solos se acercaba cabalgando un camello.
—Puedes descender tranquilamente —dijo Alejandro notando su aire prudente—. Peritas se ha quedado en el campamento.
—Salve, oh gran rey y señor del Asia —comenzo el informador.
Pero Alejandro tenía poco tiempo y le interrumpió:
—¿Has conseguido saber algo más respecto de aquel que me ha escrito el mensaje que me has hecho llegar?
—Debo decirte la verdad. Yo sabía ya que Maceo estaba muy abatido y convencido de que había llegado ya la última hora para el imperio que fue de Ciro el Grande, y yo le pedí a Hesfestión que le indujera a pasarse a nuestro bando cuando se encontrara en el vado del Éufrates en Tápsaco. Hefestión, sin embargo, se negó, pues consideraba que inducir al adversario a la deserción es algo deshonroso.
—Yo pienso como él.
—Digamos que él piensa como tú.
—Si así lo prefieres...
—Bien. Pero resulta que la diosa Fortuna se ha vuelto de nuestro lado. Evidentemente debe sentir una debilidad por ti, mi rey. No lo creerás, pero fue precisamente Hefestión el intermediario del contacto que Maceo ha establecido con nosotros. Le fue entregada una estatuilla como regalo que tenía que hacerme llegar, y yo la recibí mientras me encontraba en la zona de Tápsaco por ciertos asuntos que estaba despachando. Los caracteres bárbaros grabados en la base decían «rompe esta estatuilla», cosa que yo hice sin pérdida de tiempo. Encontré en el interior el mensaje de Maceo cuyo contenido te hice saber de viva voz por medio del envío de un correo mientras tú te acercabas con el ejército al vado del Tigris. Pero he querido venir yo luego en persona, para cerciorarme de que el mensaje había sido referido fielmente.
—Por supuesto. He visto el tordo a la parrilla.
—Notable, ¿verdad? Mis siervos, esta mañana, han capturado unos pocos con las redes y así se me ha ocurrido la idea de hacerte llegar mi santo y seña de un modo original.
—Pues lo has logrado.
—Entonces, ¿qué te refirió exactamente el correo?
—Maceo me ofrece su ayuda en el campo de batalla y pide a cambio ser reconfirmado como sátrapa de Babilonia. Dice que él estará alineado en el ala derecha del ejército de Darío y que por tanto yo podré aligerar sin peligro mi izquierda para concentrar todas las fuerzas del lado opuesto, donde corro el riesgo de verme rodeado. ¿He entendido bien?
—Perfectamente. ¿Y no te parece una propuesta honesta?
—¿Tú te fiarías de un traidor?
—Sí, si la propuesta es conveniente para ambos, y así me lo parece a mí. Maceo no cree que Darío pueda derrotarte; cree que serás tú él vencedor y por tanto te ofrece algo a cambio de otra cosa. Tú obtienes una ventaja fundamental y él también.
—Imagina que miente. Yo desguarnezco el flanco izquierdo para reforzar el ala derecha en previsión de una maniobra envolvente de la caballería persa por ese lado. Maceo ordena, en cambio, una penetración por mi ala izquierda y me sorprende por la espalda mientras me dispongo a dirigir el ataque de La Punta. Un desastre. Digamos que también el fin.
—Es cierto, pero si no te arriesgas aceptando la promesa de Maceo, puedes perder en cualquier caso, porque ellos son mucho más numerosos que vosotros. Por si fuera poco, has decidido aceptar el enfrentamiento en el terreno elegido por ellos. Un bonito dilema.
—Y sin embargo dentro de poco volveré a mi tienda y dormiré tranquilamente.
Eumolpo trató de escrutar la expresión de su interlocutor a la luz incierta de la luna, pero no consiguió descubrir en ella nada especial que revelase sus intenciones.
—¿Qué debo decirle a Maceo esta noche? —preguntó—. Como puedes ver, me he disfrazado de mercader sirio y dentro de no mucho estaré en presencia suya para darle una respuesta.
Alejandro aferró las riendas de su bayo y saltó a su grupa de un brinco.
—Dile que acepto —replicó, e hizo ademán de partir.
—¡Espera! —le detuvo Eumolpo—. Hay otra cosa que acaso te interese saber. En el campamento de Darío está el muchacho de Barsine y tiene intención de tomar parte en la batalla de mañana.
Alejandro se quedó inmóvil unos instantes sobre su caballo, como si aquella noticia le hubiera paralizado, luego se sacudió de repente y lo espoleó, desapareciendo pronto en medio de una nube de polvo. Eumolpo sacudió la cabeza y, después de haber meditado sobre aquella breve conversación, hizo doblar las rodillas a su reacio camello y trepó con alguna dificultad sobre la albarda. Luego le dio una voz y el camello alzó primero la grupa haciéndole casi caer por delante, luego las patas delanteras haciéndole casi caer por detrás. Finalmente se estabilizó y comenzó a trotar hacia el campamento persa, acicateado por las torpes patadas en los ijares de su conductor.
Alejandro vio venir a su encuentro al galope a un grupo de hetairoi de la guardia real al mando de Hefestión y se detuvo.
—¿Adónde vais? —preguntó.
—¿Que adónde vamos? —dijo Hefestión fuera de sí—. ¿Y necesitas preguntármelo? ¡Pues íbamos en tu busca! Abandonas el campamento sin decir nada a nadie, te vas a dar una vuelta de noche por un territorio infestado de patrullas enemigas, y esto la víspera de una batalla que va a decidir nuestro destino. Por suerte un centinela te ha visto y ha dado parte al comandante. Estamos medio muertos de miedo y...
Alejandro le paró con un gesto de la mano.
—Se trataba de algo que debía hacer por mi cuenta, pero está bien que estéis aquí. ¿Quién es el comandante de esta unidad?
Se adelantó un joven montañés de Lincéstide.
—Soy yo, rey, y me llamó Eufranores.
—Vamos a ver, Eufranores. Mientras nosotros volvemos al campamento, tu irás con tus hombres a la aldea que está a unos diez estadios por ese camino y dejarás allí de guarnición a la mitad de tu destacamento a las órdenes de alguien de tu confianza. Con la otra mitad alcanzarás las orillas del Tigris y esperarás hasta que oigas a alguien gritar desde la otra parte del río: «¿Dónde está el camino para Babilonia?». Tú responderás: «¡El camino pasa por aquí!», y luego, le escoltarás hasta el campamento y le pondrás a las órdenes de Crátero.
—¿Nada más, rey?
—Nada más, Eufranores. Cumple bien las órdenes que te he dado, pues está en juego la seguridad de todos nosotros.
—Duerme tranquilo, pues nadie de nosotros pegará ojo y nadie que no sea de los nuestros pasará entre el vado y la aldea sin pedirnos permiso. Así es como debe ser, ¿no es cierto?
—Exactamente así. Y ahora andad.
—¿A quién estamos esperando? —preguntó Hefestión volviendo grupas en dirección al campamento.
—Ya lo verás. Ahora volvamos, pues no nos queda mucho tiempo para dormir antes del amanecer.
Regresaron al campamento y se separaron. Hefestión alcanzó su unidad de La Punta y Alejandro se dirigió a la tienda de Barsine. Ella fue a su encuentro y le besó.
—He oído decir que te habías alejado solo y estaba preocupada.
Alejandro la estrechó contra sí sin decir nada.
—Mandarás el asalto de tu caballería mañana, ¿no es cierto?
—Así es.
—¿Por qué exponerte a un peligro mortal? Si te sucediera algo, tus hombres se quedarían sin guía.
—Un rey tiene privilegios, pero debe estar listo para morir el primero cada vez que su gente afronta un peligro. Escucha, Barsine. En ocho, nueve estadios en esa dirección está el campamento persa y allí se encuentran tu padre Artabazo y... tu hijo. —La mirada de Barsine se empañó de improviso de lágrimas—. Si quieres reunirte con ellos —continuó— haré que te escolten hasta el primer puesto de guardia persa junto con Phraates.
—¿Es eso lo que quieres? —preguntó Barsine.
—No. Yo te quiero para mí, pero comprendo que tu corazón esté dividido y que por esto no podrás ser nunca feliz.
Barsine le acarició el rostro y los cabellos; luego dijo:
—Soy tu mujer, y me quedaré.
—Si eres mi mujer, entonces hazme olvidar todo en esta noche que precede a la batalla, acaríciame como no has acariciado nunca a ningún hombre, dame todo el placer de que eres capaz. Mañana podría quedar de mí nada más que un puñado de cenizas.
Y sin esperar su respuesta, comenzó a besarle el cuello y el pecho, a acariciarle el vientre y los muslos, al tiempo que la estrechaba contra sí con una fuerza irresistible. Barsine sintió aumentar el calor que emanaba de su piel hasta volverse fiebre, sintió el perfume de sus cabellos y el intenso olor a almizcle que subía de su ingle y se abandonó a la oleada de deseo que corría por debajo de su piel con el flujo de la sangre y de la respiración.
Se desnudó mientras él seguía acariciándola y besándola por todas partes y le desnudó a él, ya sin ningún pudor. Besó ávidamente sus labios y su pecho y le hizo echarse desnudo junto a ella sobre la alfombra. Le acarició el vientre y los muslos, le besó cada vez más apasionadamente hasta desencadenar su más ardiente deseo. Él la dobló debajo de sí y la poseyó con todas sus fuerzas, como si fuese la última vez que gozaba de su cuerpo y de su amor, y vio los ojos de ella iluminarse, su rostro trasfigurarse en un placer cada vez más intenso y conmovedor, sintió sus manos y sus uñas hundirse en los hombros y en la espalda y la oyó finalmente gritar en el delirio del placer sin límites ni ataduras, aquel que sólo los dioses pueden conceder a los mortales.
Se dejó caer sobre la blanda alfombra mientras ella seguía besándole y acariciándole con una devoción total y apasionada, olvidada de todo. Alejandro respondió a sus besos y luego, con una última caricia, se separó de ella y se levantó.
—Duerme conmigo, te lo ruego —le dijo Barsine.
—No puedo. Mis hombres tienen que encontrarme mañana en la soledad que precede a la prueba suprema. Los centinelas que salgan del último turno de guardia tendrán que saber que han velado en la noche la soledad de su rey. Adiós, Barsine. Si muriera en la batalla, no me compadezcas. Es un privilegio caer en el campo de lucha, evitar la larga vejez y la decadencia física y mental, el lento e inexorable apagarse de la mirada. Vuelve con tu gente y tus hijos y vive tranquilamente tu vida, pensando que fuiste amada como ninguna otra mujer en el mundo.
Barsine le besó una última vez antes de verle desaparecer más allá del umbral y no tuvo el valor de decirle que esperaba un hijo suyo.